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Authors: Ken Follett
Esa botella estaba en la mesa de la taberna, y Sótnik lo sabía. ¿Por qué quería provocar una pelea a aquellas alturas? Aquello se ponía peligroso.
—Dame una moneda de oro —le dijo a Sid en inglés.
Sid abrió la bolsa y se la entregó.
Lev hizo equilibrios con la moneda en su puño cerrado y la lanzó al aire. La moneda dio vueltas sobre sí misma y destelló bajo la luz de la luna. Cuando, en un acto reflejo, Sótnik extendió el brazo para atraparla, Lev se subió de un salto al asiento del carro.
Sid hizo restallar el látigo.
—Quedad con Dios —exclamó Lev cuando el carro se puso en movimiento—. Y avísame cuando necesitéis más whisky.
La mula se alejó trotando del patio, enfiló hacia la carretera y Lev respiró aliviado.
—¿Cuánto nos han dado? —dijo Sid.
—Lo que acordamos, trescientos sesenta rublos cada uno. Menos cinco: esa última moneda perdida corre de mi cuenta. ¿Tienes una bolsa?
Sid sacó una bolsa de cuero de gran tamaño. Lev contó setenta y dos monedas y las introdujo en ella.
Se despidió de Sid y se bajó del carro cerca de los alojamientos para los oficiales estadounidenses. Cuando se dirigía a su habitación, lo abordó el capitán Hammond.
—¡Peshkov! ¿Dónde ha estado?
Lev deseó no ir cargado en esos momentos con unas alforjas cosacas con trescientos cincuenta y cinco rublos en su interior.
—He ido a dar una vuelta, señor.
—¡Pero si es de noche!
—Por eso he regresado.
—Lo hemos buscado por todas partes. El coronel quiere verlo.
—Enseguida, señor.
Lev prosiguió su camino hacia su habitación para dejar las alforjas, pero Hammond dijo:
—El despacho del coronel está por el otro lado.
—Sí, señor. —Lev se dio media vuelta.
Al coronel Markham no le caía bien Lev. El coronel era un militar de carrera, no un recluta de guerra, y tenía la impresión de que Lev no compartía su compromiso con la excelencia del ejército de Estados Unidos, y tenía razón… al ciento diez por ciento, tal como habría dicho el propio coronel.
A Lev se le pasó por la cabeza dejar la bolsa en el suelo, al otro lado de la puerta del despacho del coronel, pero luego pensó que era demasiado dinero para dejarlo por ahí.
—¿Dónde diablos se había metido? —dijo Markham en cuanto Lev entró por la puerta.
—Estaba dando una vuelta por la ciudad, señor.
—Voy a reasignarlo a otro destino: nuestros aliados británicos necesitan un intérprete y me han pedido que les envíe a usted con ellos.
Parecía una buena opción.
—Sí, señor.
—Los acompañará a Omsk.
Aquello no era tan bueno: Omsk estaba a seis mil quinientos kilómetros, en el corazón de la Rusia más salvaje.
—¿Para qué, señor?
—Ellos lo pondrán al corriente.
Lev no quería ir: estaba demasiado lejos.
—¿Está pidiéndome que me ofrezca voluntario, señor?
El coronel vaciló unos instantes y Lev se dio cuenta de que ya se daba por supuesto el carácter voluntario de la misión, tal como lo era todo en el ejército.
—¿Es que acaso se niega a llevar a cabo la misión? —exclamó Markham con aire amenazador.
—Solo si es voluntaria, señor, por supuesto.
—Le explicaré la situación, teniente —dijo el coronel—: si usted se ofrece voluntario, yo no le pediré que abra esa bolsa y me muestre qué hay dentro.
Lev maldijo para sus adentros. No podía hacer absolutamente nada, el coronel era demasiado listo… y el pasaje para América de Grigori estaba dentro de aquella bolsa.
«Omsk —pensó—. Mierda…»
—Será un placer acompañarlos, señor —dijo.
IV
Ethel subió al apartamento de Mildred, que tenía un aspecto impoluto aunque no ordenado: había juguetes tirados por todas partes, un cigarrillo consumiéndose en un cenicero y unas bragas secándose frente al fuego.
—¿Podrías cuidar de Lloyd esta noche? —le preguntó Ethel.
Ella y Bernie iban a ir a una reunión del Partido Laborista. Lloyd ya casi tenía cuatro años y era perfectamente capaz de bajarse solito de la cama e irse a dar un paseo por su cuenta si nadie lo vigilaba.
—Pues claro —respondió Mildred. Con frecuencia cuidaban mutuamente de sus respectivos hijos por las noches—. He recibido carta de Billy —añadió.
—¿Se encuentra bien?
—Sí, pero me parece que no está en Francia; no dice nada de las trincheras.
—Debe de estar en Oriente Próximo, entonces. Me pregunto si habrá visto Jerusalén. —La ciudad santa había sido tomada por las fuerzas británicas a finales del año anterior—. Nuestro padre se alegrará si la ha visto.
—Manda un mensaje para ti. Dice que ya te escribirá más adelante, pero quiere que te diga… —Rebuscó en el bolsillo del delantal—. Te lo quiero leer tal como está escrito: «Creo que estoy mal informado, aquí, sobre novedades en política de Rusia». Un mensaje un poco extraño, la verdad.
—Está en código —dijo Ethel—. Solo hay que contar la tercera palabra de cada tres, así que el mensaje dice, en realidad: «Estoy aquí en Rusia». ¿Qué estará haciendo allí?
—No sabía que nuestro ejército estuviese en Rusia.
—Ni yo tampoco. ¿Menciona alguna canción, o el título de un libro?
—Sí… ¿cómo lo sabías?
—Eso también está en lenguaje codificado.
—Dice que te recuerde una canción que se titula «Estoy con Freddie inaugurando tu zoo». Nunca había oído hablar de esa canción.
—Ni yo tampoco. Son las iniciales de cada palabra: «Freddie inaugurando tu zoo» significa… Fitz.
En ese momento entró Bernie, que lucía una corbata roja.
—Está dormido —dijo, refiriéndose a Lloyd.
—Mildred ha recibido una carta de Billy —le contó Ethel—. Parece ser que está en Rusia con el conde Fitzherbert.
—¡Ajá! —exclamó Bernie—. Me preguntaba cuánto tiempo tardarían.
—¿A qué te refieres?
—Hemos enviado soldados a combatir contra los bolcheviques. Sabía que tarde o temprano ocurriría.
—¿Estamos en guerra con el nuevo gobierno de Rusia?
—Oficialmente no, claro. —Bernie consultó su reloj—. Tenemos que irnos. —Detestaba llegar tarde.
Una vez en el autobús, Ethel señaló:
—No podemos estar en guerra «extraoficialmente»: o estamos en guerra o no lo estamos.
—Churchill y esa gente saben que el pueblo británico no apoyará una guerra contra los bolcheviques, así que están tratando de hacerla en secreto.
—Estoy decepcionada con Lenin… —dijo Ethel con aire reflexivo.
—¡Solo hace lo que tiene que hacer! —Bernie la interrumpió. Era un defensor acérrimo de los bolcheviques.
Ethel siguió hablando:
—Lenin podría convertirse en un tirano igual que el zar…
—¡Eso es absurdo!
—… pero a pesar de eso, tendrían que darle la oportunidad de demostrar lo que puede hacer por Rusia.
—Bueno, al menos estamos de acuerdo en eso.
—Aunque no estoy segura de lo que podemos hacer al respecto.
—Necesitamos más información.
—Billy me escribirá pronto; él me dará más detalles.
Ethel estaba indignada con la guerra secreta del gobierno, si verdaderamente era eso, pero sentía una gran preocupación por Billy. Su hermano no sabía mantener la boca cerrada; si pensaba que el ejército no estaba haciendo lo correcto, lo diría y se metería en un lío.
El Calvary Gospel Hall estaba lleno a rebosar: el Partido Laborista había ganado popularidad durante la guerra, gracias en parte a que su líder, Arthur Henderson, había estado en el gabinete de guerra de Lloyd George. Henderson había empezado a trabajar en una fábrica de locomotoras a la edad de doce años, y su labor como ministro del gabinete había destrozado el argumento de los conservadores de que no se podía confiar el gobierno de un país a los trabajadores.
Ethel y Bernie se sentaron junto a Jock Reid, un hombre de rostro rubicundo, natural de Glasgow, que había sido el mejor amigo de Bernie cuando era soltero. El encargado de presidir el acto era el doctor Greenward. El punto principal del orden del día eran las siguientes elecciones generales. Circulaban rumores de que Lloyd George convocaría elecciones nacionales en cuanto acabase la guerra. Aldgate necesitaba un candidato laborista, y Bernie era el favorito para el puesto.
Propusieron su nombre y los demás secundaron la propuesta. Alguien sugirió al doctor Greenward como alternativa, pero el médico dijo que su deber era limitarse al ámbito de la medicina.
Entonces, Jayne McCulley se puso en pie. Había sido miembro del partido desde que Ethel y Maud protestaron contra la negativa a concederle la prestación por separación y Maud acabó siendo arrastrada a la cárcel en los brazos de un policía. En ese momento, Jayne dijo:
—He leído en el periódico que las mujeres pueden presentarse a las próximas elecciones, y yo propongo que Ethel Williams sea nuestra candidata.
La sala enmudeció de asombro, pero luego todo el mundo quiso hablar a la vez.
Ethel se había quedado estupefacta. En ningún momento se le había pasado por la cabeza algo semejante. Desde que conocía a Bernie, este siempre había querido ser el representante parlamentario local, y ella lo había aceptado desde el principio. Además, nunca hasta entonces había sido posible que una mujer se presentase como candidata, y tampoco estaba segura de que ahora lo fuese. Su primer impulso fue negarse inmediatamente.
Pero Jayne no había terminado. Era una mujer joven y guapa, pero la dulzura de su apariencia física era engañosa, porque también podía ser temible.
—Respeto a Bernie, pero es más bien un hombre de mítines y de organización —dijo—. Aldgate tiene un parlamentario liberal que se ha ganado la simpatía de la gente y que podría ser un hueso muy duro de roer. Necesitamos un candidato que pueda ganar ese escaño para los laboristas, una persona que pueda decirle a la gente del East End: «¡Seguidme a la victoria!», y que lo hagan. Necesitamos a Ethel.
Todas las mujeres empezaron a lanzar vítores, así como algunos hombres, aunque otros permanecieron mudos y sombríos. Ethel se dio cuenta de que iba a tener mucho apoyo si decidía presentarse como candidata.
Y Jayne tenía razón: seguramente Bernie era el hombre más inteligente de la sala, pero no era un líder nato capaz de arrastrar a las multitudes. Podía explicar cómo ocurrían las revoluciones y por qué las empresas se iban a la quiebra, pero Ethel sabía animar a la gente a que se sumara a una cruzada.
Jock Reid se levantó.
—Compañero, tengo entendido que la legislación no permite que se presenten mujeres.
—Puedo responder a esa pregunta —dijo el doctor Greenward—. La ley que se aprobó este año, y que otorgaba el derecho de sufragio a algunas mujeres mayores de treinta años, no consideraba que estas pudiesen presentarse a las elecciones. Sin embargo, el gobierno ha admitido que eso es una anomalía, de modo que ha redactado un anteproyecto de ley que sí tiene en cuenta esa posibilidad.
—Pero tal y como está redactada la ley hoy, se prohíbe la elección de mujeres, por lo que no podemos nombrar candidata a una —insistió Reid.
Ethel esbozó una sonrisa irónica: era curioso que unos hombres que propugnaban una revolución mundial pudiesen insistir tanto en obedecer la ley al pie de la letra.
El doctor Greenward respondió:
—Está previsto, claramente, que la ley que consideraba el derecho de las mujeres a presentarse como candidatas entre en vigor antes de las próximas elecciones generales, de modo que es del todo legal que esta delegación nombre a una mujer.
—Pero Ethel es menor de treinta años.
—Por lo visto, esta nueva ley incluye a las mujeres mayores de veintiún años.
—¿Por lo visto? —preguntó Reid—. ¿Cómo vamos a nombrar a una candidata si no conocemos las reglas?
—Tal vez deberíamos posponer el nombramiento hasta que se haya aprobado la nueva legislación —sugirió el doctor Greenward.
Bernie le susurró algo a Reid al oído y este dijo:
—Preguntémosle a Ethel si quiere presentarse. Si no es así, entonces no hay necesidad de posponer la decisión.
Bernie se volvió hacia Ethel con una sonrisa rebosante de confianza.
—De acuerdo —convino el doctor Greenward—. Ethel, si te nombrasen candidata, ¿aceptarías?
Todas las miradas estaban clavadas en ella.
Ethel vaciló.
Aquel era el sueño de Bernie, y Bernie era su marido. Pero ¿cuál de los dos sería la mejor opción para los laboristas?
A medida que iban pasando los segundos, una expresión de incredulidad fue apoderándose del rostro de Bernie, pues esperaba que su mujer declinase el nombramiento inmediatamente.
Y eso fue lo que la hizo reafirmarse en su decisión.
—Yo nunca… nunca me lo había planteado —dijo—. Y… mmm… tal como ha dicho el presidente, todavía ni siquiera es una posibilidad legal… Así que es una pregunta difícil de responder. Creo que Bernie sería un buen candidato… pero pese a eso, me gustaría disponer de un poco de tiempo para pensarlo, de modo que tal vez deberíamos aceptar la propuesta del presidente de posponer la decisión.
Se volvió hacia Bernie.
Parecía capaz de asesinarla allí mismo.
11 de noviembre de 1918
I
A las dos en punto de la madrugada, sonó el teléfono en la casa de Fitz de Mayfair.
Maud todavía estaba despierta, sentada en el salón con una vela; los retratos de difuntos antepasados la observaban desde las paredes; las cortinas corridas, como mortajas; el mobiliario que la rodeaba apenas visible, como fieras en un campo nocturno. Durante los últimos días apenas había dormido. Un presentimiento supersticioso le decía que matarían a Walter antes del fin de la guerra.
Estaba sola, con una taza de té frío en las manos, mirando cómo ardía el carbón, preguntándose dónde estaría él y qué estaría haciendo. ¿Se encontraría durmiendo en alguna húmeda trinchera, o preparándose para la batalla del día siguiente? ¿Habría muerto ya? Puede que Maud se hubiera quedado viuda, habiendo pasado solo dos noches con su marido en cuatro años de matrimonio. De lo único que podía estar segura era de que no había caído prisionero de guerra. Johnny Remarc le hacía el favor de comprobar por ella todas las listas de oficiales capturados. Johnny no conocía su secreto: creía que solo estaba preocupada por Walter porque había sido un amigo muy querido de Fitz antes de la guerra.