Read La caída de los gigantes Online
Authors: Ken Follett
—Ese barco alemán acabó entregando las armas a México. Tan solo atracó en otro puerto y descargó sin problemas. De modo que han muerto diecinueve soldados estadounidenses en vano. Es una gran humillación para Woodrow Wilson.
Maud sonrió y le tocó el brazo a Lloyd George.
—¿Le importaría explicarme una cosa, canciller?
—Si puedo, querida —dijo con indulgencia.
Maud sabía que a la mayoría de los hombres les encantaba que una mujer, sobre todo si era joven y atractiva, les pidiera que le explicara algo.
—¿Por qué es tan importante lo que sucede en México?
—El petróleo, querida señora, el petróleo —repitió Lloyd George.
Alguien le preguntó algo y el canciller se volvió.
Maud vio a Walter. Se encontraron a los pies de la escalinata. Él se inclinó sobre su mano enguantada, y ella tuvo que resistirse a la tentación de tocarle su pelo rubio. Su amor por Walter había despertado en su interior como un león aletargado, ávido de deseo físico, un animal que era acicateado y atormentado por los besos robados y los roces furtivos.
—¿Está disfrutando de la ópera, lady Maud? —le preguntó Walter cortésmente, pero sus ojos de color avellana decían «me gustaría estar a solas contigo».
—Mucho. Don Giovanni tiene una voz maravillosa.
—En mi opinión el director de orquesta sigue un tempo demasiado elevado.
Walter era la única persona que conocía que se tomaba la música tan en serio como ella.
—No estoy de acuerdo —replicó—. Es una comedia, de modo que las melodías deben fluir ágilmente.
—Pero no es tan solo una comedia.
—Es cierto.
—Quizá reduzca un poco el tempo cuando las cosas se pongan feas en el segundo acto.
—Parece que habéis ganado una especie de batalla diplomática en México —dijo Maud, cambiando de tema.
—Mi padre está… —tuvo que pensar para encontrar la palabra adecuada, algo poco habitual en él— … exultante —dijo tras una pausa.
—¿Y tú no?
Arrugó el entrecejo.
—Me preocupa que el presidente estadounidense quiera devolvérnosla algún día.
En ese momento Fitz pasó a su lado y dijo:
—Hola, Von Ulrich, ¿por qué no nos acompañas a nuestro palco? Tenemos un asiento libre.
—¡Será un placer! —dijo Walter.
Maud estaba encantada. Fitz solo intentaba ser hospitalario: no sabía que su hermana estaba enamorada de Walter. Tendría que ponerlo al corriente dentro de poco. Sin embargo, no estaba convencida de cómo asimilaría la noticia. Sus países estaban enfrentados, y aunque Fitz consideraba a Walter su amigo, de ahí a recibirlo con los brazos abiertos como cuñado iba un trecho.
Walter y ella subieron la escalinata y recorrieron el pasillo. La hilera trasera del palco de Fitz solo tenía dos asientos y un ángulo de visión muy malo. Maud y Walter ocuparon esos asientos sin pensarlo.
Al cabo de unos minutos, se apagaron las luces. En la penumbra, Maud se imaginó a solas con Walter. El segundo acto empezó con el dueto entre Don Giovanni y Leporello. A Maud le gustaba el modo en que Mozart hacía cantar juntos a amos y criados, mostrando las complejas e íntimas relaciones entre las clases altas y bajas. Muchos dramas solo reflejaban la vida de las clases altas, y representaban a los sirvientes como si fueran una parte más del mobiliario, tal y como deseaba mucha gente.
Bea y la duquesa regresaron al palco durante el trío «Ah! Taci, ingiusto core». Todo el mundo parecía haber agotado los temas de conversación, ya que apenas se oía hablar a la gente. Nadie hablaba con Maud ni Walter, ni tan siquiera los miraba, y Maud se preguntó, presa de la excitación, si podría aprovecharse del entorno y el momento. Con la confianza que da la audacia, estiró el brazo y le agarró la mano a Walter con disimulo. Él sonrió, y le acarició los dedos con la yema del pulgar. Maud se moría por besarlo, pero hacerlo sería una imprudencia.
Cuando Zerlina cantó su aria «Vedrai, carino», en un romántico compás de tres por ocho, un impulso irresistible tentó a Maud y, cuando Zerlina se llevó la mano de Masetto a su corazón, Maud se puso la de Walter en el pecho. El joven agregado alemán dio un grito ahogado involuntario, pero nadie lo oyó porque Masetto estaba haciendo un ruido similar, tras ser derribado por Don Giovanni.
Maud le dio la vuelta a la mano para que pudiera sentir su pezón con la palma. A Walter le enloquecían sus pechos, y se los tocaba siempre que podía, lo cual sucedía pocas veces. Ella deseaba que fuera más a menudo: le encantaba. Aquello fue otro descubrimiento. Otras personas se los habían acariciado (un médico, un cura anglicano, una chica mayor en la clase de baile, un hombre en una multitud), y a ella le molestaba y, al mismo tiempo, halagaba el mero pensamiento de que fuera capaz de despertar la lujuria de la gente, pero hasta entonces jamás lo había disfrutado. Miró a Walter a la cara y vio que tenía la vista fija en el escenario, pero unas gotas de sudor brillaban en su frente. Maud se preguntó si estaba mal excitarlo de aquel modo, cuando no podía proporcionarle mayor satisfacción; pero él no hizo el menor ademán de retirar la mano, por lo que ella dedujo que le gustaba lo que estaba haciendo. Y a Maud también. Pero, como siempre, quería más.
¿Qué la había cambiado? Ella nunca había sido así. Era Walter, claro, y la conexión que sentía con él, una proximidad tan intensa que tenía la sensación de que podía decirle cualquier cosa, hacer lo que le viniera en gana, sin reprimir nada. ¿Qué lo hacía a él tan diferente de los demás hombres que la habían atraído? Un hombre como Lowthie, o incluso Bing, esperaba que una mujer se comportara como un niño bien educado: que escuchase con respeto cuando él soltaba una perorata, que riera para reconocer su gran ingenio, que obedeciera cuando adoptaba un papel autoritario y que le diera un beso siempre que se lo pidiera. Walter la trataba como un adulto. No flirteaba, no era condescendiente, no era presuntuoso e invertía el mismo esfuerzo, como mínimo, en escucharla que cuando le hablaba.
La música se volvió siniestra, la estatua cobró vida y el Commendatore entró en el comedor de Don Giovanni con una disonancia que Maud reconoció como una séptima disminuida. Era el punto culminante dramático de la ópera, y Maud estaba casi segura de que nadie los miraría. Tal vez podía proporcionarle una pequeña satisfacción a Walter, pensó; y la mera idea la dejó sin respiración.
Mientras los trombones resonaban sobre la voz grave de barítono del Commendatore, ella puso la mano sobre el muslo de Walter. Podía sentir el calor de su piel a través de la fina lana de sus pantalones de vestir. Él no la miró, pero Maud vio que abrió la boca y que jadeaba. Deslizó la mano por el muslo y, cuando Don Giovanni cogió al Commendatore de la mano, ella encontró el pene erecto de Walter y lo agarró.
Maud estaba muy excitada y, al mismo tiempo, sentía mucha curiosidad. Jamás había hecho aquello. Lo palpó por encima de los pantalones. Era más grande de lo que esperaba, y también más duro, parecía un pedazo de madera más que una parte del cuerpo. Era raro, pensó, que pudiera suceder un cambio físico tan extraordinario gracias al tacto de una mujer. Cuando ella se excitaba los cambios era muy pequeños: aquella forma de henchirse apenas perceptible, y la humedad en su interior. Para los hombres eran como izar una bandera.
Maud sabía lo que hacían los chicos, ya que había espiado a Fitz cuando tenía quince años; entonces imitó la acción que le había visto llevar a cabo, ese movimiento hacia arriba y hacia abajo de la mano, mientras el Commendatore exigía a Don Giovanni que se arrepintiera, y este se negaba una y otra vez. Walter resollaba, pero nadie podía oírlo porque la orquesta tocaba muy fuerte. Ella estaba encantada de poder satisfacerlo. Veía las nucas de las demás personas que había en el palco, y la aterraba la posibilidad de que alguien pudiera volverse, pero se sentía demasiado embargada por lo que estaba haciendo para detenerse. Walter le cogió la mano con la suya, para enseñarle cómo tenía que hacerlo, para agarrarla con fuerza cuando bajaba y aliviar la presión cuando subía, y ella lo imitó. Mientras Don Giovanni era arrastrado a la hoguera, Walter dio un respingo en el asiento. Maud sintió una especie de espasmos en el pene (una, dos y tres veces) y entonces, mientras Don Giovanni moría de miedo, Walter se desplomó, exhausto.
De repente Maud se dio cuenta de que lo que había hecho era una absoluta locura y apartó la mano rápidamente. Se sonrojó, avergonzada. Ella también jadeaba e intentó respirar con normalidad.
En el escenario empezó el
ensemble
final y Maud se relajó. No sabía qué la había poseído, pero se había salido con la suya. El alivio de tensión hizo que le entraran ganas de reír, pero logró contener la risa.
Miró a Walter a los ojos. Él la observaba, embelesado. Maud sintió un gran placer. Él se inclinó junto a ella y le susurró al oído:
—Gracias.
Maud lanzó un suspiro y respondió:
—Ha sido un placer.
Junio de 1914
I
A principios de junio Grigori Peshkov por fin tenía suficiente dinero para comprar un pasaje a Nueva York. La familia Vyalov de San Petersburgo le vendió el billete y los papeles necesarios para pasar el control de inmigración al llegar a Estados Unidos, incluida una carta del señor Josef Vyalov de Buffalo, en la que prometía darle trabajo a Grigori.
Grigori besó el billete. Se moría de ganas de marcharse. Era como un sueño, y tenía miedo de despertarse antes de que zarpara el barco. Ahora que faltaba tan poco para la partida, anhelaba aún más el momento cuando estuviera en cubierta y mirara hacia atrás para ver desaparecer Rusia por el horizonte y de su vida para siempre.
La noche antes de su marcha, los amigos le organizaron una fiesta.
Se celebró en el bar de Mishka, un local situado cerca de la fábrica metalúrgica Putílov. Había una docena de compañeros del trabajo, la mayoría de los miembros del Círculo de Debate Bolchevique sobre socialismo y ateísmo, y las chicas de la casa donde vivían Grigori y Lev. Todos estaban en huelga, al igual que la mitad de las fábricas de San Petersburgo, de modo que nadie tenía mucho dinero, pero unieron fuerzas y compraron un barril de cerveza y unos cuantos arenques. Era una cálida noche y se sentaron en los bancos, en un pequeño terreno abandonado que había junto al bar.
A Grigori no le entusiasmaban las fiestas. Habría preferido pasar la noche jugando al ajedrez. El alcohol atontaba a la gente, y le parecía absurdo coquetear con las esposas o las novias de otros hombres. Su amigo Konstantín, que tenía el pelo alborotado, el jefe del círculo de debate, estaba discutiendo sobre la huelga con Isaak, el agresivo futbolista, y acabaron peleándose a gritos. Varia, la fornida madre de Konstantín, se bebió gran parte de la botella de vodka, le dio un puñetazo a su marido y perdió el conocimiento. Lev llevó a un puñado de amigos —a hombres que Grigori no conocía y a chicas a las que no quería conocer— y se bebieron toda la cerveza sin aportar ni un rublo.
Grigori se pasó la noche mirando tristemente a Katerina, que estaba de buen humor ya que le gustaban las fiestas. Su falda larga se arremolinaba en sus piernas, y sus ojos azules centelleaban mientras iba de un lado a otro, provocando a los hombres y cautivando a las mujeres, con aquella boca generosa y grande que siempre lucía una sonrisa. Llevaba ropa vieja y remendada, pero tenía un cuerpo maravilloso, del tipo que encantaba a los hombres rusos, con mucho pecho y las caderas anchas. Grigori se enamoró de ella el día en que la conoció, y su amor no había menguado en cuatro meses. Sin embargo, ella prefería a su hermano.
¿Por qué? No tenía nada que ver con el aspecto. Ambos hermanos eran tan parecidos que, en ocasiones, la gente los confundía. Tenían la misma altura y peso, y podían llevar la ropa del otro. No obstante, Lev poseía encanto a raudales. Era informal y egoísta, y vivía al borde de la ley, pero las mujeres lo adoraban. Grigori era honesto y digno de confianza, un hombre que trabajaba duro, serio y que pensaba las cosas, y estaba soltero.
Sería distinto en Estados Unidos. Todo iba a ser distinto allí. Los terratenientes estadounidenses no podían ahorcar a sus campesinos. La policía norteamericana tenía que llevar a juicio a la gente antes de castigarla. El gobierno ni tan siquiera podía encarcelar a los socialistas. No había nobles: todo el mundo era igual, hasta los judíos.
¿Podía ser real? En ocasiones, Norteamérica le parecía un país de fantasía, como las historias que la gente contaba de las islas de los mares del Sur, donde bellas doncellas entregaban sus cuerpos a todo aquel que se lo pedía. Sin embargo, debía de ser cierto: miles de emigrantes habían escrito cartas a casa. En la fábrica, un grupo de socialistas revolucionarios había iniciado una serie de lecturas sobre la democracia norteamericana, pero la policía les prohibió continuar.
Se sentía culpable por dejar atrás a su hermano, pero era lo mejor.
—Cuida de ti —le dijo a Lev hacia el final de la velada—. Ya no estaré aquí para sacarte de todos los problemas.
—No me pasará nada —replicó Lev de forma despreocupada—. Cuida tú de ti mismo.
—Te enviaré el dinero para el pasaje. No tardaré mucho gracias a los sueldos americanos.
—Lo estaré esperando.
—No te traslades o perderemos el contacto.
—No me iré a ningún lado, hermano mayor.
No habían decidido si también Katerina acabaría yendo a Estados Unidos. Grigori dejó que fuera Lev quien sacara a relucir el tema, pero no lo había hecho. Grigori no sabía si debía alegrarle o temer que Lev quisiera llevarla consigo.
Lev agarró a Katerina del brazo y le dijo:
—Tenemos que irnos.
Grigori se sorprendió.
—¿Adónde vais a esta hora de la noche?
—Voy a reunirme con Trofim.
Trofim era un miembro menor de la familia Vyalov.
—¿Por qué tienes que verlo esta noche?
Lev le guiñó un ojo.
—Eso da igual. Volveremos antes de que amanezca, con tiempo de sobra para llevarte a la isla Gutuyevski. —Era el lugar donde atracaban los vapores transatlánticos.
—De acuerdo —dijo Grigori—. No hagas nada peligroso —añadió, sabiendo que de nada servía que se lo dijera.
Lev le dijo adiós con un gesto alegre de la mano y desapareció.
Era casi medianoche. Grigori se despidió de todos. Varios de sus amigos lloraron, aunque no sabía si era de pena o por la bebida. Regresó a casa con algunas de las chicas y todas lo besaron en el vestíbulo. Luego se fue a su habitación.