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Authors: Gloria V. Casañas

Tags: #Histórico, #Romántico

La Maestra de la Laguna (57 page)

BOOK: La Maestra de la Laguna
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—No suelo usar el apellido paterno por una cuestión de renombre. Pretendo ser conocido por mis investigaciones y no por los negocios de mi padre. Mi hermano, en cambio, no tiene los mismos objetivos que yo.

—¿Y cuáles son esos objetivos, señor Santos?

—Soy un aficionado naturalista —contestó, con un ademán que abarcaba el entorno bucólico que los rodeaba—. Me gustan las plantas y los animales, incluso los insectos, me agrada estudiarlos. Por eso vivo alejado de la ciudad. Y como mi inclinación me vuelve muy curioso, me he volcado a la medicina como autodidacta, claro está, para saber si puedo ayudar a mi hermano.

Todo era muy extraño. Elizabeth se sentía en presencia del mismísimo señor Santos, es decir, de Francisco Peña y Balcarce, el que la hostigaba cada vez que la veía y había acabado por seducirla sin escrúpulos en la casita de la laguna. Sin embargo aquel hombre, que parecía un doble del otro, hablaba con un lenguaje cuidado, usaba modales refinados, se veía amable, considerado y, sobre todo, afligido por la suerte de su hermano salvaje. No sabía qué pensar.

—Si mi hermano le ha faltado de alguna manera, Elizabeth, le ruego me permita disculparlo en su nombre.

La muchacha sufrió un sobresalto. ¡Dios mío, si ese hombre supiese!

—No, no es eso, es que su carácter es más reservado que el suyo, más solitario. Mientras estuve en la región de la laguna, él no quería ser molestado.

—¿Y por qué estaba usted allí, si puede saberse? No parece un lugar adecuado para una jovencita delicada.

Elizabeth le refirió en pocas palabras cuál era su misión en la escuelita de la laguna y las circunstancias en que conoció a Francisco. Le habló de su amistad con Julián Zaldívar y Fran tuvo que contener los celos al escuchar los elogios que le dispensaba a su amigo.

—Julián jamás me dijo que Francisco tenía un hermano —repuso ella.

Otro asunto resbaladizo. Fran ideó una rápida respuesta.

—Verá, así como no uso el apellido paterno, tampoco alterno con las amistades de mi familia, como los Zaldívar. Es que me he distanciado de mi padre al no aceptar dedicarme a los negocios familiares.

Se maravillaba de la inventiva que tenía. Conversar con la señorita O'Connor era toda una prueba. Era evidente que necesitaba pulir más su plan para que no ofreciese grietas si quería convencerla de su nueva identidad. A decir verdad, Elizabeth se le había adelantado, no se consideraba listo para enfrentarla aún, pero la casualidad la había llevado hasta él y no podía desaprovecharla.

La encontró tan bonita como siempre, aunque algo pálida. Ese vestido dibujaba sus curvas como nunca antes las había visto. Y llevaba un nuevo peinado, más extravagante de lo que acostumbraba en la escuelita. Se preguntó si su arreglo personal se debería a la existencia de algún cortejante. La idea le repugnó y endureció el semblante. En ese momento, Elizabeth vio la expresión de Francisco reflejada en el rostro de Santos Balcarce y sintió un estremecimiento.

—Por favor, Elizabeth, permítame ofrecerle un té o algo, temo que esta sorpresa haya sido demasiado para usted.

—No, señor Balcarce, se lo agradezco, debo volver. Estarán esperándome, pensarán que me he perdido en la Plaza y eso es inaudito —sonrió—. Pero quisiera pedirle un favor.

—El que desee.

—Me gustaría conversar con usted otro día, con más tranquilidad. Hay cosas que quisiera saber sobre su hermano, para comprenderlo mejor. Y hay otras que quiero que usted sepa, pues podrían ayudarlo.

—Me halaga su preocupación por los asuntos de mi familia, señorita Elizabeth. Se nota que es un alma generosa.

—No soy generosa en absoluto —respondió Elizabeth de modo abrupto—. Tengo mis razones.

El hombre la miró con curiosidad y ella se vio en la necesidad de aclarar sus palabras impulsivas.

—Es que no siempre nos hemos llevado bien su hermano y yo, y han quedado pendientes algunas explicaciones. ¿Usted piensa ir a visitarlo?

Fran se irguió como si la idea lo hiriese.

—Él prefiere estar solo allá, usted lo ha dicho.

—Sí, pero si está enfermo y hay posibilidades de curación...

—Yo no dije que las hubiera —repuso en tono cortante el señor Balcarce.

Por momentos, ambos hermanos se parecían de modo extraordinario.

—Pero si así fuese —insistió Elizabeth—. Créame, señor Balcarce, tenemos que hablar. Hoy no puedo, me esperan para ordenar el té, pero si usted va a la ciudad seguido...

—No suelo ir a la ciudad seguido, sin embargo, en honor a usted puedo hacer una excepción. ¿Por dónde acostumbra a pasear, Elizabeth?

Ella sopesó las posibilidades. Una cita a solas sonaría clandestina y lo último que quería era que el hermano del señor de la laguna pensase lo peor de ella, aunque tarde o temprano lo pensaría, cuando la preñez se le notase. Lo más sensato sería despedirse de ese hombre y evitar todo contacto con su familia. Sin embargo, Elizabeth no podía ni quería hacerlo. Necesitaba que el verdadero Santos Balcarce le hablase de su salvaje hermano, necesitaba entender al hombre que la había seducido para abandonarla después de ofrecerle un arreglo deshonesto. Y también quería contarle al hermano la alternativa ofrecida por el doctor Ortiz. Conservaba el frasquito de tónico entre sus cosas, aguardando el momento de enseñárselo al hombre de la laguna. Una necesidad más allá de toda lógica la empujaba a mantener el contacto con el ermitaño que la había ultrajado. Sobre todo porque ella había estado muy de acuerdo con ese ultraje, en principio.

Pensó en un lugar público adecuado.

—El paseo de la ribera. Podemos vernos ahí —sugirió.

A Fran no le pareció buena idea.

—Es demasiado concurrido —objetó— si deseamos hablar tranquilos.

—Puede visitarme en casa de mis tíos, entonces. Aunque siempre hay gente, tengo un reservado que puedo usar para mí.

—No —se apresuró a contestar Santos Balcarce, con ese tono de voz que tanto lo asemejaba a Francisco—. Quiero decir, sus tíos pueden malinterpretar mis intenciones si la visito sólo a usted.

—Oh, qué tonta. No pensé en eso.

—Escuche, Elizabeth —dijo Fran, algo impaciente—, no compliquemos tanto las cosas. Si el paseo de la ribera le parece bien, le propongo elegir un tramo alejado donde no tengamos que estar saludando a todo el mundo. Como usted sabe, la gente va a los lugares públicos para ver y ser visto. Yo no siento deseos de ver a nadie ni quiero que me vean. La estaré esperando mañana a la tarde, a eso de las seis. ¿Le parece?

Elizabeth se quedó mirándolo perpleja. Él debió notar que algo no marchaba bien, pues se mostró precavido.

—¿La he ofendido con mi propuesta?

—No, en absoluto, sólo que, por un momento, usted me resultó tan parecido a su hermano Francisco, que... quiero decir, él también se muestra reacio a que lo vean. Y suele dar órdenes cuando habla.

"Otra pifiada." Debía ensayar las conversaciones para no cometer tantos errores. Sería afortunado si la señorita O'Connor no se daba cuenta del engaño al regresar a su casa ese mismo día.

—Bueno, por algo somos hermanos —alegó—. Aunque mi retiro no es completo, prefiero la soledad para mis estudios e investigaciones. Además, como mi familia no estuvo de acuerdo en mi decisión de no trabajar en la empresa, es como si yo ya no existiera para ellos. Sé que suena duro, pero debo aceptar que un hombre toma sus decisiones y, con ellas, afronta las consecuencias.

De nuevo Elizabeth lo miraba de un modo que le erizaba el vello.

—Cuánta razón tiene, señor Balcarce. Un hombre toma sus decisiones y afronta las consecuencias. Es una filosofía muy sabia.

—¿La reprueba?

—La alabo, señor Balcarce. Ojalá su hermano fuese como usted. Las palabras de la señorita O'Connor, impregnadas de una gran tristeza, se clavaron en el pecho de Fran con el filo de una navaja. Estuvo en un tris de echar por el aire su disfraz, tomarla en sus brazos y besarla hasta perder el sentido, aunque sabía que antes debía redimirse o ella jamás lo aceptaría.

De nuevo le ofreció el apoyo de su brazo.

—Permítame acompañarla hasta el comienzo de la calle, Elizabeth. No me perdonaría si se perdiese otra vez.

La muchacha se aferró a ese sostén y caminaron en silencio hasta que aparecieron las primeras casitas de la calle larga. Entonces, se volvió y sonrió a su acompañante.

—Ha sido muy amable con una mujer desconocida, señor Balcarce.

—Por favor, Elizabeth, usted no es una desconocida para mí, si ha conocido a mi hermano, aunque sea en deplorables circunstancias. Y le ruego que me llame Santos.

—Lo haré. Al menos lo intentaré, pues no puedo olvidar que ése fue el nombre que identificó a su hermano en un principio.

—Verá que somos muy diferentes, Elizabeth. Cuando lo comprenda, ya no le costará dar a cada uno su nombre correcto.

—Así lo espero. Gracias por acompañarme, Santos.

—A usted por la agradable charla, Elizabeth, y por revelarme su preocupación por mi querido hermano.

Fran permaneció mirándola hasta que la figura se hizo tan pequeña que no pudo distinguirla. Se quitó los lentes y frotó los ojos con el pulgar y el índice. Esas gafas falsas le apretaban un poco el puente de la nariz y le producían nerviosismo. Por un momento, temió que la alteración de verla y escucharla hablando de él como si fuese otra persona le produjese un ataque. Sabía que entonces estaría todo perdido. Salvo aquella vez en El Duraznillo, jamás pudo sofrenar un ataque en pleno desarrollo. ¿Y a qué curación se refería la señorita O'Connor? A duras penas se contuvo para no sacudirla y obligarla a decir lo que sabía. Debía actuar con prudencia, no asustarla ni apurarla con exigencias. El Santos Balcarce que ella debía conocer a partir de ese momento era un hombre sensible, sereno, reservado y, sobre todo, intrigante. Debía intrigarla, atraerla con el misterio de su ciencia, de su interés por su hermano, de su soledad, de su pasión oculta bajo la formal apariencia de un naturalista. Le enseñaría las plantas, los animales, los insectos, y lograría que ella los viese en todo su esplendor. Sonrió al calarse de nuevo los lentes. Santos Balcarce, tras su aire de científico distraído, sería tan depravado como las fierecillas que estudiaba y que se apareaban a plena luz.

La tarde de té con las Del Solar fue desastrosa. A la tía Florence no le parecieron adecuados los bizcochos de canela y dijo que los de jengibre eran muy pocos. Elizabeth se abstuvo de comentarle que había estado comiendo unos cuantos mientras regresaba. Alucinada por su encuentro inesperado con el hermano del señor de la laguna, había devorado casi todo el paquete sin darse cuenta. Por otro lado, se encontraba demasiado distraída como para mantener una conversación coherente y su tía le recriminaba con la mirada al verla callada ante una pregunta de sus invitadas. Elizabeth no podía pensar en otra cosa que no fuera el señor Santos Balcarce, tan parecido a su hermano y tan distinto a la vez. En su recuerdo, el hombre que la había amado con pasión durante la tormenta aparecía más salvaje y desmelenado que nunca, quizá por comparación con este otro Peña y Balcarce, tan distinguido y atento. Saber que al día siguiente lo encontraría de nuevo le produjo tal excitación que se descubrió deseando refugiarse en su cuarto para ocuparse de sus confusos pensamientos. Lástima que el primo Roland, deseoso de retomar sus actividades sociales, la buscó para indagarla.

—Te vi salir hoy, Lizzie. ¿Cómo está la ciudad? —preguntó, ansioso.

—Se la ve más animada que días atrás.

Roland compuso una expresión soñadora que resultaba triste en su rostro demacrado.

—Ah... —suspiró—. Quién pudiera dar, aunque fuese, una vueltita por la manzana.

—No conviene que te agites, el doctor lo dijo.

—¡Bah! ¡Qué sabe ese gliptodonte de las necesidades de un joven! Cada día me siento más fuerte. Mira —y extendió un brazo delgado para mostrar la fuerza de sus músculos.

En realidad, Roland se restablecía con rapidez. Padeció una etapa de tristeza durante la convalecencia, acentuada por la noticia de la muerte de Micaela pero, a medida que se acercaba el otoño, mejoraba su aspecto y su resistencia.

—Los peores momentos son los de la convalecencia, primo, es cuando se cometen imprudencias.

—Mi buena Lizzie, siempre tan juiciosa. ¿No te aburres de ser tan correcta a toda hora, primita? —se burló Roland.

La enfermedad había acentuado su costado cínico. Elizabeth suspiró. Si él supiese... si todos supiesen.

—Quizá no tenga tiempo de aburrirme, con todo lo que hay que hacer aquí —y le lanzó una mirada de reproche, ya que Roland no colaboraba en nada, en eso no había cambiado.

—En fin, las mujeres siempre tienen un argumento —se quejó—. ¿Vas a salir de nuevo?

—¿Por qué lo dices?

—Si sales, aunque sea por un ratito, avísame. Te acompañaré. No debes pasear sola, Lizzie. Nuestras costumbres no son como las de tu país. Aquí, una mujer decente se hace acompañar de un pariente o alguien del servicio.

"Una mujer decente", pensó con rabia Elizabeth, ésa era la diferencia. Tanto daba que recorriese la ciudad entera sin acompañante, en su caso.

—Te avisaré. Ahora iré a descansar, la caminata me ha agotado.

A solas en el cuarto, Elizabeth se quitó los zapatos y aflojó las cintas del corpiño para respirar con libertad. Miró hacia afuera, donde el porche ya se cubría de hojas doradas, y luego hacia la esquina donde los carruajes se entrecruzaban a riesgo de estamparse el uno contra el otro. Su vida había cambiado tanto... ¿En cuánto tiempo? Apenas nueve meses. El tiempo de gestación de un niño. La coincidencia del plazo la sobresaltó, como un presagio. Nueve meses antes, llegó al puerto de Buenos Aires, llena de temores y esperanzas, y en ese lapso las cosas se enredaron de tal forma que su vida dio un vuelco. Tendría que tomar alguna decisión sobre su futuro ya mismo. La vista del delicado secreter de palisandro le sugirió un comienzo: escribiría a Aurelia. Confiaba en su discreción y en su comprensión. Si había alguien que podía hablar con el Presidente para atenuar su circunstancia, ésa era Aurelia Vélez.

Tomó la pluma, destapó el tintero y comenzó a garabatear con letra redondeada y prolija.

El paseo de la ribera se veía concurrido. El río lamía la orilla y la brisa traía aromas dulces de las quintas. Elizabeth caminaba mezclada entre la gente, del brazo de su primo. No hubo forma de disuadirlo. Ya fuese por acompañarla, o por no perderse la salida, Roland se había mostrado terco a la hora de partir: o iba con él, o no saldría. Elizabeth se resignó a su compañía, aunque empleaba los ocasionales silencios para idear la forma de alejarlo cuando llegasen al tramo más retirado del paseo.

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