Read La caída de los gigantes Online
Authors: Ken Follett
A regañadientes, Otto contestó:
—De momento, no.
—De hecho, nuestro propio alto mando lo ha reconocido. Desde agosto, cuando Von Falkenhayn fue destituido y Ludendorff fue nombrado jefe del Estado Mayor, cambiamos de táctica, del ataque a la defensa en profundidad. ¿Cómo cree que la defensa en profundidad nos llevará a la victoria absoluta?
—¡Guerra submarina sin restricciones! —contestó Otto—. Los aliados se mantienen gracias a los suministros procedentes de Estados Unidos, mientras que nuestros puertos están bloqueados por la Royal Navy. Tenemos que cortar ese cordón umbilical; entonces se rendirán.
Walter no había querido llegar a eso, pero ya que había comenzado tenía que seguir. Apretando las mandíbulas y, con la voz templada, dijo:
—Eso sin duda arrastraría a Estados Unidos a la guerra.
—¿Sabes cuántos hombres componen el ejército de Estados Unidos? —replicó su padre.
—Solo unos cien mil, pero…
—Correcto. ¡Ni siquiera son capaces de pacificar México! No suponen una amenaza para nosotros.
Otto nunca había ido a Estados Unidos. Pocos hombres de su generación lo habían hecho. Sencillamente, no sabían de lo que hablaban.
—Estados Unidos es un país grande y rico —dijo Walter, que, pese a bullir de frustración, mantenía un tono coloquial para tratar de seguir fingiendo una discusión amistosa—. Puede aumentar sus tropas.
—Pero no de inmediato. Tardará al menos un año en hacerlo. Para entonces, los británicos y los franceses se habrán rendido.
Walter asintió.
—Ya hemos tenido esta discusión, padre —dijo con voz conciliadora—. Al igual que todos los expertos en estrategia militar. Ambos bandos tienen sus argumentos.
Difícilmente podía Otto negar eso, de modo que se limitó a emitir un gruñido reprobatorio.
—En cualquier caso, no está en mis manos decidir la respuesta de Alemania al acercamiento informal de Washington —afirmó Walter.
Otto captó la indirecta.
—Ni en las mías, por descontado.
—Wilson dice que si Alemania escribe formalmente a los aliados proponiendo conversaciones de paz, respaldará públicamente la propuesta. Supongo que es nuestro deber transmitir este mensaje a nuestro soberano.
—Por supuesto —convino Otto—. El káiser deberá decidir.
IV
Walter escribió una carta a Maud en una hoja de papel blanco sin membrete.
Amada mía:
Es invierno en Alemania y en mi corazón.
Escribió en inglés. No puso su dirección en el encabezamiento, ni se dirigió a ella por su nombre.
No encuentro las palabras para decirte lo mucho que te amo y te echo de menos.
Resultaba difícil saber qué decir. La carta podría ser leída por algún policía entrometido, y Walter tenía que asegurarse de que nadie pudiera identificar a ninguno de los dos.
Soy uno más del millón de hombres que vivimos separados de la mujer a la que amamos, y el viento del norte azota nuestras almas.
Su intención era redactar la carta que escribiría cualquier soldado alejado de su familia por la guerra.
Este es un mundo frío e inhóspito para mí, como debe de serlo también para ti, pero lo más difícil de soportar es nuestra separación.
Deseó poder hablarle de su trabajo en los servicios secretos del frente, del intento de su madre de casarlo con Monika, de la escasez de comida en Berlín, incluso del libro que estaba leyendo, una saga familiar titulada
Los Buddenbrook
. Pero temía que cualquier detalle pudiera ponerlos en peligro.
No puedo contarte mucho, pero quiero que sepas que te soy fiel…
Se interrumpió, recordando con cierta culpa el impulso que había sentido de besar a Monika. Pero no había sucumbido a él.
… y a las sagradas promesas que nos hicimos la última vez que estuvimos juntos.
Era la referencia más clara que podía hacer a su matrimonio. No quería arriesgarse a que alguien del entorno de Maud leyera la carta y descubriera la verdad.
Pienso a diario en el momento en que volvamos a encontrarnos, a mirarnos a los ojos y a decirnos: «Hola, mi amor».
Hasta entonces, recuérdame.
No firmó.
Introdujo la carta en un sobre que se guardó en el bolsillo delantero de la chaqueta.
No había servicio postal entre Alemania e Inglaterra.
Salió de su dormitorio, se caló un sombrero y un abrigo grueso con cuello de pieles, y se internó en las gélidas calles de Berlín.
Se encontró con Gus Dewar en el bar del Adlon. El hotel conservaba un atisbo de su antigua solemnidad, con camareros vestidos de etiqueta y un cuarteto de cuerda, pero no había bebidas de importación —ni whisky escocés, ni coñac, ni ginebra inglesa—, por lo que pidieron aguardiente.
—¿Y bien? —preguntó Gus ansioso—. ¿Cómo ha sido recibido el mensaje?
Walter estaba muy esperanzado, pero sabía que los cimientos del optimismo eran frágiles, y prefirió minimizar su emoción. La noticia que tenía para Gus era positiva, aunque tampoco en exceso.
—El káiser va a escribir al presidente —dijo.
—¡Bien! ¿Qué va a decirle?
—He visto un borrador. Me temo que el tono no es muy conciliador.
—¿Qué quieres decir?
Walter cerró los ojos, recordando, y después citó:
—«La guerra más formidable de la historia lleva ardiendo dos años y medio. En ese conflicto, Alemania y sus aliados han dado prueba de su fuerza indestructible. Nuestras líneas inquebrantables resisten ataques incesantes. Los acontecimientos recientes demuestran que la guerra no puede doblegar nuestra capacidad de resistencia…» Y hay mucho más en esa línea.
—Ya veo por qué dices que no es muy conciliador.
—Al final aborda la cuestión. —Walter recordó cómo continuaba—: «Conscientes de nuestra fuerza militar y económica y dispuestos a seguir hasta el final, si nos vemos obligados a ello, en esta lucha que nos ha sido impuesta, pero animados al mismo tiempo por el deseo de detener el derramamiento de sangre y poner fin a los horrores de la guerra…». Y aquí viene la parte importante: «proponemos, incluso ahora, entrar en negociaciones de paz».
Gus estaba pletórico.
—¡Es fantástico! ¡Dice que sí!
—¡Discreción, por favor! —Walter miró a su alrededor, nervioso, pero no parecía que nadie los hubiera oído. La música del cuarteto de cuerda amortiguaba sus voces.
—Lo siento —dijo Gus.
—Aunque tienes razón. —Walter sonrió, dejando entrever su optimismo—. El tono es arrogante, combativo y desdeñoso… pero propone conversaciones de paz.
—No sabes lo agradecido que te estoy.
Walter alzó una mano a modo de advertencia.
—Deja que te diga algo con total franqueza: los hombres poderosos próximos al káiser que están contra la paz han respaldado cínicamente esta propuesta, solo para quedar bien a los ojos de tu presidente, con la certeza de que los aliados acabarán rechazándola.
—¡Confiemos en que se equivoquen!
—Así sea.
—¿Cuándo enviarán la carta?
—Siguen discutiendo sobre los términos que emplearán. Cuando convengan en eso, la carta será entregada al embajador de Estados Unidos en Berlín, con la petición de que se la haga llegar a los gobiernos aliados. —Este juego diplomático de intermediarios era necesario porque los gobiernos enemigos no disponían de canales de comunicación oficiales.
—Será mejor que vaya a Londres —dijo Gus—. Quizá pueda ayudarlos a prepararse para la recepción de la carta.
—Confiaba en que dijeras eso. Tengo que pedirte algo.
—¿Después de lo que has hecho por mí? ¡Lo que sea!
—Es estrictamente personal.
—Ningún problema.
—Me obliga a compartir un secreto contigo.
Gus sonrió.
—¡Qué intrigante!
—Me gustaría que le llevaras una carta a lady Maud Fitzherbert.
—Ah. —Gus se quedó pensativo. Sabía que solo podía haber un motivo por el que Walter escribiera en secreto a Maud—. Ya veo que requiere discreción. Pero acepto.
—Si te registran el equipaje cuando salgas de Alemania o entres en Inglaterra, tendrás que decir que es una carta de amor que un norteamericano destacado en Alemania le envía a su prometida, que se encuentra en Londres. En la carta no hay nombres ni direcciones.
—De acuerdo.
—Gracias —dijo Walter fervientemente—. No sabes cuánto significa para mí.
V
El sábado 2 de diciembre se organizó una cacería en Ty Gwyn. El conde Fitzherbert y la princesa Bea se habían demorado en Londres, por lo que Bing Westhampton, amigo de Fitz, y Maud hicieron las veces de anfitriones.
Antes de la guerra, Maud adoraba las cacerías. Las mujeres no participaban en ellas, por descontado, pero a ella le gustaba tener la casa llena de invitados, el picnic en el que las mujeres se reunían con los hombres, y la chimenea encendida y la comida abundante de las que disfrutaban en casa por la noche. Pero ese día se sentía incapaz de deleitarse con tales placeres cuando los soldados estaban sufriendo en las trincheras. Se dijo que una persona no puede pasarse toda la vida sintiéndose desgraciada, ni siquiera en tiempos de guerra, pero no surtió efecto. Fingió la sonrisa más radiante de que fue capaz, y animó a todos los presentes a comer y a beber, pero cuando oyó los disparos solo pudo pensar en los campos de batalla. Dejó intacto su espléndido plato, y el servicio retiró copas llenas de los inestimables vinos añejos de Fitz sin que siquiera se hubieran catado.
Detestaba estar ociosa esos días, porque lo único que hacía era pensar en Walter. ¿Estaría vivo o muerto? La batalla del Somme había concluido, al fin. Fitz dijo que los alemanes habían perdido a medio millón de hombres. ¿Se encontraría Walter entre ellos? ¿O yacería en algún hospital, lisiado?
Tal vez estuviera celebrando la victoria. Los periódicos apenas conseguían ocultar el hecho de que la mayor campaña de 1916 por parte del ejército británico tan solo había servido para ganar once miserable kilómetros de territorio. Los alemanes estaban legitimados para congratularse. Incluso Fitz decía, con discreción y en privado, que lo mejor a lo que podía aspirar Gran Bretaña en esos momentos era a que Estados Unidos entrara en la guerra. ¿Estaría Walter recreándose en algún burdel de Berlín, con una botella de aguardiente en una mano y alguna fräulein guapa y rubia en la otra? Prefería que estuviera herido, pensó, y al instante se sintió avergonzada de sí misma.
Gus Dewar era uno de los invitados en Ty Gwyn, y a la hora del té buscó a Maud. Todos los hombres llevaban bombachos de tweed abotonados justo por debajo de la rodilla, y el espigado norteamericano parecía algo desubicado entre ellos. Sostenía una taza de té en una mano como buenamente podía, mientras cruzaba la atestada sala de estar hacia donde ella se encontraba.
Maud contuvo un suspiro. Cuando un hombre solo se le acercaba, por lo general lo hacía con la intención de cortejarla, y ella tenía que rechazarlo sin admitir que estaba casada, lo cual en ocasiones resultaba difícil. En esos tiempos, eran tantos los solteros de clase alta que habían muerto en la guerra que hasta los hombres menos atractivos probaban suerte con ella: hijos de magnates arruinados, más jóvenes que ella; clérigos enclenques con mal aliento, incluso homosexuales en busca de una esposa que les diera una pátina de respetabilidad.
Gus, no obstante, tampoco era mal partido. No era atractivo ni poseía la elegancia natural de hombres como Walter y Fitz, pero era perspicaz, albergaba ideales elevados y compartía el interés apasionado de Maud por los asuntos del mundo. Pese a ello, su ligera torpeza, física y social, combinada con una franqueza algo tosca, le confería cierto encanto. De haber estado soltera Maud, habría podido incluso tener una oportunidad.
Gus se sentó a su lado en un sofá tapizado con seda amarilla.
—Es un placer volver a estar en Ty Gwyn —dijo.
—Estuvo aquí poco antes de la guerra —recordó Maud.
Nunca olvidaría aquel fin de semana de enero de 1914, cuando el rey se había alojado allí y se había producido la tragedia en la mina de Aberowen. Lo que recordaba con mayor claridad —le avergonzaba admitir— era su beso con Walter. Deseó poder volver a besarlo en ese momento. ¡Qué tontos habían sido de no ir más allá! Se arrepentía de no haber hecho el amor con él entonces, y de no haberse quedado embarazada, porque ello los habría obligado a casarse con indecorosa precipitación y a exiliarse para vivir en perpetua deshonra en algún lugar temible como Rodesia o Bengala. Todas las consideraciones que los habían cohibido —los padres, la sociedad, la trayectoria profesional— parecían banales en comparación con la terrible posibilidad de que Walter muriera y ella no pudiera volver a verlo.
—¿Cómo pueden ser los hombres tan estúpidos para ir a la guerra —le preguntó a Gus—, y para seguir luchando cuando el coste en vidas humanas hace ya mucho tiempo que empequeñeció cualquier posible ganancia?
—El presidente Wilson cree que ambos bandos deberían considerar la paz sin victoria.
Ella se sintió aliviada de que él no quisiera decirle que tenía los ojos muy bonitos o alguna sandez semejante.
—Estoy de acuerdo con el presidente —dijo Maud—. El ejército británico ya ha perdido a un millón de hombres. Solo en el Somme ha habido cuatrocientas mil bajas.
—Pero ¿qué opina el pueblo británico?
Maud meditó la respuesta.
—La mayoría de los periódicos siguen fingiendo que el Somme ha sido una gran victoria. Cualquier tentativa de hacer una valoración realista se tacha de antipatriótica. Estoy segura de que lord Northcliffe preferiría vivir en una dictadura militar. Pero la mayor parte de nuestro pueblo es consciente de que no estamos progresando mucho.
—Los alemanes podrían estar a punto de proponer conversaciones de paz.
—Oh, espero que esté en lo cierto.
—Creo que pronto podría alcanzarse una propuesta formal.
Maud lo miró fijamente.
—Discúlpeme —dijo—. Creía que solo estaba charlando conmigo por cortesía. Pero veo que no es así. —Se sentía emocionada. ¿Conversaciones de paz? ¿Cómo podría conseguirse eso?
—No, no hablo por hablar —le confirmó Gus—. Sé que tiene amigos en el gobierno liberal.
—En realidad, ya no es un gobierno liberal —repuso ella—. Es una coalición, con varios ministros conservadores en el gabinete.
—Discúlpeme, no me he expresado bien. Tenía conocimiento de la coalición. De todos modos, Asquith sigue siendo primer ministro, y es liberal, y sé que usted tiene relación con muchos líderes liberales.