Read La caída de los gigantes Online
Authors: Ken Follett
Se sentó y abrió una carpeta que contenía una hoja de papel en blanco y fingió leerla.
Lev tomó asiento y dijo:
—Bueno, Gus, así que el presidente te ha enviado hasta aquí para negociar con nosotros…
En ese momento, Gus sí se permitió mirar a Lev: se quedó mirándolo largo rato, fijamente, sin hablar. Era atractivo, sí, pensó, pero también una persona débil en la que no se podía confiar. Cuando Lev empezaba a sentirse incómodo, Gus habló al fin.
—¿Es que estás mal de la puñetera cabeza?
Lev se quedó tan perplejo que separó la silla de la mesa como si temiese que fuese a golpearlo.
—Pero ¿qué demonios…?
Gus endureció el tono de voz.
—Estados Unidos está en guerra —dijo—. El presidente no va a «negociar» contigo. —Miró a Brian Hall—. Ni con usted —dijo, a pesar de que había cerrado un trato con Hall apenas diez minutos antes. Al final, miró a Vyalov—. Ni siquiera con usted —concluyó.
Vyalov le sostuvo la mirada. A diferencia de su yerno, no se amilanaba fácilmente. Sin embargo, había perdido el gesto de estudiado desdén con el que había llegado a la reunión. Tras una larga pausa, respondió:
—Entonces, ¿qué haces tú aquí?
—Estoy aquí para decirle lo que va a suceder —dijo Gus en el mismo tono de voz—. Y cuando termine, usted lo aceptará.
—¡Ja! —exclamó Lev.
—Cállate, Lev. Adelante, Dewar.
—Va a ofrecer a los hombres un aumento de cincuenta centavos al día —anunció Gus. Se dirigió a Hall—: Y usted va a aceptar esa oferta.
Hall mantuvo el rostro impertérrito y dijo:
—¿Ah, sí?
—Y quiero que sus hombres vuelvan al trabajo hoy a mediodía.
—¿Y por qué diablos deberíamos hacer lo que nos dice? —inquirió Vyalov.
—Porque no querrán la alternativa.
—¿Cuál es esa alternativa?
—El presidente enviará a un batallón de hombres armados a la fundición para hacerse con el control de las instalaciones, garantizar la seguridad, hacer entrega de todos los productos terminados al cliente y seguir adelante con la producción con la labor de los ingenieros del ejército. Después de la guerra, es posible que la devuelva a sus manos. —Se volvió hacia Hall—. Y entonces tal vez sus hombres puedan recuperar sus puestos de trabajo también. —Gus pensó que ojalá le hubiese comentado aquello a Woodrow Wilson antes, pero ya era demasiado tarde.
—¿Tiene derecho a hacer una cosa así? —exclamó Lev, sin salir de su asombro.
—Bajo la legislación de guerra, sí —afirmó Gus.
—Eso lo dirás tú —repuso Vyalov con aire escéptico.
—Pues denúncienos ante los tribunales —le sugirió Gus—. ¿Cree que va a haber algún juez en este país que vaya a ponerse de su lado… y del de los enemigos de nuestro pueblo?
Se recostó en la silla y los miró con una arrogancia que no sentía en absoluto. ¿Surtirían efecto sus palabras? ¿Lo creerían? ¿O pensarían que era un farol, se reirían de él y abandonarían la sala?
Siguió un largo silencio. Al rostro de Hall no asomaba ninguna expresión, Vyalov estaba pensativo y Lev tenía mala cara.
Al final, Vyalov se dirigió a Hall.
—¿Están dispuestos a aceptar cincuenta centavos?
—Sí —fue la lacónica respuesta de Hall.
Vyalov volvió a mirar a Gus.
—En ese caso, nosotros aceptamos también.
—Gracias, caballeros. —Gus cerró la carpeta, intentando dominar el temblor de sus manos—. Se lo comunicaré al presidente.
V
El sábado amaneció soleado y cálido. Lev le dijo a Olga que lo necesitaban en la fundición y luego se dirigió en coche a casa de Marga, quien vivía en una pequeña habitación en Lovejoy. Se abrazaron, pero cuando Lev empezó a desabrocharle la blusa, la joven dijo:
—Vayamos a Humboldt Park.
—Yo prefiero follar.
—Luego. Primero llévame al parque, y te enseñaré algo especial cuando volvamos. Algo que no hemos hecho todavía.
A Lev se le secó la garganta.
—¿Y por qué tengo que esperar?
—Es que hace un día tan bonito…
—¿Y si nos ve alguien?
—Pero si habrá un millón de personas.
—Aun así…
—Supongo que tendrás miedo de tu suegro…
—Joder, claro que no… —dijo Lev—. Oye, que soy el padre de su nieta. ¿Qué va a hacerme, pegarme un tiro?
—Deja que me cambie de vestido.
—Te esperaré en el coche. Si me quedo aquí a ver cómo te desvistes, puede que pierda el control.
Tenía un nuevo Cadillac cupé con capacidad para tres personas; no era el coche más despampanante de la ciudad, pero no estaba mal para empezar. Se sentó al volante y se encendió un cigarrillo. Claro que tenía miedo de Vyalov, por supuesto, pero había pasado toda su vida corriendo riesgos. Al fin y al cabo, él no era Grigori, y las cosas no le habían ido tan mal, por el momento, pensó, sentado en su coche, con aquel traje azul ligero de verano, a punto de llevarse a una chica guapa al parque. La vida le sonreía.
Antes de que le diera tiempo a terminarse el cigarrillo, Marga salió del edificio y se sentó a su lado en el coche. Llevaba un atrevido vestido sin mangas y se había recogido el pelo en un moño, según la última moda.
Condujo hasta Humboldt Park, en el East Side, y al llegar, ambos se acomodaron en un banco de listones de madera del parque, disfrutando del sol y observando a los niños jugar en el estanque. Lev no podía dejar de acariciar los brazos desnudos de Marga. Le encantaba percibir las miradas de envidia de los otros hombres. «Es la chica más guapa del parque —pensó—, y está conmigo, ¿qué te parece?»
—Siento lo de tu labio —le dijo.
La muchacha aún tenía el labio inferior inflamado en el lugar donde Vyalov le había pegado. A él le resultaba muy sexy.
—No es culpa tuya —dijo Marga—. Tu suegro es un cerdo.
—Eso es verdad.
—En el Hot Spot me han propuesto trabajo. Quieren que empiece enseguida y lo haré en cuanto pueda volver a cantar.
—¿Te duele?
Probó con una breve cancioncilla.
Paseo por el escenario
,
juego un poco al solitario
a la espera de que mi millonario
aparezca al fin
.
Se tocó la boca rápidamente.
—Sí, aún me duele al cantar —dijo.
Él inclinó el cuerpo hacia ella.
—Deja que te lo bese.
Ella volvió su rostro hacia el de él y Lev la besó con ternura, sin rozarla apenas.
—Puedes apretar un poco más —lo animó ella.
Él sonrió.
—Muy bien, ¿qué te parece esto? —Volvió a besarla, y esta vez, le acarició la parte interna de los labios con la punta de la lengua.
—Así también está bien —dijo ella al cabo de un minuto, y se echó a reír.
—En ese caso…
Esta vez le metió la lengua en la boca por completo, y ella respondió con avidez… como respondía siempre. Las lenguas de ambos se encontraron y ella le puso la mano por detrás de la nuca y le acarició el cuello. Lev oyó a alguien decir: «Qué asco…», y se preguntó si quienes pasaban por su lado repararían en su erección.
Sonriendo a Marga, comentó:
—Estamos escandalizando a los respetables habitantes de esta ciudad. —Levantó la vista para ver si alguien los estaba observando… y se topó con la mirada de su esposa, Olga.
La mujer lo miraba sin poder dar crédito a lo que veían sus ojos, formando con los labios un círculo perfecto de estupor.
A su lado estaba su padre, con traje y chaleco y un sombrero canotier. Tenía a Daisy en brazos. La hija de Lev llevaba un gorrito blanco para protegerse la cara del sol. La niñera, Polina, estaba detrás de ellos.
—¡Lev! —exclamó Olga—. ¿Qué…? ¿Quién es esa mujer?
Lev pensó que tal vez habría podido salir airoso de aquella situación si Vyalov no hubiese estado allí.
Se puso de pie.
—Olga… No sé qué decir.
Vyalov lo increpó duramente:
—No digas nada, patán.
Olga se echó a llorar.
Vyalov le entregó a Daisy a la niñera.
—Llévate a mi nieta al coche inmediatamente.
—Sí, señor Vyalov.
Vyalov agarró a Olga del brazo y tiró de ella.
—Ve con Polina, cariño.
Olga se tapó los ojos con la mano para ocultar sus lágrimas y siguió a la niñera.
—Maldito hijo de perra —insultó Vyalov a Lev.
Lev apretó los puños con fuerza. Si Vyalov le pegaba, él le devolvería el golpe. Vyalov era fuerte como un toro, pero tenía veinte años más que él. Lev era más alto, y se había curtido en las peleas callejeras de Petrogrado. No pensaba dejar que le dieran una paliza.
Vyalov le leyó el pensamiento.
—No voy a pelear contigo —dijo—. No merece la pena.
Lev quiso decirle: «¿Y entonces, qué vas a hacer?», pero mantuvo la boca cerrada.
Vyalov miró a Marga.
—Debería haberte pegado más fuerte —espetó.
Marga cogió su bolso, lo abrió, metió la mano en él y la dejó allí.
—Si se me acerca aunque solo sea un centímetro, juro por Dios que le pegaré un tiro, maldito cerdo campesino ruso —lo amenazó.
Lev admiró la valentía de la chica: pocas personas tenían las agallas de amenazar a Josef Vyalov.
El rostro de Vyalov se puso pálido de ira, pero apartó la mirada de Marga y se dirigió a Lev.
—¿Sabes lo que vas a hacer?
¿Qué diablos vendría ahora?
Lev no dijo nada.
—Te vas a alistar en el puñetero ejército —dijo Vyalov.
Lev se quedó paralizado.
—No será en serio…
—¿Cuándo fue la última vez que me oíste decir algo que no fuera en serio?
—No pienso enrolarme en el ejército. ¿Cómo va a obligarme?
—O te presentas voluntario, o te llamarán a filas.
Marga interrumpió la conversación.
—¡No puede hacer eso! —le espetó.
—Sí que puede —dijo Lev, desolado—. Puede hacer lo que quiera en esta ciudad.
— ¿Y sabes qué? —añadió Vyalov—. Puede que seas mi yerno, pero espero con toda mi alma que acabes muerto.
VI
Chuck y Doris Dixon dieron una merienda en su jardín a finales de junio. Gus fue con sus padres. Todos los hombres iban con traje, pero las mujeres llevaban vestidos de verano y exagerados sombreros, y los invitados formaban un grupo muy vistoso. Había sándwiches y cerveza, limonada y tarta. Un payaso repartía caramelos y un maestro en pantalones cortos se encargaba de organizar las actividades de los niños: carreras de sacos, de huevos y cucharas, y con las piernas atadas.
Doris quería hablar con Gus sobre la guerra, otra vez.
—Hay rumores de un motín en el ejército francés —le dijo.
Gus sabía que la verdad era peor que los rumores: había habido motines en cincuenta y cuatro divisiones francesas, y veinte mil hombres habían desertado.
—Supongo que por eso han cambiado su táctica, de ofensiva a defensiva —dijo, en tono neutro.
—Por lo visto, los oficiales franceses no tratan bien a sus hombres. —A Doris le encantaba dar malas noticias sobre la guerra porque eso la reafirmaba en su oposición—. Y la ofensiva Nivelle ha sido un desastre.
—La llegada de nuestras tropas les dará un nuevo impulso. —Ya habían embarcado los primeros soldados norteamericanos rumbo a Francia.
—Pero hasta ahora solo hemos enviado una cantidad simbólica de hombres. Espero que eso signifique que no vamos a desempeñar un papel importante en la contienda —replicó Doris.
—No, no significa eso. Tenemos que reclutar, entrenar y armar al menos a un millón de hombres, y eso no lo podemos hacer de la noche a la mañana, pero el año que viene los enviaremos en centenares de miles.
Doris miró por encima del hombro de Gus y exclamó:
—Dios santo, aquí viene uno de nuestros nuevos reclutas.
Gus se volvió y vio a la familia Vyalov: Josef y Lena con Olga, Lev y una niña pequeña. Lev llevaba el uniforme del ejército. Estaba muy elegante, pero tenía ensombrecido el atractivo rostro.
Gus se sentía incómodo, pero su padre, haciendo gala de su personaje público como senador, estrechó cordialmente la mano de Josef y dijo algo que le hizo reír. Su madre se dirigió cortésmente a Lena y le dedicó arrumacos a la niña. Gus se dio cuenta de que sus padres ya habían previsto aquel encuentro y habían decidido actuar como si él y Olga nunca hubiesen estado prometidos.
Miró a Olga y la saludó educadamente con la cabeza. Ella se ruborizó.
Lev se mostró tan desenvuelto como de costumbre.
—¿Y qué, Gus, está contento contigo el presidente por haber solventado lo de la huelga?
Los demás oyeron la pregunta y se quedaron en silencio, atentos a la respuesta de Gus.
—Está contento con vosotros por mostraros razonables —dijo Gus con delicadeza—. Veo que te has alistado en el ejército.
—Me he presentado voluntario —repuso Lev—. Estoy acudiendo a las sesiones de entrenamiento.
—¿Y qué te parece?
De pronto, Gus advirtió que Lev y él habían congregado a su alrededor a un buen número de asistentes: los Vyalov, los Dewar y los Dixon. Desde que se había roto el compromiso, nadie había vuelto a ver a aquellos dos hombres juntos en público. Todo el mundo sentía curiosidad.
—Me acostumbraré al ejército —dijo Lev—. ¿Y tú?
—¿Y yo, qué?
—¿Vas a presentarte voluntario? Al fin y al cabo, habéis sido tú y tu presidente quienes nos habéis metido en esta guerra.
Gus no dijo nada, pero se sintió avergonzado; Lev tenía razón.
—Siempre puedes esperar a ver si te llaman a filas —añadió Lev, hurgando en la herida—. Nunca se sabe, a lo mejor tienes suerte. Además, si vuelves a Washington, supongo que el presidente puede hacer que te declaren exento. —Se echó a reír.
Gus negó con la cabeza.
—No —dijo—. Lo he estado pensando y tienes razón: formo parte del gobierno que convocó el reclutamiento obligatorio. No podría eludirlo.
Vio a su padre asentir con la cabeza, como si ya esperase aquello, pero su madre protestó:
—Pero Gus, ¡tú trabajas para el presidente! ¿De qué otro modo podrías contribuir mejor al éxito de nuestra intervención en la guerra?
—Supongo que quedaría como un cobarde —dijo Lev.
—Exactamente —dijo Gus—. Así que no volveré a Washington. Esa parte de mi vida ha terminado por el momento.
—¡Gus, no! —oyó decir a su madre.
—Ya he hablado con el general Clarence, de la División de Buffalo —anunció—: voy a alistarme en el ejército.