La Maestra de la Laguna (51 page)

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Authors: Gloria V. Casañas

Tags: #Histórico, #Romántico

BOOK: La Maestra de la Laguna
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La puerta de la mansión se abrió a medias y la criada contempló a Elizabeth como si fuese una aparición.

—Soy yo, Micaela, déjame pasar. ¿Está mi primo?

El nombrado hizo su entrada, todavía con el traje negro con que lo había visto Elizabeth desde la ventana. Estaba demacrado y sus pómulos se acentuaban más que nunca bajo la piel fina. El también miró a la joven con grandes ojos. ¡Acababa de recomendarle que no fuese a la casa!

—Lizzie... —murmuró, desconcertado.

Elizabeth sintió ternura por aquel joven, tan orgulloso y alegre en los tiempos de su llegada al puerto, y tan alicaído en ese momento en que la desgracia golpeaba a pobres y a ricos sin piedad.

—Primo, vine a ayudarles. ¿Cómo está la tía?

Las palabras de Elizabeth tuvieron el efecto de un bálsamo reparador en el corazón del muchacho y fue como un dique derrumbado, dejando correr el agua contenida a borbotones. Roland se arrojó en brazos de su prima sollozando como un niño.

CAPÍTULO 23

Tres hombres compartían un café de sobremesa en El Duraznillo. Armando Zaldívar intentaba mantener una conversación neutral con el doctor Nancy que, desde hacía rato, alardeaba de sus hazañas en procura de trofeos por toda América. Francisco no despegaba la vista de la taza humeante. La labia del doctor le resultaba insoportable, le hormigueaban los dedos de ganas de estrangularlo. Temía sufrir un ataque si seguía escuchándolo. De pronto, algo que el francés dijo llamó su atención.

—Los diarios que llegaron al fortín dicen que se desató una epidemia en la ciudad. Confío en poder llegar y partir sin problemas. Será cosa de dos días. Después, el ministro me encomendará a otro fuerte, más grande que el Centinela.
Quelle bonheur,
podré manejar una botica más o menos decente.

Tanto Armando como Francisco se quedaron prendidos de la fatal noticia.

—¿Epidemia? —exclamó Zaldívar—. ¿De qué? Ya pensaba en su esposa y su hijo corriendo peligro en Buenos Aires.

—Una de esas fiebres tropicales, rara en estas latitudes,
nes-cepés?
—y el doctor Nancy se reclinó sobre la silla, como si el tema fuese intrascendente, sin advertir la expresión de Francisco—.
Enfin, c'est la vie
—comentó con cinismo—. En cuanto a mí, me envían hacia el norte, la otra frontera. Lo que lamento es no poder visitarlos más,
mes amis.
Quién sabe qué gente habrá en el Fuerte Lavalle.

—¿Qué dicen los diarios? —insistió Armando.

—No mucho, sólo que la mayoría de la población está escapando hacia los suburbios.

El hacendado sintió alivio. Si Julián tenía la cabeza bien puesta, llevaría a su madre a la quinta de las barrancas, lejos del peligro, y también a la señorita O'Connor, si no había malinterpretado los signos que veía en su hijo. Miró a Francisco, sentado con rigidez a su lado. El también mostraba señas alarmantes.

—No te preocupes, Fran. Julián sacará a todos de allí y puedo asegurarte que tu padre tomará la misma decisión con la familia, llevándolos a la quinta de Flores.

Francisco mantuvo la vista clavada en la pared de enfrente, por encima de la enrulada cabeza del francés. Trataba de controlar la furia y la desazón que lo invadían. Elizabeth. Dolores. Julián. Tres personas queridas en serio peligro. Demasiado para resistir un ataque. Debía hacerlo, sin embargo, no podía caer en ese momento, frente a Zaldívar y al doctor. Ya éste lo estaba mirando con curiosidad.

—Y usted,
monsieur...
eh... ¿Balcarce, me había dicho? ¿Tiene parientes por allá que corran riesgos? Porque, si es así, me ofrezco en el poco tiempo que esté a preguntar por su salud y luego informarle.

El doctor dio una chupada a su cigarro y observó la expresión de Francisco con los ojos entrecerrados. No había duda de que pretendía hurgar en su pasado, saber su identidad. ¿Por qué diablos ese hombre se sentía con derecho a dudar? ¿Acaso sabía algo? Francisco percibía el filo de la desconfianza.

—No hará falta, doctor —intervino Zaldívar—. Mi hijo se ocupará de todo, si lo conozco bien. Tiene alma de ángel guardián ese muchacho.

El comentario, dicho con afecto, clavó un puñal en el corazón de Francisco, enfermo de celos desde que dejó partir a la señorita O'Connor. No podía tenerla y no soportaba que la tuviera nadie tampoco.

Una vez reparada la casita de la laguna, Francisco se había trasladado a la estancia para colaborar con el padre de Julián en lo que hiciera falta, antes de decidir qué haría con su vida. Lo impensable había ocurrido y ya nada podía remediarlo: alguien había quedado ligado a él, ahora debía velar por su futuro. Pedirle a Julián que la vigilase era todo un paso. Debía procurar que Elizabeth tuviese dónde vivir, si sucedía lo peor. Sólo bajo los coletazos de un ataque podría haberse descuidado con respecto a la muchacha. En tantos años desde que empezó a cortejar, nunca se encontró ante la eventualidad de un embarazo no deseado. Por un lado, las mujeres con las que se relacionaba sabían cuidarse de esos accidentes y por el otro, él solía ser precavido. Ninguna mujer le había hecho perder la cabeza... hasta ese momento.

Empujó la taza de café lejos de sí y se levantó con brusquedad.

—Con permiso, voy a ver a mi caballo.

Saludó al francés sin mucha ceremonia y salió por la puerta de atrás, esperando que el hombre hubiese partido cuando él regresara de la cabalgata.

—Vaya, qué humor —comentó el doctor Nancy.

—El señor Peña y Balcarce es un hombre de pocas palabras, doctor, sepa disculparlo. Créame si le digo que eso es una virtud en estos parajes.

Si el doctor entendió la indirecta, no dio muestra alguna. Por el contrario, se explayó un poco más sobre la funesta noticia, también proporcionada por los diarios que llegaron al fortín, de la inminente capitulación de París frente a Prusia. Ese tema lo entusiasmó por un buen rato, hasta que los miembros de su escolta le avisaron que seguirían el viaje hacia la ciudad.

La vida de Elizabeth en Buenos Aires adquirió pronto el cariz de una pesadilla. Apenas se instaló en la mansión Dickson, se abocó al cuidado de la tía Florence, reemplazando a la criada, que llevaba la mayor parte del trabajo, y al inútil de su primo. El tío Fred, declarándose inepto para esos menesteres, vivía confinado en su estudio, del que salía sólo para dormir y preguntar por su esposa. Florence había pasado por casi todos los síntomas propios del cuadro febril: dolor lumbar, temblores, vómito de bilis y decaimiento, para luego volverse amarilla como un limón. Sin embargo, Elizabeth albergaba la esperanza de la curación, pues no se había presentado el temido "vómito negro", la forma más grave de la enfermedad, una hemorragia interna de la que ñocos se salvaban.

Día tras día, la joven le proporcionaba los únicos cuidados posibles en esas condiciones. Tan entrada en carnes como era, la tía parecía una sombra viviente: ojeras violáceas, ojos hundidos y el cabello ralo y pegado al cráneo. Elizabeth no cejaba en sus esfuerzos por sacarla adelante, sin embargo. La prima Lydia se había refugiado en la quinta con su esposo pues, como declaró no bien supo la enfermedad de su madre, nadie podía asegurar que ella no estuviese aguardando un hijo y no quería exponerse al contagio. Así, pues, eran tres los habitantes de la mansión que gozaban de salud por el momento, sin contar a los sirvientes.

Cuando por fin las autoridades aceptaron la existencia de la epidemia, vencida la natural desidia de los porteños, que descreían de las primeras noticias aparecidas en los diarios, comenzaron a organizarse las medidas de prevención, aunque tardías: se realizaron inspecciones en casas y mercados, se ordenó barrer las calles al sol cada día, se aplicaron multas a los carreteros que dejaban caer al suelo sus artículos y se blanquearon las casas por fuera aunque no hubiese todavía enfermos. Pese a todo, los estragos de la enfermedad se multiplicaban. La fiebre parecía estar en todas partes al mismo tiempo, no podía establecerse un rumbo ni un cauce en el curso de la epidemia. Abandonado ya el intento por disimular lo evidente, el éxodo se manifestó en toda su plenitud. Al principio, hubo un ajetreo infernal de carruajes, trenes, tranvías y caballos en la desbandada de los pobladores más acaudalados que partían en todas direcciones cargados con muebles y pertenencias. Pasadas las primeras semanas de confusión, la ciudad cobró el aspecto lúgubre que Elizabeth había encontrado a su llegada. Las calles se encontraban desiertas. ¡Hasta el pasto había crecido entre los adoquines, por la falta de tránsito! Cada tanto, algún coche se hacía oír, pero nadie espiaba entre los visillos, por temor a toparse con la carroza fúnebre o, lo más frecuente, el carro de la basura, que pasaba de puerta en puerta y, al espeluznante grito de "saquen a sus muertos", recogía su triste carga para llevarla a la fosa común, donde los cadáveres reposaban entre capas de cal viva. El aire apestaba a ceniza, ya que se aconsejaba no sólo quemar los enseres de los enfermos para evitar el contagio, sino también encender fuegos "limpios", hechos de maderas y combustible, para purificar la atmósfera.

A veces, mientras rezaba el rosario por las noches, Elizabeth veía el resplandor de las hogueras colarse por las ventanas cerradas. Sentía tal desazón entonces, que apretaba los párpados con fuerza y rezaba en voz alta para conjurar los demonios.

Las noticias nunca eran alentadoras. El Boletín de la Epidemia traía listas cada vez más largas de muertos y nuevos enfermos, como si la peste, en lugar de recorrer la ciudad de parte a parte, se regodease girando en círculos. Había manzanas donde no quedaba una sola casa que no tuviese que contar víctimas, y los crespones negros en las aldabas ondulaban al viento, en fúnebre anuncio de que allí ya habían recibido la fatídica visita.

Una tarde, Elizabeth echó en falta algunos comestibles, pues los criados evitaban salir, y decidió comprarlos ella misma. Si bien contaba con dinero propio, acudió a su tío, pues consideraba que le correspondía estar al tanto del manejo de la casa, faltando la mano de la tía Florence. Lo halló ensimismado en un periódico, con un vaso de brandy en la mano y los ojos vidriosos. Temió que hubiese contraído la fiebre también y, al acercarse, comprobó que estaba llorando.

—Mira —le dijo, extendiendo la hoja impresa hacia ella—. Ha muerto Serena Frances Wood.

Elizabeth demoró un segundo en reconocer el nombre de la maestra que había venido al Río de la Plata apenas unos meses antes que ella. Decía en el obituario que la Comisión de Educación de Boston había intentado disuadirla de aquel viaje hacia las pampas sin éxito, al igual que le sucedió a ella. Fanny Wood era metodista y sus compatriotas en la Argentina la habían convencido de quedarse en la ciudad, en lugar de partir hacia San Juan. Recordó que Juana Manso le había hablado de la furia de Sarmiento, después del fracaso con Mary Gorman. ¡Pobre Serena! El periódico decía que había fundado una escuela en el Retiro con el mismo ímpetu con que fundó aquella primera escuela para libertos en Virginia. Y todo para acabar sus días apenas un año después.

"Me hubiese gustado conocerla", pensó Elizabeth, apesadumbrada.

—Cuando llegaste —seguía diciendo el tío Fred— tuve la intención de presentarlas. Ella estuvo un tiempo alojada con las Dudley y luego, con el cónsul Dexter. Te fuiste tan pronto, Lizzie... Pobre mujer, morir así. Dicen que se hallaba a salvo en el campo y que volvió para atender a la familia que la había acogido.

—Tío, no se angustie —dijo con suavidad Elizabeth, al ver que el hombre perdía un poco la compostura, y agregó, en un intento de distraerlo—: Faltan algunos víveres. Voy a ir a comprarlos.

Fred Dickson miró a su sobrina con expresión ausente. Parecía no darse cuenta de lo que ella hacía allí, día tras día. ¿Por qué le pedía permiso? ¿Por qué faltaban provisiones? ¿Acaso Florence no había impartido órdenes en la cocina?

—¿Falta carne? Dicen que los saladeros están cerrados, por lo de la fiebre, ya sabes. No se puede vender carne, Lizzie, ¿no estás enterada?

La joven se arrodilló frente al rostro congestionado de su tío.

—Lo sé, por eso voy a ir adonde funciona la Comisión Popular, tío. Allí entregan bonos de carne y otras provisiones. Tienen un depósito de mercaderías indispensables. ¿Desea usted algo?

Fred Dickson miró con nostalgia la copa de brandy, casi vacía. Deseaba hundirse en el líquido ambarino hasta olvidar todo cuanto estaba ocurriendo. Era un prisionero en su casa y un inútil, al igual que su hijo. Su comercio se encontraba interrumpido y el dinero iba menguando. Roland no servía más que para divertirse y Lydia era una egoísta malcriada. Y Florence... su Florence, a la que había llegado a detestar en algún momento, se balanceaba entre la vida y la muerte sin que él pudiera tenderle una mano.

—Necesito dinero, tío —escuchó que decía Elizabeth—. Sólo un poco, por si veo algo más que necesite.

Fred hizo un gesto automático hacia el bolsillo del chaleco, olvidando que estaba vestido con la ropa de entrecasa desde hacía días.

—En la cómoda, en el tercer cajón, allí guardo algo de dinero. No quiero entrar al dormitorio, porque... —calló, sintiéndose culpable por no haber visitado a su mujer desde que empezó la enfermedad.

Elizabeth comprendió de inmediato.

—No se apure, tío, yo lo encontraré. Ya habrá tiempo de acompañar a la tía cuando se reponga —no dijo "si se repone", porque creía en el poder mágico de las palabras, como buena irlandesa.

Minutos más tarde, salía a la calle, por primera vez en mucho tiempo, para encontrarse con una ciudad devastada. Trató de no mirar las puertas para no descubrir las señales de luto, ni tampoco los rostros de los pocos transeúntes que se cruzaron con ella, porque temía percibir la desolación de las pérdidas o los vestigios de la fiebre. Sin embargo, al doblar una esquina en la parte baja de la ciudad llamó su atención un niño pequeño, que se hallaba parado en mitad de la calle. Vestía con harapos, estaba descalzo y sucio, pero lo que detuvo el andar de Elizabeth fue la expresión de absoluto desamparo que vio en sus ojos. Por la vestimenta, se notaba que se trataba de un chiquillo inmigrante, de los muchos que a diario recibía la ciudad desde los barcos. Una vez que estuvo delante del niño, observó que a su derecha se encontraba una vivienda con la puerta abierta y un llanto suave brotaba del interior. Elizabeth dudó un momento sobre la prudencia de obedecer a su instinto en aquellos momentos, pues cualquier contacto con los enfermos podía condenar a su familia, y mientras debatía consigo misma, el niño le señaló con su dedito pringoso la casa de donde venía el llanto. Era uno de esos inquilinatos de los que le había hablado Aurelia, llamados "conventillos", donde varias familias vivían hacinadas, separadas en piezas, compartiendo los servicios y el patio donde desarrollaban su vida doméstica. Avanzó unos pasos y percibió el denso olor a moho y a putrefacción que se desprendía de la oscuridad reinante. Cuando acostumbró sus ojos, vio una forma en el suelo, a pocos centímetros. Comprobó con espanto que se trataba de una mujer, que yacía de espaldas con su camisón sencillo, los brazos extendidos hacia arriba en rendición absoluta y la cabeza vuelta hacia un lado. Elizabeth se llevó una mano a la garganta, ahogando un gemido. Debía ser la madre, o tal vez la hermana del niño de la calle. Pobrecito. ¿Habría alguien que pudiese cuidarlo? No bien tuvo ese pensamiento, escuchó de nuevo el llanto y, con renovado horror, aprendió que la realidad podía ser más cruel aún: junto a la mujer, sollozando con las pocas fuerzas que le quedaban, un pequeño de apenas un año forcejeaba, intentando mamar del seno de la que fue su madre. La infeliz criatura, sin comprender la fatal suerte que corría, pugnaba por obtener lo que nunca hasta ahora le había sido negado.

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