La caída de los gigantes (88 page)

BOOK: La caída de los gigantes
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—Déjanos solos, por favor —le dijo a la doncella.

Ella hizo una reverencia y se ausentó.

—No he visto a Boy. —Había salido de casa temprano—. Tengo que ir a verlo antes de que lo saquen a pasear.

—De momento, no sale —contestó Bea, ansiosa—. Está un poco acatarrado.

Fitz frunció el entrecejo.

—Necesita aire fresco.

Para su sorpresa, vio que ella estaba al borde del llanto.

—Temo por él —dijo—. Arriesgando tú y Andréi vuestras vidas en la guerra, podría ser lo único que me quede.

El hermano de Bea, Andréi, estaba casado pero no tenía hijos. Si Andréi y Fitz morían, Boy sería toda la familia que tendría Bea. Eso explicaba su actitud sobreprotectora para con el niño.

—De todos modos, no le hará ningún bien que lo mimemos.

—No sé qué significa esa palabra —dijo ella, malhumorada.

—Creo que ya sabes a lo que me refiero.

Bea se quitó la enagua. Su figura era más voluptuosa que antes. Fitz la miró mientras ella se desenlazaba las cintas que sostenían sus calzones. Se imaginó mordiendo la carne blanda del interior de sus muslos.

Ella captó su mirada.

—Estoy cansada —dijo—. Tengo que dormir una hora.

—Podría dormir contigo.

—Creía que ibas a visitar los suburbios con tu hermana.

—No tengo por qué ir.

—Necesito descansar, de veras.

Él se irguió para marcharse, pero cambió de opinión. Se sentía airado y rechazado.

—Hace mucho tiempo que no me acoges en tu cama.

—No he contado los días.

—Yo sí, y han sido semanas, no días.

—Lo siento. Estoy muy preocupada por todo. —Volvía a estar al borde de las lágrimas.

Fitz sabía que temía por su hermano, y comprendía su impotente inquietud, pero millones de mujeres estaban sufriendo ese mismo calvario, y la nobleza tenía el deber de mantenerse estoica.

—Tengo entendido que has empezado a asistir a misa en la embajada rusa mientras yo he estado en Francia.

En Londres no había ninguna iglesia ortodoxa rusa, pero la embajada disponía de una capilla.

—¿Quién te lo ha dicho?

—Eso no importa. —Había sido tía Herm—. Antes de casarnos, te pedí que te convirtieras a la Iglesia anglicana, y lo hiciste.

Ella evitó su mirada.

—Creí que ir a una o dos misas no me haría ningún daño —contestó con voz pausada—. Siento haberte disgustado.

Fitz recelaba de los clérigos extranjeros.

—¿Te ha dicho ese sacerdote que es un pecado disfrutar yaciendo con tu esposo?

—¡Por supuesto que no! Pero cuando no estás y me siento sola, tan lejos de todo aquello con lo que crecí… me reconforta escuchar los himnos y las oraciones rusas.

Fitz sintió lástima por ella. Debía de ser difícil. Para él era impensable instalarse de forma permanente en otro país. Y sabía, por conversaciones que había mantenido con otros hombres casados, que no era insólito que la mujer se opusiera a las insinuaciones de su marido después de tener un bebé.

Sin embargo, se obligó a no ceder a la compasión. Todo el mundo debía hacer sacrificios. Bea podía sentirse afortunada de no tener que correr entre el fuego de ametralladoras.

—Creo que hasta ahora he cumplido con mi deber —dijo—. Cuando nos casamos, saldé las deudas de tu familia. Reuní a expertos rusos e ingleses para planificar la reorganización de las propiedades. —Habían aconsejado a Andréi que avenara las ciénagas para generar más tierra de cultivo y que realizara prospecciones en busca de carbón y otros minerales, pero ellos nunca hicieron nada—. No es culpa mía que Andréi malgastara todas las oportunidades.

—Sí, Fitz —dijo ella—. Hiciste todo lo que habías prometido.

—Pues te pido que también cumplas con tus obligaciones. Tienes que engendrar herederos. Si Andréi muere sin tener hijos, el nuestro pronto heredará dos propiedades inmensas. Será uno de los mayores terratenientes del mundo. Debemos tener más hijos por si, Dios no lo quiera, le ocurre algo a Boy.

Ella mantuvo la mirada agachada.

—Conozco mis obligaciones.

Fitz se sintió deshonesto. Hablaba de un heredero —y todo cuanto decía era cierto—, pero no le confesaba que se moría por ver su cuerpo desnudo y receptivo sobre las sábanas, blanco sobre blanco, y su cabello derramado sobre la almohada. Trató de reprimir esa imagen.

—Si conoces tus obligaciones, cúmplelas. La próxima vez que venga a tu dormitorio espero que me recibas como el esposo cariñoso que soy.

—Sí, Fitz.

El conde se marchó. Se alegraba de haberse plantado, pero también tenía la incómoda sensación de que había hecho algo mal. Era ridículo: había expuesto a Bea lo errado de su comportamiento, y ella lo había aceptado. Así debían ser las cosas entre un hombre y su esposa. Pero no conseguía sentirse tan satisfecho como cabía esperar.

Apartó a Bea de sus pensamientos cuando se encontró con Maud y tía Herm en el salón. Se caló la gorra del uniforme, se miró en el espejo y apartó rápidamente la mirada. Esos días procuraba no pensar demasiado en su apariencia. La bala le había dañado los músculos del lado izquierdo de la cara, y tenía el párpado semicerrado. Era un defecto ínfimo, pero su vanidad jamás se recuperaría. Se dijo que debía sentirse agradecido de conservar la visión del ojo.

El Cadillac azul seguía en Francia, pero se las había arreglado para conseguir otro. El chófer conocía el camino; era obvio que ya había llevado antes a Maud al East End. Media hora después, aparcaron frente al Calvary Gospel Hall, una pequeña y humilde capilla con tejado de calamina, que debían de haber trasladado allí desde Aberowen. Fitz se preguntó si el pastor sería galés.

La merienda ya había comenzado y el lugar estaba repleto de mujeres jóvenes con sus hijos. La estancia olía peor que en los cuarteles, y Fitz tuvo que resistir la tentación de taparse la nariz con un pañuelo.

Maud y tía Herm se pusieron a trabajar de inmediato, Maud atendiendo a las mujeres, una a una, en el despacho situado en la parte trasera, y tía Herm organizándolas. Fitz fue de mesa en mesa renqueante, preguntando a las mujeres si sus maridos estaban en servicio y qué experiencias habían tenido, mientras sus hijos jugaban en el suelo. Las mujeres jóvenes a menudo se mostraban tímidas y retraídas cuando el conde se dirigía a ellas, pero aquel grupo no se amedrentaba con tanta facilidad. Le preguntaron en qué regimiento servía y cómo se había hecho aquellas heridas.

Llevaba ya la mitad de la ronda cuando vio a Ethel.

Había observado que en la parte posterior del local había dos despachos; uno era de Maud, pero no se había preguntado quién ocupaba el otro. Casualmente alzó la mirada cuando la puerta se abrió y Ethel asomó por ella.

Llevaba dos años sin verla, pero no había cambiado mucho. Sus rizos morenos oscilaban con su andar, y su sonrisa era un rayo de sol. Llevaba un vestido sencillo y raído, como la ropa de todas aquellas mujeres a excepción de Maud y tía Herm, pero conservaba la figura esbelta, y él no pudo evitar pensar en aquel cuerpo menudo que tan bien había llegado a conocer. Sin siquiera mirarlo, consiguió hechizarlo. Era como si el tiempo no hubiera pasado desde que habían yacido juntos, rodando entre risas y besos en la cama de la Suite Gardenia.

Hablaba con el único otro hombre presente en la sala, una figura encorvada con un terno largo y gris de tela gruesa, que estaba sentado a una mesa y tomaba notas en un libro de contabilidad. Llevaba unas gafas de gruesos vidrios, pero pese a ello Fitz alcanzó a captar la admiración en sus ojos cuando miraba a Ethel. Ella le hablaba con actitud relajada y cordial, y Fitz se preguntó si estarían casados.

Ethel se dio la vuelta y vio a Fitz. Arqueó las cejas y la sorpresa dibujó una «O» en su boca. Retrocedió un paso, nerviosa, y tropezó con una silla. La mujer sentada en ella la miró irritada.

—Perdón —musitó Ethel sin mirarla.

Fitz se levantó de su asiento, lo cual no le resultó fácil con la pierna herida, sin dejar de mirar fijamente a Ethel. Ella temblaba visiblemente, indecisa entre acercarse a él o refugiarse en la seguridad de su despacho.

—Hola, Ethel —dijo él. El bullicio de la sala ahogó sus palabras, pero probablemente ella le habría leído los labios y adivinado lo que él le había dicho.

Ethel se decidió y se encaminó hacia él.

—Buenas tardes, lord Fitzherbert —dijo, y con su acento galés cantarín aquel saludo rutinario se convirtió en una melodía. Le tendió una mano y él se la estrechó y notó su piel áspera.

Fitz correspondió al formalismo:

—¿Cómo está, señora Williams?

Ella acercó una silla y se sentó. Mientras él hacía lo propio, cayó en la cuenta de la habilidad con que ella los había colocado de inmediato en un plano de igualdad, pero sin intimidad.

—Lo vi en el oficio religioso de Aberowen —dijo ella—. Lamento mucho… —Se le quebró la voz. Agachó la mirada y comenzó de nuevo—: Lamento mucho ver que lo han herido. Espero que ya esté mejor.

—Poco a poco. —Fitz advirtió que su interés era genuino. Ella no lo odiaba, al parecer, pese a todo lo sucedido. Se sintió conmovido.

—¿Cómo lo hirieron?

Fitz narraba aquel episodio con tanta frecuencia que ya le resultaba tedioso.

—Era el primer día del Somme. Apenas presencié el combate. Subimos a la cima, cruzamos nuestra alambrada y nos internamos en tierra de nadie, y lo siguiente que recuerdo es que me transportaban en una camilla y sentía un terrible dolor.

—Mi hermano lo vio caer.

Fitz recordaba al insubordinado cabo William Williams.

—¿De veras? ¿Qué fue de él?

—Su sección tomó una trinchera alemana, y luego tuvo que abandonarla al quedarse sin munición.

Fitz no había visto ningún informe, pues estaba en el hospital.

—¿Le concedieron una medalla?

—No. El coronel le dijo que debía haber defendido su posición hasta la muerte. A lo que Billy le respondió: «¿Sí? ¿Como hizo usted?», y lo arrestaron.

A Fitz no le sorprendió. Williams era problemático.

—Y bien, ¿qué hace aquí?

—Trabajo con su hermana.

—No me lo había dicho.

Ethel lo miró con serenidad.

—Debe de dar por hecho que a usted no le interesará recibir noticias de sus antiguos sirvientes.

Era una pulla, pero él la obvió.

—¿A qué se dedica?

—Soy directora editorial de
The Soldier’s Wife
. Organizo la impresión y la distribución, y edito la página de cartas. Y también me encargo del dinero.

Fitz estaba impresionado. Era un paso considerable desde su condición de ama de llaves. Pero su capacidad de organización siempre había sido extraordinaria.

—Mi dinero, supongo.

—No lo creo. Maud es muy escrupulosa. Sabe que a usted no le importa sufragar el té y el pastel, y los cuidados médicos de los hijos de los soldados, pero no invertiría su dinero en propaganda antibélica.

Él siguió dándole conversación por el mero placer de contemplar su rostro mientras hablaba.

—¿Es eso lo que publica el periódico? —preguntó—. ¿Propaganda antibélica?

—Comentamos públicamente aquello de lo que ustedes solo hablan en privado: la posibilidad de la paz.

Tenía razón. Fitz sabía que los políticos veteranos de los dos partidos mayoritarios habían estado hablando de la paz, y eso lo enojaba. Pero no quería discutir con Ethel.

—Su héroe, Lloyd George, está a favor de intensificar la lucha.

—El rey no lo quiere, pero podría ser el único candidato capaz de unir al Parlamento.

—Me temo que prolongaría la guerra.

Maud salió del despacho y Fitz advirtió que la merienda llegaba a su fin, pues las mujeres fregaban las tazas y los platos y recogían a sus hijos. Le maravilló ver a tía Herm cargando con una pila de platos sucios. ¡Cómo cambiaba la guerra a las personas!

Volvió a mirar a Ethel. Seguía siendo la mujer más atractiva que había conocido nunca. Fitz cedió a un impulso. Bajando el tono de voz, le preguntó:

—¿Quieres que nos veamos mañana?

Ella se quedó atónita.

—¿Para qué? —preguntó con discreción.

—¿Sí o no?

—¿Dónde?

—Estación Victoria. A la una en punto. En el acceso al andén tres.

Antes de que ella pudiera contestar, el hombre de las gruesas gafas se acercó a ellos y Ethel lo presentó.

—Conde Fitzherbert, le presento al señor Bernie Leckwith, secretario del Partido Laborista Independiente de Aldgate.

Fitz le estrechó la mano. Leckwith tendría algo más de veinte años. Fitz dedujo que su mala visión le había impedido alistarse en las fuerzas armadas.

—Lamento ver que lo han herido, lord Fitzherbert —dijo Leckwith con acento londinense.

—Solo soy uno entre miles, y tengo la suerte de seguir vivo.

—Con la perspectiva del tiempo, ¿considera que hay algo que podríamos haber hecho de otro modo en el Somme y que hubiese cambiado de forma radical el resultado?

Fitz meditó un momento. Era una pregunta condenadamente buena. Mientras este reflexionaba, Leckwith añadió:

—¿Habríamos necesitado más hombres y munición, como aseguran los generales? ¿O tal vez tácticas más flexibles y mejores sistemas de comunicación, como sostienen los políticos?

Fitz contestó con precaución:

—Todo eso habría ayudado, pero, francamente, no creo que nos hubiera permitido obtener la victoria. El asalto estaba condenado desde el comienzo, pero eso es algo que no podíamos saber de antemano. Teníamos que intentarlo.

Leckwith asintió, dando a entender que se había confirmado su punto de vista.

—Agradezco su franqueza —dijo, como si Fitz acabara de hacerle una confesión.

Salieron de la capilla. Fitz acompañó a tía Herm y a Maud hasta el coche; luego subió él y el chófer se los llevó.

Fitz se sorprendió al notar que tenía la respiración agitada. Había sufrido una leve conmoción. Tres años antes Ethel se dedicaba a contar fundas de almohada en Ty Gwyn. En esos momentos era directora editorial de un periódico que, si bien de pequeña tirada, era considerado por los ministros más veteranos una espina para el gobierno.

¿Qué relación la unía a aquel muchacho sorprendentemente astuto llamado Bernie Leckwith?

—¿Quién es Leckwith? —preguntó a Maud.

—Un político local importante.

—¿Es el marido de Williams?

Maud se rió.

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