La Maestra de la Laguna (23 page)

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Authors: Gloria V. Casañas

Tags: #Histórico, #Romántico

BOOK: La Maestra de la Laguna
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Aquel caballo era fuerte y esbelto, sus crines negras contrastaban con el pelaje castaño y el manto nevado en la grupa, salpicado de motas oscuras. Francisco jamás había visto otro así. ¿Qué hacía la marisabidilla señorita O'Connor galopando como alma llevada por el viento a lomos de semejante montura? ¿Y quién era el sujeto que la apretaba contra su pecho? Francisco sintió que sus sienes comenzaban a latir. La furia se convirtió en rabia fría y concentrada.

Los niños acallaron sus voces al verlo aparecer en lo alto del médano como la vez anterior. En esta ocasión, su aspecto era aún más aterrador, ya que el cabello crecido semejaba la melena de un león. Desde la orilla, Elizabeth podía distinguir la furia que embargaba al misterioso Santos. Se recordó que iba bien acompañada y asimismo se dijo que ese hombre había pertenecido en algún momento a la buena sociedad y no podía haber olvidado por completo sus modales.

Jim Morris observó al sujeto y de inmediato se estableció entre ambos una corriente de antipatía. Su mirada de desafío obtuvo como respuesta otra amenazante de parte de Santos. Uno montado en un magnífico caballo, el otro encaramado en lo alto de una duna, parecían guerreros dispuestos a destrozarse mutuamente. Elizabeth percibió la tensión y se apresuró a hacer las presentaciones, como si estuviesen en una amigable reunión.

—Señor Morris, el señor Santos vive aquí, en los alrededores de la laguna. Es... un amante de la naturaleza.

Francisco gruñó al escuchar eso.

—Señor Santos, le presento a Jim Morris, un compañero de viaje del
Lincoln,
el barco que me trajo a la Argentina.

La situación era absurda: una mujer montada en un corcel, presentando a dos hombres que no conocía en absoluto y que se retaban con la mirada. ¿Cuánto conocía a Jim Morris? ¿Ya Santos? Habían sido encuentros ocasionales y perturbadores. Por el momento, se sentía más segura junto a Jim, quizá porque no podía verle el rostro y no sabía con qué ferocidad clavaba su mirada aguileña en la de Santos.

—Es un placer —masculló Morris, mordiendo las palabras.

Francisco controló el impulso de mandarlo al diablo y el esfuerzo le causó una oleada de dolor. ¡Qué le importaba a él de toda esa gente!

—Veo que ha olvidado algo, señorita O'Connor —dijo en tono forzado.

Elizabeth no entendió a qué se refería y se deshizo en explicaciones.

—Verá, los niños y yo hemos decidido pescar cangrejos para estudiarlos en clase. Los dibujaremos primero, tomando modelos del natural como hacen los artistas y luego escribiremos sus características. Es un sistema educativo adaptado a las costumbres locales. Pienso que...

—Veo que sigue sin recordar —interrumpió el hombre del médano.

Desconcertada, Elizabeth no acertó a responder, y él prosiguió:

—Le dije con claridad que éstas son "mis" tierras, señorita. Y ninguna maldita maestra se instalará en ellas con su enjambre de alumnos.

—Un momento —intervino Jim, y su caballo caracoleó, inquieto por la corriente de agresividad que percibía en su jinete.

—No creo haber hablado con usted, "señor".

La actitud de Francisco era tan hostil que a su alrededor todo parecía alejarse: las gaviotas, los biguá que gustaban a Marina, hasta los cangrejos. Elizabeth temió que su capricho culminase en un drama y los niños tuviesen que presenciarlo. ¿Qué clase de gente era esa que, a la menor sospecha de provocación, se abalanzaba sobre el otro dispuesto a acabar con él? Ni siquiera tenían la civilizada opción de los duelos, donde al menos la disputa se organizaba con horarios y testigos. Y siempre cabía la posibilidad de retirar la ofensa.

Francisco comenzó a descender. A su paso, formaba hoyos en la arena y aplastaba las "uñas de gato" que asomaban con timidez. Por fin se detuvo, con las manos apoyadas en las caderas.

—Fuera.

Lo dijo con deliberada lentitud, marcando las sílabas como si estuviese dirigiéndose a un idiota. En su mente sólo había dolor, lacerante dolor que hendía la frente y se alojaba tras sus ojos, quemándolos y produciendo destellos que lo aturdían. Su pose de piernas abiertas encajadas en la arena era la manera de no derrumbarse, de aguantar la andanada de aguijones que estaba recibiendo su cabeza. Latigazos de dolor le cruzaban el cráneo desde atrás y por delante. Nadie sabría nunca lo que estaba sufriendo. Antes prefería morir.

Jim Morris saltó del caballo, dejando a Elizabeth montada en el
appaloosa.
El animal retrocedía y tropezaba en los montículos de arena. Ella se aferró a sus crines para no caer. Había sido buena amazona en Nueva Inglaterra, sobre caballos entrenados para pasear por los parques. La cacería del zorro, costumbre inglesa que algunas familias aristocráticas seguían, no le había interesado jamás. Sentía pena por el pobre zorro. De modo que sus cabalgatas se reducían a recorridos bajo los árboles, bordeando algún río y, por cierto, en su vida había montado un animal como el de Jim Morris. Ver su sombra agrandada en la arena desde la grupa bastó para producirle vértigo. Entre las nieblas de su miedo escuchó a los hombres.

—Repita eso que dijo a la señorita —atropello Jim, una vez que estuvo a la misma altura que el otro.

—Dije "fuera". Y no va dirigido sólo a la señorita. Los incluye a usted y a los niños.

Jim estudió el rostro del hombre que tenía ante sí. No conocía mucho sobre aquel país, si bien lo visto hasta el momento le había gustado: gente de coraje, luchando contra un destino casi siempre adverso y aceptando aquello que no podían cambiar. Había notado también la enorme diferencia entre el hombre de la ciudad y el de la campaña. Eran dos mundos que no se entendían. El sabía de eso, pues su gente había sufrido también el extrañamiento y la marginación, aunque notaba menos prejuicios en Buenos Aires. La convivencia forzada en una tierra dura había eliminado los remilgos y, salvo casos recalcitrantes, como sin duda sería el de los Dickson, los porteños alternaban con facilidad tanto con los negros de la Plaza como con los inmigrantes extranjeros que llegaban a comerciar. Su oído bien entrenado le permitió distinguir en el hombre furioso que tenía enfrente a un porteño de pura cepa, comportándose como un salvaje de las pampas. Aunque la razón se le escapaba, ese hombre necesitaba una lección que él estaba muy dispuesto a dar.

—La señorita se queda. Y los niños. Y yo con todos ellos —repuso burlón, sabiendo que el tono enfurecería aún más al desaliñado sujeto.

—Veo que la señorita buscó la ayuda de un matón para invadir mis tierras.

La palabra "matón" provocó una exclamación indignada de Elizabeth.

No hubo tiempo de aclarar el término pues, como obedeciendo a una orden, ambos hombres saltaron hacia delante y cayeron uno contra el otro, trenzándose en una lucha cuerpo a cuerpo que desató la algarabía de los chicos, con excepción de Marina, que lloraba cogida de la mano de Livia. El caballo de Elizabeth comenzó a corcovear y a relinchar, obligándola a aferrarse al cuello con desesperación. Se detuvo después de varios círculos que la marearon y pudo ver el estado de la situación: Santos tenía a Jim Morris sujeto por la camisa, desgarrándola a medida que éste luchaba por desasirse. Ambos habían rodado por la arena, ya que sus cabezas parecían empolvadas, y en los brazos se veían huellas de arañazos. Lo más impresionante de la pelea era que ninguno emitía sonido, se limitaban a pegarse con brutalidad; el único ruido era el de los puños contra la carne, un desagradable chasquido que provocó náuseas en Elizabeth. Jim torció las cosas al girar de repente y quedar encaramado sobre Santos, que empezó a recibir una lluvia de puñetazos en plena cara. Los gritos de Elizabeth no se escuchaban, pues el viento y el oleaje creaban un fondo ensordecedor. Cuando todos pensaban que Morris tenía dominado al Señor del Médano, éste lanzó una suerte de rugido y, con ímpetu extraordinario, tomó a su contrincante por el cuello y comenzó a estrangularlo. Su expresión era alucinada, como si estuviese ciego y de esa lucha dependiera su vida.

—¡No! —gritó Elizabeth, aunque su grito sólo sirvió para alterar de nuevo al caballo, que se alejó del lugar con un caracoleo.

Haciendo uso de toda su destreza, obligó al animal a regresar al sitio de la contienda. Ambos hombres seguían revolcándose, tosiendo y escupiendo arena, y las manos de Santos seguían firmes en torno al cuello de Jim, que ahora luchaba por despegarlas, consciente de que el otro estaba fuera de sí, y que la fuerza que desplegaba rayaba en la locura.

Sintiéndose culpable de lo que ocurría, temerosa de que el enfrentamiento terminase de manera trágica, Elizabeth reaccionó por instinto como una heroína de cuentos de hadas: fingió un desvanecimiento y se dejó caer del caballo, a riesgo de romperse la crisma. Mientras caía, su único pensamiento era: "Que me miren, que me miren". Habría sido patético morir descoyuntada sin que aquellos energúmenos se enterasen siquiera.

La caída de Elizabeth provocó espanto en los niños. Fueron sus gritos lo que llamó la atención de los hombres. Francisco, ya en medio de su ceguera, sintió en los huesos que algo grave ocurría, fuera de la pelea. Aflojó la garra y Jim pudo sacárselo de encima, incorporándose con rapidez para acudir en auxilio de la maestra, no sin antes pronunciar las extrañas palabras: "Pequeña Brasa, no". Fran se puso de pie y corrió hacia donde unos bultos sin forma corrían también, tropezando casi con el cuerpo inerme de la señorita O'Connor. La vista volvía por momentos, resistiéndose a dejarlo ciego por completo, y así pudo advertir que el otro sujeto se dedicaba a controlar al caballo, para evitar que sus cascos lastimasen a la maestra. Sin hacer caso de los gritos de los niños, que sin duda lo considerarían culpable de todo, levantó a Elizabeth y caminó unos pasos sin saber qué actitud tomar, dividido entre la necesidad de hacerla reaccionar y el temor de que su refugio fuese descubierto, no sólo por los niños sino también por un forastero en el que no confiaba. Alguien interesado en la señorita O'Connor, alguien a quien odiaba.

Era la segunda vez que la salvaba, pensó.

Elizabeth supo de inmediato que era Santos quien la llevaba en brazos y no Jim Morris. Después de haber viajado a lomos del mismo caballo con Jim, podía recordar su aroma, levemente ahumado, muy distinto al de la esencia de pino que sentía en ese momento. Trató de que no se notara que estaba aspirando con fruición aquel aroma fresco. Mantuvo los ojos bajos y los labios entreabiertos, controlando la respiración para no descubrirse.

Francisco avanzaba y los niños lo seguían, silenciosos. Creerían que él iba a liquidar a su maestra. La señorita O'Connor no era fácil de eliminar, pensó con ironía. Al llegar a la casucha, resguardada por un círculo de matorrales, Francisco buscó dónde depositar a la joven y se decidió por su propio catre, así las mantas la protegerían de la dureza de la madera. Al inclinarse, no pudo evitar que la cabeza de la muchacha se volcase hacia él, ni que los labios suaves rozaran su pecho desnudo. El contacto le produjo un flechazo de placer inesperado. Se incorporó más rápido de lo debido y la cabeza de Elizabeth rebotó sobre la manta. "Qué bruto", pensó la joven, sin permitir que su expresión revelara nada. Sus sentidos se habían agudizado al mantener los ojos cerrados y descubría maravillada que los ruidos y los olores se percibían de manera más intensa. Debían de hallarse en un recinto, ya que el viento había cesado, aunque el olor del mar no había desaparecido. El arrastrar de pies le reveló la presencia de los niños y su silencio le indicó que estaban asustados. El hombre que la cargaba también parecía asustado, pues su corazón latía rápido. ¿Dónde estaría Jim Morris? Sus sentidos le decían que no se encontraba allí. Escuchó el deambular de Santos por la habitación y el revolver de cosas en un cajón. ¡Era increíble lo que se podía aprender sólo cerrando los ojos! Tomó nota en su mente del descubrimiento para aplicarlo a sus clases. De pronto, algo frío tocó su frente y se sobresaltó.

—Tranquila —susurró alguien, muy cerca.

En la voz profunda Elizabeth reconoció el timbre de Santos, más suave y tierno de lo que jamás habría imaginado.

Las respiraciones contenidas alrededor de su improvisado lecho le produjeron una punzada de culpa, por la preocupación causada al fingirse desvanecida. Estaba a punto de abrir los ojos cuando otra voz, dura y colérica, atravesó el aire.

—¿Dónde está?

Santos se estremeció y se controló, todo a un tiempo. Por el bien de aquella muchacha, debía evitar enfrentarse al salvaje que la acompañaba, fuera quien fuese.

—Aquí —respondió, haciéndose a un lado para que el recién llegado comprobase que no había asesinado a su protegida.

La sola idea de que la señorita O'Connor pudiese estar en la mira de aquel hombre le repugnaba. Jim se acercó y Elizabeth sintió que la miraban con anhelo. No podía abrir los ojos sin más, porque aquellos hombres se darían cuenta de su engaño. Tendría que fingir también dolor. "Dios mío", pensó arrepentida, "adonde conducen las mentiras". Esa misma noche rezaría un rosario de penitencia.

—¿Qué le ha puesto? —dijo Jim con tono desconfiado.

—Sólo un paño de agua fría —la voz de Santos, despojada de su ferocidad, sonaba melodiosa—. Nada letal —añadió con sarcasmo.

—Señor Morris, ¿cuándo despertará?

Francisco notó la familiaridad con que los niños trataban al sujeto y se le retorcieron las entrañas.

—Respira tranquila, se despertará —dijo.

—¿Qué sabe usted?

De nuevo la saña y la desconfianza. Francisco apretó los dientes y algo crujió adentro de su cabeza. Temió sufrir otro ataque y decidió que lo mejor sería que todos se fueran de inmediato.

—Despertará cuando todos se hagan a un lado —repuso—. Déjenla en paz.

Hubo un movimiento y Elizabeth percibió el aire fresco rozando sus mejillas. Encontró allí su oportunidad y comenzó a girar la cabeza hacia uno y otro lado, quejándose con suavidad. La rueda en torno de ella volvió a cerrarse y al instante volvió a abrirse. Sin duda, Santos había intervenido de nuevo. Llevó una mano a los ojos con aire lánguido, a fin de darse tiempo para apreciar la situación antes de enfrentarla.

Sobre ella se cernían dos rostros adustos, a cual más castigado. Jim ostentaba marcas violáceas en el cuello, un corte en la nariz que la volvía ganchuda y arañazos en las mejillas. Santos parecía una fiera: su cabello revuelto enmarcaba un rostro con cardenales en los pómulos, la boca y una ceja. La sangre seca manchaba su cuello y la arena, mezclada con el sudor, había formado una especie de engrudo sobre un feo corte en la sien. Elizabeth se horrorizó. Cualquiera de ellos necesitaba más atención que ella en ese momento.

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