Read La caída de los gigantes Online
Authors: Ken Follett
Su pregunta fue respondida un momento después. Yákov cayó fulminado, sangrando del pecho. Su pesado cuerpo se desplomó sobre los adoquines e hizo un ruido sordo.
Grigori se alejó de los dos cadáveres.
—Pero ¿qué…? —Se agachó hasta ir en cuclillas, para ser un blanco menos conspicuo, y enseguida miró en derredor buscando algún lugar donde resguardarse.
Oyó otro disparo, y un soldado que pasaba por allí con un pañuelo rojo atado en el gorro cayó al suelo aferrándose la barriga.
Había un francotirador y estaba apuntando a los revolucionarios.
Grigori corrió tres pasos y se lanzó tras el tranvía volcado.
Una mujer gritó, luego otra. La gente vio los cuerpos sangrantes y empezó a correr.
Grigori levantó la cabeza y barrió con la mirada los edificios que los rodeaban. El tirador tenía que ser un fusilero de la policía, pero ¿dónde estaba? Le había parecido que el chasquido del arma procedía del otro lado de la calle, a menos de una manzana de allí. Los edificios relucían bajo la luz de la tarde. Había un hotel, una joyería con las persianas de acero cerradas, un banco y una iglesia en la esquina. No veía ninguna ventana abierta, así que el francotirador tenía que estar apostado en un tejado. Ninguno de los tejados ofrecía un lugar donde estar a cubierto… salvo el de la iglesia, que era un edificio de piedra de estilo barroco con torres, pretiles y una cúpula de bulbo.
Se oyó otro disparo, y una mujer vestida con ropa de trabajadora de fábrica gritó y cayó llevándose una mano al hombro. Grigori estaba seguro de que el sonido había salido de la iglesia, pero no veía humo. Aquello debía de querer decir que la policía había equipado a sus tiradores con munición de pólvora sin humo. Sí que era una guerra.
Toda una manzana de la avenida Nevski se había quedado desierta.
Grigori apuntó su fusil hacia el pretil que discurría por todo lo alto de la pared lateral de la iglesia. Ese era el puesto de tiro que habría escogido él, desde donde se dominaba toda la calle. Observó con atención. Por el rabillo del ojo vio dos fusiles más que apuntaban en la misma dirección que el suyo, empuñados por soldados que estaban a cubierto por allí cerca.
Un soldado y una chica llegaron tambaleándose por la calle, borrachos los dos. La muchacha iba bailando una giga, con la falda del vestido levantada para enseñar las rodillas mientras su novio bailaba un vals a su alrededor, sosteniendo el fusil en el cuello como si tocara el violín. Los dos llevaban brazaletes rojos. Varias personas dirigieron gritos de advertencia a los juerguistas, pero ellos no los oyeron. Cuando, felizmente ajenos al peligro, pasaron por delante de la iglesia, resonaron dos disparos y el soldado y su chica fueron abatidos.
Tampoco esta vez vio Grigori ni una voluta de humo, pero de todas formas disparó con furia hacia el pretil, por encima del pórtico de la iglesia, y vació el cargador. Sus balas desportillaron la mampostería y levantaron nubecillas de polvo. Los otros dos fusiles restallaron, y Grigori vio que estaban disparando en la misma dirección que él, aunque no parecía que ninguno de ellos le hubiera dado a nada.
Era imposible, pensó Grigori mientras recargaba. Estaban disparando contra un blanco invisible. El tirador debía de estar tumbado en el suelo, bien apartado del borde para que ninguna parte de su arma tuviera que sobresalir entre los balaustres.
Pero había que detenerlo. Ya había matado a Varia, a Yákov, a dos soldados y a una chica inocente.
Solo había una forma de alcanzarlo, y era subir a aquel tejado.
Grigori volvió a disparar contra el pretil. Tal como esperaba, eso provocó que los otros dos soldados hicieran lo mismo. Suponiendo que el francotirador debía de haber bajado la cabeza unos segundos, Grigori se levantó, abandonó el refugio del tranvía volcado y corrió hacia el otro lado de la calle, donde se apretó contra el escaparate de una librería: una de las pocas tiendas que todavía no habían sido saqueadas.
Sin salir de la sombra de tarde que proyectaban los edificios, avanzó por la acera en dirección a la iglesia. Una callejuela la separaba del banco que tenía al lado. Esperó pacientemente varios minutos hasta que el tiroteo empezó otra vez, y entonces cruzó la callejuela a todo correr y pegó la espalda al muro este de la iglesia.
¿Lo habría visto correr el tirador? ¿Imaginaría lo que estaba tramando? No había forma de saberlo.
Sin despegarse de la pared, rodeó la iglesia hasta llegar a una puertecilla. No estaba cerrada con llave. Se coló dentro.
Era una iglesia rica, fastuosamente decorada con mármoles amarillos, verdes y rojos. En ese momento no se estaba celebrando ningún oficio, pero había unos veinte o treinta fieles de pie o sentados con la cabeza gacha, rezando en privado sus oraciones. Grigori paseó la mirada por el interior en busca de una puerta que pudiera llevar a una escalera. Se apresuró por el pasillo central, con miedo a que más personas fueran asesinadas a cada minuto que él se retrasara.
Un sacerdote joven y de espectacular apostura, con el cabello negro y la piel muy blanca, vio el fusil de Grigori y abrió la boca para pronunciar una protesta, pero él no le prestó atención y pasó de largo.
En el vestíbulo descubrió una pequeña puerta de madera encajada en la pared. La abrió y vio una escalera de caracol que subía a lo alto. Detrás de él, una voz dijo:
—Detente ahí, hijo mío. ¿Qué estás haciendo?
Se volvió y vio al joven sacerdote.
—¿Esto lleva al tejado?
—Soy el padre Mijaíl. No puedes entrar con esa arma en la casa de Dios.
—Hay un francotirador en su tejado.
—¡Es un agente de policía!
—¿Lo sabía? —Grigori miró al sacerdote con incredulidad—. ¿Se da cuenta de que está matando a personas?
El sacerdote no contestó.
Grigori subió corriendo la escalera.
Un viento frío llegaba desde arriba. Era evidente que el padre Mijaíl estaba de parte de la policía. ¿Había alguna forma de que el sacerdote pudiera advertir al tirador? Ninguna, a menos que saliera corriendo a la calle y le hiciera señas… con lo que seguramente acabaría recibiendo un disparo.
Después de una larga ascensión casi a oscuras, Grigori vio otra puerta.
Cuando sus ojos quedaron a la altura del borde inferior del batiente, de modo que apenas sería un blanco visible, abrió unos centímetros con la mano izquierda, mientras con la derecha sostenía el fusil. La radiante luz del sol entró por la abertura. Abrió del todo.
No se veía a nadie.
Entornó los ojos para evitar que lo deslumbrara el sol y examinó el área que se veía por el pequeño rectángulo del vano. Estaba en el campanario. La puerta se abría hacia el sur. La avenida Nevski quedaba al norte de la iglesia. El francotirador se encontraba al otro lado; a menos que se hubiera desplazado para tenderle una emboscada.
Con cautela, Grigori subió un escalón, luego otro, y asomó la cabeza.
No sucedió nada.
Cruzó la puerta.
Bajo sus pies, el tejado descendía suavemente hacia un canalón que corría paralelo a un pretil decorativo. Unos tablones de enrejado de madera permitían a los obreros moverse por allí sin pisar las tejas. A su espalda, la torre se elevaba hasta lo alto del campanario.
Fusil en mano, la rodeó.
Al llegar a la primera esquina se encontró mirando al oeste, a lo largo de la avenida Nevski. En la clara luz de la tarde vio los Jardines de Alejandro y el Almirantazgo, al fondo. A media distancia, la avenida estaba concurrida, pero en aquel punto seguía vacía. El francotirador debía de estar trabajando aún.
Grigori aguzó el oído, pero no había tiros.
Siguió desplazándose sigilosamente alrededor de la torre hasta que pudo mirar por la siguiente esquina. Entonces vio todo el lado norte del tejado. Estaba convencido de que encontraría al francotirador allí, echado boca abajo, disparando entre los balaustres; pero no había nadie. Más allá del pretil veía la amplia calle de abajo y a la gente acurrucada en portales y tratando de pasar inadvertidos en las esquinas, esperando a ver qué sucedía.
Un momento después, el fusil del francotirador restalló otra vez. Un grito que procedía de la avenida le dijo a Grigori que el hombre había dado en el blanco.
El disparo procedía de por encima de su cabeza.
Miró hacia arriba. El campanario estaba perforado por ventanas sin cristales y flanqueado por unas torrecillas abiertas, dispuestas diagonalmente en las esquinas. El tirador estaba escondido en algún sitio de allí arriba, disparando desde una de las numerosas aberturas que tenía a su disposición. Por suerte, Grigori no se había separado lo más mínimo de la pared, donde el hombre no tenía forma de verlo.
Volvió a entrar. En el confinado espacio del hueco de la escalera, su fusil resultaba grande y torpe. Lo dejó y desenfundó uno de sus revólveres. Por su peso, se dio cuenta de que estaba vacío. Renegó: cargar el Nagant M1895 era un proceso lento. Sacó una caja de cartuchos del bolsillo del capote de su uniforme e insertó siete, uno a uno, en la incómoda trampilla de carga del tambor. Después armó el martillo.
Dejando atrás el fusil, subió la escalera de caracol intentando no hacer ruido al pisar. Se movía a un ritmo lento y constante, no quería forzarse demasiado para que su respiración no se hiciera audible. Llevaba el arma en la mano derecha, apuntando hacia lo alto de la escalera.
Un momento después olió a humo.
El francotirador se estaba fumando un cigarrillo, pero el acre olor del tabaco ardiendo podía recorrer una larga distancia, y Grigori no podía estar seguro de a cuánto estaba el hombre.
Por delante y por encima de él veía reflejos de la luz del sol. Se arrastró hacia arriba, preparado para abrir fuego. La luz entraba por una ventana sin cristal. El francotirador no estaba allí.
Grigori siguió subiendo y volvió a ver luz. El olor del humo se hizo más intenso. ¿Eran imaginaciones suyas o sentía la presencia del tirador un poco más adelante en la curva de la escalera? Y, en tal caso, ¿lo habría percibido el hombre a él?
Oyó una brusca inspiración y se sobresaltó tanto que estuvo a punto de apretar el gatillo. Entonces se dio cuenta de que era el ruido que hacía el tirador al dar una calada. Un momento después oyó el sonido más suave, más satisfecho, de la espiración del fumador.
Titubeó. No sabía hacia dónde estaba mirando el francotirador ni hacia dónde apuntaba su arma. Quería oír un disparo del fusil otra vez, ya que eso le confirmaría que la atención del hombre estaba puesta en la calle.
Esperar podía significar otra muerte, otro Yákov u otra Varia sangrando sobre los fríos adoquines. Por otra parte, si Grigori fallaba, ¿cuántas personas más serían abatidas esa tarde?
Se obligó a tener paciencia. Era como encontrarse en el campo de batalla. No se apresuraba uno a salvar a un camarada herido, sacrificando así su vida. Solo se arriesgaba algo cuando los motivos eran aplastantes.
Oyó otra calada, seguida de una larga exhalación, y un momento después una colilla de cigarrillo aplastada cayó escalera abajo, rebotando en la pared y aterrizando a sus pies. Se oyó el ruido de alguien que cambiaba de postura en un espacio reducido. Entonces Grigori percibió unos tenues murmullos cuyas palabras sonaban sobre todo a imprecaciones:
—Cerdos… revolucionarios… judíos apestosos… fulanas infecciosas… retrasados… —El francotirador se estaba preparando para matar otra vez.
Si Grigori lograba detenerlo, salvaría al menos una vida.
Subió un escalón.
El hombre seguía mascullando:
—Ganado… eslavos… ladrones y criminales… —La voz le resultaba vagamente familiar, y Grigori se preguntó si sería alguien a quien ya conocía.
Otro escalón, y entonces vio los pies del hombre, calzados en unas botas de cuero negras, nuevas y relucientes, con la insignia de la policía. Eran unos pies pequeños: el tirador era un hombre minúsculo. Estaba apoyado en una rodilla, la posición más estable para disparar. Grigori vio entonces que se había apostado en el interior de una de las torrecillas de las esquinas, de modo que podía apuntar hacia tres direcciones diferentes.
«Un escalón más —pensó Grigori— y podré matarlo de un tiro.»
Subió otro escalón, pero los nervios le hicieron trastabillar. Tropezó, se cayó y perdió el arma. Al caer, resonó en la piedra.
El francotirador, sobresaltado, profirió una maldición en voz alta y se volvió a mirar.
Sorprendido, Grigori reconoció al compañero de Pinski, Ilia Kozlov.
Grigori quiso recuperar su revólver, pero no lo consiguió. Cayó más aún escalera abajo, con una lentitud agonizante, de escalón en escalón, hasta que se detuvo donde no podría alcanzarlo.
Kozlov hizo amago de volverse, pero no podía hacerlo muy deprisa, arrodillado como estaba.
Grigori recuperó el equilibrio y subió otro escalón.
Kozlov intentó dar media vuelta con su fusil. Era el Mosin-Nagant reglamentario, pero con una mira telescópica añadida. Medía más de un metro, aun sin la bayoneta, y el hombre no logró recolocarlo lo bastante deprisa. Moviéndose con rapidez, Grigori se acercó tanto que el cañón del fusil le golpeó en el hombro izquierdo. Kozlov apretó el gatillo en vano, y la bala rebotó en la curvada pared interior del hueco de la escalera.
Kozlov se puso en pie de un salto, con una agilidad sorprendente. Tenía la cabeza pequeña, una cara mezquina, y una parte de la mente de Grigori le dijo que se había hecho francotirador para vengarse de todos esos niños más altos, y niñas también, que siempre lo habían empujado.
Grigori asió el fusil con ambas manos, y los dos hombres lucharon por hacerse con él, cara a cara en el estrecho espacio de la pequeña torrecilla, junto a la ventana sin cristal. Grigori oyó unos gritos exaltados y se dio cuenta de que la gente de la calle debía de estar viéndolos.
Él era más grande y más fuerte, y sabía que conseguiría hacerse con el arma. Kozlov también lo comprendió y de pronto soltó el fusil. Grigori se tambaleó hacia atrás. Veloz como el rayo, el policía sacó su corta porra de madera, arremetió contra el soldado y le golpeó en la cabeza. Por un momento, Grigori vio las estrellas. También vio, como entre niebla, que Kozlov volvía a alzar la porra. Levantó el fusil y la porra se estrelló contra el cañón. Antes de que el policía pudiera atacar de nuevo, Grigori soltó el arma, agarró a Kozlov con ambas manos por la parte delantera del abrigo y lo levantó.