Read La caída de los gigantes Online
Authors: Ken Follett
Walter iba a ir a la guerra, se vestiría un uniforme y llevaría un arma, y los soldados enemigos le lanzarían proyectiles, granadas y ráfagas de ametralladora con la intención de matarlo o de herirlo gravemente, tanto como para que le resultara imposible volver a caminar. Le costaba mucho pensar en cualquier otra cosa, y constantemente se hallaba al borde del llanto. Hasta había intercambiado palabras agrias con su amado hermano.
Llamaron a la puerta. Era Grout, el mayordomo.
—Herr Von Ulrich está aquí, milady —anunció.
Aquello era una sorpresa; no esperaba a Walter. ¿Para qué había ido a verla?
Al advertir su gesto de asombro, Grout añadió:
—Cuando le he dicho que el señor no estaba en casa, ha preguntado por usted.
—Gracias —dijo Maud, y sorteó a Grout y corrió escaleras abajo.
Grout la llamó:
—Herr Von Ulrich está en el salón. Le diré a lady Hermia que acuda a reunirse con ustedes.
Hasta Grout sabía que se suponía que Maud no debía quedarse a solas con un hombre joven, pero tía Herm no se movía con demasiada agilidad, por lo que aún tardaría varios minutos en llegar.
Maud se precipitó en el interior del salón y se arrojó en brazos de Walter.
—¿Qué vamos a hacer? —exclamó, entre sollozos—. Walter, ¿qué vamos a hacer?
La abrazó con fuerza y luego le dirigió una mirada grave. Tenía el rostro demacrado y estaba ojeroso.
—Francia no ha respondido al ultimátum alemán.
—¿No han dicho nada en absoluto? —exclamó ella.
—Nuestro embajador en París ha insistido en que exigía una respuesta. El mensaje del primer ministro Viviani fue: «Francia tendrá que velar por sus propios intereses». No van a prometer neutralidad.
—Pero puede que todavía haya tiempo…
—No. Han decidido movilizar sus tropas. Joffre ganó la discusión, como el resto de los militares en todos los países. Los telegramas fueron enviados a las cuatro de la tarde, hora de París.
—¡Tiene que haber algo que podáis hacer!
—Alemania se ha quedado sin alternativas —repuso él—. No podemos luchar contra Rusia con una Francia hostil a nuestra espalda, armada y ansiosa por recuperar los territorios de Alsacia y Lorena. Así que debemos atacar a Francia. El Plan Schlieffen ya se ha puesto en marcha. En Berlín, las multitudes cantan el
Kaiserhymne
por las calles.
—Tendrás que incorporarte a tu regimiento —dijo ella, y no pudo contener el llanto.
—Por supuesto.
Maud se enjugó las lágrimas. Su pañuelo era demasiado pequeño, un trozo ridículo de batista bordada, de modo que se limpió con la manga
—¿Cuándo? —preguntó—. ¿Cuándo tendrás que abandonar Londres?
—Todavía me quedan unos días. —Maud vio que él también estaba luchando por reprimir las lágrimas—. ¿Hay alguna posibilidad, por remota que sea, de que Gran Bretaña se mantenga al margen del conflicto? En ese caso al menos no tendría que combatir contra tu país.
—No lo sé —contestó ella—. Lo sabremos mañana. —Lo atrajo hacia sí—. Por favor, abrázame fuerte. —Apoyó la cabeza en su pecho y cerró los ojos.
V
El domingo por la tarde, Fitz se irritó sobremanera al ver una manifestación en contra de la guerra en Trafalgar Square. Keir Hardie, el parlamentario del Partido Laborista, era el encargado de leer el discurso, vestido con un traje de tweed, como si fuera un vulgar guarda de caza, pensó Fitz. Se había encaramado al pedestal de la Columna de Nelson, y estaba desgañitándose con su acento escocés, profanando la memoria del héroe que había muerto por Gran Bretaña en la batalla de Trafalgar.
Hardie decía que la guerra inminente iba a ser la mayor catástrofe que había presenciado el mundo. Representaba una circunscripción minera, Merthyr, en las proximidades de Aberowen. Era el hijo ilegítimo de una doncella, y había sido minero del carbón hasta que se había metido en política. ¿Qué sabría él de la guerra?
Fitz pasó de largo sintiéndose profundamente indignado y fue a tomar el té a casa de la duquesa. En el salón principal encontró a Maud absorta en una conversación con Walter, y Fitz pensó con una gran tristeza que aquella crisis lo estaba alejando de ambos. Quería a su hermana y se consideraba un buen amigo de Walter, pero Maud era una liberal y Walter era alemán, y en aquellos tiempos revueltos le resultaba difícil el mero hecho de hablar con ellos. Sin embargo, hizo todo lo posible por aparentar afabilidad cuando se dirigió a Maud.
—Tengo entendido que la reunión del consejo de ministros de esta mañana ha sido muy tormentosa.
Ella asintió.
—Churchill movilizó la flota anoche sin consultárselo a nadie. John Burns ha dimitido esta mañana como protesta.
—No puedo fingir que lo lamento. —Burns era un viejo radical, el más enconado detractor de la guerra de todo el gabinete ministerial—. Entonces, el resto debe de haber secundado la acción de Winston.
—De mala gana.
—Bueno, podría ser peor. —Era una desgracia, pensó Fitz, que en aquellos momentos de enorme peligro para el país, el gobierno estuviera en manos de aquella panda de indecisos de izquierdas.
—Pero rechazaron la propuesta de Grey de un compromiso para defender a Francia —dijo Maud.
—Entonces, todavía actúan como cobardes —señaló Fitz. Sabía que estaba siendo muy brusco con su hermana, pero se sentía demasiado irritado para contenerse.
—No del todo —replicó Maud sin alterarse—. Acordaron impedir el paso de la armada alemana a través del canal de la Mancha para invadir Francia.
A Fitz se le iluminó el rostro.
—Bueno, algo es algo…
—El gobierno alemán —terció Walter— ha respondido diciendo que no tenemos intención de enviar buques de guerra al canal de la Mancha.
—¿Ves lo que pasa cuando te mantienes firme? —le dijo Fitz a Maud.
—No seas tan engreído, Fitz —le recriminó ella—. Si al final vamos a la guerra será porque personas como tú no habrán puesto suficiente empeño por intentar impedirla.
—Ah, conque eso crees, ¿eh? —Estaba ofendido—. Bueno, pues deja que te diga una cosa: anoche hablé con sir Edward Grey, en el club Brooks’s. Les ha pedido tanto a los franceses como a los alemanes que respeten la neutralidad de Bélgica. Los franceses aceptaron de inmediato. —Fitz lanzó una mirada desafiante a Walter—. Los alemanes, en cambio, no han respondido.
—Es cierto. —Walter se encogió de hombros a modo de disculpa—. Mi querido Fitz, como soldado, entenderás perfectamente que no podíamos responder a esa petición, en un sentido o en otro, sin desvelar nuestros planes.
—Lo entiendo, pero teniendo en cuenta eso que dices, me gustaría saber por qué mi hermana opina que soy un belicista mientras que a ti te considera un pacifista.
Maud rehuyó la pregunta.
—Lloyd George cree que Gran Bretaña debería intervenir únicamente si el ejército alemán viola el territorio belga de forma sustancial. Podría sugerirlo en la reunión del consejo de ministros de esta noche.
Fitz sabía lo que eso significaba.
—Entonces, ¿vamos a dar permiso a los alemanes para que ataquen Francia a través del extremo sur de Bélgica? —exclamó, enfurecido.
—Supongo que eso es exactamente lo que significa.
—Lo sabía —dijo Fitz—. Traidores… Están planeando eludir sus responsabilidades. ¡Son capaces de hacer cualquier cosa con tal de evitar la guerra!
—Ojalá tengas razón —comentó Maud.
VI
Maud tenía que ir a la Cámara de los Comunes el lunes por la tarde a escuchar el discurso de sir Edward Grey ante los miembros del Parlamento. Todos estaban de acuerdo en que aquel discurso iba a suponer un punto de inflexión. Acompañada de tía Herm, Maud se alegró, por una vez en la vida, de contar con la reconfortante compañía de una dama de edad.
El destino de Maud iba a decidirse esa tarde, al igual que el de miles de hombres en edad de combatir. De las palabras de Grey y de la reacción del Parlamento dependía que las mujeres de toda Europa fuesen a convertirse en viudas, y sus hijos, en huérfanos.
Maud ya no estaba enfadada, quizá había dejado de estarlo por puro agotamiento. Ahora solo estaba asustada: la guerra o la paz, el matrimonio o la soledad, la vida o la muerte… su destino.
Era una jornada festiva, de modo que el enorme grueso de la población de empleados bancarios, funcionarios, abogados, corredores de bolsa y comerciantes de la ciudad se había tomado el día libre. Al parecer, la mayoría de ellos se había reunido en las inmediaciones de los edificios de los distintos departamentos gubernamentales de Westminster con la esperanza de ser los primeros en enterarse de las noticias. El chófer se abrió paso despacio con la limusina Cadillac con capacidad para siete pasajeros a través de las hordas de gente de Trafalgar Square, Whitehall y Parliament Square. El día estaba nublado pero hacía calor, y los hombres jóvenes que vestían a la moda lucían sombreros canotier. Maud se fijó en un letrero del
Evening Standard
donde se leía: AL BORDE DE LA CATÁSTROFE.
La multitud empezó a lanzar gritos de entusiasmo cuando el automóvil se detuvo frente al palacio de Westminster, y entonces se oyó un leve murmullo de decepción cuando del interior no surgió nada más interesante que dos damas. Los espectadores querían ver a sus héroes, hombres como Lloyd George y Keir Hardie.
Maud pensó que el palacio era el paradigma de la obsesión victoriana por la ornamentación: la piedra estaba labrada con intrincados diseños, había frisos de madera tallada por todas partes, las baldosas del suelo eran de múltiples colores, las vidrieras exhibían una gran variedad de tonalidades y las alfombras estaban estampadas.
A pesar de que era un día festivo, la cámara se había reunido y el lugar estaba abarrotado de parlamentarios y pares, la mayoría de ellos con el uniforme de rigor: chaqué negro y sombrero de copa de seda también negro. Solo los parlamentarios laboristas desafiaban la etiqueta luciendo trajes de tweed o de paseo.
El sector pacifista seguía siendo mayoritario en el gabinete, de eso Maud estaba segura. Lloyd George había conseguido lo que quería la noche anterior, y el gobierno se mantendría al margen si Alemania cometía una mera violación técnica del espacio territorial belga.
Por suerte, los italianos se habían declarado neutrales, afirmando que su tratado con Austria los obligaba a participar únicamente en una guerra defensiva, mientras que la acción de Austria contra Serbia era a todas luces agresiva. Hasta entonces, pensó Maud, Italia era el único país que había mostrado un poco de sentido común.
Fitz y Walter esperaban en el vestíbulo central, de forma octagonal. Maud los abordó de inmediato:
—No he oído qué ha ocurrido esta mañana en la reunión del gabinete, ¿y vosotros?
—Tres dimisiones más —contestó Fitz—: Morley, Simon y Beauchamp.
Los tres estaban en contra de la guerra. Maud se sintió desanimada, además de desconcertada.
—¿Y Lloyd George no?
—No.
—Qué raro… —Maud tuvo un mal presentimiento. ¿Acaso había una división en el sector que estaba a favor de la paz?—. ¿Qué estará tramando Lloyd George?
—No lo sé, pero me lo imagino —repuso Walter. Estaba muy serio—. Anoche, Alemania exigió el libre paso de nuestras tropas a través de territorio belga. —Maud dio un respingo y Walter siguió hablando—: El consejo de ministros belga estuvo reunido desde las nueve de la noche de ayer hasta las cuatro de esta madrugada, y luego rechazó la exigencia y dijo que se enfrentarían en combate.
Aquello era terrible.
—Entonces, Lloyd George se equivocaba —dijo Fitz—: el ejército alemán no va a cometer una mera violación técnica de la soberanía territorial alemana…
Walter no dijo nada, pero extendió las manos en un gesto de impotencia.
Maud temía que el rudo ultimátum alemán y el temerario desafío del gobierno belga hubiesen minado la determinación del sector pacifista del gabinete. Bélgica y Alemania recordaban demasiado a David y Goliat. Lloyd George tenía olfato para sondear a la opinión pública: ¿habría detectado que el sentir general de la población británica estaba a punto de cambiar?
—Tenemos que ocupar nuestros sitios —señaló Fitz.
Acongojada y consumida por la angustia, Maud pasó por una portezuela y subió una larga escalera hasta llegar a la galería para los espectadores, que daba a la Cámara de los Comunes. Allí se reunía el gobierno soberano del Imperio británico; en aquella sala se decidían asuntos de vida o muerte para los 444 millones de personas que vivían bajo alguna forma de mandato británico. Cada vez que acudía allí, Maud siempre se asombraba de ver lo pequeño que era, con mucho menos espacio que cualquiera de las iglesias de Londres.
El gobierno y la oposición se sentaban enfrentados en hileras escalonadas de bancos, separados por un hueco que, según la leyenda, medía la longitud de dos espadas, para que los oponentes no pudieran enfrentarse en la lucha cuerpo a cuerpo. En la mayoría de los debates, la cámara estaba casi siempre vacía, con poco más de una docena de parlamentarios arrellanados cómodamente en la tapicería de cuero verde. Sin embargo, ese día, los bancos estaban llenos hasta los topes, y los parlamentarios que no habían encontrado sitio estaban sentados en la entrada. Solo las filas delanteras estaban libres, unos sitios reservados por tradición para los ministros del gabinete, en el lado que ocupaba el gobierno, y los líderes de la oposición, en el otro.
A Maud le pareció significativo que el debate de esa jornada fuese a tener lugar en aquella cámara, y no en la Cámara de los Lores. De hecho, muchos de los pares estaban, como Fitz, allí en la galería, observando. La Cámara de los Comunes poseía la autoridad que le confería el haber sido elegida por el pueblo, a pesar de que poco más de la mitad de los hombres adultos tenía derecho al voto, y ninguna de las mujeres. Asquith había pasado buena parte de su mandato como primer ministro peleándose con los lores, en especial por el plan de Lloyd George de dar una pequeña pensión a todos los ancianos. Las peleas habían sido encarnizadas, pero al final, los comunes habían ganado todas y cada una de ellas. La razón subyacente, a juicio de Maud, era que la aristocracia inglesa temía que la Revolución francesa fuese a repetirse allí, de modo que al final siempre alcanzaban un acuerdo.
Llegaron los ocupantes de los asientos delanteros, y a Maud le sorprendió de inmediato el ambiente que se respiraba entre los liberales. El primer ministro, Asquith, estaba sonriendo por algo que había dicho el cuáquero Joseph Pease, y Lloyd George departía con sir Edward Grey.