Read La caída de los gigantes Online
Authors: Ken Follett
Su maleta de cartón de segunda mano estaba sobre la mesa. Aunque era pequeña, estaba medio vacía. Se llevaba camisas, ropa interior y su juego de ajedrez. Solo tenía un par de botas. No había acumulado demasiadas pertenencias en los nueve años que habían transcurrido desde la muerte de su madre.
Antes de irse a la cama, abrió el armario donde Lev guardaba su revólver, un Nagant M1895 de fabricación belga. Vio, con gran desazón, que el arma no se encontraba en su lugar habitual.
Descorrió el pestillo de la ventana para no tener que levantarse de la cama para abrirla cuando volviera Lev.
Tumbado en la cama, despierto, escuchando el estruendo familiar de los trenes, se preguntó cómo sería su vida a seis mil quinientos kilómetros de allí. Siempre había vivido con Lev, y había ejercido el papel de madre y padre. A partir del día siguiente, no sabría cuándo pasaba toda la noche fuera su hermano, armado con un revólver. ¿Sería un alivio o se preocuparía aún más?
Como siempre, Grigori se despertó a las cinco. Su barco partía a las ocho, y el muelle estaba a una hora de camino a pie. Tenía tiempo de sobra.
Lev no había vuelto a casa.
Grigori se lavó las manos y la cara. Frente al pedazo de espejo, se recortó el bigote y la barba con unas tijeras de cocina. Luego se puso su mejor traje. Pensaba dejarle el otro a Lev.
Estaba calentando un cazo de gachas de avena cuando alguien llamó a la puerta con fuerza.
Sin duda tenían que ser malas noticias. Los amigos se quedaban fuera y gritaban; solo las autoridades llamaban a la puerta. Grigori se puso la gorra, salió al pasillo y miró hacia abajo por la escalera. La casera dejó entrar a dos hombres que vestían el uniforme negro y verde de la policía. Tras observarlos detenidamente, Grigori reconoció la cara redonda y gordinflona de Mijaíl Pinski, y la cabeza pequeña, de rata, de su adlátere, Ilia Kozlov.
Pensó rápido. Estaba claro que había algún sospechoso de asesinato en el edificio. El culpable con más probabilidades era Lev. Tanto si era él como otro huésped, interrogarían a todo el mundo. Ambos policías recordaban el incidente de febrero, cuando Grigori rescató a Katerina de sus garras, y estaba claro que pretendían aprovechar la oportunidad para detenerlo.
Lo que provocaría que Grigori perdiera su barco.
Aquel horrible pensamiento lo paralizó. ¡Perder el barco! Después de la espera, de todo lo que había ahorrado, de lo mucho que anhelaba la llegada de aquel día. «No —pensó—; no permitiré que ocurra.»
Regresó a su habitación mientras los dos policías empezaban a subir por las escaleras. De nada serviría suplicarles; al contrario: si Pinski descubría que Grigori estaba a punto de emigrar, disfrutaría aún más encarcelándolo. Ni tan siquiera tendría la oportunidad de devolver el pasaje y recuperar el dinero. Todos aquellos años de ahorro al garete.
Era necesario que huyera.
Escudriñó la habitación frenéticamente. Había una puerta y una ventana. Tendría que salir por donde acostumbraba a entrar Lev de noche. Miró hacia fuera: el patio posterior estaba vacío. La policía de San Petersburgo se caracterizaba por su brutalidad, pero nadie los había acusado jamás de ser listos, y a Pinski y a Kozlov no se les pasó por la cabeza la idea de vigilar la parte trasera de la casa. Tal vez sabían que la única salida por el patio trasero consistía en cruzar las vías del tren; sin embargo, aquello no suponía un gran obstáculo para un hombre desesperado.
Grigori oyó los gritos y chillidos de las chicas que ocupaban la habitación de al lado: los policías habían empezado por ellas.
Se dio unas palmadas en la pechera de la chaqueta. El billete, los papeles y el dinero estaban en el bolsillo. El resto de sus posesiones mundanas se encontraban en la maleta de cartón.
Cogió la maleta y se asomó por la ventana hasta donde le permitió su sentido del equilibrio. Lanzó la maleta, que aterrizó de costado y, al parecer, sin sufrir daños.
La puerta de su habitación se abrió de golpe.
Grigori sacó las piernas por la ventana, se sentó en el alféizar durante una fracción de segundo y saltó al tejado del lavadero. Resbaló por culpa de las tejas y cayó de culo. Acto seguido, se deslizó por el tejado, hasta el canalón. Oyó un grito detrás de él pero no miró atrás. Saltó del tejado del lavadero al suelo y aterrizó sin hacerse daño.
Agarró la maleta y echó a correr.
Se oyó un disparo, lo que lo asustó y lo obligó a correr aún más rápido. La mayoría de los policías eran incapaces de acertar a darle al Palacio de Invierno desde tres metros, pero a veces sucedían accidentes. Subió por el terraplén de la vía férrea, consciente de que mientras ascendía se convertía en un objetivo fácil. Oyó el golpeteo y el ruido entrecortado de una locomotora, miró a la derecha y vio un tren de mercancías que se aproximaba muy rápido. Hubo otro disparo, y notó un golpe en algún lado, pero no sintió dolor, por lo que imaginó que la bala había impactado en su maleta. Alcanzó la cima del terraplén, sabiendo que su cuerpo se perfilaba de forma visible sobre el cielo claro del amanecer. El tren estaba a unos cuantos metros de distancia. El maquinista dio un bocinazo largo. Se oyó un tercer disparo. Grigori se tiró a las vías, frente al tren, para cruzar al otro lado.
La locomotora pasó aullando junto a él, con el estruendo de las ruedas de acero al entrechocar con los raíles, dejando tras de sí una estela de vapor, mientras el ruido de la bocina se apagaba. Grigori se puso en pie como buenamente pudo. Ahora estaba protegido de los disparos por un tren cargado con carbón. Cruzó las demás vías. Cuando pasó el último vagón, bajó por el terraplén y cruzó el patio de una pequeña fábrica para llegar a la calle.
Miró su maleta, que tenía un agujero en un borde. No le habían dado por poco.
Echó a caminar con brío, intentando recuperar el aliento, y se preguntó qué debía hacer. Ahora que estaba a salvo, al menos de momento, empezó a preocuparse por su hermano. Tenía que saber si Lev estaba en problemas y, en tal caso, de qué tipo.
Decidió ir al último lugar donde había visto a Lev, que era el bar de Mishka.
Mientras se dirigía al bar, se puso nervioso ante la posibilidad de que lo vieran. Tendría que tener muy mala suerte, pero no era imposible: Pinski podía rondar por las calles. Se caló bien la gorra aunque, en realidad, no creía que le ayudara a ocultar su identidad. Se cruzó con unos trabajadores que se dirigían al muelle y se unió al grupo, pero la maleta le hacía destacar entre los demás.
Aun así, logró llegar al bar de Mishka sin problemas. El local estaba decorado con bancos y mesas de madera caseras. Olía a la cerveza y el humo de tabaco de la noche anterior. Por las mañanas Mishka servía pan y té a la gente que no podía desayunar en casa, pero en los últimos tiempos el negocio iba mal por culpa de la huelga, y el establecimiento estaba casi vacío.
Grigori quería preguntarle a Mishka si sabía adónde se dirigía Lev cuando se fue, pero antes de poder hacerlo vio a Katerina. Parecía que había pasado toda la noche en vela. Tenía sus ojos azules inyectados en sangre, el pelo rubio alborotado, y la falda arrugada y manchada. Estaba muy alterada, le temblaban las manos y los regueros de las lágrimas surcaban las mejillas mugrientas. Sin embargo, aquello hizo que Grigori la encontrara aún más bella; sintió el deseo de abrazarla y consolarla. Puesto que no podía reaccionar de aquel modo, acudiría en su ayuda, que era lo único que podía hacer.
—¿Qué ha pasado? —preguntó—. ¿Qué sucede?
—Gracias a Dios que estás aquí —dijo ella—. La policía busca a Lev.
Grigori lanzó un gruñido. De modo que su hermano se había metido en problemas. Precisamente ese día.
—¿Qué ha hecho? —No se le pasó por la cabeza la posibilidad de que fuera inocente.
—Anoche hubo un altercado. Teníamos que descargar unos cigarrillos de una barcaza. —Debían ser cigarrillos robados, pensó Grigori. Katerina prosiguió—: Lev los pagó, pero entonces el barquero dijo que no había suficiente dinero y empezó una discusión. Alguien disparó, Lev también, y huimos.
—¡Gracias a Dios que no os hirieron!
—Ahora no tenemos ni los cigarrillos ni el dinero.
—Qué desastre. —Grigori miró el reloj que había sobre la barra. Eran las seis y cuarto. Aún tenía tiempo de sobra—. Sentémonos. ¿Quieres un té? —Le hizo una seña a Mishka y le pidió dos tés.
—Gracias —dijo Katerina—. Lev cree que uno de los heridos debe de haber hablado con la policía. Y ahora lo buscan.
—¿Y a ti?
—Eso no es problema, nadie sabe mi nombre.
Grigori asintió.
—De modo que lo que debemos hacer es impedir que la policía le eche el guante a Lev. Tendrá que permanecer escondido durante una semana, y luego irse de San Petersburgo.
—No tiene dinero.
—Claro que no. —Lev nunca tenía dinero para lo básico, aunque siempre podía tomarse un trago, hacer apuestas e invitar a las chicas—. Puedo darle algo. —Grigori tendría que echar mano del dinero que había ahorrado para el viaje—. ¿Dónde está?
—Me ha dicho que se reuniría contigo en el barco.
Mishka trajo los tés. Grigori se dio cuenta de que tenía hambre, había dejado las gachas de avena en el fuego, y pidió un poco de sopa.
—¿Cuánto dinero podrás darle a Lev? —preguntó Katerina, que lo miraba con seriedad.
Cuando le ponía aquella cara, Grigori siempre tenía la sensación de que haría todo aquello que ella le pidiera. Apartó la mirada.
—Lo que necesite —respondió.
—Eres muy bueno.
Grigori se encogió de hombros.
—Es mi hermano.
—Gracias.
A Grigori le gustó que Katerina fuera tan agradecida, pero también se sintió avergonzado. Llegó la sopa y empezó a comer; por fin una distracción. La comida le hizo sentirse más optimista. Lev siempre andaba metiéndose en problemas, pero al final lograba salir indemne. Estaba convencido de que esta vez también lo conseguiría. Aquello no significaba que Grigori tuviera que perder su barco.
Katerina lo miraba, mientras sorbía el té. Ya no tenía aquella mirada de desesperación. «Lev te pone en peligro —pensó Grigori—, yo acudo al rescate y, sin embargo, lo prefieres a él.»
Por entonces Lev ya debía de estar en el muelle, tratando de pasar inadvertido entre las sombras de una grúa, nervioso, alerta ante la posible presencia de policías, mientras esperaba. Grigori debía ponerse en marcha. Sin embargo, tal vez no volvería a ver a Katerina jamás, y no soportaba la idea de despedirse de ella para siempre.
Acabó la sopa y miró el reloj. Eran casi las siete. Estaba apurando demasiado.
—Debo irme —dijo, muy a su pesar.
Katerina lo acompañó hasta la puerta.
—No seas muy duro con Lev —le pidió.
—¿Lo he sido alguna vez?
Katerina le puso las manos sobre los hombros, se alzó de puntillas y le dio un beso fugaz en los labios.
—Buena suerte —le deseó.
Grigori se fue.
Recorrió a toda prisa las calles del sudoeste de San Petersburgo, un barrio industrial lleno de depósitos, fábricas, almacenes y casuchas superpobladas. El vergonzoso impulso de llorar se le pasó al cabo de unos minutos. Caminaba por el lado de la sombra, con la gorra bien calada y la cabeza gacha, y evitaba las zonas muy abiertas. Si Pinski había hecho circular una descripción de Lev, un policía atento podía detener a Grigori fácilmente.
Sin embargo, llegó al muelle sin que nadie reparase en él. Su barco, el
Ángel Gabriel
, era un buque pequeño y herrumbroso que transportaba mercancías y pasajeros. En ese preciso instante estaban cargando unos cajones de madera remachados con clavos y que llevaban el nombre del mayor peletero de la ciudad. Mientras observaba la escena, los estibadores metieron la última caja en la bodega y la tripulación cerró la escotilla.
Una familia de judíos mostraba sus billetes al encargado de la plancha. Según su propia experiencia, todos los judíos querían irse a América. Tenían incluso más motivos que él. En Rusia las leyes les impedían poseer tierras, convertirse en funcionarios, ser oficiales del ejército y un sinfín de cosas más. Ni tan siquiera podían vivir donde quisieran, y existían cuotas que limitaban el número de judíos que podían asistir a la universidad. Era un milagro que pudieran ganarse la vida. Y si prosperaban, a pesar de las pocas probabilidades que tenían de conseguirlo, no pasaba mucho tiempo antes de que fueran agredidos por una multitud, por lo general acicateada por policías como Pinski: les daban una paliza, las familias quedaban aterrorizadas, les rompían los escaparates y prendían fuego a sus propiedades. Lo sorprendente era que aún quedara alguno de ellos.
Sonó la sirena del barco para avisar a los pasajeros de que subieran a bordo.
No veía a su hermano por ningún lado. ¿Qué le había pasado? ¿Había vuelto a cambiar de planes? ¿O acaso lo habían detenido?
Un niño tiró a Grigori de la manga.
—Un hombre quiere hablar con usted —le dijo.
—¿Qué hombre?
—Se parece a usted.
«Gracias a Dios», pensó Grigori.
—¿Dónde está?
—Detrás de las tablas.
Había una pila de madera en el muelle. Grigori se dirigió corriendo hacia el lugar y encontró a Lev escondido, fumando un cigarrillo y hecho un manojo de nervios. Estaba alterado y pálido, algo muy poco habitual en él ya que, por regla general, acostumbraba a mostrarse alegre en la adversidad.
—Tengo problemas —dijo Lev.
—De nuevo.
—¡Esos barqueros son unos mentirosos!
—Y, a buen seguro, también unos ladrones.
—No te pongas sarcástico conmigo. No hay tiempo.
—No, tienes razón. Tenemos que sacarte de la ciudad hasta que la situación se calme un poco.
Lev negó con la cabeza y expulsó el humo al mismo tiempo.
—Uno de los barqueros ha muerto. Me buscan por asesinato.
—Oh, joder. —Grigori se sentó sobre las tablas y hundió la cabeza entre las manos—. Asesinato —dijo.
—Trofim está muy mal herido y la policía lo ha hecho hablar. Me ha acusado.
—¿Cómo sabes todo esto?
—He visto a Fiódor hace media hora. —Fiódor era un policía corrupto, conocido de Lev.
—Eso son malas noticias.
—Y la cosa no acaba ahí. Pinski ha jurado que me detendría, para vengarse de ti.
Grigori asintió.
—Es lo que me temía.
—¿Qué voy a hacer?
—Tendrás que ir a Moscú. San Petersburgo no será una ciudad segura para ti durante un tiempo, y quizá no vuelva a serlo jamás.