—Para eso hay criados. Vamos.
Elizabeth no sabía que Julián podía ser tan autoritario. La ayudó a incorporarse y la instó a terminar cuanto antes con los cumplimientos. Lucía la acompañó al cuarto.
—Perdóneme, "Miselizabét", yo me quedo con la patroncita —dijo la negra cuando ya se encontraban en la puerta, dispuestas a subir a la berlina otra vez—. La señorita Aurelia va a necesitarme mucho si alguien en la casa se enferma, mientras que usted tiene a misia Inés para que le sirva de compañía.
En los ojos de la mujer Elizabeth leyó la súplica.
—Lucía, ¿y si te enfermas también?
La negra alzó los hombros y se persignó.
—Que la Virgen de Montserrat me proteja, entonces. Todos quedamos en manos de Dios cuando la desgracia es muy grande, niña. Me debo a la familia del doctor y más que nada a la señorita Aurelia. Ella parece fuerte, "Miselizabét", pero yo sé que saca fuerza de donde no la hay, la pobre. Y una negra vieja como yo, que ya vivió bastante, si tiene un buen morir cuidando a la gente que la acogió, puede dar las gracias al cielo.
Elizabeth se conmovió ante la sencilla resignación de la mujer. Lucía no se alejaría de los Vélez Sarsfield, a menos que la muerte la llevase.
La berlina las condujo a ambas y a Julián Zaldívar, que se había convertido en su escolta permanente, por las desiertas calles de una ciudad que, por primera vez, Elizabeth encontró distinta.
En su agotador viaje desde las tierras del Tandil y la laguna no había podido apreciar los cambios que se ofrecían ante su vista. Buenos Aires mostraba una apariencia fantasmal: las tiendas de la Recova estaban cerradas, en muda demostración del luto de sus habituales clientes; algunas paredes pintadas con cruces rojas advertían a los que circulaban la señal de la enfermedad; allí, la peste había barrido con todos; la mayoría de las casas céntricas se hallaban cerradas a cal y canto, hablando a las claras de una huida precipitada o, tal vez, de muerte.
La berlina recorría el empedrado solitario, dejando tras de sí el eco de las ruedas y los cascos de los caballos.
—Mire, niña, la iglesia está cerrada —exclamó Lucía, santiguándose.
En efecto, las puertas de San Ignacio no ofrecían el consuelo de los rezos en su fresca nave central a los atemorizados habitantes de la ciudad, quizá cuando más lo necesitaban.
Al doblar una esquina, los pasajeros se enfrentaron a un cuadro que les heló la sangre: varios vecinos amontonaban madera con movimientos frenéticos, librando una encarnizada lucha contra un enemigo sin rostro, mientras que, a unos metros, otros sacaban a la calle muebles, mantas y todo tipo de enseres domésticos en confuso montón, con evidente intención de deshacerse de ellos.
—¿Qué sucede, qué hacen? —casi gritó Elizabeth, pegada su cara a la ventanilla que todavía conservaba el barro del viaje.
—Supongo que quemarán las pertenencias de algún infeliz que haya muerto recién —contestó Julián, intentando no dejarse llevar por el pánico.
—Pero, ¿y los que quedan en la casa?
—Niña, los que viven ahí deben marcharse cuanto antes, si quieren escapar de la peste. Yo lo sé, pues el año pasado, también en verano, una comadre mía falleció de fiebre y los hijos se mudaron no bien terminaron de velarla. Ni sus escarpines dejaron.
El comentario de Lucía echaba nueva luz sobre los acontecimientos.
—Entonces, ¿ya hubo epidemia antes?
—Unos casos, sí, no se extendió mucho. Las autoridades dijeron que nuestro clima nos salvaba de las fiebres tropicales. Veo que se equivocaron —masculló Julián.
Los tres continuaron adelante, hasta la casa de la calle Belgrano. Elizabeth temía que los signos exteriores de la vivienda anunciasen el paso de la enfermedad, así que respiró aliviada al comprobar que los postigos estaban abiertos y que no había cruces pintadas en las paredes. Descendió del coche antes de que Julián pudiese ayudarla y, seguida de una ansiosa Lucía, golpeó con la aldaba varias veces.
El rostro demacrado de Aurelia se iluminó al ver a la señorita O'Connor.
—Querida —exclamó, emocionada, y le tendió los brazos. Ambas jóvenes, unidas por el azar en una amistad más entrañable cada vez, se estrecharon en un abrazo.
—Estaba preocupada —siguió diciendo Aurelia—. No sabíamos si habría recibido mi aviso.
—No podía marcharme dejando a mis alumnos sin explicaciones. Tuve que organizar las fiestas navideñas como habíamos quedado y luego despedirme de cada uno. ¿Qué sucede, Aurelia? Hemos recibido noticias alarmantes.
La señorita Vélez hizo pasar a los recién llegados al primer vestíbulo y allí abrazó también a la querida Lucía, que lagrimeaba sin poder contenerse. Luego, saludó a Julián Zaldívar con aire más formal.
—Estamos bien —anticipó, al ver la expresión temerosa de Ña Lucía—. Tatita ha partido hacia Arrecifes para continuar con su obra tranquilo, sin correr riesgos. Es un hombre mayor y cualquier enfermedad podría ser grave para él. Estamos en medio de una epidemia, Elizabeth, una como nunca antes sufrimos.
—Lo supimos apenas llegamos —intervino Julián.
No estaba de acuerdo con aquella visita y no veía la hora de partir hacia las zonas altas del suburbio.
—Entonces sabrán que los casos van en aumento día a día. El barrio más castigado es San Telmo, lo mismo que el año pasado, pero esta vez la peste se está extendiendo muy rápido. Dicen que en los inquilinatos ataca a mansalva y por acá hay muchos. Elizabeth —añadió clavando sus ojos penetrantes en la maestra—, no es conveniente que se quede. Trate de convencer a su familia de partir hacia Flores. Hay muchos que ya se instalaron en las quintas, es más sano el aire de allá.
—Es tarde para eso, Aurelia. Mi tía Florence está enferma.
—Dios mío. Entonces usted debe buscar alojamiento con otra familia. A menos que acepte venir hasta Arrecifes con nosotras. Mi hermana y yo partiremos dentro de dos días.
—La señorita O'Connor vendrá conmigo a la casa de las barrancas —volvió a intervenir Julián, cada vez más nervioso por el cariz que tomaban las cosas en la ciudad—. Con mi señora madre, por supuesto —agregó, al notar extrañeza en el rostro de Aurelia.
Elizabeth logró convencer a su amigo para que volviese a su casa a preparar el equipaje, mientras ella conversaba con Aurelia y se ponía al tanto de su situación como maestra contratada. De ese modo, ahorrarían tiempo y las dos mujeres podrían despacharse a gusto sin intromisiones. El joven accedió a regañadientes y conminó a Elizabeth a estar lista en una hora, el plazo que le otorgaba para organizar la partida.
Lucía se encaminó a la cocina, dispuesta a preparar un chocolate de los que acostumbraba a obsequiar a su patrona.
—Así están las cosas, querida Elizabeth, bien difíciles. Para colmo, la ciudad no está preparada para albergar a tantos enfermos, esto ha desbordado todas las previsiones. Las víctimas de la peste aumentan y ya no quedan camas en los hospitales. Sé que la Comisión Municipal ha dispuesto construir un lazareto para cubrir las necesidades, pero los mismos médicos no dan abasto, sin contar con que también ellos resultan atacados por la enfermedad muchas veces. Ay, Elizabeth, creíamos que teníamos suficientes problemas con el asesinato de Urquiza el año pasado y las intrigas de los mitristas, pero esto nos demuestra que los males atraen males mayores. Me da pena el Presidente, que había tomado medidas sanitarias hace meses y, sin embargo, no alcanzaron.
—Aurelia, no conozco esas medidas, pero sé que hay cosas que están más allá de nuestro alcance. Cuando niña enfermé de fiebres en mi país y fui afortunada, pues salvé la vida. Eso me inmuniza ante este flagelo. Si puedo ayudar en algo, ayudaré.
Aurelia Vélez contempló con gratitud a aquella jovencita que se disponía a colaborar en otra empresa más ardua aún.
—No se le puede pedir tanto. Sin embargo, saber que está inmunizada me tranquiliza. Temía que llegara a la ciudad y se enfermara. Además —agregó, aclarándose la voz—, está ese asunto del equívoco en su lugar de trabajo. Sarmiento estaba furibundo.
—¿Qué ocurrió? —preguntó Elizabeth, recordando las veces en que había visto montar en cólera al Presidente de la República.
—La dama de confianza de Juana Manso no era tan confiable como ella creía —explicó Aurelia, conteniendo su disgusto—. Al parecer, alguien cambió el nombre de su lugar de trabajo, la laguna de Pigüé por la de Mar Chiquita. Allá, en Pigüé, la aguardaban con todo preparado. La reacción del Presidente al saber que estuvo tratando de enseñar a niños casi analfabetos, en lugar de ocupar el puesto que le corresponde como maestra normal, fue tremenda. Temí que apostrofara a la pobre Juana, que no hace más que colaborar con el proyecto, y a veces no puede resolver tantos inconvenientes como se presentan. Lo de la Gorman, y ahora esto... Todavía está por verse quién pudo haber trocado los nombres de su destino, ya que suponemos que fue adrede. Una barbaridad. Lo peor fue no saber nada de usted en tantos días, nos hizo temer cualquier cosa, como los indios andan por la línea de frontera... Yo misma me encargué de resolver su futura instalación. Claro que con esto de la fiebre...
—No me moveré de la ciudad mientras mi tía esté enferma.
—El señor Zaldívar...
—No puedo abandonar a mi familia en este trance, sobre todo si yo misma no corro peligro. Al salir de aquí, iré a la casa de mis tíos. Depende del estado de mi tía que me vaya o no, mal que le pese a Julián.
Aurelia la contempló, evaluando cuánto interés podría tener el hijo de los Zaldívar en la señorita maestra. Ella lo había visto muy pendiente de la joven. Eso le recordó la expresión de otro hombre, un extranjero en el que la señorita O'Connor había producido el mismo efecto. Al parecer, la joven tenía arrastre entre el género masculino. Esperaba que un compromiso no la hiciese desistir de su labor educativa, pues Sarmiento se sentiría sumamente afligido. No sería la primera vez que las maestras acababan casándose en Buenos Aires.
Lucía trajo el chocolate y las dos mujeres compartieron un breve interludio que las distrajo por un momento de las tristes nuevas.
Antes de partir, Elizabeth obtuvo de Aurelia la promesa de escribir desde Arrecifes.
—Si estoy en las barrancas, mi primo me remitirá la carta —aseguró.
—También le avisaré cuando las cosas vuelvan a la normalidad. Las escuelas están cerradas y hasta que no se conjure la peste, me temo que también las iglesias y los edificios públicos. Las autoridades partieron en busca de mejores aires, lo mismo que muchos profesionales. Son pocos los que quedan, Elizabeth, y lo hacen con espíritu de sacrificio, pues corren serio peligro.
Las palabras de Aurelia confirmaron a Elizabeth en su intención de permanecer en la ciudad, ayudando en lo que pudiera. Además, en su fuero interno sentía la necesidad de ocuparse de algo, de alguien que no fuese ella misma, para olvidar el peso que sentía en su corazón.
Salieron al vestíbulo y Elizabeth abrazó a Lucía, que aguardaba su turno con paciencia. Sin saber cuándo volverían a verse, la despedida tuvo visos de tristeza.
—Cuídese, "Miselizabét", y recuerde lo que le dije sobre los "gavilanes" —susurró en el oído de la joven.
Elizabeth sonrió entre lágrimas. ¡Si Ña Lucía supiera! Diría lo mismo que le decía Zoraida a Eusebio muchas veces: "Tarde piaste". Ahora entendía las prevenciones de la negra. Ella, con toda su instrucción a cuestas, había caído en las garras de un gavilán igual que una chiquilla desprevenida.
Julián, que esperaba en la calle, acomodó a Elizabeth en la berlina y subió a su lado. Las tres mujeres continuaron mirándose hasta que el coche dobló la esquina.
—¿Y bien? —inquirió el joven al sentirse más seguro, próximos a partir—. ¿Qué dice Aurelia Vélez sobre lo que ocurre?
—La situación es dramática, muchos han ido al interior, para huir del aire malsano; lo mismo hacían en los pantanos de mi tierra los que podían, por lo general los patrones, pues la servidumbre quedaba cuidando las casas y enfermaba. Julián —dijo, encarándolo con seriedad—. Ahora debo visitar a mis tíos.
—De ningún modo.
—Lo exijo. Siendo inmune a la enfermedad, soy la única que puede hacerlo, así que déjame en la puerta y vuelve a buscarme en un rato, a menos que mi primo pueda acompañarme. No sé con qué me encontraré al llegar.
Julián la observó con severidad y Elizabeth pudo ver que la preocupación había afilado sus rasgos, infundiéndole un aspecto más duro, desconocido en él. Comprendió que nada lograría tratándolo como a uno de sus alumnos díscolos.
—Por favor —suplicó en tono más suave, mientras apoyaba su mano sobre el brazo del joven.
Julián suspiró. Podía obligar a la señorita O'Connor a hacer su voluntad, pero si ella se mostraba vulnerable, estaba perdido.
—Como dije antes, sólo un rato. Y vendré a buscarte.
—Julián, puede que deba quedarme a atender a mi tía. Soy la única que no corre peligro de contagio y sería una ingratitud de mi parte darles la espalda cuando ellos me han recibido con los brazos abiertos. Te prometo enviar a diario señas de lo que ocurra.
Julián apretó los dientes y miró hacia adelante, donde la calle mostraba una escena tétrica: un carro fúnebre, con caballos emplumados, el cochero erguido en el pescante y los deudos caminando atrás. Algunos de ellos serían los siguientes en ocupar el ataúd. La joven también se conmovió y ambos permanecieron en silencio contemplando el cortejo, compuesto sólo por hombres. Sin duda, las mujeres llorarían su dolor en la intimidad. Julián observó que el carro tomaba la dirección oeste, lo que significaba que el cementerio del norte, el de los Padres Recoletos, se hallaba saturado. La epidemia estaba tomando dimensiones mayores de lo temido en un primer momento.
Al llegar a la casa de La Merced, la joven se volvió una vez más hacia su protector y sonrió.
—Estaré bien. Sólo quiero saber si puedo ayudar en algo y, si es así, me quedaré. Julián, prométeme que se pondrán a salvo en la casa de las afueras. A lo mejor, en unos días podremos encontrarnos de nuevo y todo habrá sido un mal sueño.
Se miraron a los ojos con intensidad. Ninguno creía que fuera tan fácil salir de esa pesadilla. Por fin, Julián tomó la mano de Elizabeth, oprimiéndola con vigor.
—Antes de partir pasaré por aquí, para saber de ti y de tu familia. Todavía puedes decidir otra cosa, Elizabeth.
Ella se mordió el labio, incapaz de pronunciar palabra. El afecto sincero de Julián la conmovía hasta las fibras más íntimas, quizá porque ya no se sentía tan fuerte como cuando emprendió aquella aventura. El hombre de la laguna había hecho mella en su espíritu y no volvería a ser la que era.