La caída de los gigantes (20 page)

BOOK: La caída de los gigantes
5.92Mb size Format: txt, pdf, ePub

Grigori asintió.

—No lo olvidaré, señor —le contestó.

—Que tengas una larga vida —siguió diciendo el anciano—. Lo bastante larga para vengarte del zar, que tiene las manos manchadas de sangre por todos los crímenes que ha cometido hoy.

VIII

—La llevé en brazos durante un kilómetro y medio, pero luego me cansé, así que me subí a un tranvía, con ella aún en brazos —le explicó Grigori a Katerina.

La joven lo miró fijamente. Su rostro tan hermoso, lleno de magulladuras, estaba ahora pálido de espanto.

—¿Llevaste a tu madre muerta a casa en tranvía?

Él se encogió de hombros.

—En esos momentos no pensé que estuviera haciendo nada extraordinario. O mejor dicho, todo lo que había pasado ese día era tan extraño, que ya nada me sorprendía.

—¿Y la gente que iba en el tranvía?

—El conductor no dijo nada. Supongo que estaba demasiado conmocionado para echarme y, por supuesto, no me pidió que le pagara el billete… que no habría podido pagar, claro.

—¿Y te sentaste, sin más?

—Me senté allí, con el cadáver en brazos y Lev a mi lado, llorando. Los pasajeros se limitaron a mirarnos. Me daba igual lo que pensasen, lo único que me preocupaba era qué hacer a continuación, que era llevarla a casa.

—Así que te convertiste en el cabeza de familia, a los dieciséis años.

Grigori asintió. Aunque los recuerdos eran dolorosos, el hecho de que Katerina le estuviese dedicando toda su atención le producía un placer indescriptible. Tenía la mirada clavada en él, y lo escuchaba boquiabierta, con una expresión en aquel rostro adorable, mezcla de fascinación y horror.

—Lo que más recuerdo de aquella época es que nadie nos ayudó —dijo, y volvió a experimentar el sentimiento terrible de estar completamente solo en un mundo hostil. El recuerdo siempre conseguía que una intensa oleada de rabia inundara toda su alma.

«Eso ya pasó —se dijo—, ahora tengo una casa y un trabajo, y mi hermano se ha convertido en un hombre fuerte y noble. Los malos tiempos ya han quedado atrás.» Pero pese a todo, le daban ganas de coger a alguien del cuello, ya fuese un soldado, un policía, un ministro del gobierno o el mismísimo zar, y retorcérselo hasta que no quedase una gota de vida en su cuerpo. Cerró los ojos, estremeciéndose, hasta que se le pasó.

—En cuanto acabó el funeral, el casero nos echó, diciendo que no podríamos pagarle, y se quedó con nuestros muebles como compensación por los alquileres atrasados, a pesar de que nuestra madre jamás se retrasaba en los pagos. Fui a la iglesia y le conté al cura que no teníamos ningún lugar donde dormir.

Katerina se rió con una carcajada cruel.

—Creo que adivino lo que pasó allí.

Grigori estaba sorprendido.

—¿Ah, sí?

—El cura os ofreció una cama: la suya. Eso fue lo que me pasó a mí.

—Algo así —dijo Grigori—. Me dio unos cópecs y me envió a comprar patatas. La tienda no estaba donde él me había dicho, pero en lugar de ponerme a buscarla, regresé a la iglesia porque aquel hombre me daba mala espina. Efectivamente, cuando entré en la sacristía, estaba bajándole los pantalones a Lev.

Katerina asintió con la cabeza.

—Los curas llevan haciéndome eso mismo a mí desde que tenía doce años.

Grigori se quedó de una pieza. Había dado por sentado que solo aquel cura en concreto era una mala persona, pero era evidente que Katerina estaba convencida de que, entre el clero, la depravación era la norma.

—¿Es que son todos así? —exclamó él, indignado.

—Según mi experiencia, prácticamente todos.

Negó con la cabeza, asqueado.

—¿Y sabes lo que más me indignó? Que cuando lo sorprendí, ¡ni siquiera dio muestras de estar avergonzado! Solo parecía molesto, como si lo hubiese interrumpido mientras meditaba sobre la Biblia.

—¿Y qué hiciste?

—Le dije a Lev que se subiera los pantalones y nos fuimos. El cura me instó a que le devolviera los cópecs, pero yo le contesté que era una limosna para los pobres. Pagué con ellos una cama en una casa de huéspedes esa noche.

—¿Y luego?

—Al final encontré un trabajo que no estaba mal, mintiendo sobre mi verdadera edad, busqué una habitación y aprendí, día tras día, a ser independiente.

—Y ahora, ¿eres feliz?

—Desde luego que no. Mi madre quería para nosotros una vida mejor, y voy a asegurarme de que así sea. Nos vamos a ir de Rusia. Ya casi tengo ahorrado el dinero suficiente: me voy a América, y cuando llegue, le enviaré a Lev el dinero para un pasaje. En América no hay zares, ni emperadores ni reyes de ninguna clase. El ejército no puede disparar así como así a la gente. ¡Es el pueblo el que gobierna el país!

La muchacha se mostró escéptica.

—¿Y tú de verdad te crees eso?

—¡Es que es verdad!

Se oyeron unos golpes en la ventana y Katerina se sobresaltó —estaban en la primera planta—, pero Grigori sabía que era Lev. Por la noche, cuando ya era tarde y la puerta principal de la casa estaba cerrada con llave, Lev tenía que cruzar la línea del ferrocarril hacia el patio trasero, encaramarse al tejado del lavadero y entrar a través de la ventana.

Grigori le abrió la ventana a su hermano y este entró. Iba vestido muy elegantemente, con una chaqueta de botones de nácar y una gorra con una cinta de terciopelo. En el chaleco llevaba un reloj de bolsillo con una cadena de bronce, y lucía un moderno corte de pelo al estilo «polaco», con la raya al lado en lugar de en el centro como la llevaban los campesinos. Katerina parecía sorprendida, y Grigori dedujo que no esperaba que su hermano fuese tan atractivo.

Normalmente, Grigori siempre se alegraba al ver a Lev, y sentía un gran alivio al comprobar que estaba sobrio y había vuelto a casa de una sola pieza. Sin embargo, en ese momento deseaba haber podido disfrutar de más tiempo a solas con Katerina.

Los presentó y los ojos de Lev emitieron un brillo especial cuando le estrechó la mano. Ella se secó las lágrimas de las mejillas.

—Grigori me ha estado contando cómo murió vuestra madre —le explicó.

—Mi hemano ha sido un padre y una madre para mí durante los últimos nueve años —dijo Lev. Ladeó la cabeza y olisqueó el aire—. Y prepara un estofado estupendo.

Grigori sacó tazones y cucharas y puso una barra de pan negro encima de la mesa. Katerina le contó a Lev la pelea con el policía Pinski. En su versión de la historia, Grigori parecía más valiente de lo que él se sentía en realidad, pero se alegraba de parecer un héroe ante los ojos de la chica.

Lev miraba embelesado a Katerina. Con el cuerpo inclinado hacia delante, la escuchaba como si nunca en toda su vida hubiese escuchado una historia más fascinante, sonriendo y asintiendo, esbozando una expresión de asombro u otra de repudio en función de lo que ella estuviese diciendo.

Grigori sirvió el estofado en los tazones y acercó la caja de embalaje a la mesa para que hiciera las veces de silla. La comida estaba muy sabrosa: había añadido una cebolla a la cazuela, y el hueso de jamón daba un intenso regusto a carne a los nabos. Durante la cena, se fue creando un clima cada vez más distendido mientras Lev hablaba de pequeñas cuestiones sin importancia, de incidentes triviales en la fábrica y de cosas graciosas que decía la gente. Katerina no paraba de reír.

Cuando acabaron, Lev le preguntó a Katerina por qué se había ido a vivir a la ciudad.

—Mi padre murió y mi madre volvió a casarse —les explicó—. Por desgracia, parece ser que empecé a gustarle a mi padrastro más que mi madre. —Hizo un movimiento brusco con la cabeza, y Grigori no pudo discernir si era un gesto de vergüenza o desafiante—. El caso es que eso es lo que creía mi madre, y me echó de casa.

—La mitad de la población de San Petersburgo procede del campo —observó Gregori—. Pronto no quedará nadie para cultivar la tierra.

—¿Cómo fue tu viaje hasta aquí? —preguntó Lev.

Lo que siguió fue la consabida historia de la muchacha que tiene que viajar con un billete de tren en tercera clase y suplicar que la lleven en distintos trayectos en carro, pero Grigori estaba embelesado con su rostro mientras ella hablaba.

Una vez más, Lev la escuchaba extasiado, haciendo comentarios divertidos y formulando alguna pregunta de vez en cuando. Grigori no tardó en darse cuenta de que Katerina se había vuelto hacia un lado en su asiento y ahora se dirigía exclusivamente a Lev.

«Casi como si yo ni siquiera estuviera aquí», pensó Grigori.

4

Marzo de 1914

I

—Bueno —le dijo Billy a su padre—. Todos los libros de la Biblia fueron escritos originalmente en varios idiomas y luego se tradujeron al inglés.

—Así es —dijo el padre—. Y la Iglesia católica romana intentó prohibir las traducciones, no quería que la gente como nosotros leyera la Biblia por su cuenta y que discutiera con los curas.

Su padre no era muy cristiano cuando hablaba de los católicos. Parecía odiar más el catolicismo que el ateísmo. Pero le encantaban las buenas discusiones.

—Y, entonces, ¿dónde están los originales? —preguntó Billy.

—¿Qué originales?

—Los libros originales de la Biblia, escritos en hebreo y griego. ¿Dónde los guardan?

Estaban sentados, uno frente al otro, a la mesa cuadrada de la cocina de la casa de Wellington Row. Era media tarde. Billy había vuelto a casa de la mina y se había lavado las manos y la cara, pero aún llevaba puesta la ropa de trabajo. El padre había colgado la americana, estaba sentado en mangas de camisa, con el chaleco y la corbata ya que pensaba salir de nuevo después de cenar, para acudir a una reunión del sindicato. La madre calentaba el estofado al fuego. El abuelo estaba sentado con ellos, escuchando la discusión con una leve sonrisa, como si ya hubiera oído todo aquello antes.

—Los originales de verdad ya no existen —dijo el padre—. Con el paso de los siglos se estropearon y desgastaron. Tenemos copias.

—¿Y dónde están las copias?

—En distintos lugares, en monasterios, en museos…

—Deberían tenerlos en un mismo sitio.

—Pero hay más de una copia de cada libro, y algunas son mejores que otras.

—¿Cómo va a ser una copia mejor que otra? No pueden ser diferentes.

—Sí. Con los años, se deslizaron errores humanos.

Billy se quedó sorprendido.

—Entonces, ¿cómo sabemos cuál está bien?

—Gracias a unos estudios llamados crítica textual, que comparan las diferentes versiones y proponen un texto consensuado.

Billy estaba anonadado.

—¿Me estás diciendo que no existe un libro incuestionable que pueda ser considerado la verdadera palabra de Dios? ¿Que los hombres discuten sobre él y lo juzgan?

—Sí.

—¿Cómo sabemos que están en lo cierto?

El padre sonrió de forma cómplice, una clara señal de que estaba en un aprieto.

—Creemos que si trabajan con devota humildad, Dios guiará su trabajo.

—Pero ¿y si no lo hacen así?

La madre puso cuatro platos soperos en la mesa.

—No discutas con tu padre —le reconvino, y cortó cuatro rebanadas gruesas de pan.

—No te metas, Cara. Deja que el chico pregunte lo que quiera —terció el abuelo.

—Hay ciertas cosas que escapan a nuestra comprensión —repuso el padre.

Esa respuesta fue la menos convincente de todas y Billy la pasó por alto.

—Si los copistas pudieron cometer errores, entonces los eruditos también.

—Debemos tener fe, Billy.

—Fe en la palabra de Dios, sí; ¡no fe en un puñado de catedráticos de griego!

La madre se sentó a la mesa y se apartó su pelo canoso de los ojos.

—Entonces tú tienes razón, y los demás se equivocan, como siempre, imagino.

Aquella estratagema tan habitual siempre le hería, porque parecía justificada. No era posible que fuera más inteligente que los demás.

—No soy yo —se quejó—. ¡Es la lógica!

—Oh, tú y tu lógica —dijo su madre—. Cómete la cena.

Se abrió la puerta y entró la señora de Dai Ponis. Era lo habitual en Wellington Row: solo los desconocidos llamaban a la puerta. Llevaba un delantal y botas de hombre: fuera cual fuese el motivo que la llevaba hasta allí, era tan urgente que no había tenido tiempo de ponerse un sombrero antes de salir de casa. Visiblemente alterada, agitaba una hoja de papel.

—¡Van a desahuciarme! —exclamó—. ¿Qué voy a hacer?

El padre de Billy se puso en pie y le cedió su silla.

—Siéntate y recupera el aliento —le dijo a la mujer, con calma—. Déjame echarle un vistazo a la carta. —Tomó la carta de la mano roja y nudosa de la viuda y la dejó sobre la mesa.

Billy vio que llevaba el membrete de Celtic Minerals.

—Estimada señora Evans —leyó el padre en voz alta—: La casa sita en la dirección antedicha es requerida para el uso de un minero en activo. —Celtic Minerals había construido la mayoría de las casas de Aberowen. Con los años, había vendido algunas a sus inquilinos, incluida la de la familia Williams; pero la mayor parte aún se alquilaba a los mineros—. De acuerdo con las condiciones de su contrato de arrendamiento, por —el padre hizo una pausa y Billy vio cómo se escandalizó—… ¡por la presente le comunico que dispone de dos semanas para abandonar la casa! —acabó.

—Aviso de desahucio… —dijo la madre—. ¡Y no hace ni seis semanas que enterró a su marido!

La señora de Dai Ponis gritó:

—¿A dónde voy a ir con cinco hijos?

Billy también se quedó horrorizado. ¿Cómo podía hacerle eso la compañía a una mujer cuyo marido había muerto en su mina?

—Está firmado por «Perceval Jones, director de la junta directiva» —dijo el padre.

—¿Qué arrendamiento? —preguntó Billy—. No sabía que los mineros tenían contratos de arrendamiento.

—No hay contrato escrito —contestó su padre—, pero la ley dice que existe un contrato implícito. Es una batalla que ya hemos librado y perdido. —Se volvió hacia la viuda—. En teoría, la casa es un beneficio del trabajo, pero, por lo general, a las viudas les permiten quedarse en ellas. A veces deciden dejarlas e irse a vivir a otro lado, quizá con sus padres. A menudo se casan de nuevo, con otro minero, que se hace cargo del contrato de arrendamiento. En realidad, a la compañía no le interesa echar a las viudas.

—Entonces, ¿por qué quieren deshacerse de mis hijos y de mí? —se lamentó la señora de Dai Ponis.

—Perceval Jones tiene prisa —intervino el abuelo—. Debe de creer que el precio del carbón va a subir. Por eso ha creado el turno del domingo.

Other books

Jayne Fresina by Once a Rogue
Pictures of Hollis Woods by Patricia Reilly Giff
The Sea Watch by Adrian Tchaikovsky
Turbulence by Elaina John
in0 by Unknown
Remember Our Song by Emma South
What Stays in Vegas by Adam Tanner