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Authors: José Carlos Somoza

Tags: #Intriga

La caja de marfil (17 page)

BOOK: La caja de marfil
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—Brindo por la libertad. —Marta alzó la copa—. Fui yo quien le pedí la separación, y no me arrepiento.

Apenas tenía apetito, porque no comía cuando trabajaba, pero no quería desairarla y probaba algunos bocados. Había decidido aceptar su invitación, y ahora ya no podía echarse atrás.

Una hora antes, mientras cogía aquel pisapapeles con forma de ángel, la había oído llorar (comprendió que estaba algo borracha —las
caipirinhas
—). Ella le explicó que, aunque se alegraba de romper con Aldobrando, no podía evitar sentirse sola. ¿Le importaría quedarse a cenar con ella? La vio freír filetes, poner un mantel, encender velas, servir vino. Eran casi las doce de la noche. Tenía que haber terminado su trabajo mucho antes, pero seguía en aquella casa del acantilado, con la mujer, escuchando el mar, escuchándola.

—Me enamoré de Humberto porque me gustaban sus poemas. Era joven y virgen, también algo idiota
. Virum non conosco
. —Parecía estar hablándole a la copa, y seguro que la copa (pensaba Quirós) la entendía más que él—. Y él era rico, guapo y poeta. Aunque no me creas, fue lo de poeta lo que más me atrajo. Ser poeta lo convertía, a mis ojos, en un príncipe de cuento. Además, se le notaba entusiasmo. Me decía que quería escribir lo que de verdad tenía por dentro. Por dentro era otro, decía. Y tenía razón. No me dejaba ir nunca a aquella casa en el campo. Un día que él no estaba, me entró curiosidad. Hallé un sótano. Encontré las cámaras, los focos, el escenario, el suelo manchado... Luego descubrí las cintas de vídeo. Al salir llamé a mi abogado y pedí el divorcio. —Bebió al mismo tiempo que lloraba, de manera que a Quirós le pareció que las lágrimas caían en la copa y regresaban, sin pausa, hacia sus ojos—. Hijo de puta. No sólo había adolescentes: a veces niñas de corta edad... Eso era lo que tenía por dentro. —Miró a Quirós—. ¿Por qué trabaja usted para él? ¿Por qué trabaja para gente así? Parece usted buena persona. Emana de su mirada una autoridad bondadosa. ¿Por qué trabaja para degenerados como Aldobrando?

Quirós, que no esperaba tener que hablar, se trabucó.

—Si le soy totalmente honesto...

—Le pagan, ya lo sé —interrumpió ella—, pero ¿no ha hecho nunca nada gratis, señor Quirós? Perdone mi impertinencia, creo que me ha sentado mal la bebida. ¿Quiere algo de postre? —Quirós no quería. Marta lo miró sonriendo—. ¿Ha terminado ya con la lista de las pertenencias del cabrón de mi ex marido? ¿Falta algo?

—Falta una cosa—dijo Quirós—, pero puede esperar.

Hizo esfuerzos por no recordar, intentó bloquear alguna puerta, pero en la cabeza no tenía puertas. O bien todas se habían abierto de golpe y el pasado, como la brisa, lo traspasaba.

La pelirroja más joven, de pie en un extremo del espigón, se había quitado la ropa; no sólo la blusa y los pantalones cortos: estaba desnuda, podía verle la línea de las nalgas. Alzaba los brazos mientras el barbudo la señalaba con un palo, quizá era el
snorkel
Las otras dos preparaban algo, podía ser el traje de buceo.

Pensó: Habrá que esperar a que se quede solo. Dio media vuelta y se dirigió al hostal. Se oían sirenas, aspas de helicópteros, coches de policía con las luces parpadeantes. Por el camino su teléfono repicó.

La camarera morena estaba en recepción. Quirós aprovechó para darle más dinero. La chica se negaba a aceptarlo. «Te lo debo, por cuidarla como la cuidas», insistió él. Le preguntó cómo estaba.

—Muy bien. Se ha pasado toda la mañana leyendo esos libros nuevos. ¿Va usted a subir? Le dará una alegría.

Tengo la extraña impresión de que escondo algo terrible.

A veces quisiera escribir sobre eso, pero no soy libre para hacerlo. Nadie lo es. Quien escribiese sobre lo que realmente es, sobre lo que oculta, haría una historia que no podría ser publicada. ¿Cómo hundirme en mí mismo, cómo desnudarme el alma para escribir con absoluta sinceridad? No vale la pena ensuciar un papel si no descendemos a esa mina. Creo que todos los escritores mienten. Los hay que narran sus duras experiencias y los que inventan, los que pretenden contar las cosas «como sucedieron» y los que deciden imaginarlas, pero ¿quién escribe lo que tiene en su corazón? Sería horrible hacerlo, es cierto, sólo Dios sabe lo que anida en el mío. Pero en ocasiones desearía, aunque me arrepintiera mil veces, hundir la pluma en este pecho, hurgar, mojarla con lo que encuentre...

Las letras goteaban de sus ojos. Dejó de leer. Se quedó pensativa. Desde la borrosa foto de la solapa de
La granada de Proserpina
, Manuel Guerín parecía leerla a ella. A juzgar por aquella imagen, había sido feo, de ralo pelo canoso, nariz de berenjena y ojos hundidos bajo un tupido techo de cejas. Y no era más atractivo como escritor. Tenía muchas ínfulas, eso sí. Cierta breve estancia en París, cierta ventaja mental sobre sus paisanos y el combustible de su amor por Carmela Cruz (todos los libros estaban dedicados a ella) le habían hecho añorar la inmortalidad literaria, eso se notaba. Pero no lo había logrado. Era mediocre. A la muchacha podían haberle gustado aquellos cuentos mal estructurados y de final absurdo, pero la muchacha era una adolescente. Ella, en cambio, dotada de sabiduría y de mayor edad, los juzgaba como fantasías de un viejo nostálgico y un pasado irrepetible.

Y lo que era peor: ya conocía todos los libros de Guerín que le había enviado el padre Toro (ejemplares pésimos, algunos tenían páginas desprendidas, otros estaban mal impresos) y no había hallado ni un solo indicio del lugar al que, supuestamente, se había marchado la muchacha aquella mañana.

«No sé si están todos los que había en la caja de cartón —le decía el padre Sebastián Toro en una nota adjunta con caligrafía temblorosa—, quizá falte alguno, pero estos son los que he podido conseguir. Dios te bendiga, hija, no te levantes cada mañana sin darle gracias, porque Él es quien hace que el sol salga, las plantas crezcan y la vida continúe.» Falta uno, pensó. El más importante, el que trastornó a Soledad. El que la hizo marcharse de madrugada después de llamarme.

Se rascó la cabeza, tenía que lavársela, no se la lavaba desde la enfermedad y su pelo era poco agradecido y enseguida mostraba indicios de dejadez. Se lo había sujetado en un moño pequeño. El cuarto estaba bien, en cambio: lo había ordenado. Safiya había cambiado las sábanas, olía a limpio y había luz. ¿Qué día era? Quizá martes. En cuanto pudiera se vestiría, se daría un baño, iría de nuevo a ver al padre Toro. Tenía que conseguir el libro que...

Llamaron a la puerta.

—Pasa, Safiya —dijo.

Entró Quirós.

Al pronto se quedó inmóvil, pero enseguida buscó el refugio de las sábanas. Quirós parecía un armario de patas cilíndricas, un sutil autobús parado en medio de su precioso dormitorio.

—He venido a ver cómo estaba hoy.

—Bien —dijo ella con frialdad—. ¿Qué eran esas sirenas?

—Un incendio —dijo Quirós tras una pausa.

—Qué horror. ¿Algún herido?

—No.

—También escuché... Como una jauría... Ladridos, casi aullidos...

—Son perros policía. Los trajeron esta madrugada.

—Me pusieron la carne de gallina. Pensé que alguien los estaba matando. Solo se oían esos ladridos...

—También han traído helicópteros... Están sobre la pista... Trabajan a marchas forzadas porque han anunciado lluvias...

—¿Han encontrado algo?

—Todavía es pronto, pero seguro que... —Quirós contempló su sombrero, que acababa de quitarse—. Pase lo que pase, señora, usted... Usted ha hecho todo lo que ha podido... Piense eso... Usted la ha ayudado mucho. Seguro que ella se lo agradece...

Nieves Aguilar lo miraba parpadeando, sentada en un respaldo de almohadas cálidas.

—No le entiendo muy bien.

—Da igual —dijo Quirós en voz baja—. Creo que van a subirle una macedonia de frutas... Volveré luego.

—Espere.

De repente le parecía muy importante romper aquel silencio enorme. Lo pensó apenas un segundo y decidió hacer algo inesperado: apartó los libros, luego las sábanas, se sentó con los pies por fuera, las perneras del pantalón del pijama subidas casi hasta las rodillas. «Siéntese, por favor», invitó. Quirós se disponía a coger una silla.

—No. —Señaló un espacio en blanco junto a ella—. Aquí, en la cama.

Él pareció tardar todo el día en moverse. Cuando lo hizo, su peso provocó que el cuerpo de ella se inclinara. Hubo un silencio. De repente él dijo:

—Ya no se me notan casi. —Se quitó las gafitas negras—. ¿Lo ve? Ni siquiera me duelen... Y tampoco es necesario que vaya a denunciarlos... Los arrestaron por atacar a unos inmigrantes...

Ella pensaba hasta qué punto se estaba equivocando con sus intenciones.

—Me alegro —dijo—, pero quería hacerle otra clase de pregunta y me gustaría que la respondiera con absoluta sinceridad. —Quirós sostenía las gafas de tal modo que los pequeños cristales la reflejaban a ella: una figura pálida de pelo recogido, un muchachito rubio sentado en una cama junto a un hombre enorme y jadeante—. Hagamos un trato: yo seré sincera con usted y luego usted lo será conmigo. ¿Me lo promete? —Lo vio inclinar la cabeza. Prosiguió, logrando atenuar su siempre moderado tono de voz—: Quise averiguar cosas sobre usted. Le pedí a mi marido que lo hiciera. He sido una hipócrita, ya lo sé. No tengo disculpa ni pretendo disculparme. Solo decírselo. Quería, simplemente, conocer sus referencias. Porque usted... Bueno, me intrigaba. Digámoslo de una manera más... Me descolocaba.

Helicópteros sobrevolaron el silencio. Nieves Aguilar y Quirós no los oyeron.

—Esta es mi confesión —añadió ella—. Ahora me gustaría oír la suya. —Hizo una pausa—. ¿Quién es usted?

Quirós no dijo nada, pese a que el tiempo que ella tardó en volver hablar parecía indicar que le había cedido el turno para siempre.

—No es detective, no figura en ningún registro oficial, no existen informes sobre su pasado, ningún papel o documento... Pero mi marido encontró a alguien que reconoció haber trabajado con usted. Se apellida Hurtado. Dijo que... —Las palabras se detuvieron en sus labios. Lo intentó de nuevo—. Dijo que usted hacía cosas... «especiales» para la gente que le pagaba. Nada de buscar personas, nada de ayudar a la policía. No quiso hablar más. Exigió dinero, mi marido no se lo dio y ahí terminó todo. —Se detuvo, cerró los ojos, tomó aliento—. Ahora quiero que, por favor, me responda. Es muy importante para mí. He confiado mucho en usted, y quiero seguir haciéndolo... No me importa lo que diga, tan sólo dígame la verdad... ¿Quién es usted? —Abrió los ojos, lo miró.

Y de repente le pareció que había sucedido algo espantoso: como si aquel rostro magullado de ojos como ranuras que la miraban sin parpadear, el rostro del buen señor Quirós, se hubiese desprendido sin ruido dejando al descubierto otras facciones muy distintas. Sintió un miedo incontrolable.

—¿Quién es... usted? —volvió a decir, pero ya sin fuerzas ni deseos de que él le contestara.

Quirós tomó aliento. Lo que dijo fue:

—Han encontrado su mochila.

—¿Qué?

—Oculta al pie de un árbol, en la carretera de Amargo... No en la sierra... En la carretera... Me han llamado hace un rato... De ahí los ladridos...y los helicópteros.

—¿Por qué no me lo dijo? —Nieves Aguilar sentía hielo en las entrañas.

—No quería preocuparla... Porque ya es casi seguro que... que alguien la tiene... Alguien la ha secuestrado...

Ella se llevó la mano a la boca. Quirós se levantó, se puso el sombrero, salió sin hacer ruido.

14

A
quí, bajo el ojo ciclópico del sol, harás el juramento sagrado. El será tu amor y le serás fiel pasa siempre. Lo llamarás así: amor, ¿acaso merece otro nombre? Vivirás para él y por él, harás el bien o quizá el mal, dependiendo de lo que prefiera. Te uncirás a su imagen, a su recuerdo. Tu consuelo será poder verlo el próximo año. Amén.

Su minuto de silencio transcurrió así, admirándolo. Lo veía como a través de una pared de vidrio, de pie sobre la arena destellante, á su izquierda. Podía observar a gusto su espalda desnuda de hombros enrojecidos. Sentía tristeza, porque ya le resultaba imposible amarlo más. Queda escrito, grabado a fuego, en las mismas letras con que lo piensas.

Los dioses existen y son fáciles de encontrar, pensaba Tina. Su tío el arqueólogo los buscaba en forma de estatuas sumergidas, pero los dioses vivían sobre la tierra. Eran cuerpos como el que estaba contemplando y mentes no demasiado inútiles. O cuerpos excelentes y la mente como Dios quiera. Luego podían añadirse nombres: Borja y Paz. No importaba, ellos ya serían adorados.

—Vale —dijo Igg, y el silencio se deshizo. Michigan maulló en brazos de Belén, como para comunicárselo a sus congéneres, lo cual desató algunas risas. Tina no rió, pero contempló al gato desde su pedestal de humanidad y por un momento se preguntó qué estaría pensando. Lo miró con algo más que curiosidad: con cierto exultante odio también.

Los periodistas acercaron sus grabadoras hambrientas. Había una cámara de televisión. Pertenecían a medios informativos locales, le había dicho Mario. Rodearon a Igg con los brazos en alto llenos de zumbidos.

—Con este gesto hemos querido dejar bien clara nuestra postura... —Igg se mesaba la barba, por la que se filtraba su castellano foráneo—. La juventud de Roquedal está contra la violencia, toda clase de violencia... —Alzó la mano—. No sólo contra lo ocurrido el sábado en este pueblo sino contra todo lo que ocurre en... otros lugares otros días... Callamos para protestar, porque la mejor forma de protestar es el silencio.

Tina estaba de acuerdo con aquella opinión, pero agradeció que el ritual finalizara. Le habían dicho que Borja se marchaba esa mañana en el autocar de línea y quería despedirse de él. No se habían visto desde los interrogatorios, entre otras cosas porque Borja no había dado señales de vida hasta el inicio de aquel minuto de silencio en la playa que Igg había convocado. Solo entonces lo había visto aparecer y participar, muy digno, junto a Paz. Lo cual no le sorprendió: ella también deseaba manifestarse contra la violencia. Violencia era llevar a alguien a una habitación e interrogarlo. Ella podía protestar contra eso.

Sin embargo, el interrogatorio había ido bien. Es verdad que Mario se había quedado corto describiendo la delgadez de aquel sujeto: era como un cadáver retrepado en un asiento. «Me llamo Gaos —le dijo—, y quiero hacerte unas cuantas preguntas.» Pero ella ya se las esperaba: deseaba saber qué clase de cosas hacía el grupo, y quiénes lo hacían. Conocía muy bien las costumbres y las reglas, incluso lo del sorteo con bolitas de ábaco para saber a quién le tocaría actuar, quién realizaría las pintadas o entregaría los anónimos, quién rompería cosas y golpearía Le interesaba, sobre todo, saber si habían podido hacerle algún daño a Soledad. Aunque era bastante astuto, ella había captado su intención y defendido con vehemencia a Borja. Afirmó que nunca lo había visto junto a los
skins
y que el sábado había estado toda la noche en La Sirena, con ella. Lo juró cien veces con su mirada terca. El flaco se había dado por satisfecho y ella había salido enaltecida, pensando que lo mejor que sabía hacer, lo mejor que haría nunca, era callar. Por eso estaba de acuerdo con Igg: el silencio era una forma de hacer cosas.

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