Read La caída de los gigantes Online
Authors: Ken Follett
—No subestimes a la familia real rusa. Todavía puede producirse una contrarrevolución. Al fin y al cabo, ¿qué ha ganado el pueblo ruso? Los trabajadores todavía se mueren de hambre, los soldados siguen muriendo y los alemanes continúan avanzando.
Grout entró con una botella de champán. La abrió sin hacer ruido y sirvió una copa a Bea. Como siempre, ella tomó un sorbo y la dejó.
—El príncipe Lvov ha anunciado que las mujeres podrán votar en las elecciones para la Asamblea Constituyente —dijo Maud.
—Si es que eso llega a ocurrir alguna vez —advirtió Fitz—. El gobierno provisional está haciendo muchas promesas, pero ¿alguien está escuchando? Por lo que yo sé, en las aldeas, todos crean un sóviet y se autogobiernan.
—¡Imagínatelo! —exclamó Bea—. ¡Esos campesinos supersticiosos y analfabetos pretendiendo gobernar!
—Es muy peligroso —convino Fitz, enfadado—. La gente no tiene ni idea de lo fácil que es caer en la anarquía y la barbarie. —El tema lo enfurecía.
—¡Qué irónico sería que al final Rusia acabara siendo más democrática que Gran Bretaña! —exclamó Maud.
—El Parlamento está a punto de debatir la cuestión del voto para las mujeres —comentó Fitz.
—Solo para las mujeres mayores de treinta años que sean propietarias, o para las esposas de propietarios.
—Aun así, tienes que estar encantada de haber conseguido este avance. He leído un artículo sobre ello firmado por tu camarada Ethel en uno de los periódicos. —Fitz se había quedado sorprendido, mientras estaba sentado en la sala de su club leyendo
The New Statesman
, al descubrir que estaba leyendo las palabras escritas por su antigua ama de llaves. Le hizo sentir incómodo el hecho de pensar que él no habría sido capaz de redactar un artículo tan claro y bien argumentado—. En su opinión, las mujeres deberían aceptar esta propuesta porque peor es nada.
—Me temo que estoy en desacuerdo —dijo Maud con absoluta frialdad—. No pienso esperar hasta los treinta para que se me considere miembro de la especie humana.
—¿Os habéis peleado?
—Hemos llegado al acuerdo de seguir por caminos distintos.
Fitz se dio cuenta de que Maud estaba furiosa. Como la atmósfera se había tornado demasiado tensa, se volvió hacia lady Hermia.
—Si el Parlamento da el voto a las mujeres, tía, ¿a quién entregará su voto?
—No estoy segura de que votara —respondió tía Herm—. ¿No es un tanto vulgar?
Maud pareció enfadada, pero Fitz sonrió.
—Si las damas de buena familia piensan así, las únicas votantes serán las trabajadoras, y conseguirán que los socialistas suban al poder —dijo.
—¡Oh, cielos! —exclamó la tía Herm—. Pues quizá sí vote.
—¿Daría su voto a Lloyd George?
—¿A un abogado galés? Por supuesto que no.
—Tal vez a Bonar Law, el líder conservador.
—Supongo que sí.
—Pero es canadiense.
—¡Oh, por el amor de Dios!
—Es el problema de tener un imperio. La chusma de todo el mundo cree que forma parte de él.
La niñera entró con Boy. Ya tenía dos años y medio, y era una criatura de mejillas lozanas y abundante pelo rubio. Corrió hacia Bea y se sentó en su regazo.
—¡He comido gachas y a ella se le ha caído el azúcar! —dijo riendo. En eso había consistido el gran acontecimiento del día con la niñera.
Fitz pensó que Bea estaba más radiante que nunca cuando se encontraba con el niño. Se le suavizaba el gesto y se volvía afectuosa, no paraba de acariciarlo y besarlo. Pasados unos minutos, el pequeño saltó del regazo de su madre y se dirigió hacia Fitz.
—¿Cómo está mi soldadito? —preguntó Fitz—. ¿Vas a hacerte mayor para ir a disparar a los alemanes?
—¡Bang! ¡Bang! —exclamó Boy.
Fitz se dio cuenta de que tenía mocos.
—¿Ya se ha resfriado, Jones? —preguntó con sequedad.
La niñera pareció asustada. Era una joven de Aberowen, pero había recibido preparación profesional.
—No, milord, estoy segura, ¡estamos en junio!
—Existen los constipados de verano.
—Ha estado bien todo el día. Simplemente tiene mocos.
—Seguro que es eso. —Fitz sacó un pañuelo de algodón del bolsillo de la pechera de su chaqueta y le limpió la nariz a Boy—. ¿Ha estado jugando con niños de la calle?
—No, señor, en absoluto.
—¿Y en el parque?
—En las zonas que visitamos solo hay niños de buenas familias. Me aseguro siempre de ello.
—Espero que así sea. Este niño heredará el título de los Fitzherbert, y puede que llegue a ser príncipe ruso. —Fitz dejó a Boy en el suelo y el pequeño salió corriendo con su niñera.
Grout reapareció con un sobre en una bandeja de plata.
—Un telegrama, milord —dijo—. Está dirigido a la princesa.
Fitz hizo un gesto para indicar que Grout debía entregar el sobre a Bea. Ella hizo un gesto de impaciencia —en tiempos de guerra, los telegramas ponían a todo el mundo nervioso—, y rasgó el sobre para abrirlo. Leyó rápidamente el papel y lanzó un grito de angustia.
Fitz se levantó de un salto.
—¿Qué ocurre?
—¡Mi hermano!
—¿Está vivo?
—Sí… herido. —Rompió a llorar—. Le han amputado un brazo, pero está recuperándose. ¡Oh, pobre Andréi!
Fitz cogió el telegrama y lo leyó. La única información adicional era que el príncipe Andréi había sido enviado a su casa en Bulovnir, la localidad en la que había nacido, en la provincia de Tambov, al sudeste de Moscú. Deseó que Andréi realmente estuviera recuperándose. Muchos hombres morían por las heridas infectadas, y la amputación no siempre detenía la propagación de la gangrena.
—Querida, lo siento muchísimo —dijo Fitz. Maud y tía Herm se situaron a ambos lados de Bea para intentar consolarla—. Dice que pronto llegará una carta, pero Dios sabe cuánto tiempo tardará en arribar hasta aquí.
—¡Tengo que saber cómo está! —exclamó Bea entre sollozos.
—Pediré al embajador británico que averigüe todo cuanto pueda —prometió Fitz.
Un conde seguía teniendo privilegios, incluso en aquella época de democracia.
—Permite que te llevemos a tu habitación, Bea —dijo Maud.
Bea asintió y se levantó.
—Será mejor que yo asista a la cena de lord Silverman; Bonar Law estará allí. —Fitz quería convertirse algún día en ministro del gobierno conservador y le alegraba poder tener la oportunidad de charlar con el presidente del partido—. Pero no iré al baile y regresaré directamente a casa.
Bea hizo un gesto afirmativo con la cabeza y dejó que la acompañaran a su cuarto.
Grout entró y anunció:
—El coche está listo, milord.
Durante el breve recorrido hasta Belgrave Square, Fitz pensó en lo ocurrido. El príncipe Andréi jamás había sido un buen administrador de las tierras de la familia. Seguramente utilizaría su lesión como excusa para encargarse aún menos de la gestión del legado. Las propiedades caerían en una decadencia aún mayor. Pero Fitz no podía hacer nada en Londres, a dos mil quinientos kilómetros de distancia. Se sintió frustrado y preocupado. La anarquía estaba a la vuelta de la esquina, y la dejadez por parte de nobles como Andréi era lo que daba a los revolucionarios una oportunidad.
Cuando llegó a la residencia de Silverman, Bonar Law ya estaba allí, y también Perceval Jones, diputado por Aberowen y director de Celtic Minerals. Jones, en el mejor de los casos, era un engreído, y esa noche estaba henchido de orgullo al encontrarse en tan distinguida compañía, hablando con lord Silverman con las manos metidas en los bolsillos; tenía un enorme reloj de oro cuya cadena asomaba por el ancho bolsillo de su chaleco.
Fitz no tendría que haberse sorprendido tanto. Era una cena política, y Jones estaba adquiriendo cada vez más popularidad en el Partido Conservador: sin duda alguna esperaba convertirse en ministro y que Bonar Law llegara a ser primer ministro. De todas formas, era como encontrarse con el jefe de cuadras en el baile de tu club de campo, y Fitz tuvo el horrible presentimiento de que el bolchevismo podía estar llegando a Londres, no con la revolución, sino con sigilo.
Ya en la mesa, Jones sobresaltó a Fitz al declarar que estaba a favor de conceder el voto a las mujeres.
—¡Por el amor de Dios! ¿Por qué? —preguntó Fitz.
—Hemos hecho una consulta entre los presidentes y representantes electorales de cada localidad —respondió Jones, y Fitz vio que Bonar Law asentía en silencio—. Dos de cada tres están a favor de la propuesta.
—¿Los conservadores? —preguntó Fitz con incredulidad.
—Sí, milord.
—Pero ¿por qué?
—La propuesta de ley concede el voto solo a las mujeres mayores de treinta años y propietarias o esposas de propietarios. La mayoría de las trabajadoras de las fábricas quedan excluidas, porque suelen ser más jóvenes. Y todas esas horribles intelectuales son solteronas que viven en casas que no son suyas.
Fitz estaba atónito. Siempre había considerado aquello como una cuestión de principios. Pero los principios no contaban para hombres de negocios con ínfulas como Jones. Fitz jamás había pensado en las consecuencias electorales.
—Pero sigo sin entender…
—La mayoría de las nuevas votantes serán mujeres maduras de clase media, madres de familia. —Jones torció el gesto con una mueca burlona—. Lord Fitzherbert, son el mayor grupo conservador del país. Esta ley otorgará seis millones de votos más a nuestro partido.
—¿Así que va a apoyar el sufragio femenino?
—¡Eso debemos hacer! Necesitamos a esas mujeres conservadoras. En las próximas elecciones habrá tres millones más de votantes varones, muchos de ellos vendrán de la guerra y la mayoría no estarán de nuestro lado. Pero nuestras nuevas mujeres los superarán en número.
—Pero ¿y los principios, señor? —protestó Fitz, aunque le dio la sensación de estar perdiendo esa batalla.
—¿Principios? —espetó Jones—. Esta es la realidad política. —Dedicó una sonrisa condescendiente a Fitz que enfureció al conde—. Pero entonces, si me lo permite, siempre ha sido usted un idealista, milord.
—Todos somos idealistas —dijo lord Silverman, intentando suavizar el tono de la discusión, como buen anfitrión—. Por eso estamos metidos en política. Las personas sin ideales no molestan. Aunque también tenemos que enfrentarnos a la realidad de los comicios y a la opinión pública.
Fitz no quería que lo etiquetasen como soñador falto de sentido práctico, así que dijo rápidamente:
—Por supuesto que sí. Aun así, la cuestión del lugar que corresponde a la mujer afecta al núcleo de la vida familiar, cuestión que creía de suma importancia para los conservadores.
—El debate sigue abierto —dijo Bonar Law—. Los diputados tienen libertad de voto. Seguirán el dictado de su conciencia.
Fitz asintió con sumisión, y Silverman empezó a hablar del motín del ejército francés.
El conde permaneció callado durante el resto de la cena. Le parecía escandaloso que aquella propuesta de ley contara con el apoyo tanto de Ethel Leckwith como de Perceval Jones. Existía la peligrosa posibilidad de que fuera aceptada. Creía que los conservadores defenderían los valores tradicionales, no que cambiarían de chaqueta con tanta facilidad por ganar votos; pero había visto con toda claridad que Bonar Law no opinaba lo mismo, y Fitz no había querido expresar que él estaba en desacuerdo. El resultado era que se avergonzaba de sí mismo al no ser del todo sincero, y era una sensación que detestaba.
Abandonó la casa de lord Silverman inmediatamente después que Bonar Law. Regresó a casa y subió a la habitación enseguida. Se desvistió en su vestidor, se puso una bata de seda y fue al dormitorio de Bea.
La encontró sentada en la cama, tomando una taza de té. Se dio cuenta de que había estado llorando, pero se había empolvado la cara y se había puesto su camisón de flores y una mañanita rosa de punto con mangas de globo. Le preguntó cómo se sentía.
—Estoy destrozada —respondió ella—. Andréi es toda la familia que me queda.
—Lo sé. —Los padres de Bea estaban muertos y no tenía otros parientes cercanos—. Resulta preocupante, pero seguramente sabrá salir adelante.
Ella dejó la taza y el platillo.
—He estado pensándolo mucho, Fitz.
No era una frase muy típica de Bea.
—Por favor, toma mi mano —dijo ella.
Le agarró la mano izquierda con ambas manos. Estaba preciosa y, pese al tema de la conversación, sintió cómo afloraba en él el deseo. Notó los anillos que ella llevaba: el anillo de compromiso de diamantes y una alianza de matrimonio de oro. Sintió el deseo de meterse su mano en la boca y mordisquearle el pulgar.
—Quiero que me lleves a Rusia —anunció Bea.
Se quedó tan sorprendido que le soltó la mano.
—¿Cómo?
—No te niegues todavía… piénsalo —dijo ella—. Dirás que es peligroso, ya lo sé. De todas formas, en la actualidad, hay cientos de ingleses en Rusia: diplomáticos en la embajada, hombres de negocios, oficiales del ejército y soldados en nuestras misiones militares en el país, periodistas y otros.
—¿Y Boy?
—Detesto tener que dejarlo, pero la niñera Jones es excelente, Hermia está totalmente volcada en él y Maud puede tomar decisiones difíciles en momentos de crisis.
—Pero necesitaremos visados…
—Podrías llamar a las puertas necesarias. Por el amor de Dios, si acabas de cenar al menos con un miembro del gabinete.
Bea tenía razón.
—El Foreign Office seguramente me pedirá que escriba un informe del viaje, sobre todo porque viajaremos por la zona rural, que es una ruta que nuestros diplomáticos rara vez se arriesgan a seguir.
Ella volvió a agarrarlo de la mano.
—Mi único pariente vivo está gravemente herido y puede morir. Tengo que verlo. Por favor, Fitz. Te lo suplico.
La verdad era que Fitz no tenía tantas reticencias como ella se imaginaba. Su percepción sobre el peligro había quedado alterada en el frente. Al fin y al cabo, la mayoría de las personas sobrevivían a una cortina de fuego. Un viaje a Rusia, pese a ser peligroso, no era nada en comparación con aquello. De todas formas, tenía sus dudas.
—Entiendo lo que me pides —dijo—. Deja que haga algunas averiguaciones.
Bea lo tomó como su consentimiento.
—¡Oh, gracias! —exclamó.
—No me lo agradezcas todavía. Deja que averigüe si es realmente viable.
—Está bien —repuso ella, pero Fitz se dio cuenta de que daba por sentada la respuesta.