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Authors: José Carlos Somoza

Tags: #Intriga

La caja de marfil (8 page)

BOOK: La caja de marfil
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La ayudaré. Voy a ayudarla.

Salió de la bañera y se envolvió en la toalla mientras veía nacer su cuerpo en el vaho del espejo. Luego se dirigió al dormitorio y buscó entre su equipaje el único pijama limpio que le quedaba. Si seguía en aquel pueblo, tendría que pedir que le lavaran la ropa. Deslizó el secador portátil por su breve cabello rubio. Guardó todo lo sucio en una bolsa, frotó sus blancos dientes con un cepillo blanco, arregló el cuarto de baño. Su habitación se hallaba pulcra, como ella misma. No era vanidad lo que le hacía estar orgullosa de su carácter ordenado; tenía una capacidad perfecta para justipreciarse y sabía reconocer sus virtudes y defectos.

Pulsó otra vez el botón del móvil. Esperó. Colgó.

Esa noche caería redonda en la cama. Estaba muy cansada. Pero también satisfecha: había aprovechado bien el tiempo, dado algunos pasos en la dirección correcta. Por ejemplo, aquel nombre que la muchacha había subrayado, Manuel Guerín. Se había propuesto buscar referencias sobre él. Pese a la opinión del señor Quirós, ella... Estaba sentada en la cama, mirando hacia la noche. Era una noche encalada, amarillenta de farolas. Recordó que de niña su madre le decía que todas las noches bajaban dos ángeles con espadas en la mano, uno se posaba a los pies y otro en la cabecera.

Llamó otra vez. Colgó.

La puerta se abrió. Entró un ángel de mirada implacable que la obligó a permanecer quieta y sumisa, la desnudó, le colocó un collar muy fino y un cinturón y le ordenó ser bondadosa, lavarse, perfumarse y prepararse para lo que iba a venir. ¿Y qué iba a venir? Ah, eso ni el ángel lo sabía.

Cualquier cosa podía suceder. Quizá no esa en concreto, pero sí cualquier otra. Todas las noches son temibles.

Mientras llamaba pensó en el señor Quirós. Le intrigaba tanto el señor Quirós. Nunca había conocido un detective privado así. Bueno, nunca había conocido a ningún detective privado, seamos sinceros. Y ya iba siendo hora de conocer a algunos.

Colgó. Miró su pequeño despertador digital y pensó que todavía era temprano. Probaría después.

—Lo que ocurre, señora —le había dicho Quirós aquella noche, durante la cena—, es que usted es optimista.

Habían estado discutiendo sobre los jóvenes, como siempre. Quirós opinaba que no había que concederle demasiado crédito a lo dicho por Tina sobre el aparente miedo de Soledad. O mejor expresado: según el señor Quirós, no había que concederle crédito a nadie que fuera como Tina, Igg o Soledad. Ella le había acusado, con toda razón, de anticuado, y él había contraatacado con el optimismo. ¡El optimismo! ¿Qué quería decir? Aún se reía al recordarlo.

—No lo digo como crítica, que conste... Yo... Son las circunstancias. Usted es profesora en un colegio de pago, vive en una época estupenda...

—Esta época no tiene nada de estupenda.

—Pues tendría que haber visto la mía... Aquello eran los tiempos de la fresquera, como decía mi padre. A la edad a la que yo empecé a trabajar, un chaval de hoy no sabe hacerse ni la cama...

—¿Y qué sabía hacer usted cuando empezó a trabajar?

—Era ayudante de fontanero.

—Oh.

—Sí, puede parecer... vulgar...

—No he dicho eso.

—Le echaba una mano a mi padre, que era fontanero. —Quirós intentaba capturar un espárrago blanco. El tenedor lo atravesaba sin resultado y a ella le entraban ganas de reír viéndole dar aquellos golpes sobre el plato—. Hombre, al principio... lo único que hacía era estropear las cañerías. Pero al menos lo intentaba. Metía las manos, vamos... —El espárrago, al fin, se sometió bajo sus dedos. Metía las manos, no me extraña, pensaba ella—. Hoy los chavales sólo quieren ayudarse a sí mismos...

—Una pregunta, por curiosidad, señor Quirós. ¿Tiene usted hijos?

—No, señora. Pero... no me hace falta tenerlos para saber esto... Yo... he vivido lo suficiente. Lo que pasa es que usted...

—Soy optimista, ya.

—Y joven. No me mire así —añadió Quirós con la boca deformada por el espárrago, errando al juzgar la expresión que ella puso—. Solo le he dicho que es joven.

—Viniendo de usted, suena ofensivo —bromeó ella, pero la brusca seriedad de Quirós le hizo comprender que las ironías no se detenían lo suficiente en su cabeza. Se apresuró a sonreír para que él supiera que no hablaba en serio—. No tendrá usted hijos, pero habla como cualquier padre.

A partir de ahí, un hueco de silencio.

Ya era tarde. Dormiría. Deseaba conciliar un sueño rápido, seguro, circunscrito como un pulgar metido en la boca. Apartó la colcha y la sábana. Hacía calor, pero prefería mantener la ventana cerrada y cobijarse bajo la colcha. Siempre dormía así, era muy friolera. Leería un poco, apagaría la luz, rezaría, se dormiría.

El teléfono móvil dio un brinco.

—Hola —le dijo.

—Tengo por lo menos cuatro llamadas tuyas perdidas.

—Sí, he intentado llamarte varias veces, a casa y al móvil.

—Lo siento, estaba sobando. —Escuchó su risa, nítida como un disparo—. Tuve un día agotador, y al llegar a casa desconecté todos los circuitos que me unen al mundo. Los robots también descansamos de vez en cuando. ¿Cómo va todo?

Ella le contó que su alumna seguía sin dar señales de vida. Pero (atención: redoble de tambores) ya había llegado el detective de Madrid que Olmos le había prometido, un profesional con amplia experiencia. A la mañana siguiente explorarían la carretera por la que se suponía que la muchacha se había marchado. Tras decir todo aquello cerró los labios y abrió los ojos, recogió las piernas sobre la cama, se apartó el cabello.

—Me alegraría que todo terminara felizmente —dijo Pablo—, aunque, por otra parte, tengo ganas de que se enreden un poco las cosas... —Una risita—. Ya sabes, en verano este país se queda como muerto: no hay noticias de política, apenas hay deportes... Y ella es la hija de Olmos, caramba. Pero no me tomes en serio, doña Nieves. Estoy estresado.

—No te tomo en serio —le dijo. Cambió de postura. Flexionó una rodilla, puso el pie bajo la otra pierna.

Siguieron charlando por turno: un eslabón, otro, una cadena lineal, simple, un cinturón de argollas, ni siquiera brillante. En un momento dado ella añadió, sin especial énfasis:

—¿Sabes? Te llamé esta tarde al periódico y me dijeron que te habías ido ya. Y desde entonces tienes el móvil desconectado.

—Sí, estaba en casa de Joaquín. Y acabo de recordar que al maldito móvil le fallan las pilas, como a mí.

—¿Estuviste en casa de Joaquín Hinojosa hasta ahora? —Corrió por la habitación, descalza, y regresó a la cama con papel y bolígrafo. —Sí, también él se ha quedado de rodríguez. Me tomé dos... no, tres cervezas... ¿Ya me estás fiscalizando?

—No. Me fío de ti. —Intentó que su sonrisa tuviera sonido. Apoyó el papel sobre la mesilla y escribió: «Preguntar a Joaquín Hinojosa». Anotó la fecha, subrayó el nombre—. Vaya par de gansos que estáis hechos, celebrando que vuestras chicas se van...

—Es el derecho al pataleo que nos queda a los maridos abandonados. ¿Me echas de menos?

—No.

—Yo a ti sí. Qué mala eres. Encima te burlas. Pues tape el auricular, doña Nieves, porque le voy a contar uno de los chistes más bestias que haya oído nunca. Es de Joaquín. —Vale, aceptó ella. Últimamente, a él le gustaba arrojarle obscenidades y ver cómo las atrapaba con la boca abierta, mostrando dientes, rubor y risa al mismo tiempo—. Una chica entra en una tienda de animales y dice que quiere comprar un perro que se llame
Fucky
. El vendedor le dice que no tienen ningún perro así. Entonces la chica señala un macho grande, moreno, de rabo corto...

Subrayaba el nombre una y otra vez. Le fabricó un pedestal de líneas azules. El chiste no le hizo gracia, pero rió de igual forma. Cuando comenzaban a despedirse se le ocurrió otra cosa.

—Pablo, ¿me harías un favor?

—Los que usted mande.

—Ese detective que ha contratado Olmos... No es que no me fíe de él, ya te he dicho que parece muy experto...

No necesitaba poner excusas y lo sabía. A Pablo Barrera le encantaba averiguar cosas sobre otros, aunque fuesen cosas sin importancia y otros sin importancia. Escuchó de nuevo el estampido de su risa.

—Averiguaré todo lo que pueda sobre ese sujeto —le dijo él—. Te quiero.

—Yo también te quiero.

Cuando colgó, se preguntó por qué lo había hecho. Obrar de aquella forma a espaldas de Quirós le parecía poco menos que traicionarle. ¿Y por qué había involucrado a Pablo? Luego razonó que no estaba haciendo nada malo. Solo quería saber qué terreno pisaba con el detective.

Y, mientras doblaba y guardaba en lugar seguro el papel, su culpa se le antojó ínfima en comparación con las posibles culpas de otros.

Puso el despertador temprano, apagó la luz, rezó para que la iluminaran las estrellas de la fe, la esperanza y la caridad, se metió en la cama, se veló con la sábana y la colcha, decidió no abrir los ojos, ni pensar en la habitación extraña donde yacía, ni en la oscuridad que la rodeaba como si flotara en medio del mar.

7

Q
ue día tan bonito —dijo Nieves Aguilar. Salieron a la hora de las miradas. Fueron mirados por viejos sentados junto a puertas, camareros soñolientos, mujeres con bolsos erizados de pan, hombres con cestas de mimbre. A Quirós, los niños en pantalones cortos y las ancianas le recordaban los pueblos de su infancia; las tiendas, carteles y bombillas de fiesta hacían pensar a Nieves Aguilar en una capital moderna.

—Un día precioso —insistió ella. Se había detenido a untarse crema protectora en brazos y piernas, haciéndolos refulgir—. El aire huele a flores.

Quirós no olía a nada en concreto. Caminaba despacio pero incesante, mirando hacia abajo. Veía sus zapatos hollar las baldosas, varios excrementos secos (advirtió a la mujer), su propia sombra de costado y la de la mujer, casi diminuta, como algo adherido a él. El sol, irguiéndose sobre los tejados, veía a Quirós.

Al principio decidieron atravesar el pueblo por el centro. Sin embargo, las calles se hicieron confusas. La señal de «Casco Histórico» se alzaba en las cuestas apuntando hacia una esquina, pero, cuando la doblaban, una señal idéntica los dirigía a otra esquina esperanzadora. Quirós optó por dar un rodeo bordeando las afueras. Llegaron al taller de reparaciones, atravesaron la calzada y continuaron por el arcén izquierdo. Las casas dejaron paso a las paredes sueltas, y estas al campo, pero el pueblo, semejante a un cuerpo acostado con los miembros extendidos, no desapareció del todo: atrás quedaban torso y piernas; persistían brazos de labrantíos, dedos de pequeñas granjas. De vez en cuando el sol encendía el parabrisas de los coches con un destello cegador. Quirós sacó las pequeñas gafas de su estuche y se las puso. Nieves Aguilar le seguía como su reflejo o su sombra. De repente dijo:

—Debería ir a la policía.

—Vamos, no exagere. —El bigotito de Quirós se alzó por las puntas—. Solo son una panda de gilipollas... Además, no van en serio.

—¿No van en serio? Le han enviado un anónimo amenazándole. ¿A qué llama usted ir en serio?

Quirós pensó, no por primera vez, que no tenía que habérselo contado. Según el chico del acné, el papel había aparecido sobre el mostrador de recepción aquella mañana. Por fuera tenía escrito el nombre de Quirós. Al desdoblarlo, saltaba a los ojos una amenaza burda, explosiva, rodeada de esvásticas negras. No le sorprendió, incluso lo había estado esperando. El asunto no le preocupaba lo más mínimo, hasta se le antojaba una especie de broma. Pero no debí decírselo, pensaba.

—Insisto en que debería denunciarlos.

—Ayer opinaba que hay que hablar con los jóvenes, hoy quiere denunciarlos...

—No es lo mismo —repuso ella—. Las amenazas no deben aceptarse por las buenas. Es preciso enseñarles...

Patatín, patatán. Psicología, pensó Quirós. Sin embargo, le gustaba oírla. Hablaba muy bien la mujer. Quirós no la miraba, pero podía imaginar su aspecto como si su forma de hablar fuera un espejo y él la espiara a través de eso. También le agradaba su preocupación, aunque le irritara haberla causado. La mujer (debía recordarlo para otra vez) procedía de un mundo frágil, actual, donde las amenazas resultaban inconcebibles y los insultos eran como golpes que podían quebrar algo.

—De acuerdo, señora... Al volver pasaré por el puesto de la Guardia Civil. Ahora déjeme pensar...

No quería pensar, en realidad. Tampoco tenía intención alguna de denunciar nada, pero menos aún de enzarzarse en discusiones. Lo que quería era caminar. Le agradaba caminar por el borde de aquel asfalto no recalentado todavía por el sol del cenit.

Pequeñas veredas cortaban tierras arrugadas y oscuras, como calcinadas. La carretera ascendía en sucesivos cambios de rasante hacia la sombra grande de la sierra. Había un punto en el pavimento; un objeto; un cuerpo tendido sobre los ladrillos blancos y planos de la línea de cruce. Era un gato, parecía holgazanear, pero Quirós fue el primero en advertir su cabeza destrozada.

—Pobrecillo —susurró la mujer.

En el arcén del lado opuesto un letrero se empalaba a un poste. Quirós se detuvo.

—Ollero está en la sierra, y hay que tomar aquel desvío. Para Amargo, hay que continuar... Son los pueblos más próximos. Debemos decidir por dónde vamos.

Evaluaron la situación. La mujer alzó la pequeña mano, lubricada de crema protectora, señalando un muro en el costado derecho.

—¿Y si entramos ahí?

—¿Para qué?

—No sé. Quizá ella lo hizo.

El muro se encontraba antes de la desviación hacia la sierra y era blanco, como hecho de yeso. Sobre él se alzaban cipreses que semejaban haber caído del cielo para clavarse de pie como puñales.

—Podemos echar un vistazo, si usted quiere. —Quirós se arrastró sumiso por la carretera. La mujer lo siguió mientras hablaba: su voz llegaba a Quirós del mismo lado que el sol.

—Esta noche, es curioso, he soñado que entraba en un cementerio. Había mucha luz, muy intensa. Me cegaba. En el cementerio no había tumbas, sólo una explanada vacía, un desierto. Y yo la recorría, pero no caminando: volando...

Quirós, que miraba el borde de la cuneta, le dio una patada a una cajetilla.

—Aquí no hay nada.

Sabía que no era verdad. Había muertos. Estaba acostumbrado a ellos y podía sentir su presencia. Lo que ocurría con los muertos era que no hacían ruido. Y tampoco tenían motivo alguno para quejarse, porque los vivos les habían construido bonitas y sosegadas casas con techo de flores. Quirós pensaba, incluso, que se sentían muy orgullosos de hallarse allí, cada uno con la piedra de su nombre a cuestas, como hormigas afanosas. Envidió sus vidas ocultas y quedas. Así era Quirós.

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