La caída de los gigantes (122 page)

BOOK: La caída de los gigantes
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Fitz dio un brinco.

—¿Qué?

—Creía que estaba embarazada de ocho meses, pero el cálculo era erróneo. Está en su noveno mes de embarazo y, felizmente, no seguirá embarazada muchas más horas.

—¿Quién está con ella?

—Está rodeada de todo el servicio. He enviado a una comadrona competente, y yo mismo atenderé el parto si ese es su deseo.

—Es culpa mía —repuso Fitz con amargura—. No debería haberla convencido de que abandonara Londres para venir aquí.

—Fuera de Londres nacen niños perfectamente sanos todos los días.

A Fitz le dio la sensación de que se estaba burlando de él, pero optó por pasarla por alto.

—¿Y si algo sale mal?

—Conozco la reputación de su médico de Londres, el profesor Rathbone. Por supuesto, es un médico muy distinguido, pero creo que puedo decir sin temor a equivocarme que he asistido al parto de más niños que él.

—Niños de mineros.

—La inmensa mayoría, desde luego; aunque en el momento de nacer no hay ninguna diferencia obvia entre ellos y los pequeños aristócratas.

No eran imaginaciones suyas: se estaba burlando de él.

—No me gusta nada su descaro.

Mortimer no se sintió amedrentado.

—Y a mí tampoco me gusta el suyo —replicó—. Ha dejado muy claro, sin el menor intento de parecer cortés, que no me considera el médico adecuado para tratar a su familia, de modo que, con mucho gusto, me marcharé inmediatamente. —Recogió su maletín.

Fitz lanzó un suspiro. Era un enfrentamiento absurdo; con quienes estaba furioso era con los bolcheviques, no con aquel galés susceptible de clase media.

—No sea insensato, hombre.

—Eso es lo que intento. —Mortimer se dirigió a la puerta.

—¿No se supone que debe anteponer los intereses de sus pacientes a los suyos?

Mortimer se detuvo en la puerta.

—Dios mío, tiene usted la cara muy dura, Fitzherbert.

Muy pocas personas osaban dirigirse a él de esa manera, pero Fitz contuvo la cáustica réplica que le vino a la mente en ese momento. Podía tardar horas en encontrar a otro médico, y Bea no se lo perdonaría nunca si dejaba que Mortimer se marchase de allí ofendido.

—Olvidaré que ha dicho eso —repuso Fitz—. De hecho, olvidaré toda esta conversación, si lo hace usted también.

—Supongo que eso es lo más parecido a una disculpa que voy a conseguir de usted.

Lo era, pero Fitz no dijo nada.

—Volveré arriba —repuso el médico.

III

La princesa Bea no dio a luz en silencio: sus gritos se oían por toda el ala principal de la casa, donde se hallaba su dormitorio. Maud interpretaba piezas de
rag
al piano a un volumen muy alto, para amenizar la velada a los invitados y, de paso, sofocar los gritos, pero cada pieza se parecía mucho a la siguiente, y se cansó al cabo de veinte minutos. Algunos de los invitados se fueron a la cama pero, cuando llegó la medianoche, unos cuantos hombres se congregaron en la sala de billar. Peel les sirvió coñac.

Fitz ofreció a Winston un habano El Rey del Mundo de Cuba. Mientras Winston lo encendía, el conde comentó:

—El gobierno tiene que hacer algo con los bolcheviques.

Winston echó un rápido vistazo por la habitación, como si quisiera asegurarse de que todos los presentes eran dignos de plena confianza. Luego se recostó en la silla y dijo:

—Esta es la situación: el escuadrón británico del Norte ya se encuentra en aguas rusas, en la costa de Múrmansk. En teoría, su tarea consiste en asegurarse de que los barcos rusos no caigan en manos alemanas. También tenemos una pequeña misión en Arcángel. Estoy presionando para que desembarquen a los soldados en Múrmansk. A largo plazo, allí podría formarse el núcleo de una fuerza contrarrevolucionaria en el norte de Rusia.

—No es suficiente —replicó Fitz de inmediato.

—Estoy de acuerdo. Me gustaría que enviásemos tropas a Bakú, en el mar Caspio, para asegurarnos de que los alemanes no invadan esos inmensos yacimientos de petróleo, ni los turcos tampoco, y al mar Negro también, donde ya hay un foco de resistencia antibolchevique en Ucrania. Por último, en Siberia contamos con miles de toneladas de suministros en Vladivostok, valorados quizá en miles de millones de libras, cuyo fin primordial era apoyar a los rusos cuando estos eran nuestros aliados. Tenemos derecho a enviar allí a nuestros soldados para proteger nuestras posesiones.

Fitz habló con una mezcla de esperanza y de aprensión.

—¿Y va a hacer Lloyd George algo de todo eso?

—Públicamente, no —respondió Winston—. El problema son todas esas banderas rojas que ondean en las casas de los mineros. En nuestro propio país hay un inmenso sentimiento de apoyo al pueblo ruso y su revolución, y entiendo por qué, por mucho que deteste a Lenin y a sus secuaces. Con el debido respeto por la familia de la princesa Bea… —Miró al techo justo cuando empezaba a oírse un nuevo grito—. No puede negarse que la clase dirigente rusa actuó con extrema lentitud en el momento de abordar los problemas de su población…

Winston era una curiosa mezcla, pensó Fitz: aristócrata y hombre del pueblo, un administrador brillante incapaz de resistirse a inmiscuirse en los asuntos ajenos, un encantador con gran carisma que provocaba el rechazo de la mayoría de sus colegas políticos.

—Los revolucionarios rusos son unos ladrones y unos asesinos —sentenció Fitz.

—Desde luego, pero tenemos que vivir con el hecho de que no todo el mundo los ve de ese modo. Y por eso, nuestro primer ministro no puede manifestar abiertamente su postura de oposición a la revolución.

—Pues no resulta de mucha utilidad que se oponga a ella únicamente de pensamiento —comentó Fitz con impaciencia.

—Aunque sí se puede hacer algo útil sin que él lo sepa… oficialmente.

—Ya entiendo. —Fitz no sabía si eso significaba mucho o no.

Maud entró en la habitación. Los hombres se pusieron en pie, sobresaltados. En una casa de campo, las mujeres no tenían por costumbre entrar en la sala de billar, pero Maud hacía caso omiso de las reglas que no se adaptaban a su conveniencia. Se acercó a Fitz y le dio un beso en la mejilla.

—Enhorabuena, mi querido Fitz —dijo—. Tienes otro hijo.

Los hombres prorrumpieron en exclamaciones de júbilo, aplaudieron y se arremolinaron en torno al conde para darle palmaditas en la espalda y estrecharle la mano.

—¿Está bien mi mujer? —le preguntó a Maud.

—Exhausta pero orgullosa.

—Gracias a Dios.

—El doctor Mortimer se ha ido, pero la comadrona dice que ahora puedes ir y ver al niño.

Fitz se dirigió a la puerta.

—Subiré contigo —dijo Winston.

Cuando salían de la habitación, Fitz oyó decir a Maud:

—Sírveme un poco de brandy, por favor, Peel.

En voz más baja, Winston dijo:

—Has estado en Rusia, por supuesto, y hablas el idioma.

Fitz se preguntó a dónde querría ir a parar con aquella conversación.

—Un poco —contestó—. No es nada de que alardear, pero me defiendo.

—¿No conocerás por casualidad a un hombre que se llama Mansfield Smith-Cumming?

—Pues da la casualidad de que sí lo conozco. Dirige… —Fitz vaciló antes de mencionar en voz alta el nombre de los servicios secretos—. Dirige un departamento especial. He escrito un par de informes para él.

—Ah, bien. Cuando vuelvas a la ciudad, es posible que tengas unas palabras con él.

Vaya, vaya, aquello se ponía interesante…

—Me reuniré con él cuando quiera, claro —dijo Fitz, tratando de disimular su entusiasmo.

—Le diré que se ponga en contacto contigo. Es posible que tenga otra misión para ti.

Estaban delante de la puerta de los aposentos de Bea, y oyeron el llanto inequívoco de un niño recién nacido, procedente del interior. Fitz sintió vergüenza cuando notó que las lágrimas le humedecían los ojos.

—Será mejor que entre —dijo—. Buenas noches.

—Enhorabuena, y que tengas buenas noches tú también.

IV

Lo llamaron Andrew Alexander Murray Fitzherbert. Era un pedacito minúsculo de vida con una mata de pelo tan negro como el de Fitz. Lo llevaron a Londres envuelto en arrullos, a bordo del Rolls-Royce y seguidos de otros dos coches por si se producía alguna avería por el camino. Se pararon a desayunar en Chepstow y almorzaron en Oxford, de manera que llegaron a su casa en Mayfair a tiempo para la cena.

Al cabo de unos días, una apacible tarde de mediados de abril, Fitz caminaba por la orilla del río Támesis, contemplando sus aguas enfangadas, en dirección a un encuentro con Mansfield Smith-Cumming.

Los servicios secretos se habían mudado de su sede en Victoria, que se había quedado pequeña. El hombre llamado «C» había trasladado su organización, en expansión constante, a un edificio victoriano con mucha solera llamado Whitehall Court, justo al lado del río y con vistas al Big Ben. Un ascensor privado llevó a Fitz a la planta superior, donde el jefe del espionaje ocupaba dos apartamentos comunicados por una pasarela en el tejado.

—Llevamos años observando a Lenin —explicó C—. Si no conseguimos derrocarlo, será uno de los peores tiranos que haya conocido la historia.

—Creo que tiene razón. —Fitz sintió un gran alivio al ver que C compartía su parecer con respecto a los bolcheviques—. Pero ¿qué podemos hacer?

—Hablemos de lo que puede hacer usted. —C cogió de su escritorio un compás de puntas como los que se usaban para medir la distancia en los mapas. Con aire distraído, se clavó una punta en la pierna izquierda.

Fitz logró contener el grito de sorpresa que acudió a sus labios: lo estaba poniendo a prueba, por supuesto. Recordó que C tenía una pierna de madera a consecuencia de un accidente de coche. Sonrió.

—Buen truco —dijo—. He estado a punto de caer como un tonto.

C dejó el compás y lanzó una mirada grave a Fitz a través de su monóculo.

—Hay un líder cosaco en Siberia que ha derrocado al régimen bolchevique local —dijo—. Necesito saber si merece la pena que lo apoyemos.

Fitz se quedó muy sorprendido.

—¿Abiertamente?

—Por supuesto que no, pero dispongo de fondos secretos. Si logramos mantener el germen de un gobierno contrarrevolucionario en el este, valdría la pena dedicar un gasto de, pongamos, diez mil libras al mes.

—¿Nombre?

—Capitán Seménov, veintiocho años de edad. Tiene su base de operaciones en Manchuli, localidad situada en las proximidades del lugar donde el Transiberiano empalma con el Ferrocarril del Este de China.

—De modo que ese tal capitán Seménov controla una línea de ferrocarril y podría controlar otra más.

—Exactamente. Y odia a los bolcheviques.

—Entonces, tenemos que averiguar más cosas sobre él.

—Momento en que usted entra en juego.

A Fitz le entusiasmaba la idea de formar parte de un plan para derrocar a Lenin. Se le ocurrían numerosas preguntas: ¿cómo iba a encontrar a Seménov? Ese hombre era un cosaco, y eran famosos por disparar primero y hacer preguntas después: ¿hablaría con Fitz o lo mataría? Por supuesto, Seménov le aseguraría que era perfectamente capaz de acabar con los bolcheviques, pero ¿cómo iba Fitz a analizar la realidad para saber si eso era verdad? ¿Había algún modo de asegurarse de que el dinero británico que iba a gastar estaba bien empleado?

Y al final, la pregunta que formuló fue la siguiente:

—¿Soy yo el hombre adecuado para esa misión? Perdóneme, pero soy un personaje más bien conocido, incapaz de diluirme en el anonimato, ni siquiera en Rusia…

—Con franqueza, lo cierto es que no tenemos mucha elección. Necesitamos a alguien de alto nivel por si llegamos a la etapa de entablar negociaciones con Seménov, y no hay muchos hombres dignos de toda confianza capaces de hablar ruso. Créame, es usted el mejor candidato disponible.

—Ya entiendo.

—Será una misión arriesgada, por supuesto.

Fitz recordó la muchedumbre de campesinos moliendo a palos a Andréi hasta matarlo… Eso mismo podía pasarle a él. Reprimió un escalofrío de miedo.

—Me hago cargo del peligro —dijo con voz serena.

—Entonces, dígame: ¿irá a Vladivostok?

—Por supuesto —respondió Fitz.

31

Mayo-septiembre de 1918

I

Gus Dewar no se adaptó fácilmente a la vida de soldado. Era un hombre desgarbado y de aspecto torpe, y le costaba un gran esfuerzo marchar, hacer el saludo militar y desfilar dando fuertes pisotones en el suelo, al más puro estilo del ejército. En cuanto al ejercicio físico, no había vuelto a hacer flexiones desde sus tiempos en la escuela. Sus amigos, que sabían de su afición por tener siempre un centro de flores en la mesa del comedor y sábanas de hilo en la cama, estaban seguros de que el ejército supondría para él una terrible conmoción. Chuck Dixon, que había asistido al entrenamiento militar con él, le dijo:

—Gus, pero si en casa ni siquiera corres para tomar el autobús…

Sin embargo, Gus sobrevivió. A los once años sus padres lo habían enviado a un internado, de manera que ser perseguido por una panda de bravucones o recibir órdenes de superiores estúpidos no supuso una gran novedad para él. Era blanco de un buen número de burlas a causa de su origen adinerado y sus exquisitos modales, pero lo sobrellevaba con paciencia y estoicismo.

En el momento de la acción, tal como Chuck comprobó bastante sorprendido, Gus se distinguió, pese a su aspecto desgarbado, haciendo gala de cierta gracia y aplomo, cualidades que hasta entonces solo había revelado en la cancha de tenis.

—Pareces una puñetera jirafa —dijo Chuck—, pero es que también corres como si lo fueras.

A Gus también se le daba bien el boxeo, debido a su gran envergadura, aunque su sargento instructor le dijo, con aire pesaroso, que carecía de instinto asesino.

Por desgracia, resultó ser desastroso como tirador.

Quería salir airoso de su paso por el ejército, en parte porque sabía que había quienes pensaban que no aguantaría la presión. Necesitaba demostrarles a esas personas, y quizá también a sí mismo, que no era ningún blandengue. Pero también tenía otra razón: creía en la causa por la que luchaba.

El presidente Wilson había pronunciado un discurso, ante el Congreso y el Senado, que había dado la vuelta al mundo. Había hecho un llamamiento reivindicando un nuevo orden mundial, ni más ni menos. «Es necesario crear una alianza general de naciones bajo pactos específicos con el fin de otorgar garantías mutuas de independencia política e integridad territorial a todos los Estados, grandes y pequeños, por igual.»

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