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Authors: Ken Follett
La chica soltó un grito de sorpresa y de dolor.
Grigori no lo había hecho a propósito, pero estaba demasiado furioso para disculparse.
Durante unos minutos interminables, ella se quedó tendida en el suelo, gimoteando y blasfemando al mismo tiempo. Él resistió la tentación de ayudarla. Ella se levantó a duras penas, tambaleándose por el vodka.
—¡Eres un cerdo! —exclamó—. ¿Cómo puedes ser tan cruel? Se bajó el vestido y cubrió sus hermosas piernas—. ¡Menuda noche de bodas para una chica! ¡Su marido va y la tira de una patada de la cama!
Grigori se sintió herido por sus palabras, pero se quedó quieto y sin decir nada.
—Jamás creí que pudieras ser tan frío —siguió despotricando ella—. ¡Vete al infierno! ¡Vete al infierno! —Recogió sus zapatos, abrió la puerta de golpe y salió hecha una furia de la habitación.
Grigori se quedó hundido en la miseria. En su último día como civil había discutido con la mujer a la que adoraba. Ahora, si moría en el frente, moriría infeliz. «¡Qué mundo tan miserable —pensó—, qué vida tan estúpida!»
Se dirigió hacia la puerta para cerrarla. Al hacerlo, escuchó a Katerina en la habitación contigua, hablando con alegría forzada.
—A Grigori no se le empina ¡está demasiado borracho! —exclamó—. ¡Servidme más vodka y que siga el baile!
Grigori cerró de un portazo y se dejó caer en la cama.
III
Logró dormirse, aunque bastante inquieto. A la mañana siguiente se despertó temprano. Se aseó, se puso el uniforme y comió algo de pan.
Cuando asomó la cabeza por el dormitorio de las chicas, las vio profundamente dormidas; el suelo estaba cubierto de botellas y el aire cargado por el olor a humo del tabaco y cerveza derramada. Se quedó mirando durante largo rato a Katerina, que dormía con la boca abierta. Luego salió del edificio, sin saber si volvería a ver a la chica alguna vez, convenciéndose de que no le importaba.
Sin embargo, se sintió animado por la emoción y la confusión de presentarse ante su regimiento, recibir un arma y munición, encontrar el tren correcto y conocer a sus nuevos camaradas. Dejó de pensar en Katerina y se centró en el futuro inmediato.
Embarcó en un tren con Isaak y otros varios cientos de reservistas ataviados con sus guerreras y sus pantalones verdes nuevos. Como todos los demás, llevaba un fusil de fabricación rusa Mosin-Nagant, tan alto como él y equipado con una alargada y puntiaguda bayoneta. El enorme cardenal que le había dejado el mazo, que le cubría casi todo un lado de la cara, hizo que los demás pensaran que se trataba de una especie de matón, y lo trataban con respeto por precaución. El tren abandonó San Petersburgo entre una nube de vapor y avanzó con brío y ritmo constante pasando por campos y bosques.
El sol del ocaso quedaba siempre por delante de la máquina y a su derecha, así que debían de dirigirse al sudoeste, hacia Alemania. A Grigori le pareció algo evidente, aunque cuando lo comentó a sus compañeros, ellos se sorprendieron y se mostraron impresionados: la mayoría ni siquiera sabía en qué dirección quedaba Alemania.
Aquel no era más que el segundo viaje en tren de Grigori y recordaba con toda nitidez el primero. Cuando tenía once años, su madre los había llevado a Lev y a él a San Petersburgo. Habían ahorcado a su padre unos días antes, y la joven cabecita de Grigori estaba llena de miedo y tristeza, aunque, como cualquier niño, le había embargado la emoción por el viaje: el olor a combustible de la poderosa locomotora, las gigantescas ruedas, la camaradería de los campesinos en el vagón de tercera clase y la embriagadora velocidad a la que pasaba el campo. Parte de esa sensación de júbilo volvía a invadirlo en ese momento y no pudo evitar sentir que estaba viviendo una aventura que podía ser a un tiempo emocionante y terrible.
Esta vez, no obstante, viajaba en un vagón para el ganado, en el que iban todos menos los oficiales. El coche transportaba a unos cuarenta hombres: obreros de fábricas con la piel pálida y la mirada astuta procedentes de San Petersburgo; campesinos de largas barbas y pronunciación pausada que lo miraban todo con una asombrada curiosidad; y media docena de judíos de cabello y ojos oscuros.
Uno de los judíos se sentó junto a Grigori y se presentó como David. Según dijo, su padre fabricaba cubos de acero en el patio trasero de su casa y él viajaba de aldea en aldea vendiéndolos. Había muchísimos judíos en el ejército, le explicó, porque era más difícil para ellos que les concedieran la excedencia del servicio militar.
Estaban todos al mando del sargento Gávrik, un militar de carrera que parecía ansioso, que vociferaba las órdenes y usaba un gran número de tacos. Al parecer creía que todos los hombres eran campesinos y los llamaba «enculavacas». Tenía aproximadamente la misma edad que Grigori, era demasiado joven para haber estado en la guerra japonesa de 1904-1905, y Grigori supuso que, bajo esa apariencia de gallito, había un tipo asustado.
Cada pocas horas, el tren se detenía en una estación de pueblo y los hombres se apeaban. Algunas veces les servían sopa y cerveza, otras, solo agua. Entre parada y parada, permanecían sentados en el vagón. Gávrik se aseguró de que sabían limpiar el fusil y les recordó los rangos militares y cómo debían dirigirse a los oficiales. A los tenientes y capitanes había que llamarles «señor», pero para hablar con los oficiales de rango superior se requería toda una serie de tratamientos de cortesía cuya máxima expresión era «excelencia» para aquellos que, además, eran miembros de la aristocracia.
Llegado el segundo día, Grigori calculó que debían de encontrarse en el territorio ruso de Polonia.
Preguntó al sargento a qué parte del ejército pertenecían. Grigori sabía que eran el regimiento de Narva, pero nadie les había dicho cuál era exactamente su papel en el esquema general.
—Eso no es asunto tuyo, enculavacas —le respondió Gávrik. Tú limítate a ir a donde te envíen y a hacer lo que te digan.
Grigori supuso que el joven oficial desconocía la respuesta.
Tras un día y medio, el tren se detuvo en una ciudad llamada Ostrolenka. Grigori jamás había oído hablar de ella, pero sí advirtió que allí acababa la vía y supuso que el lugar debía de estar próximo a la frontera con Alemania. Estaban descargando cientos de vagones. Hombres y caballos sudaban y bufaban durante las maniobras de descarga de enormes metralletas de los trenes. Miles de soldados andaban dando vueltas mientras oficiales malhumorados intentaban organizarlos en secciones y compañías. Al mismo tiempo, toneladas de suministros tenían que ser cargados en carromatos tirados por caballos: medias reses, sacos de harina, barriles de cerveza, cajones de munición, embalajes de proyectiles y toneladas de forraje para todos los caballos.
En cierto momento, Grigori vio la detestada cara del príncipe Andréi. Vestía un uniforme espléndido —Grigori no estaba lo bastante familiarizado ni con los galones ni con las insignias como para identificar el regimiento ni el rango— y montaba un alto caballo zaino. A la zaga le iba, caminando, un cabo que portaba una jaula con un canario. «Podría pegarle un tiro ahora mismo —pensó Grigori—, y vengar a mi padre.» Era una idea estúpida, por supuesto, pero acarició el gatillo de su fusil mientras el príncipe y su pájaro enjaulado se confundían entre la multitud.
El ambiente era caluroso y seco. Esa noche, Grigori durmió en el suelo con los demás hombres de su vagón. Se dio cuenta de que formaban un pelotón, y de que estarían juntos en el futuro próximo. A la mañana siguiente conocieron a su oficial, un teniente segundo de juventud desconcertante apellidado Tomchak. Los sacó de Ostrolenka por un camino que llevaba al noroeste.
El teniente segundo Tomchak dijo a Grigori que eran el XIII Cuerpo, que estaban a las órdenes del general Kliuev, y que formaban parte del II Ejército ruso, cuyo comandante era el general Samsonov. Cuando Grigori transmitió esa información a los demás hombres, estos se asustaron, porque el número trece daba mala suerte, y el sargento Gávrik dijo:
—Ya te dije que no era asunto tuyo, Peshkov, maldito marica chupapollas.
No se habían alejado mucho de la ciudad cuando terminó el camino de grava para dar paso a una senda arenosa que atravesaba el bosque. Los carros de avituallamiento quedaron encallados, y los conductores vieron que un solo caballo no podía tirar de un carromato del ejército por la arena. Tuvieron que desenjaezar todas las bestias y enjaezar dos por carromato, y hubo que abandonar a la vera del camino todos los carros que iban a remolque.
Marcharon el día entero y volvieron a dormir bajo las estrellas. Todas las noches, al acostarse, Grigori pensaba: «Un día más y sigo vivo para cuidar de Katerina y del bebé».
Esa noche Tomchak no recibió órdenes, así que se quedaron sentados bajo los árboles hasta la mañana siguiente. Grigori se alegró; le dolían las piernas por la marcha del día anterior y los pies por las botas nuevas. Los campesinos estaban acostumbrados a caminar todo el día y se reían de la debilidad de los soldados de ciudad.
A mediodía un mensajero les llevó órdenes de partir a las ocho de la mañana, cuatro horas antes de lo previsto.
No había provisiones para suministrar agua a los hombres que iniciaban la marcha, así que tendrían que saciar la sed en los pozos o cauces que encontrasen en el camino. Pronto aprendieron a beber hasta hartarse siempre que tenían la ocasión y a mantener la cantimplora reglamentaria llena hasta arriba. Tampoco contaban con medios para cocinar, y la única comida que tenían eran unas galletas secas, elaboradas con harina, agua y sal, a las que llamaban pan duro. Cada pocos kilómetros los reunían a todos para empujar un cañón encallado en algún pantano o banco de arena.
Marchaban hasta que se ponía el sol y volvían a dormir bajo los árboles.
Al mediodía de la tercera jornada salieron de un bosque y encontraron una granja en medio de unos campos de trigo y avena maduros. Era un edificio de dos plantas con un tejado inclinadísimo. En el patio había un cabezal de pozo de cemento y una estructura baja que tenía aspecto de pocilga, salvo por el hecho de que estaba limpia. El lugar parecía el hogar de un acaudalado terrateniente o, quizá, del hijo pequeño de un noble. Estaba cerrado con llave y deshabitado.
Kilómetro y medio más allá, para asombro de todos, el camino atravesaba una aldea con edificaciones similares, todas abandonadas. El descubrimiento empezó a hacer pensar a Grigori que habían cruzado la frontera y se habían adentrado en Alemania, y que aquellas lujosas casas eran los hogares de granjeros alemanes que habían huido, con sus familias y sus cabezas de ganado, escapando de la inminente llegada del ejército ruso. Pero ¿dónde estaban las casuchas de los campesinos pobres? ¿Qué había pasado con las boñigas de los cerdos y las vacas? ¿Por qué no había vaquerizas en ruinas con las paredes llenas de agujeros tapados con tablones y techos plagados de boquetes?
Los soldados estaban exultantes.
—¡Están huyendo de nosotros! —exclamó un campesino—. Nos tienen miedo, a nosotros, a los rusos. ¡Tomaremos Alemania sin pegar ni un solo tiro!
Grigori sabía, gracias al círculo de debate de Konstantín, que el plan de los alemanes era conquistar primero Francia y luego ocuparse de Rusia. Los alemanes no se habían batido en retirada, estaban escogiendo el mejor momento para luchar. Aun así, habría sido sorprendente que hubieran entregado aquel excelente territorio sin combatir.
—¿Qué parte de Alemania es esta, señor? —preguntó a Tomchak.
—Lo llaman Prusia Oriental.
—¿Es la parte más rica del país?
—No creo —respondió Tomchak—. No veo ningún palacio.
—¿La gente corriente de Alemania es lo bastante rica como para vivir en casas como estas?
—Supongo que sí.
A todas luces, Tomchak, quien parecía recién salido del colegio, no sabía mucho más que Peshkov.
Grigori siguió avanzando, aunque se sentía desmoralizado. Siempre se había considerado un hombre bien informado, pero no tenía ni idea de que los alemanes vivieran tan bien.
Fue Isaak quien expresó sus dudas en voz alta.
—Nuestro ejército ya está teniendo problemas para alimentarnos, aunque no hemos pegado ni un solo tiro —dijo en voz baja—. ¿Cómo se supone que podemos combatir contra un pueblo que está tan bien organizado que tiene a los cerdos en casas de piedra?
IV
Walter estaba eufórico por los acontecimientos acaecidos en Europa. Había muchas probabilidades de que estallara una guerra de corta duración y resultara en una victoria rápida para Alemania. Podría reunirse con Maud en Navidad.
A menos que muriera, por supuesto. Aunque, si eso ocurría, moriría feliz.
Se estremecía de alegría cada vez que recordaba la última noche que habían pasado juntos. No habían perdido ni un minuto de su valioso tiempo en dormir. Habían hecho el amor tres veces. La dificultad inicial, descorazonadora, había servido en realidad para intensificar su euforia. Entre acto y acto habían dormido juntos, hablando y acariciándose como sin darse cuenta. Fue una conversación sin igual. Cualquier cosa que Walter pudiera decirse a sí mismo, podía decírsela también a Maud. Jamás se había sentido tan unido a una persona.
Al rayar el alba, habían vaciado el frutero y se habían comido todos los bombones. Y, al final, habían tenido que marcharse: Maud para regresar a hurtadillas a la casa de Fitz, fingiendo ante el servicio que había salido a pasear temprano; y Walter a su apartamento, para cambiarse de ropa, preparar la bolsa de viaje y dar a su criado instrucciones de que enviara el resto de sus posesiones a su casa de Berlín.
En el taxi en el que hicieron el breve recorrido desde Knightsbridge a Mayfair fueron fuertemente agarrados de la mano sin apenas decir nada. Walter hizo detenerse al conductor antes de doblar la esquina y llegar a casa de Fitz. Maud lo besó una vez más, buscando con su lengua la de Walter, con una pasión desesperada. Se marchó y lo dejó preguntándose si volvería a verla alguna vez.
La guerra había empezado bien. El ejército alemán cruzaba Bélgica como una exhalación. Al sur, los franceses —movidos por el instinto más que por la estrategia— habían invadido Lorena, y lo único que habían logrado era que los acribillase la artillería alemana. En ese momento se batían en retirada total.
Japón se había puesto del lado de los aliados británicos y franceses, que, por desgracia, habían liberado a los soldados rusos del frente de Extremo Oriente para enviarlos al campo de batalla europeo. Sin embargo, los estadounidenses ya habían confirmado su neutralidad, lo que supuso un gran alivio para Walter. Reflexionó sobre lo pequeño que se había vuelto el mundo: Japón estaba en el extremo más oriental del planeta y Estados Unidos en el más occidental. La guerra abarcaba todo el globo.