Read La caída de los gigantes Online
Authors: Ken Follett
Grigori y Trotski estaban inclinados sobre un mapa. Trotski señaló la región transcaucásica que había entre Rusia y Persia.
—Los turcos siguen controlando el mar Caspio con algo de ayuda alemana —dijo.
—Y amenazan los yacimientos de petróleo —masculló Grigori.
—Denikin es fuerte en Ucrania.
Miles de aristócratas, oficiales y burgueses que huían de la revolución habían acabado en Novocherkassk, donde habían formado una fuerza contrarrevolucionaria al mando del renegado general Denikin.
—El llamado Ejército Voluntario —dijo Grigori.
—Exactamente. —El dedo de Trotski se movió hacia el norte de Rusia—. Los británicos tienen una escuadra naval en Múrmansk. Hay tres batallones de infantería estadounidense en Arcángel. Cuentan con refuerzos de casi todos los demás países: Canadá, China, Polonia, Italia, Serbia… sería más rápido hacer una lista de las naciones que no tienen tropas en el helado norte del país.
—Y luego está Siberia.
Trotski asintió.
—Japoneses y norteamericanos tienen fuerzas en Vladivostok. Los checos controlan la mayor parte del ferrocarril Transiberiano. Los británicos y los canadienses están en Omsk, apoyando al llamado gobierno provisional panruso.
Grigori ya estaba enterado de gran parte de todo eso, pero nunca se había formado una imagen general de la situación.
—¡Caray, si estamos rodeados! —exclamó.
—Exacto. Y ahora que las potencias imperialistas capitalistas han firmado la paz, tendrán millones de tropas disponibles.
Grigori buscó un rayo de esperanza.
—Por otra parte, en los últimos seis meses hemos incrementado el tamaño del Ejército Rojo de trescientos mil hombres a un millón.
—Lo sé. —Trotski no se animó al oír eso—. Pero no es suficiente.
VIII
Alemania estaba sumida en una revolución… y a Walter le recordaba muchísimo a la Revolución rusa de hacía un año.
Había empezado con un motín. Los oficiales navales habían ordenado a la flota de Kiel que zarpara y atacara a los británicos en una misión suicida, pero los marineros sabían que se estaba negociando el armisticio y se habían negado. Walter le había hecho ver a su padre que los oficiales estaban yendo en contra de los deseos del káiser, así que los amotinados eran ellos, mientras que los marineros eran leales. Ese argumento había provocado en Otto un ataque de ira.
Después de que el gobierno intentara aplastar a los marineros, la ciudad de Kiel había quedado en manos de un consejo de obreros y soldados muy semejante a los sóviets rusos. Dos días después, Hamburgo, Bremen y Cuxhaven también estaban controladas por sóviets. El káiser había abdicado hacía dos días.
Walter sentía miedo. Quería una democracia, no la revolución. Pero el día de la abdicación, los obreros de Berlín habían marchado a miles ondeando banderas rojas, y el izquierdista radical Karl Liebknecht había declarado Alemania república socialista libre. Walter no sabía cómo terminaría aquello.
El armisticio estaba siendo un momento especialmente malo. Él siempre había creído que la guerra era un terrible error, pero no encontraba ninguna satisfacción en tener razón. Su patria había sido derrotada y humillada, y sus compatriotas morían de hambre. Estaba sentado en el salón de la casa que sus padres tenían en Berlín, hojeando los periódicos, demasiado deprimido para tocar el piano siquiera. El papel de pared estaba desvaído y la moldura de madera de la que colgaban los cuadros, llena de polvo. El viejo parquet del suelo tenía piezas sueltas, pero no quedaban artesanos para repararlo.
Walter solo podía esperar que el mundo aprendiera la lección. Los Catorce Puntos del presidente Wilson ofrecían un rayo de luz que tal vez anunciaran el sol de un nuevo día. ¿Era posible que los gigantes entre naciones encontraran una forma de resolver sus diferencias en la paz?
Se enfureció al leer un artículo de un periódico de derechas.
—Este periodista idiota dice que el ejército alemán jamás ha sido vencido —comentó cuando su padre entró en la sala—. Sostiene que nos han traicionado los judíos y los socialistas de nuestra propia casa. Tenemos que acabar con esta clase de sinsentido.
Otto se mostró airado y desafiante.
—¿Por qué habríamos de hacer eso? —dijo.
—Porque sabemos que no es verdad.
—Yo sí creo que los judíos y los socialistas nos han traicionado.
—¿Qué? —preguntó Walter con incredulidad—. No fueron los judíos ni los socialistas los que nos hicieron retroceder en el Marne, dos veces. ¡La guerra la hemos perdido nosotros!
—Nos debilitó la falta de suministro.
—Eso fue por el bloqueo británico. Y ¿de quién fue la culpa de que los norteamericanos entraran en la guerra? No fueron los judíos ni los socialistas quienes exigieron una guerra submarina sin restricciones y hundieron barcos con pasajeros estadounidenses.
—Son los socialistas los que han aceptado las indignantes condiciones del armisticio de los aliados.
Walter casi había perdido la coherencia a causa de la ira.
—Sabe usted perfectamente bien que fue Ludendorff quien pidió un armisticio. Al canciller Ebert no lo nombraron más que hace dos días, ¿cómo puede culparlo a él?
—Si el ejército siguiera al mando, jamás habríamos firmado el documento de hoy.
—Pero no están al mando, porque han perdido la guerra. Le dijeron ustedes al káiser que podíamos ganarla, y él los creyó, y por eso ha perdido su corona. ¿Cómo vamos a aprender de nuestros errores si dejan que el pueblo alemán crea mentiras como estas?
—Si creen que nos han derrotado, se desmoralizarán.
—¡Es que deberían desmoralizarse! Los dirigentes de Europa hicieron algo infame y necio, y diez millones de hombres han muerto de resultas de ello. ¡Al menos deje que la gente comprenda eso para que nunca permitan que vuelva a pasar!
—No —dijo su padre.
La formación
de un nuevo mundo
Noviembre-diciembre de 1918
I
Ethel despertó temprano la mañana siguiente al día del armisticio. De pie en el suelo de piedra de la cocina, tiritando mientras esperaba a que la tetera rompiera a hervir sobre los antiguos fogones, tomó la decisión de ser feliz. Había muchos motivos para sentirse dichosa. La guerra había terminado y ella iba a tener otro hijo. Tenía un marido fiel que la adoraba. Las cosas no habían salido exactamente como ella hubiese querido, pero no dejaría que eso la hiciera desgraciada. Decidió que pintaría la cocina de un amarillo alegre. Los colores vivos en la cocina eran una nueva moda.
Sin embargo, primero tenía que intentar arreglar su matrimonio. Bernie se había aplacado con la rendición de ella, pero Ethel aún sentía rencor, y el ambiente en casa seguía viciado. Estaba furiosa, pero no quería que su distanciamiento fuera permanente. Se preguntó si podrían volver a ser amigos.
Llevó dos tazas de té al dormitorio y se metió en la cama. Lloyd todavía dormía en su cuna del rincón.
—¿Cómo te encuentras? —le preguntó a Bernie cuando este se sentó y se puso las gafas.
—Mejor, creo.
—Guarda cama un día más, asegúrate de que te has curado del todo.
—Puede que lo haga. —Su tono era neutro, ni cálido ni hostil.
Ethel dio unos sorbos de té caliente.
—¿Qué preferirías, un niño o una niña?
Bernie no dijo nada, y al principio ella creyó que se negaba a contestar, enfurruñado; pero lo cierto es que solo lo estaba pensando un momento, como solía hacer antes de responder a una pregunta. Al cabo, dijo:
—Bueno, ya tenemos un niño, así que estaría bien tener uno de cada.
Ella sintió un arrebato de afecto por él. Siempre hablaba de Lloyd como si fuera hijo suyo.
—Tenemos que asegurarnos de que este sea un buen país para que los niños crezcan en él —dijo Ethel—. Un país donde puedan recibir una buena educación y conseguir un trabajo y una casa digna para criar a sus propios hijos. Y que no haya más guerras.
—Lloyd George convocará elecciones anticipadas.
—¿Tú crees?
—Es el hombre que ha ganado la guerra. Querrá ser reelegido antes de que eso se olvide.
—Yo creo que, aun así, a los laboristas no nos irá mal.
—Al menos tenemos una oportunidad en lugares como Aldgate.
Ethel dudó.
—¿Te gustaría que te llevara yo la campaña?
Bernie no parecía convencido.
—Le he pedido a Jock Reid que sea mi consejero.
—Jock puede ocuparse de los documentos legales y las finanzas —dijo Ethel—. Yo organizaré los mítines y todo eso. Puedo hacerlo mucho mejor. —De pronto sintió que estaba hablando de su matrimonio, no solo de la campaña.
—¿Estás segura de querer hacerlo?
—Sí. Jock solo te enviaría a dar discursos. Eso tendrás que hacerlo, desde luego, pero no es tu punto fuerte. Brillas más sentado con unas cuantas personas, no muchas, charlando con una taza de té. Yo te llevaré a fábricas y almacenes, donde podrás hablar con los hombres de manera informal.
—Seguro que tienes razón —repuso Bernie.
Ethel se terminó el té y dejó la taza y el platito en el suelo, junto a la cama.
—Bueno, ¿te encuentras mejor?
—Sí.
Le cogió la taza y el platito y los dejó en el suelo, después se quitó el camisón por la cabeza. Sus pechos ya no eran tan lozanos como lo habían sido antes de que se quedara embarazada de Lloyd, pero seguían firmes y redondos.
—¿Cuánto mejor? —preguntó.
Él se quedó mirándola.
—Mucho.
No habían hecho el amor desde aquella tarde en que Jayne McCulley había propuesto a Ethel como candidata. Ethel lo echaba muchísimo de menos. Se sostuvo los pechos con las manos. El aire frío de la habitación le había erguido los pezones.
—¿Sabes qué es esto?
—Me parece que son tus pechos.
—Hay quien los llama tetas.
—Pues yo digo que son preciosas. —Su voz se había vuelto algo ronca.
—¿Te gustaría jugar con ellas?
—Todo el día.
—No estoy muy segura de que se pueda —replicó ella—. Pero podríamos empezar, y ya veremos hasta dónde llegamos.
—Muy bien.
Ethel suspiró de alegría. Qué simples eran los hombres…
Una hora después, dejó a Lloyd con Bernie y se fue a trabajar. No había mucha gente en las calles: Londres estaba de resaca esa mañana. Llegó a las oficinas del Sindicato Nacional de Trabajadores de la Confección y se sentó a su escritorio. Mientras pensaba en la jornada que tenía por delante, se dio cuenta de que la paz traería consigo nuevos problemas para la industria. Millones de hombres dejarían el ejército y buscarían empleo, y querrían apartar de un codazo a las mujeres que llevaban cuatro años haciendo su trabajo. Pero esas mujeres necesitaban sus salarios. No todas tenían a un hombre que volvía a casa desde Francia: muchos maridos se habían quedado allí enterrados. Necesitaban su sindicato, y necesitaban a Ethel.
Cuando llegaran las elecciones, naturalmente, el sindicato haría campaña por el Partido Laborista. Ethel pasó casi todo el día planeando reuniones.
Los periódicos de la tarde traían sorprendentes noticias sobre las elecciones. Lloyd George había decidido extender el gobierno de coalición a los tiempos de paz. No haría campaña como líder de los liberales, sino como cabeza de la coalición. Esa mañana se había dirigido a doscientos parlamentarios liberales en Downing Street y había conseguido su apoyo. Al mismo tiempo, Bonar Law había convencido a sus parlamentarios conservadores para que respaldaran la idea.
Ethel estaba perpleja. ¿Para qué se suponía que tenía que votar la gente?
Cuando llegó a casa, encontró a Bernie furioso.
—Esto no son elecciones, es una puñetera coronación —exclamó—. Su Majestad David Lloyd George. El muy traidor. Tiene la oportunidad de conseguir un gobierno de izquierda radical y ¿qué hace? ¡Se queda con sus amigotes conservadores! Es un chaquetero de mierda.
—No nos rindamos todavía —dijo Ethel.
Dos días después, el Partido Laborista se retiró de la coalición y anunció que haría campaña contra Lloyd George. Cuatro diputados laboristas que eran ministros del gobierno se negaron a dimitir y fueron elegantemente expulsados del partido. La fecha de las elecciones estaba prevista para el 14 de diciembre. Para dar tiempo a que los votos de los soldados fueran enviados desde Francia y recontados, los resultados no se anunciarían hasta después de Navidad.
Ethel empezó a elaborar el plan de campaña de Bernie.
II
El día después del armisticio, Maud le escribió a Walter en el papel de carta con emblema de su hermano y echó el sobre al buzón rojo de la esquina.
No tenía ni idea de cuánto tardaría en restablecerse el servicio postal normal, pero, cuando sucediera, quería que su sobre estuviera en lo alto del montón. Había redactado su carta con sumo cuidado por si todavía había censura: no mencionaba su matrimonio, sino que decía simplemente que esperaba que pudieran retomar su antigua relación ahora que sus países habían firmado la paz. Tal vez la carta fuese arriesgada de todas formas, pero ella estaba desesperada por saber si Walter seguía con vida y, en tal caso, por verlo.
Temía que los victoriosos aliados quisieran castigar al pueblo alemán, pero el discurso de Lloyd George ante los parlamentarios liberales de ese mismo día había sido tranquilizador. Según los periódicos de la tarde, había dicho que el tratado de paz con Alemania debía ser justo y recto. «No debemos permitirnos ningún sentimiento de venganza, ningún espíritu de codicia, ningún deseo avaricioso de pasar por alto los principios fundamentales de la rectitud.» El gobierno se opondría decididamente a lo que él había llamado «una idea de venganza y avaricia miserable, sórdida, básica». Eso la animó. La vida para los alemanes, de todas formas, ya sería bastante dura.
Sin embargo, a la mañana siguiente se horrorizó al abrir el
Daily Mail
en el desayuno. El artículo principal llevaba el título de «Los hunos deben pagar». El artículo argumentaba que había que enviar ayuda alimentaria a Alemania… solo porque «si Alemania muriera de hambre, no podría pagar lo que debe», y añadía que había que procesar al káiser por crímenes de guerra. El periódico avivaba las llamas de la venganza publicando en lo alto de su sección de cartas al director una diatriba de la vizcondesa Templetown titulada «Fuera los hunos».
—¿Durante cuánto tiempo se supone que debemos seguir odiándonos? —le preguntó Maud a tía Herm—. ¿Un año? ¿Diez? ¿Para siempre?