Read La caída de los gigantes Online
Authors: Ken Follett
De pronto, el hombre se movió. Grigori sufrió un instante de pavor pues creía que lo habían visto; pero el alemán hizo un experto viraje con el caballo y se dirigió hacia el oeste al trote.
Grigori regresó corriendo junto al sargento Gávrik.
—¡He visto un alemán! —dijo.
—¿Dónde?
Grigori señaló con el dedo.
—Por allí… yo estaba meando.
—¿Estás seguro de que era un alemán?
—Llevaba un casco acabado en punta.
—¿Qué estaba haciendo?
—Estaba sentado sobre su caballo, mirando por un telescopio.
—¡Era de la unidad de reconocimiento! —exclamó Gávrik—. ¿Le has disparado?
Fue en ese momento cuando Grigori recordó que se suponía que debía matar soldados alemanes, no huir de ellos.
—Se me ocurrió que tenía que venir a contárselo —respondió, apocado.
—¡Eres un maldito cagado! ¿Para qué crees que te hemos dado un arma, imbécil? —gritó Gávrik.
Grigori miró el fusil cargado que llevaba en las manos, con su bayoneta de aspecto amenazante. Claro que debería de haber disparado. ¿En qué estaría pensando?
—Lo siento —dijo.
—Ahora que lo has dejado escapar, ¡el enemigo sabrá dónde estamos!
Grigori se sentía humillado. Durante su formación como reservista jamás habían hablado de esa situación, aunque debería haber sido capaz de imaginársela.
—¿En qué dirección se ha ido? —exigió saber Gávrik.
Al menos, Grigori sí podía responder a eso.
—Hacia el oeste.
Gávrik se volvió y se dirigió a toda prisa hacia el teniente segundo Tomchak, que estaba apoyado contra un árbol, fumando. Unos minutos después, Tomchak tiró el cigarrillo y se dirigió hacia el comandante Bobrov, un atractivo oficial de más edad y melena canosa.
Después de aquello, todo sucedió muy deprisa. No tenían artillería, pero la sección de ametralladoras descargó sus armas de los carros. Los seiscientos hombres del batallón fueron distribuidos en una línea irregular que iba de norte a sur y que cubría una extensión de novecientos metros. Escogieron un par de hombres para ir por delante. A continuación, los demás avanzaron lentamente hacia el oeste, en dirección a la puesta de sol, agachados entre la maleza.
Pasados unos minutos, empezaron a caer los proyectiles. Producían una especie de chillido al cruzar el aire, luego impactaban contra la cúpula del bosque para acabar aterrizando en el suelo a unos metros por detrás de Grigori y explotaban con una ruidosa deflagración que sacudía la tierra.
—Ese soldado de reconocimiento les ha dado nuestra posición y el alcance de tiro —dijo Tomchak—. Disparan al lugar donde estábamos. Menos mal que nos hemos movido.
Pero los alemanes también sacaban sus conclusiones y, al parecer, se dieron cuenta de su error, porque el siguiente proyectil cayó justo enfrente de la trayectoria en la que avanzaban los rusos.
Los hombres que rodeaban a Grigori estaban con los nervios de punta. Miraban a su alrededor constantemente, sostenían el fusil en alto, listo para disparar, y se insultaban a la menor provocación. David no dejaba de mirar al cielo como si hubiera podido ver cómo caía el proyectil y agacharse para esquivarlo. Isaak tenía una expresión agresiva, como la que ponía en el campo de fútbol cuando el equipo contrario empezaba a jugar sucio. Grigori descubrió que la certeza de que alguien estaba haciendo todo lo posible por matarte resultaba terriblemente angustiante. Se sentía como si le hubieran dado una malísima noticia pero no pudiera recordar cuál. Tenía la alocada fantasía de cavar un agujero en el suelo y esconderse dentro.
Se preguntó qué verían los francotiradores enemigos. ¿Había un vigilante apostado en una colina o batiendo el bosque con un par de potentes binoculares alemanes? No se veía a ningún otro hombre en el bosque, aunque tal vez hubiera seiscientos agrupados moviéndose entre los árboles.
Alguien había decidido que el alcance de tiro era el adecuado, porque durante los segundos que siguieron impactaron varios proyectiles en ese punto, y algunos dieron en el blanco. Se producían explosiones ensordecedoras a ambos lados de Grigori; surtidores de tierra se elevaban en el aire, los hombres gritaban y salían volando partes de cuerpos desmembrados. Grigori temblaba, aterrorizado. No se podía hacer nada, no había forma de protegerse: todo dependía de que te alcanzara un proyectil o no te alcanzara. Apretó el paso, como si ir más deprisa pudiera ayudar. Los demás hombres debían de haber pensado lo mismo, porque, sin orden previa, todos empezaron a avanzar a paso ligero.
Grigori agarró su fusil con las manos sudorosas e intentó no dejarse llevar por el miedo. Cayeron más proyectiles, por delante y por detrás de él, a derecha e izquierda. Corrió más deprisa.
El fuego de artillería se intensificó de tal manera que ya no era capaz de distinguir los proyectiles por separado: no había más que un ruido continuo como de un centenar de trenes expresos. Luego fue como si el batallón penetrase en la zona de tiro de los francotiradores, porque los impactos empezaron a producirse detrás de ellos. Pronto, la lluvia de proyectiles fue disminuyendo. Pasados unos minutos, Grigori se dio cuenta del porqué. Delante de él apareció una ametralladora y entendió, angustiado y aterrorizado, que estaba cerca de la línea enemiga.
Ráfagas de ametralladora barrían el bosque, desgarrando el follaje y astillando los pinos. Grigori escuchó una explosión a su lado y vio caer a Tomchak. Se arrodilló junto al teniente segundo, y vio la sangre en su cara y en la pechera de la guerrera. Con horror, observó que uno de sus ojos había quedado destrozado. Tomchak intentó moverse, pero entonces chilló de dolor. Grigori se preguntó en voz alta: «¿Qué hago? ¿Qué hago?». Podría haber vendado una herida en la piel, pero ¿cómo podía ayudar a un hombre al que habían disparado en el ojo?
Sintió un golpe en la cabeza y vio que Gávrik pasaba por su lado corriendo y gritando:
—Sigue moviéndote, Peshkov, ¡maldito estúpido!
Se quedó mirando durante un rato más a Tomchak. Le pareció que el oficial había dejado de respirar. No podía estar seguro, pero de todas formas se puso en pie y salió disparado.
El fuego se intensificó. El miedo de Grigori se tornó rabia. Las balas del enemigo producían una sensación de indignación. En su fuero interno, sabía que se trataba de un pensamiento irracional, pero no podía evitarlo. De pronto quiso matar a esos bastardos. Un par de cientos de metros por delante, pasado el claro, vio uniformes grises y cascos acabados en punta. Hincó una rodilla en el suelo detrás de un árbol, echó un vistazo por un lado del tronco, levantó el fusil, avistó un alemán y, por primera vez, apretó el gatillo.
No ocurrió nada, y entonces recordó el seguro.
No era posible quitar el seguro de un Mosin-Nagant si se tenía apoyado en el hombro. Bajó el fusil, se sentó en el suelo detrás del árbol y se apoyó la culata en la cara interior del codo; luego giró el enorme cerrojo curvo con el que se quitaba el seguro.
Echó un vistazo a su alrededor. Sus camaradas habían dejado de correr y se habían puesto a cubierto como él. Algunos estaban disparando, otros recargando sus fusiles, otros se retorcían de dolor por las heridas, y otros estaban tendidos, paralizados por la muerte.
Grigori se asomó por un lado del tronco, se apoyó el arma en el hombro y entrecerró un ojo para mirar por el cañón. Vio un fusil que sobresalía por detrás de un arbusto y un casco acabado en punta justo por encima. Tenía el corazón henchido de odio y apretó el gatillo a toda velocidad, cinco veces seguidas. El fusil al que apuntaba se retiró a toda prisa, pero no cayó, y Grigori supuso que había fallado. Se sintió decepcionado y frustrado.
El Mosin-Nagant solo tenía cinco disparos. Sacó sus cartuchos y recargó el fusil. En ese momento quería matar tantos alemanes como pudiera.
Volvió a mirar por un lado del árbol y localizó a un alemán escapando por un claro del bosque. Vació el cargador, pero el hombre siguió corriendo y desapareció tras una arboleda.
Grigori se dio cuenta de que no todo consistía en disparar. Abatir al enemigo era difícil; mucho más difícil en la contienda real que en la reducida cantidad de prácticas de tiro que había hecho durante su formación. Tendría que intentarlo con más ahínco.
Mientras volvía a recargar, oyó los disparos de una ametralladora y la vegetación que lo rodeaba quedó arrasada. Pegó la espalda al tronco del árbol y encogió las piernas, para convertirse en un blanco más pequeño. Su oído le indicó que la ametralladora debía de estar a unos cientos de metros a su derecha.
Cuando el arma dejó de disparar, Grigori escuchó gritar a Gávrik:
—¡Apuntad a esa ametralladora, imbéciles! ¡Disparadles mientras están recargando!
Grigori asomó la cabeza y buscó el nido de ametralladoras. Localizó el trípode colocado entre dos grandes árboles. Apuntó con su fusil y luego hizo una pausa. Se recordó que no todo consistía en disparar. Respiró con calma, equilibró el pesado cañón y apuntó al casco que tenía en el punto de mira. Bajó un poco el arma hasta apuntar al pecho del hombre. La guerrera del uniforme estaba desabrochada a la altura del tórax: el hombre estaba acalorado por el esfuerzo.
Grigori apretó el gatillo.
Falló. Por lo visto, el alemán no se había percatado del disparo. Grigori no tenía ni idea de adónde podía haber ido a parar la bala.
Volvió a disparar y vació el cargador sin obtener resultados. Era una locura. Esos cerdos intentaban matarlo y él era incapaz de darle siquiera a uno. Tal vez estuviera demasiado lejos. O tal vez, simplemente, era mal tirador.
La ametralladora reanudó los disparos y todo el mundo se quedó de piedra.
Apareció el comandante Bobrov, avanzando a cuatro patas sobre el manto del bosque.
—¡Hombres! —gritó—. ¡A mi orden, carguen contra esa ametralladora!
«Debes de estar loco —pensó Grigori—. Pues yo no lo estoy.»
El sargento Gávrik repitió la orden.
—¡Preparaos para cargar contra ese nido de ametralladoras! ¡Esperad la orden!
Bobrov se enderezó y corrió en cuclillas a lo largo de la línea. Grigori lo escuchó gritar la misma orden un poco más allá. «Pierdes el tiempo —pensó Grigori—. ¿Te has creído que somos suicidas?»
El traqueteo de la ametralladora se acalló, y el comandante se puso en pie y quedó expuesto sin remedio. Había perdido la gorra y su pelo cano lo convertía en un blanco muy visible.
—¡Adelante! —gritó.
Gávrik repitió la orden.
—¡Vamos, vamos, vamos!
Tanto Bobrov como Gávrik dieron ejemplo y salieron corriendo entre los árboles y en dirección hacia el nido de ametralladoras. De pronto, Grigori se encontró haciendo lo mismo, pisoteando los matojos y las hojas caídas, corriendo medio agachado e intentando que no se le cayera su fusil pesado y difícil de manejar. La ametralladora permanecía en silencio, pero los alemanes disparaban con todas sus demás armas, y el efecto de docenas de fusiles disparando al mismo tiempo resultaba casi enloquecedor, pero Grigori siguió corriendo como si fuera lo único que pudiera hacer. Vio al equipo de tiradores de la ametralladora recargando desesperado, toqueteando torpemente el cañón, con el rostro desencajado por el miedo. Algunos soldados rusos estaban disparando, pero Grigori no tuvo tanta presencia de ánimo; se limitaba a seguir corriendo. Seguía a cierta distancia de la ametralladora cuando vio a tres alemanes ocultos tras un arbusto. Parecían terriblemente jóvenes, y se quedaron mirándolo, asustados. Los encañonó con su fusil de bayoneta levantado ante sí, como si fuera una lanza medieval. Oyó que alguien gritaba y se dio cuenta de que había sido él mismo. Los tres jóvenes salieron huyendo.
Grigori fue tras ellos, pero estaba débil por el hambre y ellos no tardaron en escaparse. Recorridos unos cientos de metros, se detuvo, agotado. Por todos lados había alemanes a la fuga y rusos persiguiéndolos. El grupo de la ametralladora había abandonado el arma. Grigori supuso que debía de ponerse a disparar, pero, por el momento, no tenía fuerzas ni para levantar el fusil.
El comandante Bobrov reapareció corriendo a lo largo de la línea rusa.
—¡Avancen! —gritó—. ¡No los dejen escapar!, ¡mátenlos a todos o ellos volverán a matarlos algún día! ¡Adelante!
Exhausto, Grigori empezó a correr. Pero giraron las tornas. Estalló el caos a su izquierda: tiros, gritos, insultos. De pronto aparecieron soldados rusos procedentes de esa dirección corriendo para salvar la vida. Bobrov, quien estaba de pie junto a Grigori, exclamó:
—Pero ¿qué demonios…?
Grigori se dio cuenta de que estaban atacándolos por un flanco.
—¡Manténganse firmes! —gritó Bobrov—. ¡A cubierto y disparen!
Nadie lo escuchaba. Los recién llegados salieron corriendo hacia el bosque, muertos de miedo, y los compañeros de Grigori empezaron a unirse al grupo en desbandada, que se volvía hacia la derecha y salía corriendo en dirección al norte.
—¡Conserven la posición, soldados! —gritó Bobrov. Sacó su pistola—. ¡He dicho que mantengan la posición! —Apuntó al grupo de soldados rusos que pasó corriendo junto a él—. ¡Se lo advierto, dispararé a los desertores!
Se oyó un estallido y la sangre le manchó el pelo. Cayó al suelo. Grigori no sabía si había caído por una bala perdida alemana o por una de su propio bando.
Se volvió para huir corriendo con los demás.
Llegaban tiros de todas partes. Grigori no sabía quién disparaba a quién. Los rusos se dispersaron por el bosque, y, poco a poco, le pareció que iba dejando el fragor de la batalla atrás. Siguió corriendo mientras pudo, pero al final cayó sobre un lecho de hojas, agotado, incapaz de continuar. Se quedó allí tirado durante largo rato, con la sensación de estar paralizado. Vio que seguía llevando el fusil, lo que le sorprendió: no sabía por qué no lo había soltado.
Al final se levantó como pudo. Advirtió que hacía ya un rato que le dolía la oreja derecha. Se la tocó y chilló de dolor. Le quedaron los dedos pegajosos por la sangre. Volvió a palparse la oreja con cuidado. Espantado, descubrió que gran parte del cartílago había desaparecido. Lo habían herido y no se había dado cuenta. En algún momento, una bala le había arrancado media oreja.
Revisó su fusil. El cargador estaba vacío. Lo recargó, aunque no estaba seguro de por qué lo hacía: parecía incapaz de dar a nadie. Puso el seguro.
Supuso que los rusos habían caído en una emboscada. Los habían hecho avanzar hasta quedar rodeados y, entonces, los alemanes habían cerrado la trampa.