Read La caída de los gigantes Online
Authors: Ken Follett
En la entrada del palacio vio a un joven bien vestido, cuyo apuesto rostro le resultó conocido de haberlo visto en las fotografías de los periódicos, y reconoció entonces al diputado trudovique Aleksandr Fiódorovich Kérenski. Los trudoviques eran una facción moderada disidente de los Socialistas Revolucionarios. Grigori le preguntó qué estaba sucediendo dentro.
—Hoy el zar ha disuelto formalmente la Duma —le explicó Kérenski.
Grigori sacudió la cabeza con disgusto.
—Una reacción muy típica —dijo—. Reprimir a los que protestan, en lugar de ocuparse de sus quejas.
Kérenski le lanzó una mirada severa. Tal vez no había esperado semejante análisis por parte de un soldado.
—Ciertamente —repuso—. De todas formas, los diputados no estamos acatando el edicto del zar.
—¿Qué sucederá?
—La mayoría de la gente cree que las manifestaciones se irán apagando en cuanto las autoridades consigan restablecer el suministro de pan —dijo Kérenski, y entró.
Grigori se preguntó qué hacía creer a los moderados que eso iba a suceder. Si las autoridades fueran capaces de restablecer el suministro de pan, ¿no lo habrían hecho ya, en lugar de racionarlo? Sin embargo, los moderados siempre parecían fiarse más de las esperanzas que de los hechos.
A primera hora de la tarde, Grigori se sorprendió al ver los rostros sonrientes de Katerina y Vladímir. Siempre pasaba el domingo con ellos, pero había supuesto que ese día no los vería. Para gran alivio de Grigori, el niño tenía muy buen aspecto y se lo veía feliz. Era evidente que se había recuperado de la infección. Hacía una temperatura lo suficientemente buena para que Katerina llevara el abrigo abierto, dejando ver su voluptuosa figura. Él deseó poder acariciarla. Ella le sonrió, y le hizo pensar en cómo le besaría la cara cuando estuvieran tumbados en la cama, y Grigori sintió una punzada de anhelo que le resultó casi insoportable. Detestaba perderse esos abrazos del domingo por la tarde.
—¿Cómo sabías que estaría aquí? —le preguntó.
—He acertado de casualidad.
—Me alegro de verte, pero es peligroso que estés en el centro de la ciudad.
Katerina miró a la marea de gente que paseaba por el parque.
—A mí me parece bastante seguro.
Grigori no podía discutírselo. No había indicio alguno de que fueran a producirse disturbios.
Madre e hijo se fueron a pasear por el lago helado. Grigori contuvo el aliento al ver a Vladímir dar unos pasitos y, casi de inmediato, caer al suelo. Katerina lo recogió, lo consoló y siguieron caminando. Se los veía muy vulnerables. ¿Qué sería de ellos?
Cuando regresaron, Katerina dijo que se llevaba a Vladímir a casa para que durmiera la siesta.
—Ve por calles secundarias —aconsejó Grigori—. Aléjate del gentío. No sé lo que podría pasar.
—De acuerdo.
—Prométemelo.
—Te lo prometo.
Grigori no vio ningún derramamiento de sangre ese día, pero en los barracones, por la noche, oyó contar una historia muy diferente a otros grupos. En la plaza Znamenskaia, los soldados habían recibido órdenes de disparar contra los manifestantes, y habían muerto cuarenta personas. Grigori sintió que una mano fría le aferraba el corazón. ¡Podrían haber matado a Katerina, caminando por la calle!
En el comedor había otros que también estaban indignados, y los sentimientos empezaron a exaltarse. Al percibir el ánimo de los hombres, Grigori se subió a una mesa y se hizo cargo de la situación, llamando al orden e invitando a los soldados a que hablaran por turnos. La cena se convirtió rápidamente en una asamblea masiva. Primero llamó a Isaak, que era muy conocido por ser la estrella del equipo de fútbol del regimiento.
—Yo me alisté en el ejército para matar alemanes, no rusos —dijo Isaak, y sus palabras fueron recibidas con un rugido de aprobación—. Los manifestantes son nuestros hermanos y nuestras hermanas, nuestras madres y nuestros padres… ¡y el único delito que han cometido es pedir pan!
Grigori conocía a todos los bolcheviques del regimiento y llamó a muchos de ellos para que hablaran, pero tuvo cuidado de señalar también a otros, para no parecer demasiado parcial. Normalmente, los hombres eran muy cautelosos a la hora de expresar sus opiniones por miedo a que sus comentarios llegaran a sus superiores y recibieran un castigo, pero ese día no parecía importarles.
El orador que causó más sensación fue Yákov, un hombre alto y con las espaldas de un oso. Subió a la mesa, junto a Grigori, con lágrimas en los ojos.
—Cuando nos han ordenado disparar, no he sabido qué hacer —dijo. Parecía incapaz de levantar la voz, y en la sala se hizo el silencio mientras los demás se esforzaban por oírlo—. Me he dicho: «Dios, por favor, guíame tú», y he escuchado la voz de mi corazón, pero Dios no me ha enviado ninguna respuesta. —Los hombres seguían guardando silencio—. He levantado el fusil —prosiguió—. El capitán gritaba: «¡Disparad! ¡Disparad!». Pero ¿a quién iba a disparar? En Galitzia sabíamos quiénes eran nuestros enemigos porque disparaban contra nosotros. Pero hoy, en la plaza, nadie nos estaba atacando. Casi toda aquella gente eran mujeres, algunas con niños. Ni siquiera los hombres iban armados.
Se quedó callado. Los soldados permanecían inmóviles, como estatuas; como si temieran que cualquier movimiento pudiera romper el hechizo. Al cabo de un momento, Isaak lo ayudó a seguir.
—¿Qué ha pasado entonces, Yákov Davídovich?
—He apretado el gatillo —confesó Yákov, y derramó unas lágrimas que se deslizaron hacia su poblada barba negra—. Ni siquiera he apuntado a ningún sitio. El capitán me gritaba y yo he disparado solo para que se callara, pero le he dado a una mujer. Una niña, en realidad, de unos diecinueve años, supongo. Llevaba un abrigo verde. Le he dado en el pecho, y la sangre le ha salpicado por todo el abrigo, rojo sobre verde. Entonces ha caído. —A esas alturas ya estaba llorando sin reservas y hablaba entre gimoteos—. He bajado el arma y he intentado acercarme para ayudarla, pero la gente se me ha tirado encima, dándome puñetazos y patadas, aunque yo casi no me daba ni cuenta. —Se enjugó la cara con la manga—. Ahora me he metido en un lío, porque he perdido el fusil. —Se produjo otra larga pausa—. Diecinueve —dijo—. Creo que no debía de tener más de diecinueve años.
Grigori no había advertido cuándo se había abierto la puerta, pero de repente el teniente Kirílov estaba allí.
—Baja de esa maldita mesa, Yákov —gritó, y miró a Grigori—. Tú también, Peshkov, alborotador. —Se volvió y les habló a los hombres que estaban sentados en los bancos que había a lo largo de las mesas de caballetes—. Regresad a los barracones —ordenó—. Todo el que siga sentado en esta sala dentro de un minuto será azotado.
Nadie se movió. Los hombres miraban al teniente con cara de mal humor. Grigori se preguntó si era así como empezaba un motín.
Sin embargo, Yákov estaba demasiado inmerso en su desgracia para darse cuenta del dramático momento que había creado; bajó torpemente de la mesa y la tensión se disipó. Algunos hombres de los que estaban más cerca de Kirílov se levantaron, sombríos pero asustados. Grigori permaneció de pie sobre la mesa unos instantes más, en actitud desafiante, pero sintió que sus compañeros no estaban lo bastante furiosos para volverse en contra de un oficial, así que al final también él bajó. Los soldados empezaron a salir del comedor. Kirílov se quedó donde estaba, fulminándolos a todos con la mirada.
Grigori volvió a los barracones y pronto sonó la señal de apagar las luces. Como sargento, él tenía el privilegio de dormir en una alcoba separada por cortinas al final del dormitorio de su pelotón. Desde allí oía a los hombres hablando en voz baja.
—No pienso disparar contra mujeres —decía uno.
—Ni yo.
—¡Si no lo hacéis, alguno de esos oficiales hijos de mala madre os disparará por desobediencia! —dijo una tercera voz.
—Pues apuntaré mal adrede —replicó otra voz.
—Podrían darse cuenta.
—Solo tienes que apuntar un poco por encima de las cabezas de la gente. Nadie puede estar seguro de lo que estás haciendo.
—Eso es lo que haré yo —dijo alguien más.
—Y yo.
—Y yo.
«Ya veremos», pensó Grigori mientras se quedaba dormido. Era fácil pronunciar palabras valientes en la oscuridad. La luz del día podía contar una historia muy diferente.
III
El lunes, el pelotón de Grigori recorrió la escasa distancia que había hasta el puente Liteini marchando por la avenida Samsonievski; tenían órdenes de impedir que los manifestantes cruzaran el río para dirigirse al centro de la ciudad. El puente tenía unos trescientos cincuenta metros de largo y descansaba sobre unos macizos pilares de piedra clavados en el río helado como si fueran rompehielos encallados.
Se trataba del mismo cometido que habían recibido el viernes, pero las órdenes eran distintas. Fue el teniente Kirílov quien informó a Grigori. Últimamente hablaba como si estuviera de perpetuo mal humor, y quizá así fuera: era probable que a los oficiales les disgustara tanto como a los soldados rasos tener que formar filas contra sus compatriotas.
—Ningún manifestante debe cruzar el río, ya sea por el puente o por el hielo, ¿entendido? Dispara a todo el que desacate las órdenes.
Grigori ocultó su desdén.
—¡Sí, excelencia! —dijo con presteza.
Kirílov repitió las órdenes y después desapareció. Grigori pensó que el teniente estaba asustado. No cabía duda de que temía que lo considerasen responsable de lo que sucediera, tanto si sus órdenes eran acatadas como si se contravenían.
Grigori no tenía intención de obedecer. Permitiría que los cabecillas de la marcha entablaran conversación con él mientras sus seguidores cruzaban el hielo, exactamente como había sucedido el viernes.
Sin embargo, a primera hora de la mañana un destacamento de la policía se unió a su pelotón. Grigori vio con horror que estaban comandados por su antiguo enemigo Mijaíl Pinski. Ese hombre no parecía estar sufriendo la escasez de pan: su cara redonda mostraba un aspecto más rollizo que nunca, y el uniforme de policía le quedaba estrecho y le tiraba en la barriga. Llevaba un megáfono. A ese adlátere suyo con cara de rata, Kozlov, no se lo veía por ninguna parte.
—Te conozco —le dijo Pinski a Grigori—. Tú trabajabas en la fábrica Putílov.
—Hasta que hiciste que me llamaran a filas —replicó él.
—Tu hermano es un asesino, pero se escapó a América.
—Eso es lo que tú dices.
—Nadie va a cruzar el río por aquí hoy.
—Ya veremos.
—Espero una cooperación total por parte de tus hombres, ¿entendido?
—¿No tienes miedo? —preguntó Grigori.
—¿De la chusma? No seas idiota.
—No, me refería al futuro. Imagina que los revolucionarios se salen con la suya. ¿Qué crees que harán contigo? Te has pasado la vida intimidando a los débiles, dando palizas a la gente, acosando a mujeres y aceptando sobornos. ¿No te da miedo que llegue el día de la represalia?
Pinski señaló a Grigori con un dedo enguantado.
—Pienso denunciarte por ser un maldito subversivo —dijo, y se alejó.
Grigori se encogió de hombros. A la policía ya no le resultaba tan fácil como antes detener a todo el que le apetecía. Isaak y otros podrían amotinarse si encarcelaban a Grigori, y los agentes de policía lo sabían.
El día empezó tranquilo, pero Grigori se dio cuenta de que había pocos trabajadores en las calles. Muchas fábricas habían cerrado porque no podían conseguir combustible para sus motores de vapor y sus hornos. Otras empresas estaban en huelga, sus empleados exigían más dinero para pagar unos precios inflados, o calefacción para los talleres gélidos, o barandillas de seguridad alrededor de la maquinaria peligrosa. Parecía que casi nadie fuese a ir a trabajar ese día. El sol, sin embargo, había salido con alegría y la gente no pensaba quedarse en casa. Claro que no; a media mañana Grigori vio a un gran gentío que avanzaba por la avenida Samsonievski: hombres y mujeres vestidos con característicos harapos de obreros industriales.
Grigori contaba con treinta hombres y dos cabos. Los había apostado en cuatro líneas de a ocho cortando la calle, bloqueando el extremo del puente. Pinski tenía más o menos la misma cantidad de hombres, la mitad a pie y la mitad a caballo, y él los dispuso a ambos lados de la calzada.
Grigori observaba con inquietud la marcha que se aproximaba. No podía predecir lo que sucedería. De haber estado solo, podría haber evitado la carnicería ofreciendo una resistencia puramente simbólica y luego dejando pasar a los manifestantes. Pero no sabía qué haría Pinski.
El gentío se acercaba. Había cientos de personas… no, miles. Eran hombres y mujeres vestidos con casacas azules y sobretodos rasgados, típicos de los trabajadores de las fábricas. La mayoría llevaban brazaletes o cintas rojas. Sus pancartas decían «Abajo el zar» y «Pan, paz y tierra». Grigori llegó a la conclusión de que aquello ya no era una mera protesta: se había convertido en un movimiento político.
A medida que los cabecillas se acercaban, sintió cómo el nerviosismo atenazaba a sus hombres, que aguardaban firmes.
Se adelantó para ir al encuentro de los manifestantes. A su cabeza, para sorpresa suya, iba Varia, la madre de Konstantín. Llevaba el pelo cano recogido con un pañuelo rojo y enarbolaba una bandera, roja también, atada a una gran vara.
—Hola, Grigori Serguéievich —dijo la mujer con afabilidad—. ¿Vas a dispararme?
—No, no voy a hacerlo —respondió él—. Pero no puedo hablar por la policía.
Aunque Varia se detuvo, los demás siguieron la marcha, empujados desde atrás por miles de personas más. Grigori oyó que Pinski ordenaba avanzar a su caballería. La policía montada, los llamados «faraones», era la sección más odiada del cuerpo. Iban armados con látigos y porras.
—Lo único que queremos es ganarnos la vida y dar de comer a nuestras familias. ¿No es eso lo que quieres tú también, Grigori? —preguntó Varia.
Los manifestantes no se enfrentaron a los soldados ni intentaron atravesar su formación para cruzar el puente. En lugar de eso, se estaban dispersando por los terraplenes que había a lado y lado. Los faraones de Pinski hacían avanzar nerviosamente a sus caballos por el camino de sirga intentando cerrar el paso hacia el hielo, pero no eran suficientes para formar una barrera continua. Sin embargo, ningún manifestante quería ser el primero en echar a correr hacia el río, y se produjo un momento de indecisión.