—¿Y luego?
—¡Luego me voy a la sierra y recojo películas y fotos...! Hemos acordado tres lugares distintos: una cueva, un pozo y un pino... El otro día tocó en el pino; cuando vuelva a llamar, será en la cueva. ¡Por favor...!
El día en que los vi bajar de la sierra, pensó Quirós.
—Es un «esnupi» de los grandes —sudaba Casella—. Quizá el mejor. No te va a resultar fácil eliminarlo. Lo protegen muchos, incluyendo la policía... Su material es increíble. Está completamente loco, te lo juro. Sus películas ponen los pelos de punta, incluso a mí...
—¿Para cuándo esperas su llamada?
—¡Pronto! ¡Ya debería haber hecho la entrega! ¡Me dijo que tenía material nuevo!
Material nuevo, pensó Quirós. La hija de Olmos.
—¿Dónde están las películas y fotos que compraste?
—¡En el armario! —gimió Casella. Quirós le soltó los huevos y se dirigió allí. Al abrir la puerta vio un perro de peluche, sucio y roto, con una cuerda atada al cuello. Oyó un ruido. Casella estaba libre y esgrimía el martillo como un hacha—. ¡¡Gilipollas, me he soltado!! ¡¡No sabes ni atar, animal...!!
Quirós lo dejó acercarse, volvió a sujetarlo de la mandíbula, le hizo soltar el martillo y le estrelló la cabeza contra la pared. Casella sonreía en éxtasis, como un fanático en presencia de la verdad o un santo en el paraíso.
—Cabrón —murmuraba.
—¿Dónde está la cueva? —preguntó Quirós. Casella se lo dijo. Quirós le pidió el móvil. Casella se lo entregó. Luego, Quirós decidió matarlo. Comenzó a estrangularlo, pero, curiosamente, por mucho que apretaba, Casella no lanzaba el último suspiro: seguía retorciéndose, derramando espumarajos, murmurando. Quirós, entonces, lo arrojó al suelo y buscó algún objeto. Vio el martillo. El primer golpe hundió por completo la mitad derecha de la frente de Casella, el segundo hizo astillas la órbita y el ojo. Al tercero se quedó con el mango en la mano. Un pico de metal sobresalía del ceño de Casella. Maldiciendo entre dientes, aferró la cabeza del martillo con dos dedos y tiró. Pero se le escurría debido a la sangre. Por fin logró extraerla manchándose las mangas de la chaqueta azul. Ya no le quedaban más chaquetas.
Y Casella seguía vivo. Con una vida no muy superior a la de las larvas, pero vivo. Abría y cerraba la boca parsimoniosamente, como un bebé pidiendo el pezón. Quirós cogió la botella de whisky y se la partió en la crisma. Le echó cerillas encendidas. Apagó el fuego con las toallas.
La cabeza carbonizada de Casella ya no se movía Pequeños cristales la coronaban, como una mitra a un emperador africano. Quirós hizo una pausa. Sentía un ahogo denso. Qué viejo estoy, pensó. Entró en el baño, se lavó, sacó su móvil de la chaqueta.
—Ven a limpiar —dijo cuando Gaos contestó.
T
itilan las estrellas y riela la luna. Las estrellas titilan, la luna rutila. Mi pulso tremola, me tomo una tila. Titilean las lelas y relila la lulla. Oh florecillas del jardín del cielo, oh grillos del paraíso que enajenáis mis sentidos en esta noche de verano...
Al hombre le gustaría saber escribir como la persona que ha creado las historias que han transformado su vida. Pero —admitámoslo—, no sabe. Es de lo poco que no sabe, aunque se trate de una ignorancia decisiva, le dice mientras contempla, tumbado de espaldas en la tierra del huerto, el viñedo de las constelaciones: el Carro, el Grifo, los Siete Candelabros, los Veinticuatro Ancianos, la Ramera de Babilonia. Las estrellas, en la noche quieta, bullen con algo más que luz: también con perfección. No sorprende que en esa bóveda hayan situado los humanos la dicha eterna. Es natural, le dice. Tampoco hubiese sabido —admitámoslo— colocar las estrellas así. Ni, para el caso, crear los planetas o la vida. El hombre no tiene ni idea de astronomía, geología, botánica, zoología, matemáticas, fotografía, electrónica o física. Es torpe para cualquier trabajo doméstico, ignora el más elemental bricolaje. No sabe cocinar, fregar, hacer las camas, mantener una casa limpia, siquiera digna. Apenas sabe lavarse o comer. Es un típico subproducto de su tiempo, le dice: vulgar, mediocre, dependiente, ignorante. Si tan sólo supiera masturbarse bien. Pero ni eso, le dice. Eso lo haces tú, le dice.
Acostado en la tierra, el albornoz abierto, deja que el perro le ensalive la vara, fuc, fuc, como te he enseñado. ¿Qué sé hacer yo? Nada. Apenas una cosa. Solo una maldita cosa.
Y ya es hora de hacerla, le dice. Y mira hacia el cobertizo sin ventanas.
Se incorporó, sobresaltada, y gesticuló como para que algo indeseable se alejase. No recordaba lo que había soñado: le parecía que Quirós intervenía, y una mujer gruesa de rostro muy redondo y blanco y labios rojos, como una luna pintada por un niño, y una abeja de aguijón húmedo. Y se oía el viento y ella sentía frío de la cintura para abajo. A partir de ahí todo eran tinieblas. Solo un sueño, se dijo.
El color del cuarto era oscuro con una raya de luz bajo la puerta. Sobre la cama deshecha se proyectaba la sombra en cruz de un ventilador colocado frente a la ventana (Safiya se lo había subido para amortiguar el calor de la tarde). En la pantalla del despertador pudo leer: 3:55. Decidió que se levantaría e iría al baño a por agua. Luego intentaría rescatar un poco de descanso.
En ese instante la rendija de luz se movió.
—¿Quién es? —preguntó temblando.
La puerta se abrió un poco. Muy poco, lo suficiente para que el miedo de Nieves Aguilar se ensanchara. Repitió la pregunta mientras la oscuridad, rectangular y azul, se filtraba por la abertura (alguien había apagado la luz del pasillo). Se asomaron unos ojos.
—Soy yo, señora. Duermo abajo y la oí quejarse. He subido a ver si estaba bien.
El alivio que sintió le impidió hablar durante un instante.
—Solo ha sido una pesadilla, gracias.
—De nada. —La cabeza de Safiya asomaba con sus cuantiosos rizos carbón. Un trozo de luna se los iluminaba—. ¿Necesita algo más?
De repente Nieves Aguilar se sintió sola.
—Pasa. No te quedes ahí.
Los ojos vacilaron, la puerta se abrió por completo.
Nieves Aguilar comprendió el porqué de sus titubeos y supo que debía haberle dicho que se marchara. Era evidente que Safiya acostumbraba dormir desnuda, o con un mínimo salto de cama tan ligero como un velo. No le pareció bien mirarla directamente, y apartó la cara. Sintió un cálido reptil envolviendo sus hombros y el olor a flores de un perfume que no conocía.
—Gracias —le dijo, aunque el contacto con aquel brazo la había sobresaltado.
—¿Qué le ocurre, señora? —La chica se había sentado en la cama y la abrazaba como consolándola. Sin duda, se equivocaba al juzgar su reacción, porque cada vez se acercaba más. Nieves Aguilar podía sentir su aliento como una mano de niño en el oído. Con el rabillo del ojo advirtió, bajo el tenue camisón, un destello de joya en el vientre, quizá un cinturón de hebilla (pero qué absurdo), o un brillante en el ombligo, o un reflejo de la luna—. Está temblando. ¿Tiene frío? Por las noches refresca, ya viene el otoño, hay mucho viento... —Safiya hizo una pausa antes de añadir algo que Nieves Aguilar sospechó que decía para distraerla—: Yo, de niña, pensaba que el viento era una mujer... Sobre todo el viento frío... Me lo imaginaba como una señora vestida de blanco que al hablar echaba aire helado por la boca... En la capital vivimos en un piso alto y hay mucho viento, pero a veces me destapo para sentirlo mejor... A usted no le gusta el frío, señora...
—No —reconoció Nieves Aguilar, sintiéndose muy desdichada bajo aquel brazo—. Soy muy friolera.
—Pobrecilla... ¿Quiere que le traiga una mantita?
—Solo ha sido un mal sueño —murmuró. Y pensó: Aún sigo soñando.
Estaba concentrada en el peso del brazo de Safiya sobre su hombro. No quería decirle a la pobre muchacha que se apartara (no lo hubiese dicho jamás), pero se sentía incómoda. Hizo algo: alargó la mano y aferró la barra de la cabecera de la cama, como para compensar un contacto con otro. El metal estaba gélido.
El muslo de Safiya, moreno, juvenil, frotó su pijama al moverse.
—Las pesadillas vienen de las preocupaciones... Yo, a veces, tengo algunas... Sueño con la doña. También aparece Jacinto... —Nieves Aguilar sabía que se refería a la señora Ripio y su hijo. Aquella inesperada confesión le hizo volverse y mirarla. Le pareció que sus ojos (ahora tan cercanos) brillaban como estrellas. La vio esbozar una sonrisa—. Dígame qué le preocupa a usted... Sea lo que sea. Usted me cae bien. Me trata con mucha amabilidad. Yo quiero ayudarla.
Las palabras de la chica estaban tan próximas que casi tenían forma. Es muy joven, pensó Nieves Aguilar, podría ser una de mis alumnas. De algún modo, sin embargo, aquel contacto de sus alientos le difuminaba las diferencias. Le pareció que, simplemente, se encontraba junto a alguien que quería escucharla, alguien que no la desoiría. La mirada de la chica podía ser ingenua, pero ella necesitaba de esa ingenuidad.
El resto fue más fácil: no le costó mucho abrir los labios y, al tiempo que entornaba los ojos, ordenar sus palabras frente a la oscuridad. «Se trata de los libros de Guerín —le dijo—, un escritor del pueblo. Estoy segura de que aún no he leído el más importante de todos, y necesito hacerlo. No es una obsesión, es la única forma que tengo de ayudar a alguien, una chica de tu edad...»
Cuando acabó de hablar levantó la cabeza. El seno de Safiya se apretaba contra el suyo, y casi podía sentir los corazones de ambas latiendo juntos. Se miraron como si esperasen algún acontecimiento. La cruz del ventilador tachaba sus sombras en la pared. Entonces la chica dijo:
—Conozco otro libro de Manuel Guerín. Quizá sea el que usted busca.
Nieves Aguilar permaneció inmóvil mientras la veía levantarse y dirigirse hacia la puerta. La chica le hizo señas de que la acompañase en silencio. ¿Así? ¿Sin vestirme?, pensó. Pero Safiya ya se iba, no le daba tiempo. Además, era Safiya la que no llevaba ropa, ella tenía el pijama.
Salieron de la habitación, Safiya delante, y desfilaron por el pasillo con lentitud procesional. Al llegar a la escalera Safiya se volvió.
—Sobre todo, no despierte a la doña. Está muy nerviosa desde que vino la policía por lo de la muerte del alemán... —Nieves Aguilar asintió. Se había enterado al regresar de la iglesia: un pequeño incendio en un cuarto, alguien había llamado a la policía. Explicaron que el hombre había muerto en la cama, dormido, mientras fumaba. Por fortuna, el fuego no se había propagado.
Bajaron las escaleras. Apenas se oía otra cosa que ronquidos inciertos y el chirriar de muebles o cuerpos en su pugna con el sueño. También el mínimo campanilleo de la ajorca de pequeñas llaves que —Nieves Aguilar se fijaba ahora— la chica seguía llevando en el tobillo izquierdo.
El vestíbulo estaba a oscuras. Safiya abrió la doble puerta del comedor y se deslizó dentro caminando sobre las puntas de los pies, como si danzara. Nieves Aguilar la siguió, pero, cuando la puerta volvió a cerrarse se detuvo. Pensó que lo mismo hubiese podido quedarse ciega. La puerta que daba a la terraza también se hallaba cerrada, y eso contribuía a entenebrecerlo todo. Supuso que la chica no quería encender la luz por temor a que la señora Ripio la descubriera.
—Venga —oyó.
Tendió la mano, pero Safiya ya no estaba. Dio unos cuantos pasos, y al fin distinguió el camisón de la chica como una mancha difusa del aire. Guiada por aquel velo pudo hallar un camino entre mesas y sillas, que se ofrecían quietos e invitadores, pero dotados también de cierta amenaza. Tenía que ayudarse de las manos, que palpaban los bordes y las aristas. El ángulo de una mesa bien podía clavarse en su carne con suma facilidad (le había ocurrido a veces, incluso en su casa, cuando se levantaba de noche). Se sentía indefensa ante aquellos peligros, vestida tan sólo con el fino pijama. Imaginó que la camarera estaba acostumbrada a la posición de los muebles, aunque, hallándose desnuda, el riesgo de daño pasa ella quizá era mayor.
El velo se reflejaba en los espejos del salón, pero eso no la ayudaba sino que la confundía más. Por fortuna, no era un lugar grande, y enseguida llegaron a donde la chica se proponía.
—El timón —la oyó susurrar. Supo a lo que se refería: se acercó a la pared recordando el día en que la señora Ripio había mostrado a sus huéspedes aquellos adornos. Ya podía ver a Safiya: deslizaba la mano sobre los objetos al tiempo que los nombraba—. Se lo regalaron a la antigua dueña del hostal... Los remos de una barca... Esta cabeza de toro... Este espejo... Un candelabro, los retratos de San Pablo y Santiago... —Nieves Aguilar percibía que la chica temblaba. Quizá era de frío, porque en el comedor la temperatura era más baja—. A la señora Ripio le gusta conservarlos, aunque no son sus recuerdos... Pero dice que eso no importa, que ya son suyos... Le gusta tener cosas de otros. Y aquí... —Tropezó con Nieves Aguilar mientras dirigía la mano hacia un pequeño armario con vitrina. Ella se apartó. La chica abrió la vitrina, introdujo los brazos, sacó un objeto negro—. Aquí están algunas de las cosas que le regaló a mi abuela el señor Guerín.
—A tu abuela... —dijo Nieves Aguilar.
—A Carmela Cruz.
Como los ojos ya le iban obedeciendo a la oscuridad, pudo ver a Safiya depositar el objeto en una mesa y apartar las sillas para que ambas se acercaran. Era una caja rectangular de color negro.
Los pies le hormigueaban debido al frío del suelo. Movió los dedos.
—Es una historia triste pero bonita —dijo Safiya—. Yo le pido a mi madre que me la cuente de vez en cuando, y sé que a ella le gusta contármela. Guerín y mi abuela se conocieron de chavales y se enamoraron. Pero él se marchó del pueblo, como su tío y su primo César, porque le parecía que tenía que conocer el mundo. Vivió en Francia... Regresó muchos años después, pero... Hay cosas que siempre parece que están ahí, ¿verdad? La venganza y el primer amor: dice mi madre que, a veces, esas dos cosas siguen dentro aunque pase mucho tiempo. Mi abuela se había casado ya, había tenido a mi madre y trabajaba en el hostal de su hermana Paca, que se había quedado viuda. Se habían hecho mayores, también Guerín, claro, pero seguían queriéndose. Guerín empezó a trabajar en el hostal para poder verla. En esa época no era como en esta. Nadie hubiese comprendido que una mujer casada y con hijos abandonara a su marido por otro hombre. Además, aunque mi abuela lo quería, era Guerín el que se sentía más... o sea, peor. Se veían todos los días, querían olvidarse y, a la vez, no olvidarse nunca... Mi madre me hacía llorar contándome esto...