Read La caída de los gigantes Online
Authors: Ken Follett
Su madre se echó a llorar.
Mediados de junio de 1917
I
Ethel jamás había pensado en los derechos de las mujeres hasta que se encontró en la biblioteca de Ty Gwyn, soltera y embarazada, mientras el abogado Solman, hombre tan repugnante, le exponía su situación real. Iba a pasar los mejores años de su vida luchando por alimentar y criar al hijo de Fitz, pero el padre del bebé no tenía obligación de ayudarla en ningún sentido. Esa injusticia había hecho que sintiera deseos de asesinar a Solman.
Su ira se había acrecentado aún más al buscar trabajo en Londres. Solo podría acceder a un empleo si había sido rechazado previamente por un hombre y, en ese caso, le ofrecerían la mitad del salario de aquel o incluso menos.
Sin embargo, su feminismo más airado se había fortalecido como el acero durante los años que había vivido junto a las mujeres curtidas, trabajadoras y más que pobres del East End londinense. Los hombres solían contar el cuento de la distribución de tareas en la familia: ellos salían a ganarse el pan y las mujeres se ocupaban de la casa y de los niños. La realidad era muy distinta. La mayoría de las mujeres que conocía Ethel trabajaba doce horas diarias y además cuidaba de la casa y de los niños. Pese a estar mal alimentadas, explotadas en el trabajo, a pesar de vivir en chabolas y vestir harapos, les quedaba ánimo para cantar canciones, reír y amar a sus hijos. En opinión de Ethel, una sola de esas mujeres tenía más derecho al voto que diez hombres juntos.
Había defendido la causa durante tanto tiempo que sintió algo muy raro cuando el voto femenino se convirtió en una posibilidad real a mediados de 1917. De pequeña había preguntado: «¿Cómo será el cielo?», y jamás había recibido una respuesta satisfactoria.
El Parlamento accedió a debatir la cuestión a mediados de junio.
—Es el resultado de dos compromisos —dijo Ethel, emocionada, a Bernie mientras leía la noticia en
The Times—
: la Conferencia Parlamentaria, que Asquith creó para esquivar el problema, estaba desesperada por evitar que se armase demasiado revuelo.
Bernie estaba dando a Lloyd el desayuno: tostadas mojadas en té con azúcar.
—Supongo que el gobierno teme que las mujeres vuelvan a encadenarse a las vías del tren.
Ethel asintió en silencio.
—Y si los políticos se dedican a solucionar un lío como ese, el pueblo empezará a decir que no se concentran en ganar la guerra. Así que el comité ha recomendado otorgar el voto solo a las mujeres mayores de treinta años que sean propietarias de una casa o esposas de propietarios. Lo que significa que soy demasiado joven.
—Ese es el primer compromiso —dijo Bernie—. ¿Y el segundo?
—Según Maud, el gabinete estaba dividido. —El gabinete de guerra estaba formado por cuatro hombres más el primer ministro, Lloyd George—. Curzon está en nuestra contra, por supuesto. —El conde Curzon, líder de la Cámara de los Lores, se enorgullecía de su misoginia. Era presidente de la Liga para la Oposición al Sufragio Femenino—. Y también Milner. Pero Henderson nos apoya. —Arthur Henderson era el presidente del Partido Laborista, cuyos diputados apoyaban a las mujeres, aunque muchos hombres laboristas no lo hicieran—. Bonar Law está de nuestro lado, aunque no demuestra demasiado interés.
—Dos a favor, dos en contra, y Lloyd George, como siempre, queriendo contentar a todo el mundo.
—El compromiso es que existirá el voto libre. —Eso significaba que el gobierno no ordenaría a sus partidarios que votaran en uno u otro sentido.
—De esa forma, ocurra lo que ocurra, no será culpa del gobierno —observó Bernie.
—Nadie ha dicho que Lloyd George no fuera ocurrente.
—Pero os ha dado una oportunidad.
—Eso es todo, una oportunidad. Todavía nos queda hacer bastante trabajo de campaña —repuso Ethel.
—Creo que descubrirás que la actitud en general ha cambiado —anunció Bernie con optimismo—. El gobierno está desesperado por conseguir que las mujeres entren en la industria a sustituir a los hombres enviados a Francia, así que están generando montones de propaganda para ensalzar la grandeza de las mujeres como conductoras de autobuses y fabricantes de armamento. Eso hace más difícil que la gente alegue que las mujeres son inferiores.
—Espero que tengas razón —dijo Ethel con fervor.
Llevaban cuatro meses casados, y Ethel no se arrepentía. Bernie era inteligente, interesante y amable. Creían en las mismas cosas y luchaban juntos por conseguirlas. Seguramente, Bernie sería el candidato laborista por Aldgate en las siguientes elecciones generales, se celebrasen cuando se celebrasen; como casi todo, los comicios tenían que esperar a que finalizara la guerra. Bernie sería un buen diputado, trabajador e inteligente. No obstante, Ethel no sabía si el Partido Laborista podría ganar en Aldgate. El diputado de la localidad en ese momento era del Partido Liberal, pero habían cambiado muchas cosas desde los comicios de 1910. Aunque no se admitiese la cláusula sobre el voto para las mujeres, las demás propuestas de la Conferencia Parlamentaria darían el voto a muchos más hombres de la clase trabajadora.
Bernie era un hombre bueno, pero, aunque a Ethel le avergonzase reconocerlo, todavía recordaba con nostalgia a Fitz, que no era inteligente, ni interesante, ni amable, y cuyas creencias estaban totalmente en contra de las suyas. Cuando pensaba en él estaba convencida de no ser mejor que esos hombres que babean al ver a las chicas que bailaban cancán. Esos individuos se excitaban al ver las medias, las combinaciones y las bragas con volantes; se sentía hipnotizada por las suaves manos de Fitz, por su forma de hablar cortante y por su aroma a limpio y ligeramente perfumado.
Sin embargo, ahora era Eth Leckwith. Todos hablaban de Eth y Bernie como si dijeran «sal y pimienta», «té con leche».
Puso los zapatos a Lloyd y lo llevó a casa de la cuidadora; luego se dirigió a la oficina de
The Soldier’s Wife
. El tiempo era agradable y se sentía animada. «Sí que podemos cambiar el mundo—pensó—. No es fácil, pero sí posible. El periódico de Maud conseguirá respaldo para la aprobación de la ley entre las mujeres de la clase trabajadora, y garantizará que todas las miradas estén puestas en los diputados cuando estos voten.»
Maud ya se encontraba en la diminuta oficina, pues había llegado temprano; sin duda, por las noticias. Estaba sentada en una vieja mesa manchada, llevaba un vestido de verano de color lila y un sombrerito con solapa delantera y trasera, con una llamativa y larguísima pluma que atravesaba la visera. La mayor parte de su ropa era de preguerra, pero seguía vistiendo con elegancia. Parecía alguien con demasiada clase para aquel lugar, como un purasangre en una granja.
—Tenemos que sacar una edición especial —anunció al tiempo que tomaba notas en una libreta—. Estoy escribiendo la primera plana.
A Ethel la invadió una oleada de emoción. Eso era lo que a ella le gustaba: la acción. Se sentó del otro lado de la mesa y dijo:
—Me aseguraré de que el resto de las páginas estén listas. ¿Qué te parece una columna en la que hablemos de cómo pueden colaborar las lectoras?
—Sí. Que vengan a nuestras reuniones, que presionen a su diputado, que escriban una carta a algún periódico, esa clase de cosas.
—Haré un borrador. —Tomó un lápiz y una libreta de un cajón.
—Tenemos que movilizar a las mujeres en contra de esta propuesta de ley —dijo Maud.
Ethel se quedó de piedra, con el lápiz paralizado en la mano.
—¿Cómo? —preguntó—. ¿Has dicho «en contra»?
—Por supuesto. El gobierno solo va a fingir que da el voto a las mujeres, pero seguirá negándonoslo a la mayoría.
Ethel miró al otro lado de la mesa y leyó el titular que Maud había escrito: «¡Votemos en contra de esta farsa!».
—Un segundo. —Ella no lo consideraba una farsa—. Puede que esto no sea lo que todas queremos, pero peor es nada.
Maud la miró, enfadada.
—No, nada no es peor. Esta propuesta de ley solo aspira a la igualdad para las mujeres mayores.
Maud estaba siendo demasiado teórica. Por supuesto que estaba mal el discriminar, por principio, a las mujeres más jóvenes. Pero, en ese preciso instante, no tenía importancia. Era un asunto de realidad política.
—Verás, algunas veces, las reformas tienen que hacerse paso a paso —replicó Ethel—. Poco a poco, todos los hombres han ido consiguiendo el derecho al voto. Incluso ahora, solo la mitad de ellos puede votar…
Maud la interrumpió con brusquedad.
—¿Has pensado en quiénes son las mujeres excluidas?
Era un defecto de Maud el poder parecer, de vez en cuando, prepotente. Ethel intentó no sentirse ofendida. Con calma, respondió:
—Bueno, yo soy una de ellas.
Maud no suavizó el tono.
—La mayoría de las mujeres que se dedican a la fabricación de armamento, y que son esenciales para la campaña de guerra, serán demasiado jóvenes para votar. Y también la mayoría de las enfermeras que han arriesgado su vida al cuidar a los heridos en Francia. Las viudas de los soldados no pueden votar, pese al terrible sacrificio que han hecho, si resulta que viven en casas de alquiler. ¿Es que no te das cuenta de que el objetivo de esta propuesta de ley es convertir a las mujeres en una minoría?
—¿Y por eso quieres hacer campaña en contra de la propuesta de ley?
—¡Por supuesto!
—Es una locura. —Ethel se sintió sorprendida y molesta por estar en tan rotundo desacuerdo con alguien que había sido su amiga y su colega durante tanto tiempo—. Lo siento, pero no veo cómo vamos a pedir a los diputados que voten en contra de algo que hemos exigido durante décadas.
—¡Eso no es lo que vamos a hacer! —Maud se enfadó aún más—. Hemos estado haciendo campaña por la igualdad, y esto no es igualdad. Si caemos en esta trampa, ¡nos quedaremos al margen durante otra generación!
—No se trata de caer o no en una trampa —dijo Ethel, irascible—. A mí no me están tomando el pelo. Entiendo lo que dices… no has sido muy sutil. Pero te equivocas en la valoración.
—¿Ah, sí? —respondió Maud, dándose aires de importancia, y de pronto Ethel le vio el parecido con Fitz: los hermanos defendían los argumentos contrarios con la misma tozudez.
—¡Tú piensa en la propaganda que sacarán los de la oposición! —replicó Ethel—. «Siempre hemos sabido que las mujeres no saben decidirse», dirán. «Por eso no pueden votar.» Volverán a burlarse de nosotras.
—Nuestra propaganda tiene que ser mejor que la suya —respondió Maud, airada—. Solo tenemos que explicar la situación a todos con mucha claridad.
Ethel sacudió la cabeza.
—Te equivocas. Estos temas tocan la fibra sensible. Durante años hemos hecho campaña en contra de la ley que prohibía el voto a las mujeres. Esa es la barrera. Una vez que se ha derribado, la gente verá las demás cuestiones como simples tecnicismos. Será relativamente fácil conseguir el voto para las mujeres más jóvenes y las demás restricciones ya se relajarán. Tienes que entenderlo.
—No, no lo entiendo —replicó Maud con frialdad. No le gustaba que le dijeran lo que tenía que hacer—. Esta propuesta de ley es un retroceso. Cualquiera que la apoye es un traidor.
Ethel se quedó mirando a Maud. Se sintió herida.
—No puedes decirlo en serio —espetó.
—Por favor, no me digas qué puedo y qué no puedo decir.
—Hemos trabajado y hecho campaña juntas durante dos años —dijo Ethel, y le brotaron las lágrimas—. ¿De verdad crees que si estoy en desacuerdo contigo soy desleal con la causa del sufragio femenino?
Maud se mostró implacable.
—Por supuesto que sí.
—Muy bien —respondió Ethel; y, sin saber qué otra cosa podía hacer, salió de allí.
II
Fitz encargó a su sastre que le confeccionara seis trajes nuevos. Todos los que tenía le quedaban grandes a su nueva y delgada figura y lo envejecían. Se puso su nueva ropa de fiesta: esmoquin negro, chaleco blanco y cuello de camisa de esmoquin con pajarita blanca. Se miró en el espejo de cuerpo entero de su habitación y pensó: «Así está mejor».
Bajó a la sala. Dentro de casa, podía moverse sin bastón. Maud le sirvió una copa de madeira.
—¿Cómo te encuentras? —le preguntó tía Herm.
—Los médicos dicen que la pierna está recuperándose, aunque es un proceso lento.
Fitz había regresado al frente a principios de año, pero el frío y la humedad habían resultado demasiado duros para él, y había regresado en el grupo de convalecientes; estaba trabajando para el servicio secreto.
—Sé que preferirías estar allí —dijo Maud—, pero no lamentamos que te hayas perdido los combates de esta primavera.
Fitz asintió en silencio. La ofensiva Nivelle había resultado un fracaso, y el general francés Nivelle había sido destituido. Los soldados franceses se habían amotinado: defendían las trincheras pero se negaban a cumplir la orden de avanzar. Hasta ese momento, había sido otro mal año para los aliados.
Sin embargo, Maud se equivocaba al pensar que Fitz habría preferido estar en el frente. El trabajo que hacía en la Sala 40 era seguramente más importante que la contienda en Francia. Muchas personas temían que los submarinos alemanes obstaculizaran las líneas de abastecimiento de Gran Bretaña. Pero en la Sala 40 se averiguaba dónde se encontraban los submarinos y se prevenía a los buques de guerra. Esa información, combinada con la táctica de enviar barcos en convoy escoltados por destructores, hacía que los submarinos resultasen mucho menos efectivos. Era una victoria, pese a que muy pocas personas estaban al tanto.
En ese momento, el peligro se encontraba en Rusia. El zar había sido depuesto, y podía ocurrir cualquier cosa. Hasta entonces, los moderados habían mantenido el control de la situación, pero ¿hasta cuándo podrían aguantar? No solo la familia de Bea y la herencia de Boy estaban en peligro. Si los extremistas tomaban el gobierno ruso podían declarar la paz con Alemania y liberar a cientos de miles de soldados alemanes para luchar en Francia.
—Al final no hemos perdido Rusia —comentó Fitz.
—De momento —dijo Maud—. Los alemanes están deseando que triunfen los bolcheviques. Todo el mundo lo sabe.
Mientras Maud hablaba, había entrado la princesa Bea, llevando un vestido de falda corta de seda plateada y un conjunto de joyas de diamantes. Fitz y Bea iban a una cena y luego a un baile: era la temporada londinense. Bea había escuchado el comentario de Maud y dijo: