Read La caída de los gigantes Online
Authors: Ken Follett
Gus reprimió una sonrisa. «Eso sí que es decir las cosas», pensó.
Bourgeois puso cara de espanto y retiró su enmienda.
Wilson le dirigió una mirada de gratitud a Cecil, al otro lado de la mesa.
El delegado japonés, el barón Makino, quería la palabra. Wilson asintió y consultó su reloj.
Makino se refirió a una cláusula ya acordada del pacto, la cual garantizaba la libertad de culto. Deseaba añadir una enmienda a efecto de que todos los miembros trataran a los ciudadanos de los demás países de forma igualitaria, sin discriminaciones raciales.
A Wilson se le heló la expresión.
El discurso de Makino era elocuente, aun en su traducción. Las diferentes razas habían luchado en la guerra codo con codo, señaló.
—Se ha establecido un vínculo común de simpatía y gratitud.
La sociedad sería una gran familia de naciones. ¿No habrían de tratarse, sin duda, como iguales?
Gus estaba preocupado, aunque no sorprendido. Los japoneses llevaban hablando de ello una o dos semanas, y ya había causado consternación entre los australianos y los californianos, que querían mantener a Japón fuera de sus territorios. A Wilson lo había desconcertado, ya que ni por un instante creía que los negros estadounidenses fueran sus iguales. Pero sobre todo había molestado a los británicos, que gobernaban sin ninguna clase de democracia sobre cientos de millones de personas de diferentes razas y no querían que pensaran que eran igual de buenos que sus caciques blancos.
De nuevo, fue Cecil quien habló.
—Vaya por Dios, se trata de un asunto muy controvertido —dijo, y Gus casi podía haberse creído su tristeza—. La mera sugerencia de que pudiera discutirse ya ha generado discordancias.
Se produjo un murmullo de aquiescencia en toda la mesa.
Cecil prosiguió:
—En lugar de retrasar el acuerdo de un borrador del pacto, quizá deberíamos posponer la discusión de… hmmm… la discriminación racial a una fecha posterior.
El primer ministro griego tomó la palabra:
—Toda esta cuestión de la libertad religiosa también es un asunto peliagudo. A lo mejor deberíamos dejarlo correr de momento.
—¡Mi gobierno jamás ha firmado un tratado que no apelara a Dios! —exclamó el delegado portugués.
Cecil, un hombre profundamente religioso, replicó:
—Puede que esta vez todos tengamos que arriesgarnos.
Se oyeron algunas risas, y Wilson, con evidente alivio, dijo:
—Si estamos de acuerdo, sigamos adelante.
IV
A la mañana siguiente, Wilson fue al Ministerio de Asuntos Exteriores francés, en el Quai d’Orsay, y leyó el borrador en una sesión plenaria de la conferencia de paz, en el famoso Salón del Reloj, bajo unas enormes arañas de luz que parecían estalactitas en una cueva del Ártico. Esa noche regresaba a su país. El día siguiente era un sábado, y por la noche Gus salió a bailar.
París, puesto el sol, era una fiesta. La comida seguía escaseando, pero parecía haber litros y litros de alcohol. Los jóvenes dejaban abiertas las puertas de sus habitaciones de hotel para que las enfermeras de la Cruz Roja pudieran entrar siempre que necesitaran compañía. Era como si la moralidad convencional hubiera quedado en suspenso. La gente no intentaba ocultar sus aventuras amorosas. Los afeminados abandonaron toda pretensión de masculinidad. Larue’s se convirtió en el restaurante de las lesbianas. Corría el rumor de que la escasez de carbón era un mito inventado por los franceses para que todo el mundo se mantuviera caliente por la noche durmiendo con sus amigos.
Todo era caro, pero Gus tenía dinero. Contaba también con otras ventajas: conocía París y hablaba francés. Fue a las carreras de Saint-Cloud, disfrutó de
La Bohème
en la Ópera y vio un musical subidito de tono que se titulaba
Phi Phi
. Como era uno de los hombres cercanos al presidente, lo invitaban a todas las fiestas.
Sin saber cómo, cada vez pasaba más tiempo con Rosa Hellman. Tenía que andarse con cuidado cuando hablaba con ella, decirle solo aquello que no le importara ver impreso, pero la costumbre de la discreción ya había llegado a ser algo automático en él. Rosa era una de las personas más inteligentes a las que había conocido. Le gustaba, pero no había nada más. Siempre estaba dispuesta a salir con él, pero ¿qué reportero rechazaría la invitación de un ayudante del presidente? Gus nunca podría estrecharle las manos, ni intentar darle un beso de buenas noches por si Rosa pensaba que estaba aprovechándose de su cargo, siendo alguien a quien ella no podía permitirse ofender.
Habían quedado en el Ritz para tomar unos cócteles.
—¿Qué es un cóctel? —preguntó Rosa.
—Un licor fuerte camuflado para que parezca más respetable. Te lo prometo, están a la última.
Rosa también estaba a la última. Llevaba el pelo a lo
garçon
. Su sombrerito le cubría las orejas, igual que el casco de acero de un soldado alemán. Las curvas y los corsés habían quedado anticuados, y el vestido drapeado de Rosa caía recto desde los hombros hasta una cintura asombrosamente baja. Al ocultar sus formas, paradójicamente, el vestido hacía pensar a Gus en lo que había debajo. Rosa llevaba carmín en los labios y polvos de maquillaje, algo que las europeas aún consideraban atrevido.
Tomaron un martini cada uno y luego siguieron camino. Atrajeron muchísimas miradas al cruzar juntos el alargado vestíbulo del Ritz: el desgarbado hombre de cabeza grande y su menudita compañera tuerta; él de etiqueta, ella de seda azul plata. Cogieron un taxi para ir al Majestic, donde los sábados por la noche los británicos celebraban un baile al que iba todo el mundo.
La sala estaba abarrotada. Jóvenes ayudantes de las delegaciones, periodistas de todo el mundo y soldados liberados de las trincheras disfrutaban del jazz junto a enfermeras y mecanógrafas. Rosa enseñó a Gus a bailar el fox-trot, después lo dejó solo y bailó con un apuesto hombre de ojos oscuros de la delegación griega.
Gus, celoso, empezó a pasear por la sala y estuvo charlando con conocidos hasta que se encontró con lady Maud Fitzherbert, que llevaba un vestido morado y zapatos de punta.
—¡Hola! —exclamó con sorpresa.
La joven parecía alegrarse de verlo.
—Tienes muy buen aspecto.
—Me ha favorecido la suerte. Estoy de una pieza.
Ella le tocó la cicatriz de la mejilla.
—Casi.
—Es solo un rasguño. ¿Te apetece bailar?
La estrechó entre sus brazos. Estaba muy delgada: Gus le notaba los huesos a través del vestido. Bailaron un vals lento.
—¿Cómo está Fitz? —preguntó Gus.
—Bien, creo. Está en Rusia. Seguramente se supone que no debo decirlo, pero es un secreto a voces.
—Ya he visto esos periódicos británicos que claman «¡Rusia no se toca!».
—Esa campaña la dirige una mujer a la que conociste en Ty Gwyn, Ethel Williams, ahora Eth Leckwith.
—No la recuerdo.
—Era el ama de llaves.
—¡Dios santo!
—Se está convirtiendo en un personaje de peso en la política británica.
—Cómo ha cambiado el mundo…
Maud lo acercó más hacia sí y bajó la voz:
—Supongo que no tendrás noticias de Walter…
Gus recordó al oficial alemán que le había resultado conocido y al que había visto caer en Château-Thierry, pero no estaba ni mucho menos seguro de que fuera Walter, así que dijo:
—Nada, lo siento. Debe de resultarte difícil.
—De Alemania no llega ninguna información, ¡y no permiten que nadie viaje allí!
—Me temo que tendrás que esperar hasta que se firme el tratado de paz.
—Y eso ¿cuándo será?
Gus no lo sabía.
—El pacto de la Sociedad de las Naciones está prácticamente terminado, pero todavía queda mucho para llegar a un acuerdo sobre cuánto debe pagar Alemania en reparaciones.
—Es estúpido —dijo Maud con acritud—. Necesitamos que los alemanes sean prósperos para que las fábricas británicas puedan venderles coches, estufas y cepillos mecánicos para las alfombras. Si paralizamos su economía, Alemania se hará bolchevique.
—La gente clama venganza.
—¿Te acuerdas de 1914? Walter no quería la guerra. Igual que la mayoría de los alemanes. Pero el país no era una democracia. El káiser fue incitado por los generales y, en cuanto los rusos se movilizaron, no les quedó otra opción.
—Claro que lo recuerdo. Pero la mayoría de la gente no.
El baile terminó. Rosa Hellman se acercó y Gus presentó a las dos mujeres. Estuvieron hablando un minuto, pero Rosa estuvo muy poco amable (algo rarísimo en ella) y Maud los dejó enseguida.
—Ese vestido cuesta una fortuna —dijo Rosa, refunfuñando—. Es de Jeanne Lanvin.
Gus estaba perplejo.
—¿No te ha caído bien Maud?
—A ti sí, es evidente.
—¿Qué quieres decir?
—Bailabais muy pegaditos.
Rosa no sabía nada de Walter, pero a Gus de todas formas le sentó mal que lo acusaran falsamente de coquetear.
—Quería hablarme de algo bastante confidencial —dijo, con un deje de indignación.
—Me figuro que sí.
—No sé por qué te pones así —replicó Gus—. Tú te has ido con ese griego empalagoso.
—Es muy guapo, y no tiene nada de empalagoso. ¿Por qué no habría de bailar con otros hombres? Ni que estuvieras enamorado de mí.
Gus se quedó mirándola.
—Ay —dijo—. Ay, madre mía. —De pronto se sentía confundido e inseguro.
—Y ahora ¿qué te pasa?
—Acabo de darme cuenta de algo… creo.
—Y ¿vas a contarme qué es?
—Supongo que no tengo más remedio —dijo él, titubeante, y se quedó callado.
Rosa esperó a que hablara.
—¿Y bien? —preguntó con impaciencia.
—Que estoy enamorado de ti.
Ella le devolvió la mirada en silencio. Al cabo de un largo rato, inquirió:
—¿Lo dices en serio?
Aunque la idea lo había pillado por sorpresa, Gus no tenía ninguna duda.
—Sí. Te quiero, Rosa.
Ella sonrió con debilidad.
—Imagínate…
—Creo que a lo mejor llevo enamorado de ti sin saberlo desde hace bastante tiempo.
Rosa asintió, como si le hubieran confirmado una sospecha. La banda empezó a tocar una canción lenta. Se le acercó.
Gus la estrechó automáticamente entre sus brazos, pero estaba demasiado nervioso para bailar bien.
—No estoy seguro de poder seguir…
—No te preocupes. —Ella sabía lo que estaba pensando—. Finge que sí.
Gus arrastró los pies durante unos cuantos pasos. Tenía la mente agitada. Rosa no había dicho nada acerca de sus propios sentimientos. Por otro lado, tampoco se había alejado de él. ¿Había alguna posibilidad de que le correspondiera su amor? Estaba claro que le gustaba, pero eso no era ni mucho menos lo mismo. ¿Se estaría preguntando en ese mismo instante qué era lo que sentía? ¿O estaba intentando elaborar una suave disculpa de rechazo?
Rosa lo miró, y él pensó que estaba a punto de darle una respuesta.
—Llévame a algún otro sitio, por favor, Gus —dijo entonces.
—Desde luego.
Ella recogió su abrigo. El portero les paró un taxi Renault rojo.
—A Maxim’s —dijo Gus.
El trayecto era corto y lo recorrieron en silencio. Gus anhelaba saber qué estaba pensando Rosa, pero no quería atosigarla. Pronto tendría que decírselo.
El restaurante estaba lleno hasta los topes, las pocas mesas que quedaban libres estaban reservadas para clientes que llegarían más tarde. El
maître
estaba
désolé
. Gus buscó su cartera, sacó un billete de cien francos y dijo:
—Una mesa tranquila en un rincón. —Una tarjeta que decía
Réservée
desapareció y ellos se sentaron.
Escogieron una cena ligera, y Gus pidió una botella de champán.
—Has cambiado mucho —comentó Rosa.
Él se sorprendió.
—No lo creo.
—Eras un joven muy diferente, allá en Buffalo. Creo que incluso te sentías cohibido conmigo. Ahora te paseas por París como si fueras el dueño.
—Ah, vaya… eso suena arrogante.
—No, solo seguro de ti mismo. A fin de cuentas, has trabajado para un presidente y has luchado en una guerra… esas cosas lo cambian a uno.
Les sirvieron la cena, pero ninguno de los dos comió mucho. Gus estaba demasiado tenso. ¿En qué estaba pensando Rosa? ¿Lo quería o no? Tenía que saberlo, ¿verdad? Dejó el cuchillo y el tenedor, pero, en lugar de preguntarle lo que lo tenía preocupado, dijo:
—Tú siempre has parecido muy segura de ti misma.
Rosa se echó a reír.
—¿No es asombroso?
—¿Por qué?
—Supongo que me sentí segura hasta que cumplí unos siete años. Y entonces… bueno, ya sabes cómo son las niñas del colegio. Todas quieren ser amigas de la más guapa. Yo tuve que jugar con las niñas gordas y las feas, y las que se vestían con ropa heredada. Así llegué a la adolescencia. Incluso trabajar para el
Buffalo Anarchist
fue algo típico de inadaptada. Cuando me hicieron directora, sin embargo, empecé a recuperar la autoestima. —Dio un sorbo de champán—. Tú me ayudaste.
—¿Yo? —Gus estaba sorprendido.
—Fue por cómo me hablabas, como si yo fuera la persona más lista y la más interesante de todo Buffalo.
—Seguramente lo eras.
—Salvo por Olga Vyalov.
—Ah. —Gus se sonrojó. Al recordar cómo se había encaprichado con Olga se sintió tonto, pero no quería decirlo, ya que eso habría sido como criticarla, lo cual habría sido muy poco caballeroso.
Cuando terminaron los cafés y Gus pidió la cuenta, todavía no sabía qué sentía Rosa por él.
En el taxi, le cogió la mano y se la llevó a los labios.
—Oh, Gus, eres una joya —dijo ella.
Gus no sabía qué quería decir con eso. Sin embargo, Rosa tenía el rostro vuelto hacia él de una forma que casi parecía expectante. ¿Quería que él…? Se armó de valor y la besó en la boca.
Se produjo un gélido momento en el que ella no respondió, y él pensó que se había equivocado al obrar así. Después, Rosa suspiró con alegría y separó los labios.
«Oh —pensó Gus, feliz—. Entonces va todo bien.»
La rodeó con sus brazos y se besaron hasta que llegaron al hotel. El trayecto resultó demasiado corto. De repente, un portero abrió la portezuela del coche.
—Límpiate los labios —le dijo Rosa mientras bajaba.
Gus sacó un pañuelo y se frotó la cara a toda prisa. La tela blanca acabó roja del pintalabios de ella. Él lo dobló con cuidado y se lo volvió a guardar en el bolsillo.