Read La caída de los gigantes Online
Authors: Ken Follett
—No, aunque todo el mundo cree que debería serlo. Es un hombre inteligente que comparte sus ideales, y se desvive por su hijo. No sé por qué Ethel no se casó con él hace mucho tiempo.
—Quizá no le acelere el pulso.
Maud arqueó las cejas, y Fitz comprendió que había sido peligrosamente franco, por lo que se apresuró a añadir:
—Esa clase de chicas buscan el amor romántico, ¿no? Se casará con un héroe de guerra, no con un bibliotecario.
—Ella no es de «esa clase de chicas» ni de ninguna otra —repuso Maud con cierta frialdad—. En todo caso, es excepcional. Es imposible conocer a dos como ella en toda una vida.
Fitz desvió la mirada. Sabía que era cierto.
Se preguntó cómo sería el niño. Cayó en la cuenta de que debía de haber sido alguno de los pequeños que jugaban en el suelo de la capilla con la cara sucia. Probablemente había visto a su hijo aquella tarde sin ser consciente de ello. Aquel pensamiento lo conmovió de un modo extraño. Y, por algún motivo, lo puso al borde del llanto.
El coche cruzaba Trafalgar Square. Le indicó al chófer que parase.
—Será mejor que pase por la oficina —le dijo a Maud.
Se encaminó renqueante hacia el antiguo edificio del Almirantazgo y subió las escaleras. Su escritorio se encontraba en la sección diplomática, que ocupaba la Sala 45. El teniente segundo Carver, estudiante de latín y griego que se había desplazado allí desde Cambridge para ayudar a decodificar mensajes alemanes, le dijo que no se habían interceptado demasiados durante la tarde, como era habitual, y que no había nada de lo que tuviera que ocuparse. Sí había, no obstante, una noticia de cariz político.
—¿Se ha enterado? —le preguntó Carver—. El rey ha convocado a Lloyd George.
II
La mañana siguiente, Ethel decidió que no acudiría a su cita con Fitz. ¿Cómo se atrevía a proponerle algo así? Durante más de dos años no había sabido nada de él. Y al encontrarse, ni siquiera le había preguntado por Lloyd, ¡su propio hijo! Seguía siendo el mismo impostor egoísta y desconsiderado de siempre.
Sin embargo, ella se había visto arrastrada a un torbellino. Fitz la había mirado con aquellos ojos verdes e intensos, le había preguntado por su vida y la había hecho sentirse importante para él… contra todo pronóstico. Ya no era perfecto, el hombre divino que había sido: su hermoso rostro se había echado a perder con un ojo semicerrado, y caminaba encorvado sobre el bastón. Pero su debilidad solo había inspirado en ella el deseo de cuidarle. Se dijo que era una idiota. Él ya tenía todo el cuidado que el dinero podía comprar. No, no acudiría a la cita.
A las doce salió de la sede de
The Soldier’s Wife
—dos salas pequeñas situadas sobre una imprenta y compartidas con el Partido Laborista Independiente— y tomó un autobús. Maud no había ido al despacho aquella mañana, lo que le ahorró a Ethel tener que inventar una excusa.
El trayecto en autobús y en metropolitano desde Aldgate hasta Victoria era largo, y Ethel llegó al lugar de encuentro varios minutos después de la una. Se preguntó si Fitz se habría impacientado y marchado, y esa posibilidad la angustió levemente; pero él estaba allí, con un traje de tweed, como a punto de partir a la campiña, y ella se sintió mejor al instante.
Fitz sonrió.
—Temía que no fueras a venir —dijo.
—No sé por qué lo he hecho —respondió ella—. ¿Por qué me lo pediste?
—Quiero enseñarte algo. —La tomó de un brazo.
Salieron de la estación. Ethel se sentía complacida como una tonta al caminar al lado de Fitz. Le sorprendía su temeridad. Él era una figura fácilmente reconocible. ¿Y si se encontraban con alguno de sus amigos? Supuso que ambos fingirían no verse. En la clase social de Fitz, nadie esperaba que el hombre que llevaba casado varios años fuera fiel a su esposa.
Recorrieron en autobús varias paradas y se apearon en una zona de Chelsea famosa por su vida disoluta, una barriada de renta baja de artistas y escritores. Ethel se preguntó qué querría mostrarle. Caminaron por una calle llena de pequeñas villas.
—¿Has presenciado alguna vez un debate en el Parlamento? —le preguntó Fitz.
—No —contestó ella—, pero me encantaría.
—Hay que ser invitado por un parlamentario o un lord. ¿Quieres que lo organice?
—¡Sí, por favor!
Él pareció alegrarse de que ella aceptara.
—Me informaré de cuándo va a haber algo interesante. ¿Te gustaría ver a Lloyd George en acción?
—¡Sí!
—Hoy está formando su equipo de gobierno. Imagino que esta noche besará la mano del rey como primer ministro.
Ethel observó aquel entorno con aire pensativo. En ciertas zonas, Chelsea seguía pareciendo el pueblo rural que había sido siglos atrás. Los demás edificios eran casas de campo o de labranza con grandes jardines y huertos. No había mucha vegetación en diciembre, pero aun así el barrio desprendía un agradable aire semirrural.
—La política tiene algo de gracioso —comentó ella—. He querido que Lloyd George fuera primer ministro desde que tuve edad para leer los periódicos, pero ahora que por fin lo es estoy preocupada.
—¿Por qué?
—Es la figura veterana más beligerante del gobierno. Su nombramiento podría acabar con cualquier posibilidad de paz. Además…
Fitz parecía intrigado.
—¿Qué?
—Es el único hombre que podría acceder a las conversaciones de paz sin ser crucificado por los sanguinarios periódicos de Northcliffe.
—Cierto —dijo Fitz, con aire abatido—. Si lo hiciera cualquier otro, los titulares clamarían: «¡Destituid a Asquith (o a Balfour, o a Bonar Law) y traed a Lloyd George!». Pero si atacan a Lloyd George, no queda nadie más.
—Así que quizá haya una esperanza de que se alcance la paz.
Fitz permitió que su voz delatara la irritación que sentía:
—¿Por qué no depositas más esperanzas en la victoria que en la paz?
—Porque así fue como nos metimos en este desastre —contestó ella con serenidad—. ¿Qué vas a enseñarme?
—Esto.
Fitz descorrió el cerrojo de una cancela y la abrió. Entró en el recinto de una casa individual de dos plantas. El jardín estaba lleno de maleza y el lugar necesitaba una capa de pintura, pero era un hogar acogedor de tamaño mediano, el tipo de hogar propio de un músico, imaginó Ethel, o tal vez de un actor famoso. Fitz sacó una llave del bolsillo y abrió la puerta. Ambos entraron y él cerró la puerta y la besó.
Ethel se entregó a él. Nadie la había besado en mucho tiempo y se sintió como una viajera sedienta en el desierto. Acarició el largo cuello de Fitz y apretó sus senos contra su pecho. Notó que él estaba tan desesperado como ella. Antes de perder por completo el control, lo apartó de sí.
—Para —dijo, casi sin aliento—. Para.
—¿Por qué?
—La última vez que hicimos esto acabé hablando con tu maldito abogado. —Se alejó unos pasos de él—. Ya no soy tan inocente como antes.
—Esta vez será diferente —afirmó él, jadeante—. Fui un idiota dejándote marchar. Yo también era joven.
Tratando de calmarse, Ethel echó un vistazo a las habitaciones. Estaban llenas de muebles viejos y anticuados.
—¿De quién es esta casa? —le preguntó.
—Tuya —contestó él—. Si la quieres.
Ella lo miró fijamente. ¿Qué quería decir con eso?
—Podrías vivir aquí con el niño —añadió él—. Durante años la habitó una anciana que había sido ama de llaves de mi padre. Murió hace unos meses. Podrías redecorarla y comprar muebles nuevos.
—¿Vivir aquí? —preguntó ella—. ¿En condición de qué?
Fitz no tenía arrestos de decirlo.
—¿De amante?
—Podrías tener una niñera, un par de criadas y un jardinero. Incluso un coche a motor con chófer, si te seduce la idea.
Lo que la seducía de todo aquello era él.
Fitz malinterpretó su mirada reflexiva.
—¿Es demasiado pequeña? ¿Preferirías una casa en Kensington? ¿Quieres un mayordomo y un ama de llaves? Te daré todo lo que quieras, ¿no lo entiendes? Mi vida está vacía sin ti.
Era sincero, ella lo percibía. O, al menos, lo era en ese momento, en que estaba excitado e insatisfecho. Ethel sabía por amarga experiencia lo deprisa que podía cambiar.
El problema era que ella lo deseaba con el mismo ardor.
Él debió de verlo en su cara, pues volvió a abrazarla. Ella alzó el rostro para recibir su beso. «Quiero más», pensó.
Pero volvió a zafarse de sus brazos antes de perder el control.
—¿Y bien?
Ethel no podía tomar una decisión sensata mientras él la besaba.
—Necesito estar sola —dijo. Se obligó a apartarse de él antes de que fuera demasiado tarde—. Me voy a casa —decidió. Abrió la puerta—. Necesito tiempo para pensar. —Vaciló en el umbral.
—Tómate todo el tiempo que necesites —contestó él—. Esperaré.
Ethel cerró la puerta y echó a correr.
III
Gus Dewar se encontraba en la National Gallery, en Trafalgar Square, contemplando el
Autorretrato a la edad de sesenta y tres años
de Rembrandt, cuando una mujer que estaba a su lado comentó:
—Un hombre extraordinariamente feo.
Gus se volvió hacia ella y se sorprendió al encontrarse con Maud Fitzherbert.
—¿Rembrandt o yo? —preguntó, y se echó a reír.
Pasearon juntos por el museo.
—Qué deliciosa coincidencia —dijo él—. Encontrarla aquí.
—En realidad, lo he visto y lo he seguido hasta aquí. —Bajó el tono de voz—. Quería preguntarle por qué los alemanes aún no han hecho la propuesta de paz que me dijo que iba a llegar.
Él ignoraba la respuesta.
—Podrían haber cambiado de opinión —contestó, apesadumbrado—. Allí, como aquí, hay una facción a favor de la paz y otra a favor de la guerra. Tal vez la facción favorable a la guerra se haya impuesto y haya conseguido hacer cambiar de opinión al káiser.
—¡Pero tienen que estar viendo que las batallas ya no deciden nada! —dijo, exasperada—. ¿Ha leído esta mañana en los periódicos que los alemanes han tomado Bucarest?
Gus asintió. Rumanía había declarado la guerra en agosto, y durante algún tiempo los británicos habían confiado en que su nuevo aliado pudiera asestar un poderoso golpe, pero Alemania había invadido el país en septiembre y la capital rumana había caído ya.
—De hecho, es algo bueno para Alemania, que ahora dispone del petróleo de Rumanía.
—Exacto —convino Maud—. Seguimos avanzando un paso y retrocediendo otro. ¿Cuándo aprenderemos?
—El nombramiento de Lloyd George como primer ministro no es alentador —comentó Gus.
—Ah. Podría equivocarse.
—¿Eso cree? Se ha fraguado una reputación como político de ser más agresivo que nadie. Le resultaría difícil firmar la paz después de eso.
—No esté tan seguro. Lloyd George es impredecible. Podría cambiar radicalmente de parecer. Y eso solo sorprendería a los que son lo bastante ingenuos para haberlo considerado sincero.
—Bueno, es esperanzador.
—En cualquier caso, desearía que tuviéramos una primera ministra.
Gus no creía que eso fuera a ocurrir nunca, pero no lo verbalizó.
—Quiero preguntarle algo más —dijo Maud, y se detuvo.
Gus se volvió para mirarla de frente. Debido tal vez a que los cuadros lo habían sensibilizado, se sorprendió admirando su rostro. Observó las líneas definidas de su nariz y su mentón, los pómulos altos, el cuello esbelto. La angulosidad de sus rasgos quedaba suavizada por sus labios carnosos y sus grandes ojos verdes.
—Lo que quiera —dijo él.
—¿Qué le contó Walter?
Los pensamientos de Gus retrocedieron hasta aquella sorprendente conversación en el bar del hotel Adlon de Berlín.
—Dijo que se veía obligado a compartir un secreto conmigo, aunque no me dijo cuál era el secreto.
—Creyó que lo deduciría.
—Supuse que está enamorado de usted. Y, a juzgar por su reacción cuando le di su carta en Ty Gwyn, supe que su amor es correspondido. —Gus sonrió—. Si me permite decirlo, es un hombre con suerte.
Ella asintió, y Gus advirtió algo similar al alivio en su semblante. Debía de haber más de un secreto, comprendió; por eso necesitaba ella averiguar cuánto sabía. Se preguntó qué más estarían ocultando. Tal vez estuvieran prometidos.
Siguieron caminando. «Entiendo por qué te ama —pensó Gus—. Yo podría enamorarme de ti en un segundo.»
Ella volvió a sorprenderle.
—¿Alguna vez ha estado enamorado, señor Dewar? —le preguntó a bote pronto.
Era una pregunta indiscreta, pero aun así Gus contestó.
—Sí. Dos veces.
—Pero ahora ya no lo está.
Él sintió la necesidad de confiarse a ella.
—El año en que estalló la guerra, yo fui lo bastante perverso como para enamorarme de una mujer casada.
—¿Lo amaba ella?
—Sí.
—¿Qué ocurrió?
—Le pedí que abandonara a su marido por mí. Fue un gran error por mi parte, y le sorprenderá, lo sé. Pero ella era mejor persona que yo y rechazó mi propuesta inmoral.
—No me sorprendo tan fácilmente. ¿Cuándo fue la segunda vez?
—El año pasado me prometí con alguien en mi ciudad natal, Buffalo, pero ella se casó con otro.
—¡Oh! Lo lamento mucho. Quizá no debería haber preguntado. He reavivado recuerdos dolorosos.
—Extremadamente dolorosos.
—Discúlpeme si le digo que eso me hace sentir mejor. Ahora sé que conoce el dolor que el amor puede provocar.
—Sí, lo conozco.
—Pero quizá después de todo habrá paz, y mi dolor pronto cesará.
—Espero de corazón que así sea, lady Maud —dijo Gus.
IV
La propuesta de Fitz atormentó a Ethel durante días. Aterida de frío en el patio trasero, mientras escurría la colada con el rodillo, se imaginó en aquella preciosa casa de Chelsea, con Lloyd corriendo por el jardín y vigilado por una atenta niñera. «Te daré todo lo que quieras», le había dicho Fitz, y ella sabía que era verdad. Pondría la casa a su nombre. La llevaría a Suiza y al sur de Francia. Bien pensado, podía obligarlo a que le concediera una renta vitalicia y así dispondría de ingresos hasta su muerte, aunque él se cansara de ella… Sin embargo también sabía que podía asegurarse de que él nunca se cansara.
Era ignominioso y repugnante, se dijo en tono severo. Sería una mujer pagada a cambio de sexo, ¿y qué otro significado tenía la palabra «prostituta»? Nunca podría invitar a sus padres a su escondrijo de Chelsea, ellos sabrían de inmediato lo que aquello significaba.