La caída de los gigantes (114 page)

BOOK: La caída de los gigantes
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Cuando Bea se separó al fin de Andréi, enjugándose las lágrimas, Fitz le tendió una mano. Andréi le devolvió la izquierda: la manga derecha de la chaqueta colgaba vacía. Estaba pálido y delgado, como si lo aquejara una enfermedad devastadora, y su barba empezaba a lucir trazas grises, aunque solo tenía treinta y tres años.

—No os hacéis una idea de cuánto me alivia veros —dijo.

—¿Algo va mal? —preguntó Fitz. Hablaban en francés, idioma que todos dominaban.

—Ven a la biblioteca. Valeria acompañará arriba a Bea.

Dejaron a las mujeres y entraron en una sala polvorienta repleta de libros encuadernados en cuero, que daban la impresión de no haber sido abiertos en mucho tiempo.

—He pedido que nos sirvan té. Me temo que no tenemos jerez.

—El té será perfecto, gracias. —Fitz se acomodó en una silla. Le dolía la pierna herida, resentida del largo viaje—. ¿Qué ocurre?

—¿Vas armado?

—Sí, en efecto. Llevo mi revólver de servicio en el equipaje. —Fitz tenía un Webley Mark V que le habían asignado en 1914.

—Por favor, tenlo a mano. Yo no me separo del mío. —Andréi se abrió la chaqueta para mostrarle la pistolera que llevaba al cinturón.

—Será mejor que me expliques por qué.

—Los campesinos han creado un Comité de la Tierra. Algunos socialistas revolucionarios han hablado con ellos y les han insuflado ideas estúpidas. Ahora reclaman el derecho de apoderarse de todas las tierras que no estoy cultivando y repartírselas.

—¿Ya había ocurrido antes?

—En los tiempos de mi abuelo. Ahorcamos a tres campesinos y creímos que eso había zanjado el asunto. Pero esas ideas endemoniadas seguían latentes, y han resurgido años después.

—¿Qué has hecho esta vez?

—Les solté un sermón y les mostré que había perdido el brazo defendiéndolos de los alemanes, y se calmaron… hasta hace unos días, cuando media docena de hombres regresaron del frente. Aseguraban que habían sido dados de baja en el ejército, pero estoy seguro de que desertaron. Por desgracia, es imposible comprobarlo.

Fitz asintió. La ofensiva Kérenski había sido un fracaso, y los alemanes y los austríacos habían contraatacado. Los rusos habían sido aplastados, y en esos momentos los alemanes se dirigían a Petrogrado. Miles de soldados rusos habían abandonado el campo de batalla y vuelto a sus pueblos.

—Trajeron consigo los fusiles, y revólveres que debieron de robar a los oficiales o a los prisioneros alemanes. En cualquier caso, están bien armados, y llenos de ideas subversivas. Hay un cabo, Fiódor Igórovich, que parece ser el cabecilla. Le dijo a Gueorgui que no entendía por qué yo seguía reclamando la propiedad de ninguna tierra, y aún menos de las que están en barbecho.

—No comprendo qué les está pasando a los hombres en el ejército —espetó Fitz, exasperado—. Uno piensa que aprenden el valor de la autoridad y la disciplina, pero da la impresión de que está ocurriendo todo lo contrario.

—Me temo que la situación ha alcanzado un punto crítico esta mañana —prosiguió Andréi—. El hermano pequeño del cabo Fiódor, Iván Igórovich, llevó su ganado a pastar en mis campos. Gueorgui se enteró, y fui con él a ver a Iván para aclarar la situación. Empezamos a desviar al ganado hacia el camino. Él intentó cerrar la cancela para impedírnoslo. Yo llevaba una escopeta, y le golpeé en la cabeza con la culata. La mayoría de esos malditos campesinos tienen la cabeza dura como una bala de cañón, pero ese era distinto, y el desgraciado se desplomó y murió. Los socialistas están usando eso como excusa para agitar a todo el mundo.

Fitz ocultó cortésmente su repugnancia. Reprobaba la práctica rusa de golpear a los subordinados, y no le sorprendió que hubiera desembocado en aquella clase de agitación.

—¿Se lo has contado a alguien?

—Envié un mensaje a la ciudad, informando de la muerte del hombre y solicitando un destacamento de policía o de soldados para imponer el orden, pero aún no he recibido respuesta.

—De modo que, de momento, estamos solos.

—Sí. Si las cosas empeoran, me temo que tendríamos que alejar de aquí a las mujeres.

Fitz se sintió desolado. Aquello era mucho peor de lo que había supuesto. Podrían morir todos. Aquella visita había sido un terrible error. Tenía que llevarse a Bea de allí lo antes posible.

Se puso en pie. Sabedor de que los ingleses en ocasiones presumían ante los extranjeros de su frialdad frente a las crisis, dijo:

—Será mejor que vaya a cambiarme para la cena.

Andréi lo acompañó a su dormitorio. Jenkins había sacado ya su ropa de etiqueta y la había planchado. Fitz empezó a desvestirse. Se sentía imprudente. Había puesto en peligro la vida de Bea, y también la suya. Se había formado una valiosa imagen de la situación en Rusia, pero el informe que redactaría apenas compensaba el riesgo que había asumido. Se había dejado convencer por su esposa, y eso siempre era una equivocación. Decidió que tomarían el primer tren de la mañana.

Su revólver descansaba sobre el tocador junto con los gemelos. Lo inspeccionó, lo abrió y lo cargó con cartuchos Webley de calibre 455. No tenía dónde guardarlo en aquel traje. Al final, se lo embutió en el bolsillo de los pantalones, pese a lo antiestético del bulto.

Llamó a Jenkins para que retirase su ropa de viaje y entró en el dormitorio de Bea. Ella, en ropa interior, se miraba en el espejo mientras se probaba un collar. Parecía más voluptuosa de lo habitual, sus senos y caderas algo más carnosos, y Fitz se preguntó súbitamente si acaso estaría embarazada. Había tenido náuseas esa mañana, recordó, en el trayecto en coche por Moscú hacia la estación de tren. Eso le devolvió a la memoria su primer embarazo, y lo llevó de vuelta a una época que ya consideraba dorada, cuando tenía a Ethel y a Bea, y no había guerra.

Estaba a punto de decirle que tendrían que marcharse al día siguiente cuando miró por la ventana un instante y se quedó petrificado.

El dormitorio se hallaba en la parte frontal de la casa y daba al parque y a los campos que la separaban del pueblo más próximo. Lo que atrajo la atención de Fitz fue una muchedumbre. Con un hondo y agorero presentimiento, fue hasta la ventana y escrutó el terreno.

Vio a un centenar aproximado de campesinos cruzando el parque en dirección a la casa. Aunque aún había luz, muchos de ellos llevaban antorchas encendidas. Algunos, según vio, también fusiles.

—Oh, mierda —masculló.

Bea dio un respingo.

—¡Fitz! ¿Has olvidado que estoy aquí?

—Mira esto —le dijo el conde.

La princesa contuvo el aliento.

—¡Oh, no!

—¡Jenkins! ¡Jenkins! ¿Estás ahí? —gritó Fitz. Abrió la puerta que daba a su dormitorio y vio al ayuda de cámara, que, perplejo, colgaba la ropa de viaje en una percha—. ¡Corremos peligro de muerte! Tenemos que marcharnos de aquí inmediatamente. Ve al establo, prepara el carruaje y llévalo a la puerta de la cocina tan deprisa como puedas.

Jenkins dejó caer el traje al suelo y salió disparado.

Fitz se volvió hacia Bea.

—Ponte un abrigo, el que sea, y unos zapatos cómodos. Luego baja a la cocina y espérame allí.

Para alivio de Fitz, su esposa no dio la menor muestra de histeria, sino que se limitó a hacer lo que él le había dicho.

Fitz salió del dormitorio y se dirigió renqueando tan deprisa como pudo hasta el de Andréi. Su cuñado no se encontraba allí, ni tampoco Valeria.

Bajó las escaleras. Gueorgui y otros sirvientes, todos hombres, estaban en el vestíbulo visiblemente asustados. Fitz también lo estaba, pero confiaba en ser capaz de disimularlo.

Encontró al príncipe y a la princesa en la sala de estar. Sobre una mesa había una botella de champán en hielo y dos copas llenas, pero ninguno de los dos bebía. Andréi estaba de pie frente a la chimenea y Valeria, junto a la ventana, observando a la turba, que seguía aproximándose. Fitz se acercó a ella. Los campesinos casi habían llegado a la puerta. Varios iban armados; la mayoría llevaban cuchillos, martillos y guadañas.

—Gueorgui va a intentar razonar con ellos —dijo Andréi—, y si eso falla, tendré que hacerlo yo mismo.

—¡Por el amor de Dios, Andréi! ¡Ya no es momento de hablar! ¡Tenemos que marcharnos ahora mismo! —repuso Fitz.

Antes de que Andréi pudiera contestar, oyeron voces exaltadas en el vestíbulo.

Fitz fue hasta la puerta y abrió una rendija. Vio a Gueorgui discutiendo con un campesino joven, alto y con un poblado bigote que le cruzaba las mejillas: Fiódor Igórovich, dedujo. Estaban rodeados de hombres y varias mujeres, algunos enarbolaban antorchas encendidas. Otros pugnaban por entrar por la puerta principal. Resultaba difícil entender su acento local, pero uno gritó una frase que se repitió varias veces:

—¡Hablaremos con el príncipe!

Andréi también lo oyó y pasó de largo junto a Fitz en dirección al vestíbulo.

—No… —dijo Fitz, pero ya era demasiado tarde.

La muchedumbre abucheó y silbó cuando Andréi apareció vestido de etiqueta.

Alzando la voz, Andréi dijo:

—Si os marcháis todos ahora, es posible que no tengáis más problemas.

—Usted es quien tiene problemas… —le espetó Fiódor—. ¡Ha matado a mi hermano!

Con un movimiento raudo y repentino, Fiódor dio la vuelta al fusil y golpeó a Andréi en la cara con la culata.

Andréi retrocedió a trompicones y se palpó la mejilla.

Los campesinos vitorearon.

—¡Esto es lo que usted le hizo a Iván! —gritó Fiódor.

Fitz se llevó una mano al revólver.

Fiódor alzó el fusil por encima de la cabeza. Por un instante, el largo Mosin-Nagant se cernió en el aire como el hacha de un verdugo. Luego Fiódor lo bajó con fuerza y asestó otro golpe en la cabeza a Andréi. Se oyó un crujido espeluznante, y el príncipe cayó al suelo.

Valeria gritó.

Fitz, de pie junto a la puerta entornada, soltó con el pulgar el seguro del revólver, situado en el lado izquierdo del cañón, y apuntó a Fiódor, pero los campesinos se arracimaron alrededor de su objetivo. Empezaron a dar patadas y golpes a Andréi, que yacía en el suelo inconsciente. Valeria intentó llegar hasta él para ayudarlo, pero no consiguió abrirse paso entre el gentío.

Un campesino que llevaba una guadaña arremetió contra el retrato del severo abuelo de Bea y rasgó el lienzo. Uno de los hombres disparó contra la araña de luces, que cayó y se rompió en mil pedazos. Unas cortinas empezaron a arder: alguien había acercado una antorcha a ellas.

Fitz había estado en el campo de batalla y había aprendido que la gallardía debía templarse con el cálculo frío. Sabía que él solo no podría salvar a Andréi de aquella turba. Pero tenía que conseguir rescatar a Valeria.

Enfundó el revólver.

Salió al vestíbulo. Toda la atención estaba centrada en el príncipe yaciente. Valeria seguía junto a la turba, golpeando en vano las espaldas de los campesinos que tenía delante. Fitz la agarró por la cintura, la levantó y se la llevó en volandas a la sala de estar. Sintió un dolor tremendo en la pierna al cargar con ella, pero apretó las mandíbulas y siguió.

—¡Suéltame! —gritó ella—. ¡Tengo que ayudar a Andréi!

—¡No podemos ayudarlo! —repuso Fitz.

Se acomodó mejor sobre el hombro a su cuñada para aliviar un poco la presión en la pierna. Al hacerlo, una bala pasó lo bastante cerca para que él pudiera oírla. Fitz miró atrás y vio a un soldado uniformado sonriendo y apuntándolo con una pistola.

Oyó un segundo disparo, y notó un impacto. Por un instante creyó que estaba herido, pero no sentía dolor, y echó a correr hacia la puerta que daba al comedor.

Oyó que el soldado gritaba:

—¡Se la llevan!

Fitz cruzó la puerta justo cuando otra bala alcanzó la madera del marco. A los soldados rasos no se les adiestraba en el uso de pistolas y en muchos casos ignoraban que esas armas eran mucho menos precisas que los fusiles. Corriendo tan deprisa como le permitía la pierna herida, pasó junto a la mesa esmeradamente preparada para que cuatro acaudalados aristócratas cenaran en ella, con cubertería de plata y cristalería. Oyó que le seguían varios hombres. Al final del comedor, otra puerta comunicaba con la zona de las cocinas. Accedió a un pasillo estrecho y de allí a la cocina. Un cocinero y varias criadas habían dejado de trabajar y lo miraron, paralizados y aterrados.

Fitz advirtió que los hombres estaban ya demasiado cerca. En cuanto lo tuvieran a tiro, lo matarían. Tenía que hacer algo para impedirles avanzar.

Bajó a Valeria al suelo. Ella se balanceó, y Fitz vio sangre en su vestido. Le había alcanzado una bala, pero seguía con vida y consciente. La sentó en una silla y volvió al pasillo. El sonriente soldado corría tras él, disparando a discreción y seguido por varios hombres más; la estrechez del pasillo los obligaba a ir en fila. Tras ellos, en el comedor y la sala de estar, Fitz vio llamas.

Desenfundó el Webley. Era un revólver de doble acción, por lo que no era preciso amartillarlo. Desplazando todo su peso a la pierna sana, apuntó con cuidado al vientre del soldado que corría hacia él. Apretó el gatillo, se oyó la explosión y el hombre cayó al suelo de piedra delante de él. En la cocina, Fitz oyó gritar a las mujeres, aterrorizadas.

Fitz disparó de inmediato al siguiente hombre, que también cayó. Volvió a disparar al tercero, con el mismo resultado. El cuarto reculó al comedor.

El conde cerró de golpe la puerta de la cocina. Los demás hombres dudarían, y se preguntarían cómo podían averiguar si Fitz los esperaba con la pistola, y eso le proporcionó justo el tiempo que necesitaba.

Cogió a Valeria, que daba la impresión de estar perdiendo el conocimiento. Fitz nunca había estado en las cocinas de aquella casa, pero avanzó hacia la parte trasera. Enfiló otro pasillo y dejó atrás las despensas y los lavaderos. Finalmente abrió una puerta que daba al exterior.

Al salir, jadeante y con un dolor indecible en la pierna, vio que el carruaje estaba ya preparado y aguardaba por ellos, con Jenkins en el asiento del conductor y Bea dentro con Nina, que sollozaba incontroladamente. Un asustado mozo de cuadra sujetaba las riendas de los caballos.

Cargó con Valeria hasta el carruaje, subió a él y gritó a Jenkins:

—¡Vámonos! ¡Vámonos!

Jenkins fustigó a los caballos, el mozo de cuadra se apartó del camino y el carruaje se puso en marcha.

—¿Estás bien? —le preguntó Fitz a Bea.

—No, pero estoy viva e ilesa. ¿Y tú?

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