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Authors: Gloria V. Casañas

Tags: #Histórico, #Romántico

La Maestra de la Laguna (41 page)

BOOK: La Maestra de la Laguna
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—El señor Sarmiento no me habló de él —reflexionó Elizabeth.

—Pues debió hacerlo —dijo de pronto Francisco.

—Quizá no pensó que esta alianza se formaría tan rápido —aventuró Julián. Elizabeth se mordió el labio, pensativa.

—O tal vez no creyó que yo llegaría hasta aquí —dijo en voz baja.

Habían arribado a un cerco que marcaba el final del pequeño jardín. Más allá, la pampa se extendía sin límite y el contraste entre la gracia de las flores, el limonero y el aljibe y la desnudez de la tierra inculta provocó un estremecimiento en Elizabeth.

—¿Por qué dice usted que el Presidente no creyó que llegaría a la laguna? ¿Acaso no confía en sus maestras?

La joven dudó en revelar su inquietud a aquel muchacho amable, sin embargo, la posibilidad de que el señor Zaldívar intercediera para averiguar lo sucedido y le permitieran quedarse pudo más que la prudencia.

—He recibido un telegrama diciendo que estoy en el sitio equivocado —soltó.

Ambos hombres se quedaron mirándola, consternados.

—Parece que me estaba destinado un lugar diferente, aunque la escolta que me enviaron me trajo hasta esta laguna —continuó Elizabeth—. ¿Hay otra como ésta en alguna parte?

—Muchas, y ninguna me suena adecuada. A decir verdad, tampoco ésta me lo parece —contestó Julián, pensando en lo extraño que le había resultado que no hubiese una escuela aguardando a la señorita O'Connor.

—¿Qué piensa hacer, entonces? —dijo Francisco.

Elizabeth lo encaró con cierta frialdad. Santos le recordaba siempre la inutilidad de sus esfuerzos y la conveniencia de marcharse a Boston.

—Volver a Buenos Aires, por supuesto, apenas reúna mis cosas —respondió con altivez—. Mi deber como maestra contratada es ir adonde me necesiten y, si hubo un error en esto, repararlo.

—Aquí también la necesitan, Elizabeth —repuso con dulzura Julián.

La idea de perder la compañía de la señorita O'Connor le afectaba de un modo que no hubiese querido. De reojo, observó la reacción de Francisco. Lo notó rígido, los ojos más entrecerrados que nunca y la mandíbula apretada.

—Lo sé. Y lamento tanto dejar a mis niños... —murmuró con desconsuelo la joven.

Su expresión resultó conmovedora para ambos y no pudieron decir nada al respecto. Julián suspiró, al tiempo que palmeaba la mano de la señorita O'Connor con afecto.

—Ellos lo lamentarán mucho más, le aseguro. Y yo también. Francisco sintió latir la sien izquierda y una presión detrás de los ojos que lo perturbó. La confesión de Elizabeth sobre su partida, pese a que él se la había aconsejado tantas veces, estaba desencadenando los síntomas de un ataque, algo que él no podía permitirse durante el almuerzo de Navidad.

—Permiso —alcanzó a decir, con el semblante contraído por la tensión—. Debo hacer algo antes de la comida.

Y desapareció, dejando a Julián y a Elizabeth contemplando su espalda. Una vez fuera del alcance de sus miradas, se apoyó contra la pared del galpón, recalentada por el sol, y cerró los ojos con fuerza, intentando calmarse. Respiró hondo una, dos, tres veces, hasta sentir un leve mareo, y volvió a abrirlos para comprobar, aliviado, que continuaba viendo. Dejó que su respiración se aquietara antes de separarse de la pared. Haberse controlado antes de un ataque le hizo pensar que, quizá con alguna práctica, podría dominar el mal por un tiempo. El asunto era anticipar la causa que lo provocaba. La señorita O'Connor podía contarse como una, sin duda, puesto que, desde que la conocía, los ataques se habían sucedido con poca separación entre sí. La joven lo fastidiaba y lo atraía a la vez. Esa atracción le resultaba inexplicable. Remilgada, discreta, severa como una monja. ¿Qué era lo atractivo en ella, fuera de sus redondeces, su cutis suave y los ojos de almendra? Francisco sonrió con ironía. Sólo eso bastaba para despertar la lujuria en un hombre, pues era lujuria lo que sentía, con el agravante de que no podía satisfacerla, ya que la muchacha era decente y no aceptaría un romance como pasatiempo. En su situación debería alegrarse de su partida inminente, se sacaba un problema de encima; sin embargo, saberlo le había afectado. Lo mismo que a Julián, pudo observar. Tal vez lo que le afectaba era que su amigo se sintiera dolido por la ausencia de la señorita O'Connor. Se pasó la mano por la cara y se revolvió el pelo, todo a un tiempo. Bastantes dramas estaba viviendo sin necesidad de agregar otros, de modo que se irguió, acomodó sus ropas y caminó hacia el comedor de la casa principal, donde Chela ya debía haber dispuesto la mesa de Navidad.

El buen gusto de Inés Durand se apreciaba en el mantel de hilo con hojas de muérdago, la cristalería tallada, la vajilla ribeteada de rojo, las jarras de plata y los cubiertos con mango de marfil. La mesa ostentaba un ramo de jazmines entrelazados con hiedra y una gran vela roja atada con cintas verdes. Cada comensal disponía de un pequeño cuenco con agua de rosas y un delicado ramito de madreselva a la derecha del cubierto.

—Nos arreglamos con lo que podemos —aclaró doña Inés, disculpándose por lo que pudiese faltar en aquel almuerzo.

Armando Zaldívar encabezaba la mesa, con Julián a su izquierda y doña Inés a su derecha; junto a ésta, Elizabeth, que así enfrentaba tanto al heredero de los Zaldívar como al reservado señor Santos. Las fuentes ocupaban el extremo restante, llenando el espacio vacío: cordero asado, pollo al curry, papas a la crema, budín de verduras y una carne arrollada con especias, el plato fuerte de Chela.

Elizabeth ya no tuvo la sensación de ser interrogada y pudo distenderse, riendo de las ocurrencias de Julián y atenta a los comentarios de su padre, que le pareció un hombre interesante. Cada tanto, Inés Durand se inclinaba sobre ella para intercalar sus propios comentarios, que solían ser disidentes, algo que su esposo toleraba con indulgencia. Los Zaldívar mantenían esa estancia desde los tiempos del abuelo de Julián y Armando había aprendido a manejarla desde muy joven, lo que, sin duda, le estaba reservado también al heredero. Doña Inés lamentaba, sin embargo, que Julián no alternase las estadías en el campo con períodos más largos en Buenos Aires, ya que la buena sociedad no debía dejar de frecuentarse. Elizabeth observó que el señor Santos no participaba de la conversación sino que miraba, atento, a uno y a otro, y los demás no parecían extrañados de su silencio. A ella sí le extrañaba, y mucho, que el hombre compartiese el almuerzo de Navidad con la familia, puesto que Julián le había dejado en claro que era una especie de empleado, encargado de cuidar la cabaña de la playa y ayudar con las tareas del campo. Esa nueva posición en torno a la mesa familiar la desconcertaba, y acentuaba su sospecha de que el señor Santos no era lo que parecía. Pudo apreciar que al hombre no le faltaban modales tampoco, lo que hablaba de una educación esmerada, y recordó aquella estampa fiera que vio el día de su partida, cuando lo cruzó en una calle mientras él salía de una vivienda a todo correr. Su aire de dominio, incongruente con su aspecto desarreglado, le había llamado la atención entonces. Eran muchos los enigmas que rodeaban al señor Santos. Lástima que ella no permaneciese el tiempo necesario para poder descifrarlos. Justo cuando su mente transitaba por esos derroteros, la conversación de Julián derivó hacia la situación de su trabajo de maestra. Estaba diciendo a sus padres que ella iba a ser trasladada a otro sitio.

—Pero eso no puede ser —se quejó Inés Durand—. Apenas va usted a estrenar su nueva escuela.

—Lamento haberlo molestado con mi petición para nada —se disculpó Elizabeth compungida.

—Nada de eso —exclamó Julián con la fogosidad de costumbre—. Ese galpón será una escuela, tarde o temprano. Claro que nos encantaría que fuera para la maestra de la laguna y ninguna otra, ¿no es así, padre?

Armando, que a diferencia de su esposa analizaba a Elizabeth sin necesidad de preguntas, confirmó las palabras de su hijo.

—No imagino una maestra más apropiada para esta empresa que la señorita O'Connor, debo reconocer, a pesar de que la vida aquí no es fácil y sin duda lamentará más de una vez haber venido.

—Lo cierto es que me encanta lo que hago. Esperaba encontrar un edificio adecuado, aunque sé arreglármelas con lo que tengo. Allá en Norteamérica, mi ilusión era acudir a enseñar a los niños del sur liberado, aunque jamás llegó a concretarse. La señora Mann me habló de venir a este país y me pareció que la situación de "todo por hacerse" sería parecida.

—Sin duda —aprobó Armando—. Es probable que aquí encuentre menos resentimiento, señorita O'Connor, porque no hay una guerra tan terrible de por medio, aunque está la cuestión del indio y del gaucho, aún no resuelta.

—Algunos de mis alumnos pertenecen a una tribu amigable.

—Sí, ésta es una lucha que lleva varios años y se han tendido lazos entre los indios y los blancos muchas veces.

—Julián me habló de eso —dijo Elizabeth, interesada. No vio que Francisco fruncía el ceño al escucharla.

—Le habrá dicho, entonces, que estamos en medio de una coalición, quizá la más grande de esta historia de enfrentamientos. Calfucurá supo granjearse la simpatía y también el temor de muchas tribus. Durante años estuvo sostenido por el gobernador Rosas, que pactó la paz a cambio de víveres y regalos, algo bastante común en estos acuerdos. Como no encontró la misma predisposición en los gobernantes que le siguieron, Calfucurá comenzó a organizar un frente combativo, valiéndose de engaños muchas veces. Enfrenta a unos con otros hasta que él mismo se ofrece como el mediador, y así va haciéndose indispensable. Es un tipo listo y debe tener algún encanto especial, pues son muchos los que hablan de él sin conocerlo.

—¿Habla castellano, como el cacique Catriel? —preguntó Elizabeth.

—Sin duda, es de lo más común —aseveró Armando—. ¿Conoce a Catriel?

Al hombre le extrañó que la joven, recién llegada al país, estuviese al tanto de los personajes que poblaban la pampa con sus idas y venidas.

—Lo conoció un domingo —dijo Francisco, llamando la atención de todos.

Armando pareció interesado y doña Inés también, aunque su actitud alerta obedecía a otra inquietud.

—Así es —se apresuró a aclarar Elizabeth—. Fui a conocer a los padres de uno de mis alumnos, un muchachito algo díscolo que se ausenta bastante de mis clases. Es hijo de un hombre al que llaman el Calacha y vive con los indios de Catriel.

—Es el compadre de Eusebio Miranda, padre —intervino Julián, todavía admirado por la osadía de la señorita O'Connor al introducirse en tierra de indios.

Armando asintió, pensativo.

—Calacha y su gente son tehuelche, pero están asimilados a los pampas, como se llama a todos los indios de esta zona. A decir verdad, hay entre los indios tantas diferencias como entre los pobladores de cualquier parte, lo único que los identifica frente a los demás es su rechazo al hombre blanco. Por eso es tan grave la coalición de Calfucurá: ha conseguido eliminar las contiendas tribales y poner a todos de su lado. Catriel y algunos otros son la excepción. Hace mucho que colaboran con el ejército, no siempre bien retribuidos, hay que reconocer.

—¿Les pagan? —preguntó Elizabeth con inocencia. Armando Zaldívar respondió con una carcajada.

—Ah, no, ni siquiera para la tropa regular hay a veces paga suficiente. No, a los indios "amigos", como se les dice, se les retribuye con alimentos, ropa, animales, todo lo que el indio valora. Las autoridades ponen días señalados para el pago y las tribus mandan comisionados para buscarlo. Lo que me preocupa es que, según quién sea el oficial de turno, el cumplimiento de la obligación pende de un hilo muy delgado. Nunca se sabe qué malentendido puede desencadenar la furia del indio.

—Dígame, Elizabeth, ¿cómo es que usted domina a la perfección nuestro idioma? —se interesó de pronto Inés Durand.

Francisco se sintió aliviado del giro de la conversación, pues no quería ahondar en la visita a los toldos de Catriel.

—Aprendí con el mejor de los maestros, un buen amigo de la señora Mann, un hombre ejemplar que también me enseñó sobre las costumbres de otros países que él visitó, como la India. Supongo que eso me evitó tener que aprender el idioma unos meses antes en Paraná, como otras de mis colegas, y por eso el señor Sarmiento prefirió enviarme enseguida a trabajar.

—Qué interesante. Es notable que una jovencita como usted sepa ya tantas cosas. Sospecho que no le ha quedado tiempo para pensar en el matrimonio.

Elizabeth sintió que se ruborizaba hasta las orejas. La conversación de la señora de Zaldívar siempre parecía tener segundas intenciones.

—A decir verdad, no —repuso, sin saber cómo evaluarían los Zaldívar esa respuesta—. Estoy más interesada en mi trabajo, es como una misión personal.

—Una muchacha tan bonita y educada no puede quedar para vestir santos —insistió Inés—. Si vuelve usted a Buenos Aires en poco tiempo, le ruego que me visite para vincularla con gente bien. Julián, confío en que me acompañes esta vez. No quiero volver sola, con el peligro de los malones acechando.

Los tres hombres quedaron atrapados: Armando, en el disgusto de ver a su mujer manipulando a la joven maestra; Julián, entre el placer de seguir disfrutando de la compañía de Elizabeth y la fidelidad a su amigo, y Francisco, prisionero de confusos sentimientos que no quería analizar.

En ese momento, Chela hizo su aparición llevando manzanas acarameladas y
bavarois
al cognac. Todos recibieron la interrupción con alivio. Terminado el almuerzo, doña Inés sugirió:

—Que los hombres fumen y discutan de política. Nosotras podremos aislarnos a gusto en mi recibidor. Venga, Elizabeth, le mostraré cómo paso mis días cuando vengo a la estancia.

Condujo a la joven hasta una habitación pequeña, contigua al dormitorio donde habían descansado la vez anterior. Las paredes azules con ramitos dorados creaban un ambiente sobrecargado, que el mobiliario de caoba acentuaba. Inés indicó a Elizabeth que se sentara en un silloncito tapizado en seda y ella ocupó otro, enfrente. Agitó una campanita de bronce y encargó a Chela que preparase un té especiado, con guindas confitadas y los polvorones que había traído desde la ciudad.

—Viajo siempre que puedo con los detalles que me recuerdan la civilización, aunque no es fácil luchar contra los elementos —dijo, a modo de explicación.

—¿Viene usted muy seguido?

Doña Inés rechazó la idea de Elizabeth con un gesto gracioso de la mano que llevaba el pañuelito de gasa.

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