Read La caída de los gigantes Online
Authors: Ken Follett
Cogieron un tren nocturno hacia Estocolmo, donde el
borgmästare
, el alcalde, que era socialista, les ofreció un desayuno de bienvenida. Allí, Walter se registró en el Grand Hotel con la esperanza de encontrar una carta de Maud aguardándole. No había nada.
Sintió tal decepción que estuvo tentado de arrojarse a las frías aguas de la bahía. Esa había sido la única oportunidad de comunicarse con su esposa en casi tres años, y algo había salido mal. ¿Habría recibido ella su carta?
Aciagas fantasías lo atormentaban. ¿Lo amaría Maud todavía? ¿Se habría olvidado de él? ¿Acaso había un nuevo hombre en su vida? Walter estaba en la más completa ignorancia.
Rádek y los elegantes socialistas suecos se llevaron a Lenin, bastante en contra de su voluntad, a la sección de vestimenta masculina de los almacenes PUB. Las botas de montaña con suela de tacos que llevaba el ruso desaparecieron. Salió de allí con un abrigo de cuello de terciopelo y un sombrero nuevo. Rádek comentó que, al menos, por fin iba vestido como alguien que podía dirigir a su pueblo.
Esa tarde, al anochecer, los rusos fueron a la estación para subir a otro tren, esta vez con destino a Finlandia. Walter se despedía allí del grupo, pero los acompañó hasta la estación. Antes de que el tren partiera, mantuvo una reunión a solas con Lenin.
Se sentaron en un compartimiento, bajo una tenue luz eléctrica que relucía en la calva del ruso. Walter estaba tenso. Aquello tenía que salirle bien. De nada serviría suplicarle ni rogarle a Lenin, estaba convencido. También era evidente que no había forma de intimidar a aquel hombre, así que solo la fría lógica lograría persuadirlo.
Von Ulrich había preparado bien su parlamento.
—El gobierno alemán los está ayudando a regresar a su país —dijo—. Usted sabe que no lo estamos haciendo por buena voluntad.
Lenin lo interrumpió en un alemán muy correcto.
—¡Creen que seremos perjudiciales para Rusia! —bramó.
Walter no lo contradijo.
—Y, aun así, han aceptado nuestra ayuda.
—¡Por el bien de la revolución! Ese es el único baremo de lo bueno y lo malo.
—Imaginaba que diría eso. —Walter había llevado consigo una pesada maleta, y en ese momento la dejó en el suelo del vagón de tren, produciendo un sonoro golpe—. En el falso fondo de esta maleta encontrará cien mil rublos en billetes y monedas.
—¿Qué? —Lenin solía ser imperturbable, pero de pronto parecía sobresaltado—. ¿Para qué son?
—Son para usted.
El bolchevique se sintió ofendido.
—¿Un soborno? —preguntó con indignación.
—De ninguna manera —contestó Walter—. No tenemos ninguna necesidad de sobornarlo. Sus objetivos son los mismos que los nuestros. Usted ha exhortado al derrocamiento del gobierno provisional y el final de la guerra.
—Entonces, ¿por qué?
—Para propaganda. Para colaborar en la difusión de su mensaje. Es el mismo mensaje que también nosotros quisiéramos transmitir. La paz entre Alemania y Rusia.
—¡Para poder ganar su guerra capitalista-imperialista contra Francia!
—Tal como le he dicho, no los estamos ayudando por buena voluntad… y tampoco esperarían ustedes que lo hiciéramos. Se trata de pragmatismo político, nada más. Por el momento, sus intereses coinciden con los nuestros.
Lenin puso la misma cara que cuando Rádek había insistido en que se comprara ropa nueva: aborrecía la idea, pero no podía negar que tenía sentido.
—Les entregaremos más o menos la misma cantidad de dinero una vez al mes… siempre y cuando, desde luego, ustedes continúen haciendo campaña activamente por la paz —dijo Walter.
Se produjo un largo silencio.
—Dice usted que el éxito de la revolución es el único baremo de lo bueno y lo malo. En tal caso, debería aceptar el dinero —añadió después.
Fuera, en el andén, sonó un silbato.
Walter se levantó.
—Debo dejarlos ya. Adiós, y buena suerte.
Lenin se quedó mirando la maleta del suelo y no contestó.
El joven alemán salió del compartimiento y bajó del tren.
Se volvió y echó la mirada atrás, hacia la ventanilla del compartimiento de Lenin. Casi esperaba que se abriera y ver salir la maleta volando por ella.
Se oyó otro silbido y un pitido. Los vagones dieron una sacudida y se pusieron en marcha, y el tren salió de la estación echando vapor, lentamente, con Lenin, los demás exiliados rusos y el dinero a bordo.
Walter se sacó el pañuelo del bolsillo del pecho de su abrigo y se secó la frente. A pesar del frío, estaba sudando.
V
Fue andando desde la estación hasta el Grand Hotel a lo largo de los muelles. Estaba oscuro y soplaba un frío viento del este que venía del Báltico. Debería haber estado exultante: ¡acababa de sobornar a Lenin! Sin embargo, sentía una especie de anticlímax, además de estar más deprimido de lo que debiera a causa del silencio de Maud. Había una docena de razones posibles por las que no le había mandado una carta. No tenía por qué dar por sentado lo peor, pero él había estado peligrosamente cerca de acabar enamorándose de Monika, así que ¿por qué no habría de haberle sucedido a Maud algo parecido? No podía evitar sentir que debía de haberlo olvidado.
Decidió que esa noche se emborracharía.
En recepción le entregaron una nota mecanografiada: «Por favor, pase por la suite 201, donde tienen un mensaje para usted». Supuso que sería algún funcionario de Asuntos Exteriores. Tal vez habían cambiado de opinión acerca de su apoyo a Lenin. En tal caso, llegaban tarde.
Subió por la escalera y llamó a la puerta de la 201.
—¿Sí? —dijo desde dentro, en alemán, una voz amortiguada.
—Walter von Ulrich.
—Adelante, está abierto.
Entró y cerró la puerta. La suite estaba iluminada por la luz de unas velas.
—¿Tienen aquí un mensaje para mí? —preguntó Walter, esforzándose por ver en la penumbra.
Una figura se levantó de una silla. Era una mujer y estaba de espaldas, pero en ella vio algo que le hizo dar un vuelco a su corazón. La mujer volvió el rostro hacia él.
Era Maud.
Walter se quedó boquiabierto. Estaba paralizado.
—Hola, Walter.
Pero entonces Maud perdió el control sobre sí misma y se lanzó a los brazos de él.
El familiar aroma de su esposa abrumó su sentido del olfato, y entonces Walter empezó a besarle el pelo y acariciarle la espalda. No podía hablar, por miedo a echarse a llorar. Estrechó el cuerpo de Maud contra el suyo, apenas capaz de creer que de verdad fuera ella, que de verdad la estuviera abrazando y acariciando, algo que tan dolorosamente había ansiado durante casi tres años. La joven alzó la mirada hacia él con los ojos anegados de lágrimas, y él contempló su rostro y se embebió de él. Era la misma pero diferente: estaba más delgada y tenía unas tenuísimas arrugas bajo los ojos, donde antes no las había, pero, aun así, su mirada era penetrante e inteligente como siempre.
—Fijó la vista en mi rostro recorriéndolo con atención, como si hubiese de retratarlo —le dijo Maud en inglés.
Él sonrió.
—No somos Hamlet y Ofelia, así que, por favor, no te metas en un convento.
—Dios mío, cómo te he echado de menos.
—Y yo a ti. Esperaba recibir una carta… pero ¡esto! ¿Cómo te las has ingeniado?
—Dije en la oficina de pasaportes que me proponía entrevistarme con algunos políticos escandinavos para tratar el tema del voto para la mujer. Después coincidí con el ministro del Interior en una fiesta y le susurré algo al oído.
—¿Cómo has llegado hasta aquí?
—Todavía hay vapores de pasajeros.
—Pero es demasiado peligroso. Nuestros submarinos lo están hundiendo todo.
—Ya lo sé. Me he arriesgado. Estaba desesperada. —Se echó a llorar.
—Ven, siéntate. —Rodeándole todavía la cintura con un brazo, la acompañó al sofá que había al otro lado de la habitación.
—No —dijo ella cuando estaban a punto de sentarse—. Hemos esperado demasiado tiempo, desde antes de la guerra. —Le cogió la mano y se lo llevó hacia el dormitorio por una puerta interior. En la chimenea chisporroteaban varios troncos—. No perdamos más tiempo. Ven a la cama.
VI
Grigori y Konstantín formaban parte de la delegación del Sóviet de Petrogrado que acudió a la estación de Finlandia ya entrada la noche del lunes 16 de abril para darle la bienvenida al país a Lenin.
La mayoría de los delegados nunca habían visto al gran hombre, que, salvo algunos meses, había pasado los últimos diecisiete años en el exilio. Grigori tenía once años cuando Lenin se fue. No obstante, lo conocía por su reputación, igual que lo conocían, por lo visto, los miles de personas que se habían dado cita en la estación para recibirlo. ¿Por qué tantos?, se preguntó Grigori. A lo mejor ellos, igual que él, se sentían descontentos con el gobierno provisional, desconfiaban de los ministros de clase media y estaban furiosos al ver que no habían puesto fin a la guerra.
La estación de Finlandia se encontraba en el distrito de Viborg, cerca de las fábricas textiles y los barracones del 1.
er
Regimiento de Artillería. Una muchedumbre había tomado la plaza. Grigori no esperaba ningún acto de traición, pero le había dicho a Isaak que desplegara un par de pelotones y varios carros blindados para que montaran guardia, solo por si acaso. En el tejado del edificio había un reflector, y alguien estaba enfocando con él a la masa de personas que esperaban en la oscuridad.
Dentro, la estación estaba abarrotada de obreros y soldados, todos ellos enarbolando banderas y estandartes rojos. Una banda militar tocaba música. Cuando faltaban veinte minutos para las doce, dos unidades de marineros formaron en el andén como guardia de honor. La delegación del Sóviet aguardaba en la grandiosa sala de espera que antiguamente había estado reservada para el zar y la familia real, pero Grigori salió al andén con la muchedumbre.
Rondaba la medianoche cuando Konstantín señaló a donde la vía se perdía de vista, y Grigori, siguiendo la dirección de su dedo, vio las lejanas luces de un tren. Un murmullo de expectación se levantó de entre los que esperaban. La locomotora entró en la estación expulsando vapor y tosiendo humo, y se detuvo con un silbido. Llevaba el número 293 pintado al frente.
Tras una pausa, un hombre bajo y fornido, vestido con un abrigo de lana cruzado y un sombrero de fieltro, bajó del tren. Grigori pensó que no podía tratarse de Lenin; ¿cómo iba a vestir las prendas de la clase dirigente? Una joven se adelantó y le entregó un ramo, que él aceptó frunciendo el entrecejo con descortesía. Sí que era Lenin.
Detrás de él bajó Lev Kámenev, a quien el Comité Central Bolchevique había enviado para reunirse con el cabecilla ya en la frontera, por si había algún problema; aunque, de hecho, nadie había puesto ninguna pega al regreso de Lenin. Kámenev le indicó entonces con un gesto que debían dirigirse a la sala de espera real.
Sin embargo, Lenin le volvió la espalda con bastante brusquedad y se dirigió a los marineros:
—¡Camaradas! —exclamó—. ¡Os han engañado! Vosotros habéis hecho la revolución… ¡y los traidores del gobierno provisional os han robado sus frutos!
Kámenev se quedó blanco. Casi todas las personas de izquierdas habían adoptado la política de respaldar al gobierno provisional, al menos por el momento.
Grigori, no obstante, estaba encantado. Él no creía en la democracia burguesa. En 1905, el Parlamento tolerado por el zar había sido una farsa y había quedado despojado de todo poder en cuanto los disturbios terminaron y todo el mundo volvió a trabajar. Este otro gobierno provisional iba camino de correr la misma suerte.
Y, de repente, alguien tenía las agallas de decirlo.
Grigori y Konstantín siguieron a Lenin y a Kámenev a la sala de recepción. La muchedumbre intentó apretarse para entrar tras ellos, pero en la estancia pronto no cupo ni un alfiler. El presidente del Sóviet de Petrogrado, Nikolái Chjeidze, con sus grandes entradas y su cara de rata, dio un paso al frente. Le estrechó la mano a Lenin y dijo:
—En nombre del Sóviet de Petrogrado y de la revolución, celebramos tu llegada a Rusia. Pero…
Grigori miró a Konstantín y enarcó las cejas. Ese «pero» parecía inapropiado, tan al principio de un discurso de bienvenida. El delgado Konstantín se encogió de hombros.
—Pero creemos que el principal cometido de la democracia revolucionaria consiste ahora en defender nuestra revolución contra todo ataque… —Chjeidze hizo una pausa y luego, con énfasis, añadió—: ya sea procedente del interior o del exterior.
—Esto no es una bienvenida, es una advertencia —murmuró Konstantín.
—Creemos que, para conseguirlo, no es la desunión, sino la unidad, lo que necesitamos por parte de todos los revolucionarios. Esperamos que, de acuerdo con nosotros, tú también persigas nuestros mismos objetivos.
Se produjo un educado aplauso entre algunos hombres de la delegación.
Lenin esperó antes de contestar. Observó los rostros que tenía alrededor y miró a la magnífica decoración del techo. Después, con un gesto que pareció un insulto deliberado, le volvió la espalda a Chjeidze y habló para el público:
—¡Camaradas, soldados, marineros y obreros! —vociferó, excluyendo abiertamente a los parlamentarios de clase media—. Os saludo como la vanguardia del Ejército Proletario del Mundo. Hoy, o tal vez mañana, puede que todo el imperialismo europeo se derrumbe. La revolución que vosotros habéis logrado ha iniciado una nueva época. ¡Larga vida a la Revolución Socialista Mundial!
Lo aclamaron. Grigori estaba algo espantado. La revolución solo había salido adelante en Petrogrado… y su resultado todavía era bastante dudoso. ¿Cómo podían pensar en una revolución mundial? Sin embargo, la idea lo entusiasmó de todas formas. Lenin tenía razón: toda la gente debería volverse en contra de los dirigentes que habían enviado a tantos hombres a morir en esa guerra mundial que carecía de sentido.
Lenin echó a andar alejándose de la delegación y salió a la plaza.
Un rugido se levantó en la muchedumbre que esperaba allí. Las tropas de Isaak subieron a Lenin al techo reforzado de un carro blindado. El reflector lo enfocaba. Se quitó el sombrero.
Su voz era un bramido monótono, pero sus palabras desprendían electricidad.
—¡El gobierno provisional ha traicionado la revolución! —gritó.
Todos lo vitorearon. Grigori no salía de su asombro: no se había dado cuenta de la cantidad de gente que pensaba igual que él.