Read La caída de los gigantes Online
Authors: Ken Follett
El timbre del teléfono la sobresaltó. Al principio pensó que la llamada podía ser por Walter, pero enseguida comprendió que no tenía sentido. La noticia de que un amigo había caído prisionero podía esperar hasta la mañana siguiente. Debía de ser por Fitz, pensó angustiada: ¿lo habrían herido en Siberia?
Salió corriendo al vestíbulo, pero Grout llegó antes que ella. Con una punzada de culpabilidad, Maud se dio cuenta de que había olvidado darle permiso al servicio para que se acostaran.
—Preguntaré si lady Maud está en casa, milord —dijo Grout al aparato. Cubrió el auricular con la mano y le dijo a su señora—: Lord Remarc, del Ministerio de Guerra, milady.
Ella le arrebató el teléfono y preguntó:
—¿Es Fitz? ¿Está herido?
—No, no —dijo Johnny—. Tranquilízate. Son buenas noticias. Los alemanes han aceptado las condiciones del armisticio.
—¡Oh, Johnny, gracias a Dios!
—Están todos en el bosque de Compiègne, al norte de París, en dos trenes aparcados en una vía muerta. Los alemanes acaban de entrar en el vagón restaurante del tren francés. Están dispuestos a firmar.
—Pero ¿todavía no lo han hecho?
—No, aún no. Están poniendo pegas por la redacción del texto.
—Johnny, ¿volverás a llamarme cuando hayan firmado? Esta noche no me acostaré.
—Te llamaré. Adiós.
Maud le devolvió el auricular al mayordomo.
—Puede que la guerra acabe esta noche, Grout.
—Me alegra mucho oír eso, milady.
—Pero tú deberías irte a la cama.
—Con el permiso de milady, me gustaría seguir levantado hasta que lord Remarc vuelva a llamar.
—Desde luego.
—¿Le apetece otra taza de té, milady?
II
Los Aberowen Pals llegaron a Omsk muy temprano por la mañana.
Billy siempre recordaría hasta el último detalle de ese viaje de más de seis mil trescientos kilómetros desde Vladivostok, a lo largo de la línea del ferrocarril Transiberiano. Habían tardado veintitrés días, aun con un sargento armado apostado en la locomotora para asegurarse de que el conductor y el fogonero mantenían la velocidad máxima. Billy pasaba frío durante todo el día: la estufa que había en el centro del vagón apenas si ahuyentaba el rigor de las mañanas siberianas. Vivían a base de pan negro y carne en conserva, pero para Billy cada jornada era una revelación.
No sabía que en el mundo existieran lugares tan hermosos como el lago Baikal. De extremo a extremo, el lago era más largo que todo Gales, les había explicado el capitán Evans. Desde el raudo tren veían salir el sol sobre las inmóviles aguas azules e iluminar las cimas de las montañas de miles de metros de altitud que quedaban al otro lado, tiñendo de oro la nieve de sus cumbres.
Durante toda su vida atesoraría el recuerdo de una interminable caravana de camellos que había visto avanzar paralela a la vía del tren: las bestias cargadas, dando pesados y pacientes pasos en la nieve, hacían oídos sordos al siglo XX, que pasaba junto a ellas traqueteando velozmente, convertido en un estruendo de hierro y un chillido de vapor. «Estoy una barbaridad de lejos de Aberowen», pensó en ese momento.
Sin embargo, el episodio más memorable fue una visita a un instituto de la ciudad de Chitá. El tren estuvo allí dos días detenido mientras el coronel Fitzherbert parlamentaba con el gobernante local, un cacique cosaco llamado Seménov. Billy se unió a un grupo de estadounidenses para hacer una visita. El director del centro, que hablaba inglés, les explicó que hasta hacía un año solo había tenido alumnos de la próspera clase media, y que a los judíos se les había prohibido la entrada aunque pudieran costearse la cuota. Eso había cambiado por orden de los bolcheviques, y ahora la educación era gratuita para todo el mundo. La consecuencia era evidente. Sus aulas estaban abarrotadas hasta más no poder de niños vestidos con harapos que aprendían a leer, a escribir y a contar, y que incluso estudiaban ciencias y arte. Al margen de cualquier otra cosa que hubiera hecho Lenin —y era difícil separar la verdad de la propaganda conservadora—, Billy pensó que al menos se tomaba en serio la educación de los niños rusos.
Lev Peshkov viajaba en ese mismo tren. Había saludado a Billy con calidez y sin dar muestra alguna de sentirse avergonzado, como si se le hubiera olvidado que había salido de Aberowen perseguido por mentiroso y ladrón. Había conseguido llegar a Estados Unidos y allí se había casado con una chica rica, pero había acabado de teniente, destinado como intérprete con los Pals.
La población de Omsk aclamó al batallón al verlos marchar desde la estación del ferrocarril hasta sus barracones. Billy vio en las calles a muchísimos oficiales rusos con sus historiados y anticuados uniformes, aunque por lo visto no tenían ningún cometido militar. También había muchísimas tropas canadienses.
Cuando el batallón pudo retirarse, Billy y Tommy se fueron a pasear por la ciudad. No había mucho que ver: una catedral, una mezquita, una fortaleza de ladrillo y un río muy transitado, con tráfico de mercancías y pasajeros. Les sorprendió ver que muchos de los lugareños llevaban prendas y complementos de uniformes del ejército británico. Una mujer con una guerrera caqui vendía pescado frito caliente en un puesto callejero; un repartidor con su carretilla llevaba unos gruesos pantalones reglamentarios; un colegial muy alto caminaba por la calle con una cartera llena de libros y unas relucientes botas británicas nuevas.
—¿De dónde lo sacarán? —preguntó Billy.
—Proporcionamos uniformes al ejército ruso de aquí, pero Peshkov me ha dicho que los oficiales los venden en el mercado negro —explicó Tommy.
—Nos está bien empleado, puñetas, por apoyar al bando equivocado —dijo Billy.
La Asociación de Jóvenes Cristianos canadiense había abierto un comedor. Muchos de los Pals ya estaban allí: parecía ser el único sitio al que se podía ir. Billy y Tommy pidieron té caliente y dos grandes pedazos de tarta de manzana, que los norteamericanos llamaban «tartaleta».
—Esta ciudad es el cuartel general del gobierno reaccionario antibolchevique —explicó Billy—. Lo he leído en el
New York Times
. —Los periódicos estadounidenses, que podían encontrarse en Vladivostok, eran más sinceros que los británicos.
Entonces entró Lev Peshkov. Con él iba una guapa joven rusa con un abrigo barato. Todos se quedaron mirándolo. ¿Cómo lo conseguía tan deprisa?
Lev parecía entusiasmado.
—Eh, ¿os habéis enterado del rumor, chicos?
Billy pensó que seguramente Lev siempre era el primero en enterarse de los rumores.
—Sí, he oído decir que te gustan los tíos —dijo Tommy.
Todos se echaron a reír.
—¿Qué rumor? —preguntó Billy.
—Han firmado un armisticio. —Lev hizo una pausa—. ¿No lo captáis? ¡La guerra ha terminado!
—Para nosotros no —replicó Billy.
III
El pelotón del capitán Dewar estaba atacando un pueblito llamado Aux Deux Églises, al este del río Mosa. Gus había oído el rumor de que se produciría un alto el fuego a las once de la mañana, pero el oficial al mando había ordenado el asalto, así que él lo estaba llevando a cabo. Había apostado sus ametralladoras pesadas en la linde de un bosquecillo, y desde allí estaban disparando hacia los distantes edificios que había al otro lado de una amplia pradera con la intención de darle al enemigo tiempo suficiente para retirarse.
Por desgracia, los alemanes no habían querido aprovechar la oportunidad. Habían dispuesto morteros y ametralladoras ligeras en corrales y huertos, y devolvían el fuego con ganas. Una ametralladora en concreto, que disparaba desde el tejado de un granero, había conseguido inmovilizar a la mitad del pelotón de Gus.
El capitán habló con el cabo Kerry, el mejor tirador de la unidad.
—¿Podría lanzar una granada en el tejado de ese granero?
Kerry, un chico de diecinueve años con pecas, respondió:
—Si pudiera acercarme un poco más…
—Ese es el problema.
Kerry inspeccionó el terreno.
—Hay una ligera elevación como a un tercio de la pradera —dijo—. Desde allí podría hacerlo.
—Es arriesgado —replicó Gus—. ¿Quiere ser un héroe? —Consultó su reloj—. La guerra podría acabar dentro de cinco minutos, si los rumores son ciertos.
Kerry sonrió a pesar de todo.
—Quiero intentarlo, capitán.
Gus titubeó, reacio a dejar que Kerry arriesgara la vida; pero así era el ejército, y las órdenes eran las órdenes.
—Está bien —aceptó—. Cuando usted quiera, cabo.
Casi esperó que Kerry se tomara su tiempo, pero el muchacho de inmediato se echó el fusil al hombro y cargó con una caja de granadas.
—¡Fuego a discreción! Cubran a Kerry todo lo que puedan —gritó Gus.
Las ametralladoras restallaron y Kerry echó a correr.
El enemigo lo vio enseguida, y también sus ametralladoras abrieron fuego. El chico corría en zigzag por el campo como una liebre perseguida por perros de caza. Los morteros alemanes explotaban a su alrededor, pero, milagrosamente, fallaban.
La «ligera elevación» de Kerry se encontraba a unos doscientos setenta y cinco metros.
Estuvo a punto de conseguirlo.
El artillero enemigo tenía al cabo en su mira, perfectamente apuntado, y arremetió contra él con una prolongada ráfaga. El chico recibió decenas de impactos en pocos segundos. Levantó los brazos, soltó los morteros y cayó; el impulso lo llevó por el aire hasta que aterrizó a unos cuantos pasos de su elevación. Quedó allí inerte, y Gus pensó que debía de haber muerto antes de llegar al suelo.
Las ametralladoras enemigas callaron. Unos instantes después, también los norteamericanos dejaron de disparar. Gus creyó oír el sonido de unos vítores lejanos. Todos los hombres que tenía cerca se quedaron en silencio, escuchando. Entonces el capitán se dio cuenta de que los alemanes celebraban algo.
Empezaron a aparecer soldados salidos de los refugios del pueblo, al otro lado de la pradera.
Gus oyó el rumor de un motor. Una motocicleta estadounidense de la marca Indian llegó rugiendo por el bosque, conducida por un sargento y con un comandante en el asiento de atrás.
—¡Alto el fuego! —gritaba el comandante. El motociclista lo estaba llevando a lo largo de la línea de batalla, de posición en posición—. ¡Alto el fuego! —volvió a gritar—. ¡Alto el fuego!
El pelotón de Gus rompió a dar gritos de alegría. Los hombres se quitaron los cascos y los lanzaron al aire. Algunos se pusieron a bailar gigas, otros se estrecharon la mano. Gus oyó cantar a alguien.
Él no podía apartar la mirada del cabo Kerry.
Caminó despacio por la pradera y se arrodilló junto al cuerpo del joven. Había visto muchos cadáveres y no tenía ninguna duda de que Kerry estaba muerto. Se preguntó cuál sería el nombre de pila del muchacho. Le dio la vuelta al cadáver. Tenía el pecho lleno de pequeños agujeros de bala. Gus le cerró los ojos y se puso de pie.
—Perdóname —dijo.
IV
Dio la casualidad de que ni Ethel ni Bernie habían ido a trabajar y se encontraban en casa ese día. Bernie estaba en cama con gripe, igual que la niñera de Lloyd, así que Ethel se había quedado a cuidar de su marido y su hijo.
Se sentía muy desanimada. Habían tenido una pelea tremenda por quién de los dos iba a presentarse como candidato al Parlamento. No es solo que hubiera sido la peor discusión de su vida de casados; también había sido la única. Y apenas se habían hablado desde entonces.
Ethel sabía que había tenido motivos de sobra para discutir, pero de todas formas se sentía culpable. Era muy posible que ella resultara mejor parlamentaria que Bernie, pero, aun así, la decisión tendrían que tomarla sus camaradas, no ellos. Bernie llevaba años planeándolo, pero eso no quería decir que el puesto fuese suyo por derecho. Aunque Ethel no se lo había planteado antes, de pronto estaba ansiosa por presentarse. Las mujeres habían conseguido el voto, pero quedaba mucho más por hacer. En primer lugar, había que bajar el límite de edad para que fuera el mismo que el de los hombres. También habría que mejorar sus condiciones de paga y trabajo. En la mayoría de las fábricas, a las mujeres se les pagaba menos que a los hombres, aun cuando hacían exactamente el mismo trabajo. ¿Por qué no habrían de recibir idéntico salario?
Sin embargo, quería mucho a Bernie y, al ver en su rostro lo dolido que estaba, enseguida había sentido la tentación de rendirse.
—Esperaba verme atacado por mis enemigos —le había dicho él una noche—. Los conservadores, los liberales de centro, los imperialistas capitalistas, la burguesía. Incluso esperaba oposición por parte de uno o dos personajes envidiosos del partido. Pero había una persona en la que sentía que podía confiar sin ninguna duda, y es ella la que me ha saboteado.
Ethel todavía sentía una dolorosa punzada en el pecho al recordarlo.
A las once en punto le llevó una taza de té. Su dormitorio era cómodo, aunque estaba algo destartalado. Tenía unas cortinas de algodón barato, una mesa para escribir y una fotografía de Keir Hardie en la pared. Bernie dejó a un lado
The Ragged Trousered Philanthropists
, la novela que también él, igual que todos los socialistas, estaba leyendo.
—¿Qué vas a hacer esta noche? —preguntó con frialdad. La reunión del Partido Laborista era ese día—. ¿Has tomado una decisión?
Sí que la había tomado. Podría habérselo dicho hacía ya dos días, pero no había encontrado el valor para pronunciar las palabras. Esta vez Bernie se lo había preguntado directamente, así que le respondería.
—Debería elegirse al mejor candidato —dijo Ethel con ánimo desafiante.
Bernie parecía herido.
—No sé cómo puedes hacerme esto y, aun así, decir que me quieres.
Ella sentía que era injusto por su parte valerse de semejante argumento. ¿Por qué no funcionaba también en sentido contrario? Pero no se trataba de eso.
—No deberíamos pensar en nosotros, deberíamos pensar en el partido.
—Y nuestro matrimonio ¿qué?
—No voy a ceder ante ti porque sea tu esposa.
—Me has traicionado.
—¡Pero si estoy cediendo ante ti…! —replicó ella.
—¿Qué?
—He dicho que cedo.
El alivio se extendió por su rostro.
—Pero no porque sea tu esposa —prosiguió Ethel—. Y tampoco porque tú seas el mejor candidato.
Él parecía perplejo.
—¿Por qué, entonces?