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Authors: Gloria V. Casañas

Tags: #Histórico, #Romántico

La Maestra de la Laguna (29 page)

BOOK: La Maestra de la Laguna
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—¿Dónde fue? —preguntó al niño, con la mirada fija en la cara de estupor de Elizabeth.

—No lo sé... —tartamudeó ella.

Mario, atontado por lo sucedido, cerraba los ojitos como si ya estuviese haciendo efecto el veneno y alcanzó a levantar el dedo donde se veía la hinchazón de la picadura. Francisco lo sentó sobre su rodilla, sujetó con fuerza la mano del niño y chupó ese dedo pringoso como si fuese un dulce de alfeñique. Cada tanto sacaba el dedo de su boca y lo apretaba sin piedad, conduciendo el veneno hacia la herida. Todos observaban, incluidos los peones y el Padre Miguel, pues el alboroto los había reunido. Mario lo contemplaba fascinado. De su nariz siempre goteante caían hilitos que él sorbía sin ruido, acostumbrado a ese padecimiento, y las lágrimas que habían empezado a brotar quedaron contenidas en los párpados. El "siñor" lo estaba curando, comprendió, y lo dejó hacer con ese fatalismo propio de las gentes que nada esperan. Al cabo de unos minutos que a Elizabeth le parecieron horas, Francisco escupió el último resto de veneno y colocó su mano sobre la frente de Mario, para tantear la fiebre.

—Traigan agua fresca —ordenó, sin mirar a nadie en particular.

Fue Elizabeth la que corrió a la cocina y volvió con un cubo que colocó junto a la pierna de Francisco. Él utilizó su propio pañuelo y lavó la herida del niño. Recién después lo miró, para evaluar su estado. Mario lo miraba también, con los ojos agrandados en su carita flaca. Lentamente, se fue dibujando una sonrisa en el rostro fiero de Francisco, una sonrisa amplia y generosa que robó el aliento de Elizabeth. Sin el ceño fruncido ni el gesto torvo, el señor Santos también podía ser apuesto. Sobre todo si se veían sus dientes, blancos y parejos, y un hoyuelo travieso en una de sus mejillas.

—¿Y, compañero? ¿Cómo estamos?

El milagro se completó al devolverle el niño la sonrisa, con su boquita desdentada como la de su hermana. Ésta se hallaba muy quieta junto a Misely, sin duda sintiéndose culpable de lo sucedido. Si ella no hubiese llamado la atención sobre el escorpión...

—Has sido muy valiente, compañero. Otro hubiese gritado y llorado.

Mario, que siempre lloriqueaba, se sintió henchido de orgullo. Le estaban diciendo que era valiente y bravo.

Al levantar la vista, Francisco descubrió que la señorita O'Connor lo miraba con arrobamiento, como si él fuese un escolar que había cumplido su tarea con creces. Bajó al niño con brusquedad y se incorporó.

—Tuvo suerte —dijo, mirándola fijo—, pero no siempre será así. Mantenga a sus niños lejos de la tierra removida y de la leña acumulada.

Toda la gratitud que sentía Elizabeth se trocó en irritación. ¿Cómo podía prever el comportamiento de las alimañas? El señor Santos había regresado a su estado natural y ella era, como siempre, el objeto de su ira.

—Disculpe, trataremos de no rozarnos con los insectos ni los artrópodos en el futuro —contestó con mordacidad.

—¿"Arti"... qué? —bufó Luis.

Francisco miró con sorna a Elizabeth.

—La señorita les explicará qué clase de animal es el escorpión, supongo.

—Así es, señor. Les explicaré que todos somos animales, para empezar, y que entre los animales hay muchas especies distintas.

—Nooooo, Misely —rió Luis, cada vez más divertido—. Yo no soy ningún animal.

—Lo eres, Luis, de un modo diferente al que ves en otros seres. Si se sientan, les explicaré.

—Pero yo soy cristiano, Misely —siguió protestando Luis, ahora más serio con el tema.

—Cristiano zonzo —se vengó Remigio.

Antes de que los niños discutieran, Elizabeth palmeó para atraer la atención de todos.

—Niños, vamos a agradecer al señor Santos que haya curado a Mario, en primer lugar, y después vamos a estudiar al escorpión. Le contaremos las patas y les explicaré por qué es primo de la araña.

—Uauuuu... ¿Primo de la araña? —chilló Luis.

—Siempre y cuando el señor Santos haya dejado algo de él —Elizabeth dijo esto con intención de picar a Francisco, pues no toleraba la expresión socarrona con que la estaba mirando.

Mientras la veía regresar a la improvisada aula seguida por sus alumnos, Francisco se dijo que aquella mujer exasperante tenía, sin duda, un don para cautivar a las personas, ya que tanto los niños como el señor Morris, Julián y él mismo habían sucumbido a su hechizo. Y no estaba seguro, pero la expresión "todos somos animales" le sonaba intencionada en los dulces labios de la maestra. Volvió a su trabajo con los peones que, a partir de ese momento, lo trataron con mayor respeto.

El resto del día transcurrió sin sobresaltos. Elizabeth procuró que los niños no saliesen al patio de tierra, pues sospechaba que el escorpión había aparecido junto con los escombros que los albañiles removían. Ella era curiosa y le atraía la ciencia natural, por eso aprovechaba la vida en aquella tierra salvaje para que los niños viesen el mundo que los rodeaba con los ojos del conocimiento. Esa mañana, la enseñanza se basó en la diferencia entre los insectos, de seis patas, y los artrópodos, de ocho. Así entendió Luis el misterio del escorpión "primo" de la araña.

Al retirarse los niños; Elizabeth permaneció recogiendo los útiles y borrando la pizarra, a fin de dejar preparada el aula para el día siguiente. Se sentía sucia y malhumorada. El cabello se le había encrespado más de lo habitual y la tierra que levantaban los peones al trabajar se le había prendido a las ropas y a la cara. Estaba molesta y sólo deseaba volver al rancho para refrescarse y descansar. Murmuraba frases incoherentes para desahogarse, a la vez que sus manos tropezaban con todo lo que los niños dejaban fuera de sitio. Al darse vuelta para apilar los libros sobre uno de los bancos, descubrió la figura de Santos observándola. El hombre se hallaba apoyado con negligencia en el marco de la entrada. La barba empezaba a notársele a esa hora del día, y a través de la camisa abierta se advertía la suciedad del torso, después de haber acarreado maderas y cavado zanjones. La miraba con displicencia, como si la analizara y estuviese decidiendo qué hacer con ella.

—¿Y bien? —largó Elizabeth con mal disimulado enojo.

—¿Y bien qué?

—¿Le disgusta lo que ve? Supongo que sí, a juzgar por su expresión.

—¿Por qué es usted tan arisca, señorita O'Connor? Elizabeth resopló de modo poco femenino.

—Tal vez no me gusta ser vapuleada enfrente de mis alumnos —repuso.

—Yo no he hecho eso.

—Creo que sí, señor Santos, y no es la primera vez. Le recuerdo que usted critica mi ambición de enseñar a los niños de estas tierras, así que no pierde ocasión de hacérmelo saber. Soy extranjera, señor, no tonta, y me doy cuenta cuando alguien me encuentra antipática o me desprecia.

Francisco se enderezó y se puso serio.

—No la desprecio. Y por cierto, no me resulta nada antipática. Antes bien...

—¿Sí?

Ahora era ella la desafiante, con las manos en las caderas y la barbilla levantada, instándolo a responder. Francisco dejó que sus ojos vagaran por la silueta de la señorita O'Connor, midiendo sus redondeces con calculada precisión. Si Elizabeth se sintió molesta con el escrutinio, no quiso demostrarlo.

—La encuentro... interesante.

—¿Como un artrópodo, señor Santos?

La había irritado con su comentario. Francisco descubría un extraño placer en causarle enojo. Él era un hombre que siempre había sabido embaucar a las mujeres, sin esforzarse demasiado. Sin embargo, intuía que con la maestrita no le resultarían sus ardides. Había en la señorita O'Connor un temple que resistía el embate de las zalamerías masculinas. Lo había comprobado en el modo con que ella se dirigió al señor Morris aquella vez, después de su caída del caballo, y pudo entreverlo incluso en la descripción que hizo Julián de su visita a El Duraznillo. Elizabeth O'Connor ocultaba su feminidad tras su papel de maestra, aunque no era fácil lograrlo con tales atributos. Las cintas de su blusa se habían desatado, al igual que las trenzas con que había intentado mantener a raya su cabellera. Los antebrazos estaban desnudos, pues se había arremangado, sin duda para no ensuciarse, y él podía ver las venas azules que se dibujaban bajo su piel delicada. Llevaba las uñas cortas y prolijas, Esas manos no estaban habituadas a lavar y fregar y él lamentaba que la vida rústica hiciese estragos en ellas. ¿Cuántos padecimientos estaría soportando la señorita O'Connor desde que llegó? Se necesitaba todo un carácter para hacer frente a la crudeza de la vida en la llanura.

Los ojos de Francisco debieron brillar mientras pensaba esto, pues Elizabeth frunció el gesto y, como si recién entonces fuese consciente de su aspecto, comenzó a desenrollar las mangas de su blusa y a acomodar los ricitos que enmarcaban su cara.

—Como una mariposa.

—¿Qué?

—Ya sé cómo la veo, señorita O'Connor. Como una mariposa que no quiere salir de su crisálida. ¿Conoce eso?

—Oh, sí —repuso confundida Elizabeth—. Sé que la oruga teje una... —se detuvo, desconfiada—. ¿Qué me está queriendo decir?

—Nada malo ni pecaminoso, se lo aseguro, Sólo que tal vez sea hora de que la oruga deje paso a la bella mariposa, ¿no cree?

—Yo... no le entiendo, señor.

—Creo que sí.

—Se equivoca.

—Mmm...

Francisco se fue aproximando hacia donde Elizabeth permanecía rígida, con las manos detenidas en la nuca, intentando enrollar de nuevo las trenzas. En esa postura, sus senos se destacaban empujando la tela y marcando la cintura. Francisco podía apreciar un triángulo de piel rosada con suaves pecas. Imaginó sus labios apoyados en ese rincón, absorbiendo la calidez, aspirando el aroma siempre fresco de la señorita O'Connor, que le recordaba a algo silvestre.

—¿Qué perfume usa usted?

—¿Cómo dice?

—No me haga repetir todo lo que digo. ¿A qué huele, señorita?

—Señor Santos...

—¿Muguet?

Francisco seguía aproximándose, obligando a Elizabeth a retroceder, hasta que sus caderas chocaron con el borde de la mesa. Al no encontrar dónde refugiarse, la joven permaneció quieta, viendo cómo aquel hombre avanzaba, hipnotizándola con sus ojos de extraño fulgor. Su color ámbar relucía bajo los párpados, como si los pliegues tuviesen la función de impedir que los ojos de Santos quemasen al mirar. Elizabeth comenzó a encogerse para eludir la amenaza que se cernía sobre ella. De pronto, las manos de Francisco la sujetaron por los hombros, impidiéndole esquivarlo, y el rostro del hombre se acercó al suyo.

—¿Jazmines?

—Eh... uso una loción de lilas, señor.

—¡Lilas, eso es! Sabía que me recordaba algo.

Francisco hundió la cara en el cuello de la maestra, aspirando con deleite. Paralizada por la sorpresa, Elizabeth no atinó a hacer nada, quedando a merced de los apetitos del señor Santos, que la olía como si fuese un animal salvaje. Un puma. Eso era lo que le sugería la mirada del hombre: los ojos ambarinos de un puma. Un peligroso felino que le acariciaba la piel con su nariz, soplando sobre su cuello, causándole un secreto placer que no se sabía capaz de sentir. Elizabeth abrió la boca para decir algo que lo alejara de su cuello y las palabras se le atascaron cuando vio la intensidad con que la miraba.

La sacristía permanecía fresca y oscura, salvo por la luz que se filtraba por las aberturas, formando franjas de sol en el piso. El resplandor envolvía al señor Santos desde atrás, coronándolo con un halo dorado que lo volvía irreal ante Elizabeth. Sintió la cálida respiración sobre su cara, el aroma de pinos que lo identificaba y comprobó con horror que no podría evitar que la besara, pues ya estaba inclinando su cabeza hacia ella, oscureciéndolo todo, impidiéndole ver más allá de su rostro temerario.

—¡Misely! Ya terminamos.

La vocecita chillona de Marina los separó como una cuchillada. Francisco la soltó con tal rapidez que Elizabeth se tambaleó y tuvo que sujetarse del borde de la mesa. Ambos respiraban con dificultad, aunque él se repuso enseguida y, con el aire arrogante de siempre, como si nada hubiese sucedido le volvió la espalda y desapareció del salón, dejándola agitada y temblorosa, desconcertada y furiosa, tanto que ni advirtió que Marina tiraba de su falda para llamarle la atención.

—Misely...

—¿Sí, querida?

—El "siñor" malo se volvió bueno, ¿verdad? Curó a Mario. Elizabeth miró a la niña con ternura.

—Sí, Marina, el señor Santos curó a tu hermanito y nos está ayudando con la escuela. No es tan malo como creíamos. Sabes —agregó, agachándose junto a la niña—, las personas pueden hacer cosas malas y también cosas buenas, cuando tienen la oportunidad.

La pequeña, que todavía conservaba en la mano una cuchara con el dulce de quinotos que el Padre Miguel les había repartido, la contempló muy seria, absorbiendo todo lo que la maestra decía. Elizabeth le limpió la boca con el bajo de su falda y le besó la nariz.

—Vamos, señorita. Debemos guardar todo antes de que Eusebio llegue a buscarnos.

Y volvió a sus quehaceres de la mano de Marina, mientras pensaba que quizá el señor Santos no fuese malo del todo, pero sí peligroso.

Francisco recorrió a zancadas la distancia que separaba la capilla del árbol donde había atado a Gitano. ¿Qué le estaba sucediendo? ¿Qué pensaba conseguir seduciendo a la señorita O'Connor? ¿Acaso esos ataques estaban acabando ya con su cordura? No entendía por qué se había encaprichado con esa mujercita que no podía sino traerle problemas. El no estaba en condiciones de entablar una relación, menos con una señorita decente. A lo sumo, podría revolcarse con alguna pulpera amistosa en Santa Elena. Mejor haría en seguir ese camino en lugar de acechar a la maestra norteamericana. Se llevó la mano a la frente, temiendo que se manifestase el primer síntoma del ataque, y comprobó extrañado que no sentía nada raro. La brisa marina le acarició el rostro, haciéndolo sentir más vivo que nunca.

A Elizabeth, en cambio, el interludio con el señor Santos la había alterado de tal manera que apenas habló durante la cena y, aunque no quería despertar inquietud en Lucía que desde la visita a El Duraznillo parecía más una escolta armada que una dama de compañía, no pudo evitar dar vueltas y vueltas, enredando las sábanas, sin poder conciliar el sueño. Cada vez que cerraba los ojos, la imagen de Santos ocupaba su mente y hasta sentía un cosquilleo en los labios, como si acabaran de ser besados por el impertinente hombre de la laguna.

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