La Maestra de la Laguna (39 page)

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Authors: Gloria V. Casañas

Tags: #Histórico, #Romántico

BOOK: La Maestra de la Laguna
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—Quiero enseñarles el significado de estos colores. Cada esfera es una oración que rezamos durante los días anteriores a Navidad: la azul representa el arrepentimiento, la plateada —y mientras revolvía en una caja de cartón— es el agradecimiento.

—¡Acá, Misely, tengo una! —gritó Marina.

En sus manitos temblorosas giraba un globo de vidrio rojo que Elizabeth se apresuró a rescatar.

—La roja es una petición. ¿Quieres pedir algo bonito, Marina? La pequeña frunció las cejas oscuras y se concentró.

—Quiero que mi hermano deje de toser.

Elizabeth sintió fluir las lágrimas y sacó su pañuelito de encaje para enjugarlas. En los últimos dos días había llorado más que en los últimos dos años. La cena de Nochebuena sería a la vez la fiesta de despedida, y cada detalle que preparaba se le clavaba en el corazón como un dardo.

—¿Y ésta?

La voz queda de Juana despertó la curiosidad de todos.

—Ah, la dorada, es una de mis favoritas. Ponía donde quieras, Juana. Significa la alabanza.

Juana se puso de puntillas para enlazar el globo en la rama donde Misely ya había colgado una piña pintada. Remigio continuaba refunfuñando mientras terminaba de colocar la última esfera azul. Retrocedieron para contemplar su obra. Era una pequeña rama escuálida que habían cortado del vivero natural que crecía junto al mar. Con papel de colores, piedras lavadas y viruta fresca, construyeron el Nacimiento. Lo que más entusiasmaba a los niños era la historia de los Reyes de Oriente, que viajaron guiados tan sólo por una estrella. "Niños al fin", pensó Elizabeth. Ella recordaba bien la magia de las Navidades de su infancia, cuando su tía y su madre cantaban villancicos mientras narraban las peripecias de María y José buscando refugio.

Dio los últimos toques y apresuró a los niños, a fin de que estuviesen en sus casas a tiempo para asearse y cambiarse. Zoraida había cosido, noche tras noche, unas camisas con géneros que la maestra ordenó traer del almacén de ramos generales.

—Vea —le había dicho Zoraida con timidez—, estos chicos están muy "hilachitas" y, si usted no lo toma a mal, yo podría coserles algo para la fecha.

Sacó su pañuelito de nuevo y se enjugó la frente. El cielo se había tornado amarillento y el aire resultaba insuficiente. Hasta los animales se veían inquietos. Los niños se mojaban la nuca con el agua del aljibe y aprovechaban la ocasión para jugar un poco y hacer travesuras. Llegaban al aula, serios y empapados, como si pudiesen engañar a la maestra que, por otro lado, fingía no darse cuenta del chapuzón.

Juana se había hecho mujer en esos días. Una mañana no quiso salir al patio cuando la maestra hizo sonar la campanilla de latón y Elizabeth, preocupada, la instó a que confiase en ella. Juana llevaba una vida sosegada junto a su madre, aunque en los últimos tiempos se la veía más silenciosa que nunca y Elizabeth sospechaba que se debía a la ausencia de Eliseo en la toldería. "Demonio de muchacho", pensó con fastidio, "no soy la única a la que hace sufrir con su conducta". Al fin, Juana confió a la maestra su problema: había manchado la única falda que poseía para ir a la escuela ya que, de ordinario, vestía a la usanza tehuelche. Ni lerda ni perezosa, Elizabeth se quitó la enagua y, después de arrancarle los volados, la anudó en torno a la cintura de la muchachita.

—Ya tienes otra, Juana —le dijo a la sorprendida joven—. Y no me la devuelvas, tengo dos y no necesito más.

Juana fue el centro de la admiración de Livia y de Marina por el resto de la jornada. Elizabeth se ocupó también de hablar en privado con la niña, pues ignoraba cuánto podía saber acerca de las consecuencias de su nuevo estado, ni de qué modo vivían en la toldería. Su conocimiento de las costumbres indígenas era escaso y, si bien no quería ofender a Juana con suposiciones inadecuadas, tampoco podía arriesgar la salud de la muchacha. Descubrió con sorpresa que Juana estaba informada de lo que significaba su pérdida mensual de sangre, así como de lo que sucedía entre un hombre y una mujer cuando dormían juntos. Sabía más de lo que ella nunca supo a esa edad. Y se sorprendió más aún al enterarse de que los tehuelche acostumbraban a festejar la menarca con una gran ceremonia en la que todo el grupo participaba. Juana le había contado que, a partir de ese día, ella tendría una habitación aparte en el toldo, separada del resto por una cortina de piel de guanaco o de potro. Lo que horrorizó a Elizabeth fue saber, de labios de la propia Juana, que desde ese momento estaba autorizada a recibir a su candidato por la parte de atrás de la tienda, sin solicitar permiso. Ese sería su cortejo hasta que el interesado decidiese pedir a la novia, ofreciendo a cambio lo que más apreciase, por lo general caballos. La joven norteamericana repudiaba esas costumbres bárbaras, aunque nada dijo puesto que, estando Eliseo lejos, Juana no corría peligro por el momento. Según lo que la muchacha le había confiado en esa conversación secreta, los tehuelche no solían imponer a sus hijas un esposo, de manera que, si Juana amaba a Eliseo, se mantendría pura hasta que el muchacho volviese. "Si vuelve", pensó, sin decir nada sobre sus dudas. ¿Quién velaría por esas almas cuando ella partiese? El Padre Miguel tenía buenas intenciones, pero los niños no habían confiado en él como lo hacían con su maestra. Y se le estrujaba el corazón pensando en lo tristes que se pondrían al saber que la escuelita se cerraría después de Navidad.

En el rancho, Eusebio y Zoraida aguardaban, ansiosos, a que Elizabeth llegara para dar comienzo a los preparativos. Eusebio vestía una chaqueta negra recién cepillada y una corbata al tono. Al ser las botas su posesión más preciada, las había encerado hasta sacarles brillo. Zoraida y Ña Lucía habían compartido el dormitorio para acicalarse, entusiasmadas como quinceañeras. A Elizabeth le sorprendió lo joven que se veía la esposa del puestero sin su viejo pañuelo, pues ocultaba una espléndida cabellera negra con algunas hebras grises que le otorgaban distinción. Zoraida se había esmerado con la aguja y, tanto ella como Lucía, ostentaban pecheras de volados en sus blusas. Lucía había adornado la suya con un alfiler de plata, regalo de su querida Aurelia.

—Planché el vestido rosa, "Miselizabét", me pareció el más bonito —le anunció.

Elizabeth había llevado sólo dos vestidos: uno de satén amarillo y otro rosa con polisón, que ostentaba en la falda cintas de encaje negro. A Lucía la había hechizado el rosa, de modo que decidió por ella y planchó el traje que, a su juicio, mejor cuadraba a la fiesta de Nochebuena. Si Elizabeth hubiese conocido la sencillez del lugar adonde iba, no habría guardado en su baúl ni uno solo de aquellos vestidos. Por otra parte, se alegraba en secreto de poder lucir arreglada con esmero en la Navidad de El Duraznillo.

—El rosa estará bien, Lucía, gracias. Voy a refrescarme un poco. Hace tanto calor...

—No me gusta nada este tiempo —comentó Zoraida con aprensión.

—Mala cosa —coincidió Eusebio, y no dijo más.

En el Centinela, los preparativos de Nochebuena eran más sencillos aún. No había capellán, de modo que las fiestas religiosas se soslayaban la mayoría de las veces. Esta, sin embargo, era demasiado importante para que pasara sin pena ni gloria, así que el capitán ordenó cuerear una vaca y dispuso que la tropa cenara en su compañía. Las pocas mujeres del fortín encendieron velas de sebo ante la única imagen bendita que había, una Virgen de cera traída desde el Paraguay, y regalaron a los soldados con mazamorra endulzada con azúcar.

—Viene brava la cosa, mi capitán —dijo Pereyra esa tarde, mientras veía cómo los centinelas se ubicaban para la nueva guardia.

El baqueano se refería al clima, pero Pineda barruntaba algo más, algo oscuro que se gestaba tras los montes, donde la indiada solía agruparse para bombearlos. Eran pequeños grupos, de cuatro a seis indios, que se mantenían fijos sobre sus monturas oteando hacia el fuerte, para después marcharse en el silencio inconmensurable. Hacía días que los visitaban de ese modo, sin dejar entrever si se trataba de gente de Catriel, de Pincén o de Cachul.

—Anda maliciando algo, ¿no es así, señor?

—Así es, Pereyra. No me gusta el modo de moverse de los crinudos esta vez. Hace días que deberían haberse hecho notar. Temo que se esté formando algo grande.

—¿Quiere que veamos si hay rastrillada? Pineda se encogió de hombros.

—Qué más da. Mil veces hemos salido, para nada. Huellas hay, pero más confundidas que perro en cancha de bochas. Maldito Calfucurá, sabe bien cómo hacer que los nervios se cocinen a fuego lento. Vea, Pereyra, cuide que los hombres de la guardia se mantengan alertas. Lo único que falta es que nos caigan encima en Nochebuena.

—Cuente con eso, señor —y el baqueano se encaminó hacia la empalizada. Ni una brisa refrescaba el ambiente. El sol había achicharrado la pampa durante todo ese día y los anteriores a tal punto que el pasto, seco y amarillo, crujía bajo los pies como si fuesen astillas de cristal.

—Caray —masculló el capitán—. No me gusta nada de nada.

Un toque de la trompeta llamó a la oración y el militar hincó su rodilla en la tierra, allí mismo, inclinando la cabeza en recogida actitud. Sabía que toda la soldadesca estaba haciendo lo propio. Aquellos hombres, que vivían el abandono y las miserias de la vida de frontera, siempre tenían un minuto para el responso.

Horas después, otro toque más alegre retumbó en el patio del fortín: la charanga bulliciosa incitó a algunos hombres a bailar, mientras otros llevaban el ritmo con sus nudillos sobre la mesa. El aguardiente corría, aunque con mesura, pues el ojo del capitán estaba alerta. El humo de los asadores se mezclaba con la polvareda que el viento levantaba en remolinos y las risotadas se escapaban por entre los troncos del cerco, perdiéndose en la soledad de la llanura como ecos rotos.

Elizabeth contemplaba con satisfacción el fruto de su esfuerzo. A la invitación habían respondido casi todas las familias, quizá movidas por la curiosidad, para conocer a Misely, de quien tanto hablaban los niños en sus casas. Allí se encontraba la madre de Juana, una mujer joven, vestida de pies a cabeza como una tehuelche aunque sin quillango, a causa del calor. Elizabeth descubrió en su semblante la misma dulzura que caracterizaba a la hija. Juana había usado la enagua de la maestra como vestido de fiesta, ceñida por una faja de lana roja y blanca que daba varias vueltas en su esbelta cintura. A pesar de la ausencia de Eliseo se la veía radiante, sin duda porque esa noche le tocaba desempeñar un papel principal. Llevaba las trenzas recogidas en la coronilla y pendientes de plata.

—Juana, estás hermosa —le había dicho la maestra, haciéndola sonrojar.

Elizabeth trataba por primera vez con las familias ya que, después de aquel intento de entablar relación con los padres de Eliseo, no había vuelto a los toldos. Allí estaban ellos y de nuevo quedó impactada por la prestancia del Calacha y la imponente figura de Huenec. La mujer inclinó la cabeza en silencioso saludo y Elizabeth le correspondió.

Habían acudido, para su sorpresa, los padres de Mario y Marina, con ambos niños. Ese fue su mejor regalo. La madre de los mellizos era una mujer sufrida y de expresión apática. Elizabeth pensó que ella misma debía padecer el mal de su pequeño, ya que la escuchó toser varias veces. Mario estaba feliz. Su hermanita lo llevaba de la mano, mostrándole los adornos del galpón y explicándole, a su modo, cómo nacería el Niño esa noche. Trotando detrás de ella, el pequeño giraba la cabeza a uno y otro lado como lechucita, procurando abarcar toda la magnificencia de ese salón que a él le parecía mágico. "Si me hubieran dejado traer a Santa Claus", se dijo, molesta, Elizabeth. Su mayor anhelo era brindar a aquellos niños un festejo inolvidable, ya que ella no estaría en la laguna el año entrante. ¿Qué sería de ese galpón cuando ella no estuviese? ¿Lo usaría el Padre Miguel como invernadero? ¿Mandarían a un maestro en su lugar? Sabía que había dos candidatos varones en la lista. Elizabeth sacudió la cabeza para desterrar las ideas tristes que le venían a la mente.

—Misely, ésta es mi
cucu.

Livia avanzó, tirando de una mujer apenas más alta que ella, de cabellos blancos y cutis increíblemente lozano. ¿Quién había dicho que era? ¿Su
cucu
?


Se dice "abuela" —aclaró Luis, con la boca llena de turrón. Había incursionado en la cocina del Padre Miguel y éste no pudo resistir las zalamerías del muchacho.

—¿Es tu abuela, entonces? Bienvenida, señora.

Elizabeth tendió una mano a la mujer, que se la apretó con fuerza. Hablaba tan bajito que la joven tuvo que inclinarse, pues la abuelita de Livia medía casi como uno de los niños.


Marí-Marí, ñahué, ¿cumleymi?

Luis ofició de intérprete de la
cucu y
le explicó que la estaba saludando como a una hija. Los siguientes balbuceos de la anciana fueron palabras de agradecimiento a la maestra. Así supo Elizabeth que Livia era huérfana, que sus padres habían perecido víctimas de la viruela, que la niña se había salvado y que, desde entonces, su abuela velaba por ella como una madre. Su mayor ilusión era ver a Livia bien casada y con una prole aunque, si la niña quería ser un día como su maestra, ella no lo vería tan mal. Con manos sarmentosas, la anciana tomó las de Elizabeth y depositó en ellas un paquetito. Al abrirlo, la joven descubrió conmovida un collar de semillas de algarrobo, hecho por la propia abuela. Besó la mejilla arrugada y se volvió con rapidez hacia donde el Padre Miguel estaba disponiendo los sitios de los comensales.

No lloraría, se lo había prometido a sí misma.

—Miss O'Connor, vea si se puede empezar ya con la cena, pues quisiera celebrar misa antes de que esta gente se quede dormida.

Igual que tantas veces en su salón de clases, Elizabeth batió palmas para llamar la atención de los niños y los conminó a sentarse para dar comienzo al festejo de Nochebuena.

Los platos eran sencillos: carne hervida con arroz y papas, pastel de calabaza y caldo de puchero en tazas, todo acompañado por bollitos de grasa y vino de misa, que el Padre Miguel se ocupaba de dosificar con ojo atento. Los invitados hacían honor a cuanto se les servía con apetito voraz, en especial los más ancianos, poco acostumbrados a los manjares. Elizabeth probó de todo, con excepción del mate al final de la comida, pues esa costumbre le repugnaba tanto que no creía poder asimilarla nunca. Tampoco se habituaba a la transposición de los platos, algo bastante frecuente: el postre antes que el caldo o en medio del café, según los casos. Todos aplaudieron al Padre cuando trajo con orgullo su obra maestra: crema batida y duraznos en compota. Hubo chillidos de admiración y mucho entusiasmo al descubrir la bandeja de turrones, una sorpresa que Lucía y Zoraida habían preparado en secreto.

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