Read La caída de los gigantes Online
Authors: Ken Follett
Los gritos de Vladímir se convirtieron en una cantinela de lloros de descontento. Con el niño en brazos, Grigori fue a buscar a la casera, que se suponía que debía estar cuidando de él. La encontró en el lavadero, una construcción de techo bajo añadida a la parte de atrás de la casa, pasando sábanas mojadas por un rodillo escurridor. Era una mujer de unos cincuenta años que llevaba el pelo cano recogido con un pañuelo. Había sido regordeta allá por 1914, cuando Grigori se marchó para alistarse en el ejército, pero se le había quedado un cuello escuálido y tenía los carrillos descolgados. Incluso las caseras pasaban hambre últimamente.
La mujer se sobresaltó y puso cara de culpabilidad al ver a Grigori.
—¿No ha oído llorar al niño? —preguntó este.
—No puedo pasarme el día acunándolo —respondió la mujer a la defensiva, y siguió dando vueltas a la manivela del rodillo.
—A lo mejor tiene hambre.
—Ya se ha tomado su leche —se apresuró a decir la mujer.
La respuesta fue sospechosamente rápida, y Grigori imaginó que la leche debía de habérsela bebido ella. Sintió ganas de estrangularla.
En la fría atmósfera del lavadero sin estufa, advirtió que la suave piel de bebé de Vladímir irradiaba calor.
—Me parece que tiene fiebre —dijo—. ¿No se ha dado cuenta de que le ha subido la temperatura?
—¿Ahora también tengo que ser médico?
Vladímir dejó de llorar y cayó en un estado de lasitud que a Grigori le pareció aún más preocupante. Normalmente era un niño despierto y activo, curioso y algo destructivo, pero de pronto yacía inerte en sus brazos; el rostro sonrojado, la mirada fija.
Volvió a meterlo en su cama, que ocupaba un rincón de la habitación de Katerina. Cogió una jarra de la estantería de ella y salió de la casa para ir corriendo hasta la calle de al lado, donde había una tienda. Compró algo de leche, un poco de azúcar en un cucurucho de papel y una manzana.
Cuando volvió, Vladímir seguía igual.
Calentó la leche, disolvió en ella el azúcar y deshizo un mendrugo de pan duro en la mezcla; después, le fue dando al niño bocados de pan mojado. Recordaba que eso era lo que le daba su madre al pequeño Lev cuando estaba enfermo. Vladímir engullía como si estuviera hambriento y sediento.
Cuando el niño se terminó todo el pan y toda la leche, Grigori sacó la manzana. La cortó en trozos con su navaja y peló una de las tajadas. Él se comió la peladura y le ofreció el resto a Vladímir, diciendo: «Una para mí, una para ti». En el pasado, al pequeño le había divertido ese juego, pero esta vez parecía indiferente y dejó que la manzana se le cayera de la boca.
No había ningún médico cerca, y de todas formas Grigori no podía permitirse sus honorarios, pero sí tenían a una comadrona a tres calles de allí. Era Magda, la bella mujer de Konstantín, el viejo amigo de Grigori, secretario del Comité Bolchevique de Putílov. Grigori y Konstantín jugaban al ajedrez siempre que tenían oportunidad; solía ganar Grigori.
Le puso un pañal limpio a Vladímir, después lo arropó en la manta de la cama de Katerina y tan solo le dejó la nariz y los ojos al descubierto. Salieron al frío de la calle.
Konstantín y Magda vivían en un apartamento de dos habitaciones con la tía de ella, que cuidaba de sus tres niños pequeños. Grigori temía que Magda hubiera salido a traer al mundo a algún bebé, pero tuvo suerte y la encontró en casa.
Magda sabía mucho y tenía buen corazón, aunque era algo enérgica. Le palpó la frente a Vladímir y dijo:
—Tiene una infección.
—¿Es grave?
—¿Tose?
—No.
—¿Cómo hace las deposiciones?
—Líquidas.
Desnudó al pequeño.
—Supongo que los pechos de Katerina no tienen leche —dijo.
—¿Cómo lo sabes? —preguntó Grigori, sorprendido.
—Es muy habitual. Una mujer no puede alimentar a su hijo a menos que ella esté bien alimentada. Nada sale de la nada. Por eso el niño es tan delgadito.
Grigori no sabía que Vladímir fuera delgadito.
Magda le dio unos golpecitos en la tripa y le hizo llorar.
—Tiene los intestinos inflamados —dictaminó.
—¿Se pondrá bien?
—Es probable. Los niños pasan infecciones continuamente, y suelen sobrevivir.
—¿Qué podemos hacer?
—Mojadle la frente con agua tibia para bajarle la temperatura. Dadle mucho de beber, todo lo que quiera. No os preocupéis de si come o no. Que Katerina se alimente bien, para que pueda darle el pecho. Lo que necesita es leche materna.
Grigori se llevó a Vladímir a casa. Compró más leche por el camino y, al llegar, la calentó al fuego y se la fue dando con una cucharita al pequeño, que se la bebió toda. Después calentó un cazo de agua y le mojó toda la cara a Vladímir con un paño. Parecía que funcionaba: el niño perdió el rubor y la mirada fija y empezó a respirar con normalidad.
Grigori ya estaba menos angustiado cuando Katerina llegó a casa a las siete y media. Estaba cansada y tenía mucho frío. Había comprado col y unos cuantos gramos de manteca de cerdo, y Grigori los puso en una cacerola para hacer un guiso mientras ella descansaba. Le contó lo de la fiebre de Vladímir, la negligencia de la casera y la prescripción de Magda.
—¿Qué voy a hacer? —preguntó Katerina con voz de desesperación y agotamiento—. Tengo que ir a la fábrica. No hay nadie más para cuidar a Volodia.
Grigori le dio al niño el caldo del guiso y después lo puso a dormir. Cuando Grigori y Katerina hubieron comido, se tumbaron juntos en la cama.
—No me dejes dormir mucho rato —dijo Katerina—. Tengo que ir a hacer la cola del pan.
—Iré yo por ti —propuso él—. Tú descansa. —Volvería tarde a los barracones, pero seguro que se libraría del castigo: últimamente los oficiales tenían demasiado miedo de que estallara un motín, así que no armaban mucho revuelo por faltas leves.
Katerina le tomó la palabra y se quedó profundamente dormida.
Cuando oyó el reloj de la iglesia dar las dos, Grigori se puso las botas y el capote. Vladímir parecía dormir con normalidad, y él salió de casa y fue andando hasta la panadería. Se sorprendió al ver que ya había una larga cola, y se dio cuenta de que había salido un poco tarde. Había un centenar de personas en la fila, bien abrigados y dando fuertes pisotones sobre la nieve. Algunos se habían llevado sillas o taburetes. Una emprendedora joven con un brasero vendía gachas y lavaba los cuencos en la nieve cuando la gente había terminado. Una docena de personas se unieron a la cola detrás de Grigori.
Mientras esperaban, chismorreaban y rezongaban. Por delante de él, dos mujeres discutían sobre quién tenía la culpa de la escasez de pan: una decía que los alemanes de la corte; la otra, que los judíos que acaparaban la harina.
—¿Quién gobierna? —les preguntó Grigori—. Si un tranvía vuelca, se le echa la culpa al conductor, porque es quien está al mando. Los judíos no nos gobiernan. Los alemanes tampoco. Son el zar y la nobleza. —Ese era el mensaje bolchevique.
—Y ¿quién gobernaría si no tuviéramos zar? —adujo con escepticismo la más joven de las dos. Llevaba un sombrero de fieltro amarillo.
—Yo creo que deberíamos gobernarnos nosotros mismos —afirmó Grigori—. Igual que hacen en Francia y América.
—No sé —dijo la mayor—. Esto no puede seguir así.
La panadería abrió a las cinco. Un minuto después, por la cola llegó la noticia de que las existencias estaban racionadas a una hogaza por persona.
—¡Toda la noche, solo para una hogaza! —exclamó la mujer del sombrero amarillo.
Tardaron otra hora en avanzar hasta el principio de la cola. La mujer del panadero iba dejando pasar a los clientes de uno en uno. La mayor de las dos mujeres que estaban delante de Grigori entró, y entonces la panadera dijo:
—Se acabó. Ya no hay más pan.
—¡No, por favor! ¡Solo una hogaza más! —exclamó la mujer del sombrero amarillo.
La panadera tenía una expresión glacial. Seguramente aquello ya le había sucedido antes.
—Si mi marido tuviera más harina, haría más pan —dijo—. Se ha vendido todo, ¿me oye? No puedo venderle pan si ya no me queda nada.
La última clienta salió de la panadería con su hogaza de pan bajo el abrigo y se alejó corriendo.
La mujer del sombrero amarillo se echó a llorar.
La panadera cerró la puerta de golpe.
Grigori dio media vuelta y se alejó.
II
La primavera llegó a Petrogrado el jueves 8 de marzo, pero el Imperio ruso seguía aferrándose obstinadamente al calendario juliano, de manera que para ellos era el 23 de febrero. El resto de Europa llevaba ya trescientos años utilizando el calendario moderno.
El aumento de las temperaturas coincidió con el Día Internacional de la Mujer, y las trabajadoras de las fábricas textiles se declararon en huelga y marcharon desde los suburbios industriales hacia el centro de la ciudad para protestar por las colas del pan, la guerra y el zar. El racionamiento del pan había sido algo anunciado, pero parecía haber empeorado más aún la escasez.
El 1.
er
Regimiento de Artillería, igual que todas las unidades militares que había en la ciudad, estaba allí destacado para ayudar a la policía y a la caballería cosaca a mantener el orden. ¿Qué sucedería si los soldados recibían órdenes de disparar contra las manifestantes?, se preguntó Grigori. ¿Obedecerían, o volverían los fusiles contra sus oficiales? En 1905 habían obedecido las órdenes y habían disparado a los obreros. Sin embargo, desde entonces el pueblo ruso había padecido una década de tiranía, represión, guerra y hambre.
Con todo, no se produjo ningún altercado y, esa noche, Grigori y su sección regresaron a los barracones sin haber disparado un solo tiro.
El viernes, más trabajadores se declararon en huelga.
El zar estaba en el cuartel general del ejército en Mogilev, a unos seiscientos cuarenta kilómetros de allí. Al mando de la ciudad se encontraba el comandante del Distrito Militar de Petrogrado, el general Jabálov, quien decidió mantener a los manifestantes alejados del centro destacando a los soldados en los puentes. La sección de Grigori estaba apostada cerca de los barracones, protegiendo el puente Liteini, que cruzaba el río Neva hacia la avenida Liteini. Pero el agua todavía estaba congelada y el hielo era firme, así que los manifestantes frustraron el empeño del ejército marchando sencillamente sobre el río… para gran alegría de los soldados que los contemplaban, la mayoría de los cuales, igual que Grigori, simpatizaban con ellos.
Ningún partido político había organizado la huelga. Los bolcheviques, así como los demás partidos revolucionarios de izquierdas, se encontraron siguiendo a la clase trabajadora, en lugar de liderándola.
Una vez más, la sección de Grigori no tuvo que entrar en acción, pero no sucedió lo mismo en todas partes. Cuando volvió a los barracones el sábado por la noche, se enteró de que la policía había atacado a los manifestantes delante de la estación del ferrocarril, al final de la avenida Nevski. Sorprendentemente, los cosacos habían defendido a los trabajadores contra la policía. Los hombres hablaban ya de los «camaradas cosacos». Grigori se mostraba escéptico. Los cosacos nunca habían sido leales de verdad a nadie más que a sí mismos, pensó; solo les apasionaba luchar.
El domingo, Grigori se despertó a las cinco de la madrugada, mucho antes de las primeras luces del alba. Durante el desayuno corrió el rumor de que el zar había dado órdenes al general Jabálov de que pusiera fin a las huelgas y las manifestaciones valiéndose de toda la fuerza que fuese necesaria. Grigori pensó que esa era una frase muy agorera: «toda la fuerza que fuese necesaria».
Después de desayunar, los sargentos recibieron sus órdenes. Cada pelotón tenía que proteger un punto diferente de la ciudad: no solo los puentes, sino también los cruces, las estaciones de ferrocarril y las oficinas de correos. Los piquetes estarían comunicados mediante teléfonos de campo. La capital del país tenía que salvaguardarse como si fuera una ciudad enemiga capturada. Y lo peor de todo: el regimiento tenía que apostar ametralladoras en los puntos conflictivos más probables.
Cuando Grigori transmitió las órdenes a sus hombres, quedaron horrorizados.
—¿De verdad piensa el zar ordenar al ejército que ametralle a su propio pueblo? —preguntó Isaak.
—Si lo hace, ¿le obedecerán los soldados? —preguntó Grigori a su vez.
Su creciente alteración iba acompañada por un miedo equiparable. Se sentía alentado por las huelgas, ya que sabía que el pueblo ruso tenía que desafiar a sus gobernantes. De no ser así, la guerra se alargaría, la gente moriría de hambre y no habría ninguna esperanza de que Vladímir pudiera conseguir una vida mejor que la de Grigori y Katerina. Fue esta convicción lo que hizo que se uniera al Partido. Por otro lado, abrigaba la secreta esperanza de que, si los soldados sencillamente se negaban a obedecer las órdenes, la revolución podría estallar sin un gran derramamiento de sangre. No obstante, cuando su propio regimiento recibió instrucciones de apostar ametralladoras en las esquinas de las calles de Petrogrado, empezó a sentir que esa esperanza había sido una necedad.
¿Era posible siquiera que el pueblo ruso lograra escapar de la tiranía de los zares? A veces no le parecía más que una fantasía. Sin embargo, otras naciones habían vivido su revolución y habían derrocado a sus opresores. Incluso los ingleses habían matado una vez a su rey.
Petrogrado era como una olla de agua puesta al fuego, pensó Grigori: de ella salían algunos remolinos de vapor y unas cuantas burbujas de violencia, la superficie cabrilleaba a causa del intenso calor, pero el agua parecía titubear y, como decía la sabiduría popular, la olla observada no arrancaba nunca a hervir.
Enviaron a su pelotón al Palacio de Táurida, la inmensa residencia estival de Catalina II en la ciudad, reconvertida en sede del Parlamento títere de Rusia, la Duma. La mañana fue tranquila: incluso a los muertos de hambre les gustaba dormir hasta tarde los domingos. Sin embargo, el tiempo seguía soleado y al mediodía empezó a llegar gente desde los barrios de la periferia, a pie y en tranvía. Algunos se reunieron en el amplio jardín del palacio. No todos ellos eran trabajadores de las fábricas, comprobó Grigori. Había hombres y mujeres de clase media, estudiantes y unos cuantos empresarios de aspecto próspero. Algunos habían llevado también a sus hijos. ¿Se estaba formando una manifestación política, o solo habían salido a pasear por el parque? Grigori supuso que ni ellos mismos lo sabían.