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Authors: Ken Follett
Maud se echó a reír.
—Al jurado debía de gustarle esa mujer —dijo Fitz. Estaba molesto con Maud porque se hubiera reído; los jurados caprichosos eran una amenaza para el orden establecido de cualquier sociedad. No se podía tomar a la ligera algo tan serio como el asesinato—. Muy típico de los franceses —comentó, indignado.
—Yo admiro a madame Caillaux —dijo Maud.
Fitz lanzó un gruñido reprobatorio.
—¿Cómo puedes decir eso de una asesina?
—A mí me parece que deberían matar de un tiro más a menudo a los directores de periódicos —soltó Maud alegremente—. Tal vez así mejoraría la prensa.
VI
Walter seguía aún lleno de esperanza al día siguiente, el jueves, cuando fue a ver a Robert.
El káiser estaba dudando sobre tomar la decisión, a pesar de las presiones de hombres como Otto. El ministro de Guerra, Erich von Falkenhayn, había exigido la declaración del
Zustand drohender Kriegsgefahr
, una especie de estado de emergencia y que, a efectos prácticos, equivalía a la antesala de la guerra. Sin embargo, el káiser se había negado, convencido de que podía evitarse un conflicto general si los austríacos se detenían en Belgrado. Y cuando el zar ruso ordenó a su ejército que se movilizase, Guillermo le remitió un telegrama personal pidiéndole que reconsiderase su decisión.
Los dos monarcas eran primos, pues la madre del káiser y la suegra del zar habían sido hermanas, ambas hijas de la reina Victoria. El káiser y el zar se comunicaban en inglés, y se llamaban el uno al otro «Nicky» y «Willy», respectivamente. El zar Nicolás se había sentido conmovido con el cablegrama de su primo Willy y había revocado la orden de movilización.
Solo con que ambos lograsen mantenerse firmes en sus decisiones, tal vez la vida les depararía un brillante porvenir a Walter y a Maud y a tantos otros millones de personas que solo querían vivir en paz.
La embajada de Austria era uno de los edificios más imponentes de la prestigiosa Belgrave Square. Condujeron a Walter al despacho de Robert. Siempre compartían las noticias, no había ninguna razón para no hacerlo, pues sus dos naciones eran íntimas aliadas.
—El káiser parece decidido a hacer que su plan de «detenerse en Belgrado» funcione —dijo Walter al sentarse—. Luego, todo lo demás puede solucionarse.
Robert no compartía su optimismo.
—No va a surtir efecto —repuso.
—Pero ¿por qué no?
—No estamos dispuestos a detenernos en Belgrado.
—¡Por el amor de Dios! —exclamó Walter—. ¿Estás seguro?
—Los ministros lo discutirán mañana en Viena, pero me temo que el resultado ya lo sabemos de antemano. No podemos detenernos en Belgrado sin garantías de Rusia.
—¿Garantías? —espetó Walter con indignación—. Lo primero que tenéis que hacer es dejar de luchar y luego hablar de los problemas. ¡No podéis exigir garantías de antemano!
—Me temo que nosotros no lo vemos así —contestó Robert fríamente.
—Pero somos vuestros aliados. ¿Cómo podéis rechazar nuestro plan de paz?
—Muy fácil. Piénsalo, ¿qué podéis hacer? Si Rusia moviliza sus tropas, estaréis amenazados, así que también tendréis que movilizar las vuestras.
Walter abrió la boca para protestar, pero se dio cuenta de que Robert tenía razón; el ejército ruso, una vez movilizado, suponía una amenaza demasiado grande.
Robert siguió hablando, implacable.
—Tenéis que combatir en nuestro bando, os guste o no. —Esbozó una expresión de disculpa—. Perdona si parezco arrogante; solo constato un hecho.
—Maldita sea… —exclamó Walter. Sintió ganas de llorar. Había estado aferrándose a la esperanza hasta el último momento, pero las duras palabras de Robert lo habían destrozado—. Todo esto es completamente inútil, ¿verdad? —dijo—. Los que quieren la paz van a perder la partida.
Robert cambió el tono de voz, y de pronto parecía triste, muy triste.
—Eso lo he sabido desde el principio —afirmó—. Austria debe atacar.
Hasta ese instante, Robert había mantenido una actitud ansiosa y combativa, no triste. ¿A qué se debía ese cambio? Tanteando el terreno, Walter aventuró:
—Es posible que tengas que irte de Londres.
—Y tú también.
Walter asintió con la cabeza. Si Gran Bretaña participaba en la contienda, todo el personal de las embajadas austríaca y alemana tendría que volver a sus países sin tardanza. Bajó la voz.
—¿Hay… hay alguien a quien vayas a echar especialmente de menos?
Robert asintió y se le saltaron las lágrimas.
Walter decidió arriesgarse.
—¿Lord Remarc?
Robert se echó a reír con amargura.
—¿Tan evidente es?
—Solo para alguien que te conozca bien.
—Y Johnny y yo que nos creíamos tan discretos… —Robert meneó la cabeza con gesto desolado—. Al menos tú puedes casarte con Maud.
—Ojalá pudiese.
—¿Y por qué no?
—¿Un matrimonio entre un alemán y una inglesa, cuando los dos países se enfrentan en una guerra? Toda su familia y sus amigos la repudiarían, y a mí me ocurriría lo mismo. A mí eso me trae sin cuidado, pero no podría imponerle una vida así a ella.
—Casaos en secreto.
—¿En Londres?
—Casaos en Chelsea. Allí nadie os conocería.
—¿No hay que ser residente?
—Tienes que enseñarles un sobre con tu nombre y una dirección local. Yo vivo en Chelsea, puedo darte una carta dirigida al señor Von Ulrich. —Rebuscó en un cajón de su escritorio—. Aquí tienes, una factura de mi sastre, dirigida al señor Von Ulrich. Creen que Von es mi nombre de pila.
—Tal vez no quede tiempo.
—Puedes solicitar un permiso especial.
—Dios mío… —exclamó Walter. Estaba atónito—. Tienes razón. Claro que puedo.
—Tienes que ir al ayuntamiento.
—Sí.
—¿Quieres que te enseñe el camino?
Walter se quedó pensativo durante un buen rato y luego dijo:
—Sí, por favor.
VII
—Han ganado los generales —dijo Antón, de pie frente a la tumba de Eduardo el Confesor, en la abadía de Westminster, el viernes 31 de julio—. El zar cedió ayer por la tarde. Los rusos se están movilizando.
Era una sentencia de muerte. Walter sintió que un escalofrío le recorría la espina dorsal.
—Es el principio del fin —siguió diciendo Antón, y Walter advirtió en sus ojos el brillo de la sed de venganza—. Los rusos se creen fuertes, porque su ejército es el mayor del mundo, pero tienen un mando mediocre. Va a ser el apocalipsis.
Era la segunda vez esa semana que Walter oía esa misma palabra, pero esta vez sabía que estaba justificada. Al cabo de unas pocas semanas, el ejército ruso de seis millones de hombres —nada menos que seis millones— se trasladaría en masa a las fronteras de Alemania y Hungría. Ningún dirigente europeo podía hacer caso omiso de semejante amenaza. Los alemanes tendrían que movilizar sus tropas: el káiser ya no tenía elección.
Walter no podía hacer nada más. En Berlín, el Estado Mayor General estaba presionando a favor de la movilización alemana, y el canciller, Theobald von Bethmann Hollweg, había prometido tomar una decisión a mediodía. Aquellas noticias significaban que solo le quedaba una salida.
Walter tenía que informar a Berlín de inmediato. Se despidió bruscamente de Antón y salió de la majestuosa iglesia. Echó a andar todo lo aprisa que pudo por la callejuela llamada Storey’s Gate, apretó el paso al llegar a la orilla de St. James’s Park y subió los escalones junto a la estatua conmemorativa del duque de York en dirección a la embajada alemana.
La puerta del despacho del embajador permanecía abierta. El príncipe Lichnowsky estaba sentado a su mesa, y Otto se hallaba de pie a su lado. Gottfried von Kessel hablaba al teléfono y había varias personas más en la habitación, además de los secretarios que, ajetreados, entraban y salían sin cesar.
Walter se había quedado sin aliento tras la carrera por llegar hasta allí. Jadeando, se dirigió a su padre.
—¿Qué ocurre?
—Berlín ha recibido un telegrama de nuestra embajada en San Petersburgo que dice: «Primer día de movilización 31 de julio». Berlín está tratando de confirmar la información.
—¿Qué hace Von Kessel?
—Mantener abierta la comunicación telefónica con Berlín para que podamos estar informados de forma permanente.
Walter respiró hondo y dio un paso adelante.
—Alteza —dijo, dirigiéndose al príncipe Lichnowsky.
—¿Sí?
—Puedo confirmar la movilización rusa. Mi fuente me ha informado hace menos de una hora.
—De acuerdo. —Lichnowsky pidió el teléfono y Von Kessel se lo dio.
Walter consultó la hora; faltaban diez minutos para las once: en Berlín, escasos minutos para que se cumpliera el plazo de mediodía.
Lichnowsky habló por teléfono.
—La movilización rusa ha sido confirmada por una fuente de confianza.
Permaneció a la escucha unos minutos. La sala se sumió en un silencio sobrecogedor. Nadie se movió.
—Sí —dijo Lichnowsky al fin—. Comprendo. Muy bien.
Colgó con un chasquido que resonó como un trueno.
—El canciller ha decidido declarar… —empezó a decir, y a continuación repitió las palabras que Walter tanto había temido—: el
Zustand drohender Kriegsgefahr
. Hay que prepararse para una guerra inminente.
1-3 de agosto de 1914
I
Maud se sentía desesperada. Era sábado por la mañana, estaba sentada en la sala del desayuno de la casa de Mayfair, y todavía no había podido probar bocado. El sol de verano penetraba por los ventanales. Se suponía que la decoración debía ser relajante —alfombras persas, cuadros verde nilo, cortinas azul pastel—, pero nada lograba tranquilizarla. La guerra estaba a punto de estallar y nadie parecía capaz de detenerla, ni el káiser, ni el zar, ni sir Edward Grey.
Bea entró en la habitación, vestida con un vaporoso vestido veraniego y un chal de encaje. Grout, el mayordomo, le sirvió el café con las manos enguantadas y la princesa escogió un melocotón de una bandeja de fruta.
Maud hojeaba el periódico, pero era incapaz de leer más allá de los titulares, pues estaba demasiado nerviosa para concentrarse. Apartó a un lado el ejemplar y Grout lo recogió y lo dobló ordenadamente.
—No se preocupe, milady —dijo—. Les daremos a los alemanes una buena tunda, ya lo verá.
Ella lo fulminó con la mirada, pero no dijo nada. Era inútil discutir con los sirvientes, siempre terminaban dándoles la razón a sus amos, por deferencia.
Tía Herm se libró de él con suma delicadeza.
—Estoy segura de que tienes razón, Grout —dijo—. Trae más bollos, ¿quieres?
Fitz entró en la sala. Le preguntó a Bea cómo se encontraba y esta se encogió de hombros. Maud percibió que algo en su relación había cambiado, pero estaba demasiado absorta en sus propias preocupaciones para darle más importancia. Le preguntó a Fitz inmediatamente:
—¿Qué sucedió anoche? —Sabía que había asistido a una reunión con dirigentes conservadores en una casa de campo llamada Wargrave.
—F. E. llegó con un mensaje de Winston. —F. E. Smith, un parlamentario conservador, era amigo íntimo del liberal Winston Churchill—. Ha propuesto un gobierno de coalición liberal-conservador.
Maud se quedó perpleja. Normalmente sabía lo que se tramaba en los círculos liberales, pero el primer ministro Asquith había mantenido aquello en secreto.
—¡Eso es indignante! —dijo—. Eso hace la guerra más probable.
Con una calma exasperante, Fitz extrajo unas salchichas calientes del bufet que había en el aparador.
—El sector izquierdista del Partido Liberal viene a ser prácticamente un hatajo de pacifistas recalcitrantes. Imagino que Asquith teme que intenten atarle las manos, pero no cuenta con el apoyo suficiente en el seno de su propio partido para poder prescindir de ellos, de modo que ¿a quién puede recurrir? Solo a los conservadores. De ahí la propuesta de una coalición.
Era eso precisamente lo que Maud se temía.
—¿Qué ha dicho Bonar Law sobre la oferta? —Andrew Bonar Law era el jefe de los conservadores.
—La ha rechazado.
—Gracias a Dios.
—Y yo lo he secundado.
—¿Por qué? ¿Es que no quieres que Bonar Law ocupe un escaño en el gobierno?
—Apunto aún más alto: si Asquith quiere la guerra y Lloyd George encabeza una rebelión de la izquierda radical, los liberales podrían estar demasiado divididos para gobernar. ¿Y qué pasa entonces? Pues que nosotros, los conservadores, tenemos que asumir el poder… y que Bonar Law se convierte en primer ministro.
Furiosa, Maud dijo:
—¿Te das cuenta de que todo conspira en favor de la guerra? Asquith quiere una coalición con los conservadores porque son más agresivos; si Lloyd George encabeza una rebelión contra Asquith, los conservadores se harán con el poder igualmente. ¡Todo el mundo trata de ganar posiciones en lugar de intentar alcanzar acuerdos para mantener la paz!
—¿Y tú? —preguntó Fitz—. ¿Fuiste a Halkyn House anoche? —La casa del conde de Beauchamp era el cuartel general del sector pacifista.
A Maud se le iluminó la cara. Aún había un rayo de esperanza.
—Asquith ha convocado un consejo de ministros esta mañana. —Aquello era insólito tratándose de un sábado—. Morley y Burns quieren una declaración de que Gran Bretaña no se enfrentará a Alemania bajo ninguna circunstancia.
Fitz negó con la cabeza.
—No pueden hacer esa clase de exigencias así, de antemano. Grey tendría que dimitir.
—Grey siempre está amenazando con dimitir, pero nunca lo hace.
—Aun así, ahora mismo no pueden arriesgarse a que haya una escisión en el gabinete ministerial, sobre todo con mi grupo esperando entre bastidores, ansiosos por hacerse con el poder.
Maud sabía que Fitz tenía razón. Le entraron ganas de gritar de frustración.
Bea soltó el cuchillo y emitió un extraño ruido.
—¿Estás bien, querida? —dijo Fitz.
La princesa se levantó, llevándose la mano al vientre. Tenía la cara muy pálida.
—Perdón —dijo, y salió precipitadamente de la habitación.
Maud se levantó, preocupada.
—Será mejor que la acompañe.
—Iré yo —dijo Fitz, sorprendiendo a su hermana—. Tú termina el desayuno.
La curiosidad de Maud no le permitía dejar las cosas así, de modo que cuando Fitz ya estaba en la puerta, le preguntó: