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Authors: Ken Follett
—¿Para que lo lea Trotski? —preguntó Grigori.
—No, Trotski no. —Lenin miró a los hombres, y a la mujer, que ocupaban la tarima—. Lunarcharski —decidió.
Grigori supuso que Trotski ya se había granjeado suficiente gloria.
El joven llevó la proclama a Lunarcharski, que hizo una señal al presidente. Minutos después, Kámenev cedió la palabra a Lunarcharski, que se puso en pie y leyó las palabras de Lenin.
Cada una de las frases fue recibida con una ovación.
El presidente solicitó una votación.
Y en ese momento, al fin, Grigori comprendió por qué Lenin estaba tan contento. Con los mencheviques y los socialistas revolucionarios fuera de la sala, los bolcheviques tenían una mayoría abrumadora. Podían hacer lo que quisieran. No había necesidad de pactar.
Se llevó a cabo una votación. Solo dos delegados votaron en contra.
Los bolcheviques tenían el poder, y también la legitimidad.
El presidente clausuró la sesión. Eran las cinco de la madrugada del jueves 8 de noviembre. La Revolución rusa había vencido. Y los bolcheviques estaban al mando.
Grigori abandonó la sala detrás de Iósif Stalin, el revolucionario georgiano, y de otro hombre. El acompañante de Stalin llevaba un abrigo de cuero y una cartuchera, como muchos otros bolcheviques, pero había algo en él que provocó un chispazo en la memoria de Grigori. Cuando el hombre se volvió para decirle algo a Stalin, el joven lo reconoció, y un espasmo de sorpresa y terror lo sacudió.
Era Mijaíl Pinski.
Se había unido a la revolución.
VI
Grigori estaba exhausto. De pronto cayó en la cuenta de que llevaba dos noches sin dormir. Había habido tanto por hacer que apenas se había apercibido del paso del tiempo. El carro blindado era el vehículo más incómodo en el que había viajado nunca, pero pese a ello se durmió en el trayecto hasta su casa. Cuando Isaak lo despertó, vio que estaban ya frente a la puerta. Se preguntó cuánto sabría Katerina de lo ocurrido. Confiaba en que no fuera demasiado, pues eso le proporcionaría el placer de narrarle con detalle el triunfo de la revolución.
Entró en casa y subió la escalera a trompicones. Vio luz por la rendija inferior de la puerta.
—Soy yo —dijo, y entró en la habitación.
Katerina estaba sentada en la cama con un bebé diminuto en los brazos.
Grigori se sintió arrobado de felicidad.
—¡Ya ha llegado el bebé! ¡Es precioso!
—Es una niña.
—¡Una niña!
—Me prometiste que estarías conmigo —le dijo Katerina con tono reprobatorio.
—¡No lo sabía! —Miró al bebé—. Es morena, como yo. ¿Qué nombre le ponemos?
—Te envié un mensaje.
Grigori recordó al guardia que le había dicho que alguien lo buscaba. «Algo sobre una comadrona», habían sido sus palabras.
—Oh, Dios mío… —se lamentó—. Estaba tan atareado…
—Magda estaba atendiendo otro parto —dijo Katerina—. Tuvo que atenderme Ksenia.
Grigori se sintió acongojado.
—¿Sufriste mucho?
—¡Pues claro que sufrí mucho! —le espetó Katerina.
—Lo siento… Pero ¡escucha! ¡Ha habido una revolución! Una revolución de verdad esta vez… ¡Nos hemos hecho con el poder! ¡Los bolcheviques están formando gobierno! —Se inclinó sobre ella para besarla.
—Eso es lo que suponía —repuso ella, y volvió la cara.
Marzo de 1918
I
Walter se encontraba de pie en el tejado de una pequeña iglesia medieval de Villefranche-sur-Oise, un pueblo cercano a San Quintín. Durante algún tiempo había sido una zona de descanso y ocio para la intendencia alemana, y los habitantes franceses, aprovechando las circunstancias, se dedicaron a vender a sus conquistadores tortillas y vino, cuando conseguían provisiones.
«Malheur la guerre
—decían—.
Pour nous, pour vous, pour tout le monde.»
Maldita guerra; para nosotros, para vosotros, para todo el mundo. Desde entonces, los discretos avances de los aliados habían ahuyentado a los residentes franceses, arrasado la mitad de los edificios y acercado el pueblo a la primera línea; en esos momentos era ya una zona de reunión.
Más abajo, en la angosta carretera que cruzaba el centro del pueblo, soldados alemanes marchaban en columna de cuatro en fondo. Llevaban haciéndolo horas, miles de ellos habían desfilado ya. Parecían cansados pero alegres, aunque debían de saber que se dirigían a la primera línea. Habían sido trasladados desde el frente oriental. Francia en marzo era mejor que Polonia en febrero, supuso Walter, al margen de lo que les aguardara.
Lo que veía le alegró el alma. Aquellos hombres habían sido liberados por el armisticio entre Alemania y Rusia. En los últimos días, los negociadores de Brest-Litovsk habían firmado un tratado de paz. Rusia había abandonado la guerra definitivamente. Walter había participado en su consecución, apoyando a Lenin y a los bolcheviques, y la escena que tenía frente a sí era el triunfal resultado.
El ejército alemán contaba ya con 192 divisiones en Francia, frente a las 129 del año anterior; la mayor parte de este incremento lo componían unidades desplazadas desde el frente oriental. Por primera vez tenían allí a más hombres que los aliados, con 173 divisiones, según los servicios secretos alemanes. En numerosas ocasiones a lo largo de los tres años y medio anteriores, al pueblo alemán se le había dicho que estaba a un paso de la victoria. Walter pensó que esta vez era verdad.
No compartía la creencia de su padre de que los alemanes eran una especie humana superior, pero por otra parte veía que el dominio de Europa por parte de sus compatriotas sería positivo. Los franceses poseían muchas aptitudes destacables —la gastronomía, la pintura, la moda, el vino—, pero no tenían mano para gobernar. Los oficiales franceses se consideraban una especie de aristocracia, y creían que era perfectamente lícito hacer esperar a los ciudadanos. Una dosis de eficacia alemana les iría de maravilla. Y lo mismo podía decirse de los indisciplinados italianos. La Europa oriental sería la que más se beneficiaría. El antiguo Imperio ruso seguía anclado en la Edad Media, con campesinos harapientos muriendo de hambre en casuchas y mujeres azotadas por haber cometido adulterio. Alemania reportaría orden, justicia y técnicas agrícolas modernas. Habían creado el primer servicio aéreo regular. Los aviones cubrían el trayecto entre Viena y Kiev en ambas direcciones como si fueran trenes. Habría una red de vuelos por toda Europa después de que Alemania ganase la guerra. Y Walter y Maud criarían a sus hijos en un mundo pacífico y bien ordenado.
Pero esa oportunidad de vencer en el campo de batalla no habría de durar mucho. Los norteamericanos habían empezado a llegar en grandes cantidades. Habían tardado casi un año en organizar un buen ejército, pero en esos momentos había trescientos mil soldados estadounidenses en Francia, y seguían llegando más a diario. Alemania tendría que ganar pronto, conquistar Francia y empujar a los aliados hacia el mar antes de que los refuerzos estadounidenses inclinaran la balanza.
El inminente asalto había recibido el nombre de
Kaiserschlacht
, la batalla del Káiser. De un modo u otro, sería la última ofensiva de Alemania.
Habían vuelto a destinar a Walter al frente. Alemania necesitaba a todos sus hombres en el campo de batalla, sobre todo habiendo muerto tantos oficiales. Se le había asignado el mando de un
Sturmbataillon
—tropas de asalto—, y tanto él como sus hombres habían recibido un curso de adiestramiento sobre las últimas tácticas. Algunos eran veteranos curtidos; otros, muchachos y ancianos reclutados a la desesperada. Walter había llegado a apreciarlos durante el curso, pero tenía que cuidarse de no sentir excesivo afecto por hombres a quienes podría verse obligado a enviar a la muerte.
Al mismo curso había asistido Gottfried von Kessel, antiguo rival de Walter en la embajada alemana de Londres. Pese a su mala vista, Gottfried era capitán en el batallón de Walter. La guerra no había hecho mella en su fanfarronería.
Walter inspeccionó el territorio aledaño con los binoculares. Era un día frío y despejado, con buena visibilidad. En el sur, el ancho río Oise fluía entre marismas. Al norte, la fértil tierra estaba salpicada de caseríos, granjas, puentes, huertos y pequeñas arboledas. A algo más de un kilómetro al oeste se encontraba el entramado de trincheras alemanas, y más allá, el campo de batalla. Aquel mismo paisaje agrícola había sido devastado por la guerra. Los yermos trigales lucían cráteres similares a los de la Luna; todos los pueblos estaban reducidos a pilas de piedras; los huertos estaban arrasados, y los puentes, destrozados. Si enfocaba bien los binoculares, alcanzaba a ver los cadáveres en descomposición de hombres y caballos, y los armazones de acero de tanques abrasados.
Al final de aquel erial se encontraban los británicos.
Un repentino estruendo lo hizo mirar hacia el este. Nunca antes había visto el vehículo que se aproximaba, pero había oído hablar de él. Era una pieza de artillería autopropulsada, con un cañón gigantesco y un mecanismo de disparo montado sobre un bastidor y un motor de cien caballos. Lo seguía de cerca un resistente camión cargado, presumiblemente, con munición de tamaño proporcional. A continuación, iban dos cañones más. Sus ocupantes, artilleros, saludaron con las gorras al pasar, como si se encontraran en un desfile celebrando la victoria.
Walter se sintió eufórico. Se podría reposicionar rápidamente aquellos cañones en cuanto comenzara la ofensiva. Supondrían un refuerzo mejor para la infantería en su avance.
Von Ulrich había oído que un cañón aún más grande estaba bombardeando París desde una distancia de casi cien kilómetros. Apenas le parecía verosímil.
A los cañones los seguía un Mercedes 37/95 Double Phaeton que le resultó conocido. El coche abandonó la carretera y aparcó en la plaza situada frente a la iglesia, y de él se apeó el padre de Walter.
«¿Qué está haciendo aquí?»
Walter cruzó la entrada baja que daba acceso a la torre y bajó a toda prisa la escalera de caracol. La nave de aquella iglesia abandonada se había convertido en un dormitorio comunitario. Se abrió paso entre los petates y las cajas que los hombres utilizaban a modo de mesas y sillas.
Fuera, el camposanto estaba atestado de rampas de trinchera, plataformas prefabricadas de madera que permitirían a la artillería y a los camiones de abastecimiento cruzar las trincheras británicas tomadas para alcanzar a las tropas de asalto. Estaban ocultas entre las lápidas, como para impedir que se vieran desde el aire.
El torrente de hombres y vehículos que cruzaban el pueblo desde el este hacia el oeste se había reducido ya a apenas un goteo. Algo ocurría.
Otto iba uniformado y saludó formalmente. Walter vio que su padre era presa de la emoción.
—¡Viene una visita especial! —le dijo Otto de inmediato.
De modo que era eso.
—¿Quién?
—Ya lo verás.
Walter supuso que se trataba del general Ludendorff, que en esos momentos ostentaba el cargo de comandante en jefe.
—¿Qué pretende hacer?
—Dirigirse a los soldados, por supuesto. Por favor, reúne a los hombres delante de la iglesia.
—¿Cuándo?
—No tardará en llegar.
—De acuerdo. —Walter miró a su alrededor—. ¡Sargento Schwab! Venga aquí. Usted y el cabo Grunwald… y el resto de sus hombres, vengan aquí. —Envió mensajeros a la iglesia, al comedor que se había improvisado en un granero grande y al campamento que se había montado sobre una loma situada al norte—. Quiero que todos los hombres, convenientemente vestidos, formen delante de la iglesia en quince minutos. ¡Enseguida!
Todos se pusieron en marcha a toda prisa.
Walter recorrió todo el pueblo para informar a oficiales, ordenar a los hombres que acudieran a la plaza y vigilar mientras tanto el sector oriental de la carretera. Encontró a su comandante, el
Generalmajor
Schwarzkopf en una vieja granja que desprendía un fuerte olor a queso, terminando su desayuno de pan con sardinas de lata.
En un cuarto de hora se habían reunido dos mil hombres y, diez minutos más tarde, todos ellos presentaban un aspecto decente, con el uniforme abrochado y la gorra bien puesta. A continuación llevó un camión de plataforma a la plaza y lo aparcó frente a ellos. Con cajas de munición, improvisó unos escalones junto a la parte trasera.
Otto sacó del Mercedes una alfombra roja y la extendió frente a la escalinata.
Walter se llevó aparte a Grunwald. El cabo era un hombre alto, con grandes manos y pies. Walter le ordenó que subiera al tejado con los binoculares y un silbato.
Y esperaron.
Pasó media hora, y después una hora más. Los hombres se inquietaban, se salían de las filas y empezaban a charlar.
Al cabo de otra hora, Grunwald hizo sonar el silbato.
—¡Preparaos! —bramó Otto—. ¡Ya llega!
Estalló un alboroto de órdenes. Los hombres se pusieron firmes rápidamente. Una caravana de vehículos llegó a la plaza.
La portezuela de un carro blindado se abrió, y un hombre ataviado con uniforme de general se apeó de él. Sin embargo, no se trataba del calvo Ludendorff. El visitante especial se movía con torpeza, con la mano izquierda en el bolsillo de la guerrera, como si tuviera el brazo herido.
Instantes después, Walter cayó en la cuenta de que era el mismísimo káiser.
El
Generalmajor
Schwarzkopf se acercó a él y lo saludó.
Cuando los hombres vieron quién era el visitante, los murmullos y las reacciones fueron aumentando rápidamente hasta convertirse en un estallido de vítores. El
Generalmajor
pareció enojarse en un primer momento ante aquella muestra de indisciplina, pero el káiser esbozó una sonrisa benévola y Schwarzkopf recompuso de inmediato un semblante de aprobación.
El káiser subió los escalones, se apostó en la plataforma del camión y agradeció la ovación. Cuando el bullicio cesó al fin, empezó a hablar.
—¡Alemanes! —dijo—. ¡Ha llegado la hora de la victoria!
Todos lo aclamaron de nuevo, y esta vez Walter se sumó a ellos.
II
A la una de la madrugada del jueves 21 de marzo, la brigada ocupaba ya su puesto en la vanguardia, preparada para el ataque. Walter y los oficiales de su batallón se sentaron en un refugio subterráneo, en la trinchera de la primera línea. Charlaban para aliviar la tensión de la espera.