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Authors: Ken Follett
Al cabo de un minuto, sin aliento, se separó de él. Walter la miró con adoración.
—Eres una calamidad —dijo—. ¡Mira que decir que el Volga cruza Belgrado!
—Ha funcionado, ¿o no?
Él negó con la cabeza, admirado.
—Jamás se me habría ocurrido. Qué lista eres.
—Necesitamos un atlas —dijo Maud—. Por si entra alguien.
Walter repasó las estanterías con la mirada. Aquella era la biblioteca de un coleccionista más que de un lector. Todos los libros tenían elegantes encuadernaciones, la mayoría parecían no haber sido abiertos jamás. En un rincón acechaban unas cuantas obras de consulta, y se hizo con un atlas en el que encontró un mapa de los Balcanes.
—La crisis… —empezó a decir Maud con preocupación—. A largo plazo… No nos separará, ¿verdad?
—No si puedo evitarlo —dijo Walter.
Se la llevó detrás de una estantería para que no pudieran verlos de inmediato si entraba alguien, y allí volvió a besarla. Ese día estaba deliciosamente ansiosa, sus manos le recorrían los hombros y los brazos mientras correspondía a su beso, y entonces lo interrumpió un momento para susurrar:
—Levántame la falda.
Walter tragó saliva. Había soñado despierto con aquel momento. Agarró la tela y la deslizó hacia arriba.
—La enagua también.
Walter apretó un puñado de tela en cada mano.
—¡No la arrugues! —dijo Maud. Walter intentó levantarle las prendas sin aplastar la seda, pero todo se le escurría entre los dedos. Impaciente, ella se inclinó, agarró falda y enagua por el dobladillo y se las levantó ambas hasta la cintura—. Tócame —dijo, mirándole a los ojos.
Le ponía nervioso pensar que pudiera entrar alguien, pero se sentía demasiado embargado por el amor y el deseo para refrenarse. Deslizó la mano derecha hasta la horca de los muslos de ella… y contuvo una exclamación de sobresalto: no llevaba nada allí abajo. Al darse cuenta de que Maud debía de haber planeado ofrecerle ese placer, se encendió más aún. La acarició con dulzura, pero ella lanzó las caderas hacia delante, buscando su mano, y él apretó con más fuerza.
—Eso es —gimió Maud. Walter cerró los ojos, pero ella dijo—: Mírame, cariño mío, por favor, mírame mientras lo haces. —Y él volvió a abrirlos. Ella tenía el rostro ruborizado, respiraba con fuerza y con la boca abierta. Entonces le agarró la mano y lo guió, igual que él había guiado la de ella en el palco de la ópera—. Mete el dedo —susurró, y se inclinó contra su hombro.
Walter sintió su ardoroso aliento a través de la ropa. Ella se movía hacia delante y hacia atrás sin parar, entonces profirió un leve sonido desde el fondo de la garganta, como el grito ahogado de quien está soñando; y luego, por fin, se dejó caer contra él.
Walter oyó que se abría la puerta, y la voz de lady Hermia, que dijo:
—Ven, Maud, querida, debemos irnos ya.
Retiró la mano y la joven se alisó la falda a toda prisa.
—Me temo que estaba equivocada, tía Herm, y herr Von Ulrich tenía razón: es el Danubio, no el Volga, el que cruza la ciudad de Belgrado —respondió con voz temblorosa—. Acabamos de comprobarlo en el atlas.
Se inclinaron sobre el libro justo cuando lady Hermia daba la vuelta por el extremo de la estantería.
—No tenía la menor duda —dijo la mujer—. Los hombres siempre suelen tener razón con estas cosas, y herr Von Ulrich es diplomático, por lo que debe de conocer muchísimos detalles con los que las mujeres no tienen por qué importunarse. No deberías discutir con él, Maud.
—Supongo que tiene usted razón —dijo Maud con una sobrecogedora falta de sinceridad.
Los tres salieron de la biblioteca y cruzaron el vestíbulo. Walter abrió la puerta del salón. Lady Hermia fue la primera en entrar. Cuando Maud la siguió, cruzó una mirada con él, que levantó la mano derecha, se metió la yema del dedo en la boca y lo chupó.
II
Aquello no podía continuar así, pensó Walter durante el camino de vuelta a la embajada. Era como volver a ser un colegial. Maud tenía veintitrés años y él veintiocho, y aun así se veían obligados a recurrir a subterfugios absurdos para poder pasar cinco minutos juntos a solas. Había llegado el momento de casarse.
Tendría que pedir el permiso de Fitz. El padre de Maud había muerto, por lo que su hermano era el cabeza de familia. Era evidente que Fitz habría preferido que Maud se desposara con un caballero inglés. Sin embargo, seguramente acabaría por dar su brazo a torcer: debía de preocuparle no conseguir casar nunca a su combativa hermana.
No, el mayor problema era Otto. Él querría que Walter se casara con una doncella prusiana de buenos modales, quien estaría encantada de pasar el resto de su vida pariendo herederos. Y cuando Otto quería algo, hacía cuanto estaba en su mano por conseguirlo y aplastaba sin miramientos a todo el que se oponía; era precisamente eso lo que lo había convertido en un gran oficial del ejército. Jamás se le ocurriría que su hijo tuviera derecho a escoger a su futura esposa sin que nadie intercediera ni lo presionara. Walter habría preferido contar con el apoyo y el beneplácito de su padre; estaba claro que no esperaba con ilusión la inevitable confrontación abierta. No obstante, el amor que sentía era una fuerza muchísimo más poderosa que la deferencia filial.
Era domingo por la tarde, pero Londres no descansaba. Pese a que no había sesión en el Parlamento y que los mandarines de Whitehall se habían retirado a sus hogares de las afueras, la política seguía viva en los palacios de Mayfair, los clubes para caballeros de St. James y las embajadas. En la calle, Walter reconoció a varios parlamentarios, a algunos diplomáticos europeos y a un par de subsecretarios del Foreign Office. Se preguntó si el ministro, el ornitólogo aficionado sir Edward Grey, se habría quedado en la ciudad ese fin de semana o se habría trasladado a su amada casa de campo de Hampshire.
Walter encontró a su padre sentado a su escritorio, leyendo telegramas ya descifrados.
—Puede que no sea el momento más oportuno para la noticia que debo darle —empezó a decir.
Otto masculló algo incomprensible y continuó leyendo.
Su hijo siguió a la carga.
—Estoy enamorado de lady Maud.
Otto levantó la vista.
—¿La hermana de Fitzherbert? Ya lo sospechaba. Te acompaño en el sentimiento.
—Sea serio, padre, por favor.
—No, el que tiene que ser serio eres tú. —Otto dejó los papeles que estaba leyendo—. Maud Fitzherbert es una feminista, una sufragista y una inconformista social. No es esposa apropiada para nadie, y menos aún para un diplomático alemán de buena familia. Así que no quiero oír ni una palabra más al respecto.
Unas palabras candentes afluyeron a los labios de Walter, pero apretó los dientes y supo mantener la calma.
—Es una mujer maravillosa, y la quiero, así que será mejor que hable de ella en términos más corteses, sea cual sea su opinión.
—Diré lo que pienso —repuso Otto sin ningún reparo—. Es un horror. —Y volvió a enfrascarse en la lectura de sus telegramas.
La mirada de Walter recayó en el frutero de loza blanca que había comprado su padre.
—No —dijo. Cogió el frutero—. No dirá lo que piensa.
—Ten cuidado con eso.
Walter contaba de pronto con toda la atención de su padre.
—Siento por lady Maud el instinto de protegerla, igual que siente usted por esta baratija.
—¿Baratija? Déjame decirte que vale…
—Salvo, claro está, que el amor es un sentimiento más fuerte que la codicia del coleccionista. —Walter lanzó al aire el delicado objeto y lo atrapó con una sola mano. Su padre profirió un angustiado grito de inarticulada protesta. Walter siguió hablando sin hacer caso de ello—: Así que, cuando se refiere a ella en tono insultante, me siento como usted cuando cree que voy a dejar caer esto… solo que peor.
—Mocoso insolente…
Walter alzó la voz por encima de la de su padre.
—Y si sigue pisoteando así mis sentimientos, haré añicos esta estúpida pieza de cerámica con mi tacón.
—Está bien, ya has dicho lo que querías decir. Deja ese frutero, por el amor de Dios.
Walter tomó aquello como el consentimiento de su padre y dejó el adorno en una mesita auxiliar.
Otto habló entonces con malicia:
—Aunque hay algo más que deberías tener en cuenta… si me está permitido decirlo sin pisotear tus «sentimientos».
—Está bien.
—Es inglesa.
—¡Por el amor de Dios! —exclamó Walter—. Los alemanes de buena familia llevan años casándose con la aristocracia inglesa. El príncipe Alberto de Sajonia-Coburgo y Gotha se casó con la reina Victoria; su nieto es ahora rey de Inglaterra. ¡Y la reina de Inglaterra nació siendo princesa de Würtemberg!
—¡Las cosas han cambiado! —dijo Otto levantando la voz—. Los ingleses están decididos a relegarnos a potencia de segunda clase. Entablan amistad con nuestros adversarios, Rusia y Francia. Te estarías casando con una enemiga de tu patria.
Walter sabía que esa era la mentalidad de la vieja guardia, pero era muy irracional.
—No deberíamos ser enemigos —dijo con exasperación—. No hay motivo para ello.
—Jamás nos permitirán competir en igualdad de condiciones.
—¡Pero es que eso no es cierto! —Walter se dio cuenta de que estaba gritando e intentó calmarse un poco—. Los ingleses creen en el libre comercio: nos permiten vender los productos que manufacturamos por todo el Imperio británico.
—Pues lee esto. —Otto lanzó el telegrama que estaba leyendo sobre el escritorio—. Su Majestad el káiser me ha pedido opinión.
Era un esbozo de respuesta a la carta personal del emperador austríaco. Walter lo leyó con creciente alarma. Terminaba diciendo: «El emperador Francisco José puede, sin embargo, confiar en que Su Majestad el káiser apoyará con lealtad a Austria-Hungría, tal como requieren de él las obligaciones de su alianza y de su antigua amistad».
Walter quedó horrorizado.
—¡Pero esto le da carta blanca a Austria! —exclamó—. ¡Pueden hacer lo que les plazca y nosotros los apoyaremos!
—Hay ciertas salvedades.
—No muchas. ¿Ha sido enviado ya?
—No, pero ha sido aprobado. Se enviará mañana.
—¿Podemos detenerlo?
—No, y yo no deseo hacerlo.
—Pero esto nos compromete a apoyar a Austria en una guerra contra Serbia.
—No es nada malo.
—¡Nosotros no queremos la guerra! —protestó Walter—. Necesitamos la ciencia, y la industria, y el comercio. Alemania tiene que modernizarse para ser liberal y crecer. Queremos la paz y la prosperidad. —«Y también queremos un mundo en el que un hombre pueda casarse con la mujer a la que ama realmente sin que lo acusen de traición», añadió para sí.
—Escúchame —dijo Otto—. Tenemos enemigos poderosos a ambos lados: Francia al oeste y Rusia al este… y son uña y carne. No podemos librar una guerra en dos frentes.
Walter era consciente de ello.
—Para eso tenemos el Plan Schlieffen —adujo—. Si nos vemos obligados a ir a la guerra, primero invadimos Francia con una fuerza aplastante, conseguimos la victoria en unas cuantas semanas y, luego, con el oeste asegurado, nos volvemos para enfrentarnos a Rusia.
—Es nuestra única esperanza —dijo Otto—. Pero cuando el ejército alemán adoptó ese plan, hace nueve años, nuestros servicios secretos nos decían que el ejército ruso tardaría cuarenta días en movilizarse. Eso nos daba a nosotros casi seis semanas para conquistar Francia. Desde entonces, sin embargo, Rusia ha mejorado sus vías férreas… ¡con dinero prestado por los franceses! —Otto dio un puñetazo sobre el escritorio, como si pudiera aplastar Francia bajo su puño—. A medida que la velocidad de movilización de los rusos aumenta, el Plan Schlieffen se hace más arriesgado. Lo cual significa… —señaló teatralmente a Walter con un dedo— que, cuanto antes declaremos esta guerra, ¡mejor para Alemania!
—¡No! —¿Por qué no podía ver el viejo lo peligrosa que era su forma de pensar?—. Significa que deberíamos estar buscando soluciones pacíficas para estas disputas insignificantes.
—¿Soluciones pacíficas? —Otto negó con la cabeza como quien se sabe en posesión de la verdad—. Eres un joven idealista. Crees que todas las preguntas tienen una respuesta.
—De verdad desea usted la guerra —dijo Walter con incredulidad—. La desea de verdad.
—Nadie quiere una guerra —replicó Otto—. Pero a veces es mejor que la alternativa.
III
Maud había heredado una miseria de su padre: trescientas libras anuales que apenas le bastaban para comprarse los vestidos de la temporada. Fitz se había quedado con el título nobiliario, las tierras, las casas y casi todo el dinero. Así era el sistema inglés, pero no era eso lo que la enfurecía. El dinero significaba muy poco para ella: en realidad, ni siquiera necesitaba sus trescientas libras. Fitz le pagaba todo lo que quería sin preguntar, porque le parecía poco caballeroso andarse con tiento en cuestiones de dinero.
El mayor resentimiento de Maud nacía de no haber recibido una educación. A los diecisiete años anunció que quería ir a la universidad… pero todo el mundo se rió de ella. Resultó que tenía que salir uno de una buena escuela, y pasar unos exámenes, antes de que te aceptaran. Maud nunca había ido a la escuela y, aunque era capaz de debatir sobre política con los grandes hombres del país, toda una serie de institutrices y tutores habían fracasado por completo en el empeño de prepararla para aprobar cualquier tipo de examen. Se había pasado días llorando y pataleando, y todavía se ponía de muy mal humor solo con recordarlo. Aquello era lo que la había convertido en sufragista: sabía que las niñas nunca conseguirían una educación decente hasta que las mujeres tuvieran derecho al voto.
A menudo había reflexionado sobre por qué se casaban las mujeres. Se encadenaban a una vida entera de esclavitud y, ¿qué obtenían a cambio? Siempre se lo había preguntado. De pronto, sin embargo, conocía la respuesta. Jamás había sentido nada con tanta intensidad como su amor por Walter. Y las cosas que hacían para expresar ese amor le proporcionaban un placer exquisito. Ser capaces de tocarse uno al otro siempre que lo quisieras debía de ser como estar en el cielo. Ella se habría esclavizado hasta tres veces seguidas, si ese era el precio que había que pagar.
Sin embargo, no había que pagar con esclavitud, al menos no con Walter. Maud le había preguntado si creía que una mujer tenía que obedecer en todo a su marido, y él contestó: