Read La caída de los gigantes Online
Authors: Ken Follett
—Me alegro de verte —dijo Walter—. Ahora ya no viene mucha gente de vacaciones.
—No son vacaciones, exactamente —repuso Gus.
Walter esperó a que dijera algo más, pero, al ver que no lo hacía, le dio pie a seguir hablando:
—¿Y qué es?
—Algo más parecido a meter un dedo en el agua para ver si está lo bastante caliente para que el presidente pueda nadar en ella.
De modo que era un viaje de trabajo.
—Entiendo.
—Para ser más concretos… —Gus volvió a dudar, y Walter esperó paciente. Al cabo de un instante Gus prosiguió, con un tono de voz más bajo—: El presidente Wilson quiere que los alemanes y los aliados mantengan conversaciones de paz.
Walter notó cómo el corazón se le aceleraba, pero enarcó una ceja, escéptico.
—¿Te ha enviado a ti para que me digas esto precisamente a mí?
—Ya sabes cómo funciona. El presidente no puede arriesgarse a sufrir un rechazo público; eso le haría parecer débil. Obviamente, podría decirle a nuestro embajador en Berlín que hablara con vuestro ministro de Asuntos Exteriores, pero entonces todo el asunto se haría oficial, y más tarde o más temprano saldría a la luz. Por eso pidió a su asesor más joven, yo, que viniera a Berlín y aprovechara algunos de los contactos que hice en 1914.
Walter asintió. Era una táctica muy habitual en el mundo diplomático.
—Si te rechazamos, nadie tiene por qué saberlo.
—E, incluso si la noticia se filtra, se trataría solo de unos hombres de bajo rango actuando por cuenta propia.
Eso tenía lógica, y Walter empezó a emocionarse.
—¿Qué es lo que quiere exactamente el señor Wilson?
Gus respiró hondo.
—Si el káiser escribiera a los aliados proponiendo una conferencia de paz, el presidente Wilson respaldaría públicamente la propuesta.
Walter contuvo un acceso de euforia. Esa inesperada conversación privada podía tener enormes consecuencias. ¿Realmente era posible poner fin a la pesadilla de las trincheras? ¿Y que él pudiera ver a Maud dentro de unos meses en lugar de años? Se esforzó para no dejarse llevar por el entusiasmo. Los tanteos diplomáticos extraoficiales como ese por lo general acababan en nada. Pero no podía evitar sentirse pletórico.
—Esto es trascendental, Gus —dijo—. ¿Estás seguro de que las intenciones de Wilson son firmes?
—Completamente. Fue lo primero que me dijo después de ganar las elecciones.
—¿Cuál es su motivación?
—No quiere llevar a Estados Unidos a la guerra, pero de todos modos existe el peligro de que nos veamos arrastrados a ella. Él desea la paz. Y después pretende que se establezca un nuevo sistema internacional que garantice que nunca vuelva a haber una guerra así.
—Votaré por eso —dijo Walter—. ¿Qué quieres que haga?
—Que hables con tu padre.
—Podría no gustarle esta propuesta.
—Utiliza tus tácticas de persuasión.
—Haré lo que pueda. ¿Te encontraré en la embajada estadounidense?
—No. Estoy de visita privada. Me alojo en el hotel Adlon.
—Ah, claro —dijo Walter sonriente. El Adlon era el mejor hotel de la ciudad y en el pasado había sido considerado el más lujoso del mundo. Sintió nostalgia por aquellos últimos años de paz—. ¿Volveremos a ser algún día dos hombres jóvenes sin más preocupación que llamar al camarero para que nos sirva otra botella de champán?
Gus se tomó en serio la pregunta.
—No, no creo que esos tiempos regresen nunca, al menos no mientras nosotros vivamos.
En ese momento apareció la hermana de Walter, Greta. Sus rizos rubios oscilaban de un modo arrebatador cuando movía la cabeza.
—¿A qué se deben esas caras tan largas? —les preguntó con aire jovial—. Señor Dewar, ¡venga a bailar conmigo!
A Gus se le iluminó el semblante.
—¡Encantado! —contestó.
Greta se lo llevó.
Walter volvió a sumarse a la fiesta, pero, mientras charlaba con amigos y parientes, la mitad de sus pensamientos seguían centrados en la propuesta de Gus y en cómo llevarla a término. Cuando hablara con su padre, intentaría no parecer demasiado entusiasta. Su padre podría ser contrario a la idea. Walter encarnaría el papel de mensajero neutral.
Cuando los invitados se marcharon, su madre lo abordó en el salón. La estancia estaba decorada al estilo rococó, el preferido aún por los alemanes chapados a la antigua: espejos ornamentados, mesas con patas finas y curvas, una gran araña de luces…
—Qué muchacha tan agradable es Monika von der Helbard —dijo.
—Sí, es encantadora —convino Walter.
Su madre no llevaba joyas. Era presidenta del comité de recaudación de oro, al que había cedido su bisutería para que la vendieran. Lo único que conservaba era la alianza.
—Tengo que volver a invitarla; la próxima vez, con sus padres. Su padre es el
Markgraf
Von der Helbard.
—Sí, lo sé.
—Es de muy buena familia. Pertenecen a la
Uradel
, la antigua nobleza.
Walter se encaminó a la puerta.
—¿A qué hora espera que llegue padre?
—Pronto. Walter, siéntate y charlemos un momento.
Walter comprendió que había evidenciado su voluntad de irse. El motivo era que necesitaba pasar una hora a solas pensando en el mensaje de Gus Dewar. Pero había sido descortés con su madre, a quien quería, y se dispuso a rectificar.
—Será un placer. —Acercó una silla a la de ella—. Suponía que querría descansar, pero, si no es así, me encantará hablar con usted. —Se sentó frente a ella—. Ha sido una fiesta magnífica. Muchas gracias por organizarla.
Ella asintió agradecida, pero cambió de tema.
—No se sabe nada de tu primo Robert —dijo—. Se le perdió la pista durante la ofensiva Brusílov.
—Lo sé. Es probable que los rusos lo hayan hecho prisionero.
—Y también que haya muerto. Y tu padre ya tiene sesenta años. Pronto podrías ser el
Graf
Von Ulrich.
A Walter no le seducía esa posibilidad. Los títulos aristocráticos cada vez tenían menos relevancia. Quizá se enorgullecería de ser conde, pero quizá resultaría un inconveniente serlo en el mundo de la posguerra.
En cualquier caso, aún no poseía el título.
—No ha habido confirmación de que Robert haya muerto.
—Por supuesto, pero debes prepararte.
—¿En qué sentido?
—Deberías casarte.
—¡Oh! —Walter estaba sorprendido. «Tendría que haberlo previsto», pensó.
—Debes tener un vástago que herede el título cuando tú mueras. Y podrías morir pronto, aunque yo rezo… —Se le quebró la voz y calló. Cerró los ojos un instante para recuperar la compostura—. Aunque yo rezo todos los días para protegerte. Sería conveniente que tuvieras un hijo lo antes posible.
Temía perderlo, pero él también temía perderla a ella. La miró con ternura. Era rubia y hermosa como Greta, y quizá en un tiempo había sido igual de vital. De hecho, en ese preciso instante tenía los ojos brillantes y las mejillas sonrosadas por la excitación de la fiesta y el champán. Sin embargo, últimamente se fatigaba con solo subir las escaleras. Necesitaba descansar, comer bien y liberarse de las preocupaciones. La guerra la privaba de todo eso. No solo eran los soldados quienes morían, pensó Walter abatido.
—Por favor, piensa en Monika —dijo su madre.
Ansiaba hablarle de Maud.
—Monika es una chica encantadora, madre, pero no la amo. Apenas la conozco.
—¡No hay tiempo para eso! En la guerra pueden obviarse las convenciones. Vuelve a verla. Te quedan diez días de permiso. Ve a visitarla a diario. Podrías proponerle matrimonio el último día.
—¿Y qué hay de sus sentimientos? Puede que no quiera casarse conmigo.
—Le gustas. —Su madre desvió la mirada—. Y lo hará si sus padres se lo piden.
Walter no sabía si sentirse molesto o divertido.
—Usted y su madre han acordado esto, ¿verdad?
—Son tiempos desesperados. Podrías casarte dentro de tres meses. Tu padre se aseguraría de que te concedieran un permiso especial para la boda y la luna de miel.
—¿Lo ha dicho él? —Por lo general, su padre era sumamente reacio a los privilegios especiales para los soldados bien relacionados.
—Comprende la necesidad de un heredero para el título.
Sin duda había hablado al respecto con su padre. ¿Cuánto tiempo le habría llevado? Era un hombre que no cedía con facilidad.
Walter trató de no removerse en la silla. Estaba en una situación imposible. Casado con Maud, ni siquiera podía fingir interés en casarse con Monika… pero no podía explicar por qué.
—Madre, lamento decepcionarla, pero no voy a proponer matrimonio a Monika von der Helbard.
—¿Por qué no? —gritó ella.
Él se sentía mal.
—Lo único que puedo decir es que desearía hacerla feliz a usted.
Ella lo miró con severidad.
—Tu primo Robert no llegó a casarse. A ninguno nos sorprende, en su caso. Confío en que no se trate de un problema de esa naturaleza…
Walter se sintió azorado por la alusión a la homosexualidad de Robert.
—¡Oh, madre, por favor! Sé perfectamente a qué se refiere, y yo no soy como Robert en ese aspecto, de modo que tranquilícese.
Ella apartó la mirada.
—Siento haberlo mencionado. Pero ¿de qué se trata, entonces? ¡Tienes treinta años!
—No es fácil encontrar a la mujer adecuada.
—No exageres.
—Estoy buscando a alguien como usted.
—Y ahora me tomas el pelo… —le espetó, enojada.
Walter oyó una voz masculina fuera del salón. Instantes después, su padre, uniformado, entró frotándose las manos.
—Sigue nevando —dijo. Besó a su esposa y saludó con la cabeza a Walter—. ¿Ha ido bien la fiesta? Me ha sido imposible venir. Toda la tarde de reuniones…
—Ha sido fantástica —contestó Walter—. Madre ha hecho aparecer unos aperitivos deliciosos de la nada, y el Perrier-Jouët, soberbio.
—¿De qué cosecha era?
—De 1899.
—Deberías haber sacado el de 1892.
—No queda mucho.
—Ah.
—He mantenido una conversación interesante con Gus Dewar.
—Lo recuerdo… El chico norteamericano cuyo padre es una figura muy cercana al presidente Wilson.
—Ahora el hijo lo es incluso más. Gus está trabajando en la Casa Blanca.
—¿Y qué ha dicho?
La madre se puso en pie.
—Os dejo que habléis —dijo.
Los dos se levantaron.
—Por favor, piensa en lo que te he dicho, Walter, querido —le pidió mientras salía.
Momentos después, el mayordomo entró con una bandeja en la que llevaba una generosa copa de un coñac de color marrón dorado. Otto cogió la copa.
—¿Te apetece una? —preguntó a Walter.
—No, gracias. He bebido mucho champán.
Otto se tomó el coñac y estiró las piernas hacia el hogar.
—Así que el joven Dewar ha venido… ¿con alguna clase de mensaje?
—Es absolutamente confidencial.
—Por supuesto.
Walter no conseguía sentir mucho afecto por su padre. Sus desavenencias eran demasiado viscerales, y la intransigencia de Otto era excesivamente férrea. Era un hombre estrecho de miras, anticuado y que no atendía a la razón, y persistía en estos defectos con una especie de alegre obstinación que a Walter le resultaba repulsiva. La consecuencia de su estupidez, y de la estupidez de su generación en todos los países europeos, era la matanza del Somme. Walter no podía perdonar eso.
Con todo, se dirigió a él con voz templada y actitud cordial. Quería que aquella conversación fuese lo más amistosa y razonable posible.
—El presidente de Estados Unidos no quiere verse arrastrado a la guerra —empezó a explicarle.
—Bien.
—De hecho, le gustaría que propusiéramos la paz.
—¡Ja! —Fue un grito escarnecedor—. ¡La vía fácil para vencernos! ¡Qué cara dura tiene ese hombre!
Walter se sintió consternado con su inmediato desdén, pero insistió, escogiendo sus palabras con cuidado.
—Nuestros enemigos sostienen que fueron el militarismo y la agresividad alemanas lo que provocó esta guerra, pero obviamente no es así.
—Ciertamente, no —convino Otto—. Nos vimos amenazados por la movilización rusa en nuestra frontera oriental y la de Francia en la occidental. El Plan Schlieffen fue la única solución posible. —Como era habitual, Otto hablaba como si Walter aún tuviera doce años.
Walter replicó pacientemente:
—Exacto. Recuerdo que dijo que para nosotros era una guerra defensiva, una respuesta a una amenaza intolerable. Tuvimos que protegernos.
Si Otto se sorprendió al oír a Walter repitiendo los tópicos para justificar la guerra, no dio muestra de ello.
—Correcto —dijo.
—Y es lo que hemos hecho —añadió Walter, jugando su baza—. Ahora hemos logrado nuestros propósitos.
Su padre estaba perplejo.
—¿A qué te refieres?
—Hemos zanjado la amenaza. El ejército ruso está destruido, y el régimen del zar se tambalea al borde del colapso. Hemos conquistado Bélgica, invadido Francia, y combatido a los franceses y a sus aliados británicos hasta quedar en este punto muerto. Hemos hecho lo que nos propusimos hacer. Hemos protegido Alemania.
—Un triunfo.
—Entonces, ¿qué más queremos?
—¡La victoria absoluta!
Walter se inclinó hacia delante, mirando fijamente a su padre.
—¿Por qué?
—¡Nuestros enemigos deben pagar por sus agresiones! ¡Debe haber reparaciones, quizá ajustes de fronteras, concesiones coloniales!
—Esos no eran nuestros objetivos iniciales.
Otto no cedía ni un ápice de su postura.
—No, pero ahora que hemos invertido tanto esfuerzo y dinero, y las vidas de tantos alemanes jóvenes y brillantes, debemos recibir algo a cambio.
Era un argumento endeble, pero Walter sabía que no era conveniente intentar hacer cambiar de opinión a su padre. Aun así, había insistido en que los objetivos bélicos de Alemania se habían alcanzado. En ese momento decidió cambiar de tercio:
—¿Está seguro de que la victoria absoluta es factible?
—¡Sí!
—En febrero lanzamos un asalto a gran escala contra el bastión francés de Verdún. Fracasamos. Los rusos nos atacaron en el este, y los británicos invirtieron todos sus recursos en la ofensiva del río Somme. Ninguno de esos tremendos esfuerzos por parte de ambos bandos ha conseguido poner fin al punto muerto —dijo, y aguardó la respuesta.