La caída de los gigantes (56 page)

BOOK: La caída de los gigantes
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¿Qué debía hacer? No había nadie a la vista; no recibiría órdenes de ningún oficial. Sin embargo, no podía quedarse donde estaba. El cuerpo estaba en retirada, eso era seguro, así que pensó que debía retroceder. Si quedaba alguna tropa rusa, seguramente estaría al este.

Se volvió, dejando el sol de poniente a su espalda, y empezó a caminar. Avanzó por el bosque con el mayor sigilo posible, sin saber dónde podrían estar los alemanes. Se preguntó si la totalidad del II Ejército habría sido abatida o si habría huido. Comprendió que podía morir de hambre en el bosque.

Después de una hora de recorrido se detuvo a beber en un arroyo. Pensó en limpiarse la herida, pero decidió que sería mejor no tocarla. Tras saciar su sed, descansó, acurrucado en el suelo, con los ojos cerrados. No tardaría en anochecer. Por suerte, el clima era seco y podía dormir a ras de suelo.

Estaba medio dormido cuando oyó un ruido. Levantó la mirada y se quedó impactado al ver que se trataba del oficial alemán a caballo, que avanzaba entre los árboles a unos diez metros de distancia. El hombre había pasado sin ver a Grigori tendido junto al arroyo.

Con sigilo, Peshkov agarró su fusil y quitó el seguro. Se arrodilló, se lo apoyó en el hombro y apuntó con cuidado al centro de la espalda del alemán. El hombre se encontraba en ese momento a unos trece metros: un blanco perfecto para un fusil.

En el último momento, el alemán percibió el peligro gracias a su sexto sentido y se volvió sobre la silla de montar.

Grigori apretó el gatillo.

El tiro sonó ensordecedor en el silencio del bosque. El caballo dio un salto hacia delante. El oficial cayó hacia un lado y golpeó contra el suelo, pero le quedó un pie enganchado en el estribo. El caballo lo arrastró sobre el manto del bosque durante unos cien metros, luego deceleró y se detuvo.

Grigori permaneció escuchando atentamente por si el ruido del disparo había atraído a alguien más. Solo se oía la suave brisa que revolvía las hojas.

Se dirigió hacia el caballo. A medida que se acercaba se puso el fusil al hombro y apuntó al oficial, aunque fue una precaución innecesaria. El hombre estaba tendido sin moverse, boca arriba, con los ojos muy abiertos y su casco acabado en punta tirado junto a él. Tenía el pelo rubio y muy corto, y unos ojos verdes bastante bonitos. Podía ser el hombre que Grigori había visto antes; no podía asegurarlo. Lev sí lo habría sabido, se habría acordado del caballo.

Grigori destapó las alforjas. En una iban los mapas y el telescopio. En la otra, había una salchicha y un trozo de pan negro. Grigori estaba muerto de hambre. Le dio un mordisco a la salchicha. Era un embutido de fuerte sabor especiado, con pimienta, finas hierbas y ajo. La pimienta le subió los colores y le hizo sudar. Masticó a toda prisa, tragó y luego se metió un montón de pan en la boca. La comida estaba tan buena que podría haber roto a llorar. Se quedó ahí de pie, apoyado contra el flanco del enorme caballo, comiendo todo lo rápido que podía, mientras el hombre al que había matado lo miraba con sus ojos verdes de muerto.

VI

—Calculamos unas treinta mil bajas rusas, general —indicó Walter a Ludendorff. Intentaba que su entusiasmo no resultara muy evidente, pero la victoria alemana era sobrecogedora y no podía dejar de sonreír.

Ludendorff mantenía fríamente sus emociones bajo control.

—¿Prisioneros?

—En el último recuento eran unos noventa y dos mil, señor.

Eran unas cifras asombrosas, pero Ludendorff se tomaba las cosas con calma.

—¿Algún general?

—El general Samsonov se ha suicidado. Tenemos su cuerpo. Martos, comandante del XV Cuerpo ruso, ha sido hecho prisionero. Hemos requisado quinientas armas de artillería.

—En resumen —dijo Ludendorff, que al final levantó la mirada de su escritorio de campaña—. El II Ejército ruso ha sido borrado del mapa. Ya no existe.

Walter no podía evitar sonreír.

—Sí, señor.

Ludendorff no correspondió la sonrisa. Agitó la hoja de papel que había estado estudiando.

—Lo que hace que estas noticias resulten aún más irónicas.

—¿Señor?

—Nos envían refuerzos.

Walter se quedó boquiabierto.

—¿Qué? Disculpe, general… ¿refuerzos?

—Estoy tan sorprendido como usted. Tres cuerpos de infantería y una división de caballería.

—¿Desde dónde?

—Desde Francia, donde necesitamos hasta al último hombre si queremos que el Plan Schlieffen funcione.

Walter recordó que Ludendorff había trabajado en los detalles del Plan Schlieffen, con su acostumbrada energía y meticulosidad, y sabía lo que era necesario en Francia, hasta el último hombre, caballo y bala.

—Pero ¿cómo se ha tomado esa decisión? —preguntó Walter.

—No lo sé, pero lo puedo suponer. —El tono de Ludendorff se tornó más amargo—. Es una cuestión política. Las princesas y las condesas de Berlín han estado lloriqueando y suplicando a la esposa del káiser por la protección de sus fincas familiares, de las que se están apoderando los rusos. El alto mando ha cedido a la presión.

Walter sintió que se ruborizaba. Su propia madre era una de las damas que habían estado dando la lata a la esposa del káiser. Porque el hecho de que las mujeres se preocupasen y pidiesen protección era algo comprensible, pero que el ejército cediera a sus súplicas y se arriesgase a hacer descarrilar toda la estrategia de ataque, resultaba imperdonable.

—¿Eso no es exactamente lo que quieren los aliados? —preguntó, indignado—. Los franceses convencieron a los rusos para que invadieran con un ejército que no estaba preparado del todo, con la esperanza de que a nosotros nos entrara el miedo y corriéramos a enviar refuerzos al frente oriental, y ¡así dejar debilitadas a nuestras filas en Francia!

—Exacto. Los franceses se están retirando: están superados en número, en armamento, se sienten moralmente derrotados. Su única esperanza era que pudiéramos distraernos. Y han visto su deseo cumplido.

—Y bien —dijo Walter con desesperación—, pese a nuestra gran victoria en el este, ¡los rusos han logrado la ventaja estratégica que sus aliados necesitaban en el oeste!

—Sí —corroboró Ludendorff—. Exacto.

13

Septiembre-diciembre de 1914

I

El llanto de una mujer despertó a Fitz.

Al principio pensó que era Bea. Luego recordó que su mujer estaba en Londres y que él se encontraba en París. La chica tendida en la cama junto a él no era una princesa embarazada de veintitrés años, sino una camarera francesa de diecinueve con cara de ángel.

Se incorporó apoyándose en un codo y la miró. Tenía unas pestañas rubias que reposaban sobre sus mejillas como mariposas sobre pétalos. En ese momento estaban húmedas por las lágrimas.


J’ai peur
—dijo gimoteando—. Tengo miedo.

Él le acarició el pelo.


Calme-toi
—le dijo—. Tranquilízate. —Había aprendido más francés con mujeres como Gini que en el colegio.

Gini era el diminutivo de Ginette, pero aun así sonaba a nombre inventado. Seguramente la habían bautizado con un apelativo tan prosaico como Françoise.

Era una mañana agradable, una brisa cálida entró soplando por la ventana abierta de la habitación de Gini. Fitz no oyó disparos, ni las pisadas de las botas militares marchando en formación sobre los adoquines.

—París todavía no ha caído —dijo él murmurando con un tono que pretendía calmarla.

Pero la afirmación no cumplió su cometido, pues intensificó el llanto.

Fitz se miró el reloj de pulsera. Eran las ocho y media. Tenía que estar de regreso en el hotel a las diez sin falta.

—Si llegan los alemanes, ¿me protegerás? —preguntó Gini.

—Por supuesto,
chérie
—respondió, intentando soslayar una ligera sensación de culpabilidad. Lo habría hecho de haber podido, pero ella no era lo más prioritario en su vida.

—¿Llegarán? —preguntó ella con un hilillo de voz.

Fitz deseó poder saberlo. El ejército alemán doblaba en número la cifra que había predicho el servicio secreto francés. Había irrumpido como un torbellino en el noreste de Francia y había ganado todas las batallas. En ese momento, la avalancha había alcanzado una línea que se encontraba al norte de París, aunque Fitz no sabría a qué distancia exacta hasta pasadas un par de horas.

—Algunos dicen que nadie defenderá la ciudad —balbució Gini entre sollozos—. ¿Es verdad?

Fitz tampoco conocía ese dato. Si París resistía, sería destrozada por la artillería alemana. Sus magníficos edificios quedarían en ruinas, sus amplios bulevares, llenos de cráteres, sus
bistros
y
boutiques
, reducidos a escombros. Resultaba tentador imaginar que la ciudad se entregaría y se libraría de todo eso.

—Podría ser mejor para ti —dijo a Gini con falso entusiasmo—. Te acostarás con un gordo general prusiano que te llamará
Liebling
.

—No quiero a ningún prusiano. —Su voz quedó convertida en un susurro—. Te quiero a ti.

Y él pensó que tal vez fuera cierto, o que, tal vez, solo lo veía como su billete para huir de allí. Todo el que podía estaba abandonando la ciudad, pero no era fácil. La mayoría de los coches particulares habían sido requisados por el ejército. Con los trenes ocurría lo mismo sin previo aviso, y los pasajeros civiles quedaban tirados en medio de la nada. Un taxi hasta Burdeos costaba mil quinientos francos, el precio de una casa pequeña.

—Puede que no ocurra —le dijo Fitz—. A estas alturas, los alemanes deben de estar agotados. Llevan un mes de marcha y lucha continuadas. No pueden mantener el mismo ritmo eternamente.

Creía solo a medias en lo que decía. Los franceses habían luchado con denuedo en la retaguardia. Los soldados estaban exhaustos, muertos de hambre y desmoralizados, pero pocos habían sido hechos prisioneros y no habían perdido más que un puñado de armas. El imperturbable comandante en jefe, el general Joffre, había mantenido las fuerzas aliadas unidas y se había retirado a una línea del frente al sudeste de París, donde estaba reagrupando a las tropas. Además, había despedido sin ningún tipo de miramientos a los oficiales profesionales franceses que sencillamente no daban la talla: dos comandantes del ejército, siete comandantes de diversos cuerpos y docenas de otros rangos a los que había echado sin piedad.

Los alemanes no eran conscientes de ello. Fitz había leído mensajes decodificados de los que se podía deducir que los germanos se sentían exageradamente seguros. De hecho, el alto mando alemán había ordenado la retirada de tropas de Francia y las había enviado como refuerzo a Prusia Oriental. Fitz creía que eso podía ser un error. Los franceses todavía no habían terminado.

No estaba muy seguro de los movimientos de los ingleses.

La Fuerza Expedicionaria Británica era un grupo reducido: cinco divisiones y media, en comparación con las setenta divisiones francesas ya en el frente. Habían luchado con valentía en Mons, lo que llenaba a Fitz de orgullo; pero en cinco días habían perdido a quince mil de sus cien mil hombres y se habían batido en retirada.

Los Fusileros Galeses formaban parte de la fuerza británica, pero Fitz no estaba con ellos. Al principio le decepcionó que lo destinaran a París como oficial de enlace: anhelaba combatir con su regimiento. Estaba seguro de que los generales lo trataban como a un aficionado que había sido enviado a otro lugar para que no pudiera perjudicar mucho al conjunto. Sin embargo, él conocía París y hablaba francés, así que no se podía negar que estaba muy bien cualificado.

Al final resultó que su cometido era más importante de lo que había imaginado. Las relaciones entre los altos mandos franceses y sus homólogos británicos estaban peligrosamente deterioradas. La Fuerza Expedicionaria Británica estaba dirigida por un maniático demasiado susceptible cuyo nombre, ligeramente confuso, era sir John French. En un momento bastante inicial de la contienda, se sintió ofendido por lo que él consideró una falta de consulta por parte del general Joffre, y se enfurruñó. Fitz se esforzaba por mantener un flujo constante de información general y secreta entre los dos comandantes aliados pese a la atmósfera de hostilidad.

Todo esto resultaba embarazoso y un tanto vergonzoso, y Fitz, como representante de los ingleses, se sentía mortificado por el desdén mal disimulado de los oficiales franceses. Sin embargo, la situación había empeorado sobremanera hacía cuestión de una semana. Sir John había dicho a Joffre que sus hombres necesitaban dos jornadas de descanso. Al día siguiente cambió su petición y la aumentó a diez días. Los franceses se quedaron horrorizados, y Fitz se sintió profundamente avergonzado de su propio país.

Había mantenido una acalorada discusión con el coronel Hervey, un adulador asesor de sir John, pero sus quejas encontraron por toda respuesta la indignación y la negación. Al final, Fitz habló por teléfono con lord Remarc, subsecretario del Ministerio de Guerra. Habían sido compañeros en Eton, y Remarc era uno de los chismosos amigos de Maud. Fitz no se sintió bien al actuar a espaldas de sus oficiales superiores de aquel modo, pero la lucha por París pendía de un hilo tan fino que creyó que debía tomar cartas en el asunto. Había aprendido que el patriotismo no era algo sencillo.

El resultado de sus quejas fue explosivo. El primer ministro Asquith envió al nuevo ministro de Guerra, lord Kitchener, a toda prisa a París, y el jefe de sir John le echó la bronca el día antes. Fitz tenía grandes esperanzas de ser sustituido en breve. Si eso no sucedía, al menos saldría de golpe del letargo en que se encontraba.

No tardaría en descubrirlo.

Volvió la espalda a Gini y apoyó los pies en el suelo.

—¿Te vas? —preguntó ella.

Él se levantó.

—Tengo trabajo pendiente.

Ella se retiró la sábana de una patada. Fitz contempló sus senos perfectos. Gini captó su mirada, sonrió a pesar de las lágrimas y separó las piernas de forma provocativa.

Él resistió la tentación.

—Prepara café,
chérie
—dijo.

La chica se puso un batín de seda de color verde claro y calentó agua mientras Fitz se vestía. La noche anterior había cenado en la embajada británica con el uniforme de gala de su regimiento, pero, después de la cena, había cambiado la guerrera militar de color escarlata, que habría levantado demasiadas sospechas, por un chaqué corto para visitar los bajos fondos.

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