Read La caída de los gigantes Online
Authors: Ken Follett
—¡No! —gritó Grigori, y su voz se perdió entre miles más.
Cuando, varios minutos después, los gritos empezaron a decaer, un estruendo aún mayor llegó desde fuera. La muchedumbre del patio debía de haberse enterado de la misma noticia, y la recibían con igual indignación.
—El gobierno provisional no debe aceptarlo —le dijo Grigori a Konstantín.
—Estoy de acuerdo —repuso este—. Vayamos a decírselo.
Salieron del Sóviet y cruzaron el palacio. Los ministros del recién formado gobierno se reunían en la misma sala que había ocupado el antiguo Comité Provisional; de hecho, era preocupante hasta qué punto se trataba de los mismos hombres. Ya estaban hablando sobre la declaración del zar.
Pável Miliukov estaba en pie. El moderado de monóculo argüía que la monarquía debía preservarse como símbolo de legitimidad.
—Sandeces —masculló Grigori.
La monarquía simbolizaba la ineptitud, la crueldad y la derrota, no la legitimidad. Por suerte, también otros lo sentían así. Kérenski, que se había convertido en ministro de Justicia, propuso ordenar al gran duque Miguel que rechazara la corona, y, para alivio de Grigori, la mayoría estuvo de acuerdo.
El propio Kérenski y el príncipe Lvov recibieron instrucciones de ir a reunirse con Miguel de inmediato. Miliukov miró fijamente a través de su monóculo y exclamó:
—¡Yo iré con ellos, en representación de la opinión de la minoría!
Grigori supuso que esa absurda propuesta sería aplastada, pero los demás ministros asintieron con debilidad. En ese momento, Grigori se levantó.
—Y yo acompañaré a los ministros como observador del Sóviet de Petrogrado —dijo, sin reflexionarlo mucho.
—Muy bien, muy bien —accedió Kérenski con cansancio.
Salieron del palacio por una puerta lateral y subieron a dos limusinas Renault que ya los estaban esperando. El antiguo presidente de la Duma, el orondo Mijaíl Rodzianko, también iba con ellos. Grigori no acababa de creerse que eso le estuviera sucediendo a él. Formaba parte de una delegación que iba a ordenar a un príncipe heredero que se negara a ser coronado zar. Menos de una semana antes, había bajado dócilmente de una mesa porque el teniente Kirílov se lo había ordenado. El mundo cambiaba tan deprisa que era difícil seguirle el paso.
Grigori nunca había estado dentro de la residencia de un acaudalado aristócrata, y fue como entrar en un mundo de ensueño. La enorme casa estaba repleta de riquezas. Allá adonde mirara había jarrones espléndidos, sofisticados relojes, candelabros de plata y adornos con engarces de piedras preciosas. Si hubiera arramblado con un cuenco de oro y hubiese salido corriendo por la puerta principal, podría haberlo vendido por dinero suficiente para comprarse una casa; solo que en esos momentos nadie querría comprar un cuenco de oro, la gente solo quería pan.
Al príncipe Gueorgui Lvov, un hombre de cabello plateado con una enorme barba muy poblada, estaba claro que la decoración no le impresionaba lo más mínimo, como tampoco lo intimidaba la solemnidad de su cometido; todos los demás, sin embargo, sí parecían nerviosos. Esperaron en el salón, bajo la severa mirada de ancestrales retratos, arrastrando los pies sobre las espesas alfombras.
Por fin apareció el gran duque. Era un hombre de treinta y ocho años que estaba quedándose prematuramente calvo y lucía un pequeño mostacho. Para sorpresa de Grigori, se lo veía más nervioso que a la delegación. Parecía tímido y desconcertado, a pesar de que mantenía la cabeza erguida con altivez. Al final reunió suficiente valor para hablar.
—¿Qué tienen que decirme?
—Hemos venido a pedirle que no acepte la corona —contestó Lvov.
—Oh, válgame… —dijo Miguel, que no parecía saber qué hacer a continuación.
Kérenski mantuvo la presencia de ánimo. Habló con voz clara y firme.
—El pueblo de Petrogrado ha reaccionado con indignación a la decisión de Su Majestad el zar —dijo—. Un enorme contingente de soldados ya está marchando hacia el Palacio de Táurida. Se producirá un violento levantamiento, seguido de una guerra civil, a menos que anunciemos de inmediato que se ha negado usted a asumir el gobierno como zar.
—Ay, Dios mío… —dijo Miguel con debilidad.
Grigori vio que el gran duque no era un hombre muy brillante. «¿De qué me sorprendo?», pensó. Si esa gente fuera inteligente, no estarían a punto de perder el trono de Rusia.
—Alteza real, yo represento a la opinión minoritaria del gobierno provisional. A nuestro parecer, la monarquía es el único símbolo de autoridad legítima —dijo Miliukov, siempre con su monóculo.
Miguel parecía más desconcertado aún. Lo último que necesitaba era tener que decidir, comprendió Grigori; eso solo empeoraba las cosas.
—¿Les importaría que hablase un momento en privado con Rodzianko? No, no se vayan todos, nosotros nos retiraremos a una sala contigua —dijo el gran duque.
Cuando el antiguo presidente y el titubeante zar recién designado salieron, los demás se pusieron a hablar en voz baja. Nadie le dijo nada a Grigori. Era el único hombre de clase obrera de la sala y sentía que les daba un poco de miedo, sospechando (y con acierto) que los bolsillos de su uniforme de sargento estaban repletos de armas y munición.
Rodzianko reapareció.
—Me ha preguntado si podríamos garantizar su seguridad personal en caso de que se convirtiera en zar —dijo. Grigori sintió repugnancia, aunque no sorpresa, al ver que al gran duque le preocupaba más su persona que su país—. Le he dicho que no —terminó Rodzianko.
—¿Y…? —preguntó Kérenski.
—Se reunirá con nosotros dentro de un momento.
Se produjo una pausa que pareció interminable y, después, Miguel volvió a entrar. Todos guardaron silencio. Durante un largo momento, nadie dijo nada.
Al cabo, fue Miguel quien tomó la palabra:
—He decidido rechazar la corona.
Grigori sintió que se le detenía el corazón. «Ocho días —pensó—. Hace ocho días que las mujeres de Viborg marcharon por el puente Liteini. Y hoy el reinado de los Romanov ha llegado a su fin.»
Recordó las palabras de su madre el día en que muriera: «No descansaré hasta que Rusia sea una república». «Descansa ahora, madre», pensó él.
Kérenski le estrechaba la mano al gran duque mientras le decía algo grandilocuente, pero Grigori no lo estaba escuchando.
«Lo hemos conseguido —pensó—. Hemos organizado una revolución.»
«Hemos derrocado al zar.»
VII
En Berlín, Otto von Ulrich descorchó una mágnum de champán Perrier-Jouët de 1892.
Los Von Ulrich habían invitado a los Von der Helbard a comer. El padre de Monika, Konrad, era
Graf
, o conde, y su madre era, por tanto,
Gräfin
, o condesa. Gräfin Eva von der Helbard era una mujer formidable, con una melena cana recogida en un complicado peinado alto. Antes de comer, se llevó a Walter aparte y le explicó que Monika era una virtuosa violinista y que había sido la primera de su clase en todas las materias. De soslayo, Walter vio que su padre estaba hablando con Monika, y supuso que le estaba ofreciendo un informe académico sobre él.
Estaba furioso con sus padres por verlos insistir tanto en endilgarle a la muchacha, y el hecho de que se sintiera fuertemente atraído por ella no hacía más que empeorar las cosas. Era inteligente además de bella. Siempre llevaba el cabello muy bien peinado, pero él no podía evitar imaginar que le quitaba las horquillas por la noche y se lo alborotaba para liberar sus rizos. Últimamente, a veces le resultaba difícil recordar el rostro de Maud.
Otto alzó entonces su copa.
—¡Adiós al zar! —exclamó.
—Me sorprende usted, padre —dijo Walter, molesto—. ¿De verdad está celebrando el derrocamiento de una monarquía legítima a manos de una turba de obreros de fábrica y soldados amotinados?
A Otto se le congestionó el rostro. La hermana de Walter, Greta, le dio unas palmaditas a su padre en el brazo para tranquilizarlo.
—No haga caso —dijo—. Walter solo dice esas cosas para importunarlo.
—Llegué a conocer al zar Nicolás cuando estuve en nuestra embajada de Petrogrado —terció Konrad.
—¿Y qué impresión se llevó, señor? —preguntó Walter.
Monika respondió por su padre.
—Papá solía decir que, si el zar hubiese nacido con otra condición social, podría haber llegado a ser, no sin cierto esfuerzo, un cartero competente —dijo, dirigiéndole a Walter una sonrisa de complicidad.
—Esa es la tragedia de la monarquía hereditaria. —Walter se volvió hacia su padre—. Pero, sin duda, desaprobará usted la democracia de Rusia.
—¿Democracia? —repitió Otto con desdeñosa burla—. Ya veremos. Todo lo que sabemos es que el nuevo primer ministro es un aristócrata liberal.
—¿Crees que el príncipe Lvov intentará alcanzar la paz con nosotros? —le preguntó Monika a Walter.
Era la pregunta del momento.
—Eso espero —contestó él, intentando no mirarle los pechos—. Si todas nuestras tropas del frente oriental pudieran trasladarse a Francia, superaríamos a los aliados.
Ella levantó su copa y miró a Walter a los ojos por encima del borde.
—Bebamos, entonces, por ello —dijo.
En una trinchera fría y húmeda del nordeste de Francia, el pelotón de Billy bebía ginebra.
La botella la había sacado Robin Mortimer, el oficial retirado del servicio.
—Había reservado esto —dijo.
—Vaya, me dejas patitieso —dijo Billy, usando una de las expresiones de Mildred. Mortimer era un tacaño y nunca se le había visto invitar a nadie a tomar un trago.
Sirvió el licor en los platos de campaña.
—Por la maldita revolución —dijo, y todos bebieron.
Después volvieron a tender los platos para que Mortimer se los llenara otra vez.
Billy estaba de muy buen humor, ya lo había estado antes de beber la ginebra. Los rusos habían demostrado que todavía era posible derrocar a los tiranos.
Estaban cantando «La roja bandera» cuando el conde Fitzherbert rodeó la barrera de protección cojeando y chapoteando en el fango. Lo habían ascendido a coronel y se había vuelto más arrogante que nunca.
—¡Silencio, hombres! —gritó.
Los cánticos se fueron apagando.
—¡Estamos celebrando el derrocamiento del zar de Rusia! —dijo Billy.
—Era un monarca legítimo, y quienes lo han depuesto no son más que criminales. Basta de canciones —replicó Fitz, furioso.
El desprecio de Billy por el conde aumentó un poco más.
—Era un tirano que asesinó a miles de sus súbditos. Hoy, todos los hombres civilizados tienen un motivo de alegría.
Fitz lo miró más detenidamente. Ya no llevaba el parche, pero el párpado izquierdo le había quedado caído, aunque no parecía que le afectara a la visión.
—Sargento Williams… Tendría que haberlo adivinado. Te conozco… a ti y a tu familia.
«Y que lo digas», pensó Billy.
—Tu hermana es una agitadora pacifista.
—Igual que la suya, señor —contestó Billy, y Robin Mortimer rió a carcajadas, aunque calló enseguida.
—Como digas una sola palabra insolente más, quedarás arrestado —le dijo Fitz a Billy.
—Lo siento, señor —dijo Billy.
—Y ahora, calmaos. Todos. Y se acabaron las canciones. —Fitz se alejó.
—Larga vida a la revolución —dijo Billy en voz baja.
Fitz fingió no oírlo.
En Londres, la princesa Bea gritó:
—¡No!
—Intenta tranquilizarte —dijo Maud, que acababa de darle la noticia.
—¡No pueden! —gritó Bea—. ¡No pueden obligar a abdicar a nuestro amado zar! ¡Es el padre de su pueblo!
—Puede que sea lo mejor…
—¡No te creo! ¡Es una horrenda mentira!
Se abrió la puerta y Grout asomó la cabeza con aspecto preocupado.
Bea agarró un jarrón japonés que contenía un arreglo de hierbas secas y lo lanzó al otro lado de la estancia. Se hizo añicos al estrellarse contra la pared.
Maud le dio unas palmaditas en el hombro a su cuñada.
—Ya está, ya está —dijo.
No estaba muy segura de qué más podía hacer. Ella se sentía encantada con el derrocamiento del zar, pero aun así se compadecía de Bea, a quien acababan de destruirle toda una forma de vida.
Grout le hizo señas con un dedo a una criada, y la chica entró. El mayordomo le señaló el jarrón roto y la doncella empezó a recoger los añicos.
Los enseres del té estaban ya dispuestos en una mesita: tazas, platitos, teteras, jarritas de leche y nata, azucareros. Bea lo lanzó todo al suelo violentamente.
—¡Esos revolucionarios van a matar a todo el mundo!
El mayordomo se arrodilló y se puso a recoger el estropicio.
—No te exaltes —le pidió Maud.
Bea se echó a llorar.
—¡La pobre zarina! ¡Y sus hijos! ¿Qué será de ellos?
—A lo mejor deberías echarte un rato. Vamos, te acompañaré a tu dormitorio. —Cogió a Bea del codo, y la princesa dejó que se la llevara de allí.
—Es el fin de todo —dijo entre sollozos.
—No te preocupes —repuso Maud—. A lo mejor es un nuevo comienzo.
Ethel y Bernie estaban en Aberowen. Era una especie de luna de miel. A Ethel le estaba gustando mostrarle a Bernie los lugares de su infancia: la bocamina, el templo, el colegio. Incluso se lo llevó a visitar Ty Gwyn —Fitz y Bea no estaban en la casa—, aunque no le enseñó la Suite Gardenia.
Dormían en casa de la familia Griffiths, que habían vuelto a ofrecerle a Ethel la habitación de Tommy, con lo que evitaban molestar al abuelo. Estaban en la cocina de la señora Griffiths cuando su marido, Len, socialista ateo y revolucionario, irrumpió agitando un periódico en la mano.
—¡El zar ha abdicado! —exclamó.
Todos lo aclamaron y aplaudieron. Llevaban una semana oyendo hablar de los disturbios de Petrogrado, y Ethel se había preguntado en qué terminarían.
—¿Quién se ha hecho con el poder? —preguntó Bernie.
—Un gobierno provisional encabezado por el príncipe Lvov —contestó Len.
—Entonces no es tan gran triunfo para el socialismo —dijo Bernie.
—No.
—Animaos, hombre. ¡Cada cosa a su tiempo! Vayamos al Two Crowns a celebrarlo. Dejaré a Lloyd un rato con la señora Ponti —dijo Ethel.
Las mujeres se pusieron el sombrero y todos salieron hacia el pub. Al cabo de una hora, el local estaba abarrotado. Ethel se quedó de piedra al ver entrar a su madre y a su padre. La señora Griffiths también los vio.