Read La Maestra de la Laguna Online

Authors: Gloria V. Casañas

Tags: #Histórico, #Romántico

La Maestra de la Laguna (27 page)

BOOK: La Maestra de la Laguna
9.1Mb size Format: txt, pdf, ePub
ads

—¿La primera vez? —exclamó Lucía—. ¿Fue dos veces a ese lugar?

Julián se juró que iría esa misma noche a visitar a Fran. Apenas podía esperar a que las damas se retirasen. Tenía pensado ofrecerles hospitalidad para que no se agotaran en un nuevo viaje. La señorita O'Connor no se opondría a pasar una noche en El Duraznillo, estando en compañía de su criada.

—Haremos esto —dijo, con aires de patrón—. Ustedes se quedarán en mi casa hasta mañana. Por favor —agregó, levantando la mano para acallar protestas—. Que no se diga que un Zaldívar no apoya la educación. Su pedido será satisfecho, mañana mismo enviaré una comitiva para comenzar los trabajos. Antes, debo ocuparme de unas cuantas cosas, como aclarar este asunto del intruso. Y enviar recado a mi padre para informarle de la situación. ¡Chela! —gritó, mientras revolvía los papeles sobre la chimenea—. Ah, aquí estás. Que Gastón lleve un recado hasta el puesto de la sierra. Mi padre se encuentra allí —aclaró, dirigiéndose a Elizabeth—, pero vendrá enseguida. A él le gusta estar en todo y sin duda aprobará el proyecto. Cuente con los Zaldívar para levantar su escuela, señorita O'Connor.

Elizabeth no podía negarse a satisfacer el simple deseo de Julián Zaldívar de albergarlas en su casa, ante tamaña muestra de generosidad por su parte. Lo que temía era provocar un duelo entre él y el señor Santos.

—Por favor, no tome en cuenta lo que le he dicho sobre este Santos. No tiene importancia, le aseguro. Yo no volveré a pisar la laguna, habiendo tantos lugares para llevar a los niños en las excursiones educativas.

—No se diga más, señorita. Sólo quiero tranquilizarla con respecto a este... ¿Cómo lo llamó usted? Ah, sí, "ermitaño". No voy a correr riesgos, se lo aseguro. Además, estaré de vuelta para la cena y podré contarle los sucesos. Chela, las señoras se quedarán esta noche. Prepárales la suite de madre, por favor. Quiero que estén cómodas.

La casera se mostró encantada y en un santiamén organizó la habitación que usaba misia Inés cuando residía en El Duraznillo. Elizabeth y Lucía fueron arrastradas hacia uno de los cuartos del fondo, que miraban al patio de glicinas. La suite era más lujosa que el resto de la casa: la enorme cama estaba cubierta por un lienzo que Chela quitó, dejando a la vista una exquisita colcha de satén. Del baldaquino pendía una gasa que formaba una nube vaporosa. Mesitas de luz con sobre de mármol negro ostentaban lámparas de alabastro con pie de bronce. La casera acomodó el globo de una para ajustar la mecha y una luminosidad suave se extendió por la habitación.

—Pueden pasar al cuarto de baño para refrescarse, señoras. El patrón ha hecho instalar cañerías de agua, todo un lujo para que su esposa esté cómoda, aunque la señora Inés poco y nada viene.

Después, como avergonzada por la infidencia, se movió con rapidez para abrir los postigos, dejando que la luz invadiera el suelo de madera oscura. De las paredes pendían austeros retratos de familia, todos enmarcados en pan de oro, y los rostros de aquellos antepasados confirmaron a Elizabeth la sangre extranjera del joven Zaldívar.

CAPÍTULO 11

—¡No dispares, que soy yo!

Francisco recuperó la compostura al comprobar de quién se trataba.

El día había transcurrido sereno y los ataques no se habían repetido. Estaba claro que la tranquilidad era el mejor bálsamo para la locura. Fran vio a Julián saltar de su silla con agilidad. Algo urgente lo traía, puesto que iba en mangas de camisa.

—No te asustes —lo atajó jocoso, al ver el rostro de su amigo—. Vengo en son de paz.

—¿Qué te ocurre? Te noto divertido. Me alegra que alguien se divierta —gruñó.

—Vamos, no finjas "el ermitaño" conmigo, viejo compañero, que nos conocemos. ¿O acaso creíste poder "tirarme del caballo" también?

Francisco observó la expresión risueña y decidió que Julián no estaba borracho. Otra sería la razón de su desvarío.

—¿Qué te pasa?

—Ah, querido amigo, eso es justo lo que venía a preguntarte. ¿Qué diablos te pasa?

Julián se sentó sobre un tronco con el aire de quien viene a escuchar una buena historia.

—No te entiendo.

—Pues yo creo que está clarísimo. ¿Qué pasa con el eterno seductor de corazones femeninos, el príncipe que desata pasiones sin freno, el...?

—¡Basta! Dime qué sucede y déjame en paz.

—Ah... llegamos a la cuestión principal, vivir en paz. Pero ¿cómo vivir en paz con los demás si no gozamos de la paz en nuestro espíritu?

—Julián, si te traes algo entre manos...

El joven Zaldívar hizo un gesto que proclamaba su inocencia, mostrando las palmas hacia arriba y poniendo cara de ganso.

—Voy a matarte.

—¡Con que ésas tenemos! Te has vuelto violento. ¿Estarás poseído por un demonio? Sólo así puedo entender que hayas aterrorizado a un ser celestial.

—¿Qué carajo estás diciendo?

—¡Por Dios, ahora lo entiendo todo! Ella te vio con los ojos fulgurantes y el pelo erizado, tal cual te veo ahora, profiriendo maldiciones y despidiendo fuegos del infierno. Te habrá tomado por un lobizón, quizá.

—¿Ella? ¿De qué hablas?

Francisco sintió latir el corazón más rápido y un presentimiento subió por su columna.

—De la señorita Elizabeth O'Connor. ¿De quién más? —dijo con estudiada indiferencia Julián, mientras contemplaba los puños de su camisa como si en ello le fuese la vida.

El silencio de Francisco fue tan elocuente que el joven estanciero levantó la vista, inseguro sobre la reacción de su amigo. Vio la ferocidad en los ojos dorados del hombre que se había criado con él y, por un instante, creyó no conocerlo en realidad.

—¿Qué está ocurriendo, Fran? —murmuró, ya sin atisbo de broma.

El otro volvió el rostro para ocultar su sufrimiento.

—Nada.

Julián contempló desconcertado las espaldas anchas, la cintura estrecha, las musculosas piernas y el garbo, en general, que habían hecho de Francisco Peña y Balcarce un hombre codiciado por las damas porteñas. Ninguna, que él supiera, había sido premiada en sus intentos de conquista. Francisco mantenía muy en secreto sus aventuras. Y ninguna mujer, hasta el momento, había sido tan importante como para obligarlo a romper esa costumbre. Sin embargo, esta actitud huraña superaba todo lo conocido hasta ahora. Julián sopesó las posibilidades y decidió que debía tratarse de un asunto de faldas. Fran estaría huyendo de algún marido celoso o de alguna amante obsesionada. Él le había ofrecido sin reparos la casa de la laguna sabiendo que, tarde o temprano, se reunirían allí y podrían intercambiar confidencias, sin embargo, no resultaba sencillo abordarlo. Se conocían desde niños, habían compartido viajes, temporadas de verano, las primeras calavereadas juveniles y hasta alguna mujer en los lupanares del puerto. No había secretos entre ellos... hasta ese momento. Julián se amoscó al sentirse marginado:

—Perdón, no quise invadir su vida privada, Señoría. Olvidé que un Peña y Balcarce de pura cepa tiene que presentar una imagen impecable.

Francisco se volvió furioso hacia su amigo.

—¡Qué dices! No sabes nada.

—Eso es lo que quiero remediar.

—No todo puede decirse.

—Creía que sí. Al menos, entre amigos.

La voz dolida de Julián tocó el corazón de Francisco, que dejó caer los hombros con aire derrotado.

—Te debo una disculpa.

—Olvida eso —Julián hizo un gesto impaciente, e insistió—. Cuéntame qué te agobia, Fran. No pareces el mismo de siempre.

—No lo soy —replicó con dureza—. Esa es la cuestión.

Julián no supo cómo tomar aquella afirmación hasta que Francisco continuó, sacándolo de su ignorancia.

—No soy "un Peña y Balcarce de pura cepa" como dijiste, ya no.

—¡Qué! ¿Tu padre te expulsó de la casa? —exclamó Julián, conocedor de las disputas que mantenían padre e hijo.

—Habría sido preferible. Fui yo el que partió, con gran dolor de mi madre.

—Fran...

—Déjame explicarte. Serás el único que lo sepa, por si... —Francisco guardó silencio al pensar en lo que iba pedir a su amigo—. Supe, y no me preguntes cómo, que no soy hijo de mi padre como creía. Algo dentro de mí lo estaba diciendo. Como un idiota, lo atribuía a que nuestros caracteres siempre habían sido opuestos. La razón por la que siento desde hace mucho que Rogelio me odia es que no soy su verdadero hijo.

Julián, demudado, esperó a que su amigo prosiguiera.

—Hace meses, por una circunstancia que no viene al caso, lo encaré para echarle en falta su conducta y él me espetó mi condición de bastardo. En ese momento sentí tanta rabia, tanto dolor, que no se me ocurrió preguntar por lo que ahora se convirtió en lo esencial para mí: quién es mi verdadero padre. Mi madre no lo dijo, ni siquiera en el instante de la despedida, y aunque sé que mi partida la ha destrozado, no puedo permanecer en esa casa sabiendo que no tengo derecho a nada de lo que hay allí, nada de lo que recibí desde niño. ¡Nada!

Francisco golpeó con el puño la pared de troncos hasta desollarse los nudillos. Después permaneció agitado, con la cabeza gacha, esperando la reacción de su amigo. Al no escucharla, volvió al tono sardónico.

—Perdóname si con esta confesión hiero tu sensibilidad aristocrática. Ya no tienes un amigo de apellido ilustre. Julián se incorporó de un salto, rojo de ira.

—Cállate si no quieres que, además, te rompa la nariz de un rebencazo.

Ambos quedaron frente a frente, mirándose a los ojos con una expresión que pasó de la furia contenida a la comprensión y el cariño. Francisco puso su mano sangrante sobre el hombro de Julián.

—Estoy hecho una fiera. Y no sólo por lo que oíste. Hay más.

—¿Más? —exclamó con incredulidad el joven estanciero.

—Sí. Debes saberlo, por si necesito de ti en algún momento. Será duro —lo miró con intensidad, indagándolo con sus ojos dorados para comprobar si su amigo tendría agallas para lo que le pediría—. Estoy enfermo de gravedad.

El aire pareció empañarse entre ellos, y Julián no supo si se debía a las lágrimas que se agolpaban bajo sus párpados. ¡Fran enfermo! Su querido amigo, casi su hermano, enfermo y solo, desterrado de la vida elegante y sin futuro. Era demasiado. Las rodillas le flaquearon y volvió a sentarse sobre el tronco. A Francisco le apenó verlo tan abatido. Dudó en pedirle el gran favor, mas no podía confiar a otro su secreto. Se agachó hasta que su rostro moreno quedó a la misma altura de los ojos claros de Julián, sospechosamente brillantes.

—Prométeme que harás lo que te pida.

Ignorante de la dimensión del pedido, el joven asintió.

—Escucha: mi enfermedad raya en la locura. Sufro de terribles dolores de cabeza, como no has conocido nunca, que pueden durar horas. No soy yo mismo cuando me ataca el dolor. Además, tienen el desagradable efecto de dejarme ciego por un rato. La ceguera se disipa con el tiempo, pero comprenderás que no puedo hacer una vida normal con esta lacra. Por eso te pedí refugio en esta cabaña y, salvo tú, nadie debe saber que vivo acá. La desgracia que me persigue quiso que la maestra de Boston conociese mi escondite, aunque traté de arreglar eso asustándola lo mejor que pude. Amenazándola, incluso. No creo que vuelva. No sé por cuánto tiempo podré resistir estos ataques que son cada vez más frecuentes. Empezaron casi al mismo tiempo que tuve la discusión con mi padre, eso fue lo que me impulsó a partir. No quiero que nadie me vea en ese estado. Temo... no recobrar la razón ni la vista algún día, y en ese caso... te pido, por lo que más quieras, por la amistad que nos une y que sé que no traicionarás, que me mates.

Francisco clavó la mirada en la de Julián, atándolo con ella en un pedido desesperado.

—¡No! ¡No puedo hacer eso! Estás ofuscado, Fran, no sabes lo que dices. Consultaremos a un doctor.

—¡Nada de doctores! ¿No entiendes que no quiero que se sepa? Mi madre moriría si me viese agonizante o inválido. Prefiero que piense que he partido hacia tierras lejanas. Tú te encargarás de convencerla de eso.

—No me pidas algo así, por el amor de Dios —suplicó Julián—. Déjame encontrar a alguien discreto que te revise. Sabes que han llegado médicos extranjeros al país. Ellos traen técnicas nuevas, y no están relacionados con la sociedad como para difundir el secreto. Confía en mí, amigo.

—Confío en ti para esperar que me dispares un tiro al corazón cuando me veas perdido en mi locura.

—¿Y cómo sabré cuando eso suceda? ¿Cuál será el momento sin retorno del que hablas? ¿Crees acaso que soy médico como para saber si estás perdido de manera irremediable en la locura o la ceguera? ¿Y qué si te mato y estabas a punto de recobrar la cordura y la visión?

La desesperación de Julián, tan genuina, mortificó a Francisco. Pedía demasiado, lo sabía. Tal vez fuese mejor suicidarse, no obstante, temía que le fallase el valor a último momento o que, si se internaba en el mar hasta desaparecer, las aguas lo trajesen de nuevo a la orilla y toda la sociedad se enterase de su muerte. Sería fatal para su madre. Podía confiar en que su amigo cavase una tumba olvidada y nadie supiese más de él. ¿Cómo clavarse un puñal o dispararse en la sien en medio de un ataque? Era probable que hasta constituyese una amenaza para los demás. La señorita O'Connor, los niños...

—Escucha, Julián, no te pediría algo así si no estuviese convencido de que voy a morir de todos modos. Cuándo, o de qué manera, no es importante.

—Todos vamos a morir. Yo mismo, al irme de aquí, puedo caer del caballo y romperme la crisma.

Julián porfiaba como un niño y eso enterneció a Francisco.

—Te pido algo que no pediría a nadie más. Sólo confío en ti, en tu silencio y en tu destreza. No quiero compasión. Quiero ser borrado de la faz de la tierra, aunque primero...

—¿Sí? —murmuró esperanzado Julián.

—Desearía saber quién es mi padre. Claro que no sé ni por dónde empezar.

Julián se enjugó los ojos con el dorso de la mano, mientras pensaba con rapidez. Si podía engatusar a su amigo con la búsqueda del padre, tal vez el tiempo fuese pasando y él encontrase la cura para el extraño mal que lo aquejaba.

—Yo te ayudaré.

Francisco alzó una ceja, sardónico. Sabía qué se traía entre manos, aunque no haría ningún mal concediéndole ese tiempo al amigo del alma.

—¿Tu madre jamás te habló de nadie, un "tío" o algo así?

—Vamos, Julián, ese cuento ya es viejo hasta para nosotros.

—Es que a veces, donde menos se piensa... Perdón —dijo de pronto—. Sé que es un tema doloroso, pero quiero ayudar.

BOOK: La Maestra de la Laguna
9.1Mb size Format: txt, pdf, ePub
ads

Other books

The Codex by Douglas Preston
Lily's Crossing by Patricia Reilly Giff
His Royal Love-Child by Monroe, Lucy
Strawberry Wine by Phillips, Kristy
Flirting with Destiny by Corona, Eva
Abyss Deep by Ian Douglas
Dom of Ages by K.C. Wells & Parker Williams