La mujer y la chica parecían amigas de toda la vida. Habían estado hablando mientras Quirós registraba. La mujer dijo:
—¿No ha terminado? Le espero abajo.
Quirós las siguió pero se detuvo en el segundo piso. Le habían dicho que el baño era compartido y quería verlo. Avanzó por un pasillo oscuro con paredes acribilladas de mensajes y dibujos. O no del todo: algunas puertas entreabiertas cortaban la penumbra como los rayos láser de ciertas películas que Quirós no veía desde hacía mucho tiempo. A través de las rendijas observó pies descalzos, piernas, muslos, una espalda, un bikini puesto a secar. Escuchó ronquidos. Allí se levantaban tarde, porque estaban de vacaciones y eran jóvenes; tenían todo el sueño por delante.
Aquel mundo se asemejaba al de los ricos, pensaba Quirós: era el de los hijos de los ricos, pero poseía idénticas contradicciones y misterios. Allí se iban los hijos de los ricos a... ¿A qué? A dormir en camas de colcha abullonada y alambres retorcidos. A respirar azufre. A sufrir los estragos del calor y el contacto físico. Los hijos de los ricos vivían en aquel subsuelo abonado por sus padres, reciclando los residuos paternos hasta que la edad les hacía volar por su cuenta y vivir en el aire acondicionado y el lujo de los áticos.
La puerta del baño estaba trabada, pero la venció de un empujón. Encontró a Jesucristo coronado de espinas y fumando canutos. Otro póster mostraba a un bicho muerto, quizá una comadreja, a quien alguien se aprestaba a arrancar la piel. «Qué cosas te suceden a causa de los átomos», rezaba el título de otro cuyas imágenes consistían en meros dibujos: latas de salchichas bicolores, animales mutantes, antenas verdes en la cabeza de la gente. No había luz eléctrica, pero la natural entraba desde un cristal esmerilado. Por lo demás, un baño bastante limpio, de ducha diminuta.
Regresó a la escalera. En el rellano se asomó a una ventana y observó el perfil del pueblo, la sierra sombría, motos aparcadas junto al albergue y un grupo de jóvenes sentados frente a frente en dos pequeños muros de un patio trasero. Se caló las gafas negras, bajó los últimos peldaños y salió por la puerta del patio. Los jóvenes no se movieron.
—Estoy buscando a esta chica. Se hospedó aquí... ¿Alguien de vosotros la recuerda? ¿Alguien la conoció? —Paseó la fotografía frente a las miradas, primero el grupo de la derecha, luego el de la izquierda. Los jóvenes eran pálidos y silenciosos. Fumaban. Quirós observó cuánto se esforzaban en disimular sus cortas edades con objetos: collares de cuero, cadenas, botas, tatuajes. Algunos tenían la cabeza rapada. Supuso que entre ellos estaría el descerebrado que había tachado con esvásticas el letrero de la carretera, pero prefirió olvidar ese particular—. ¿Ninguno la conoció? ¿No la visteis? ¿Nadie la vio?
—Estuvo aquí —dijo uno.
—Y se fue —añadió otro.
—¿Alguien habló con ella? —insistió Quirós.
Una chica pelinaranja pareció querer decir algo, pero lo que hizo fue mostrar que en la lengua tenía un clavo.
La fotografía desfiló frente a una muchacha de asombrosa belleza y se detuvo en un chaval de pelo revuelto y oscuro. Ocupaba el último puesto de la izquierda y en él se agotaban las posibilidades. Parecía el más joven de la pandilla. Cogió la foto pero no la miró. Miró a Quirós. Sonrió.
—Qué pinta tienes, tío. ¿Eres madero?
—Es soldado, Borja —replicó un rapado—. Como tu padre.
—Vete a la mierda, Chester.
—Esta chica ha desaparecido —dijo Quirós recobrando la foto—. Su familia la busca... —Oyó preguntar a alguien por una recompensa. Siguió hablando por encima de las risas—. Si alguien la recuerda... Si quiere decírmelo... Estoy en el hostal de la playa. Me llamo Quirós.
—¿Me prestas tu sombrero, Quirós? —preguntó el chaval.
—No —dijo Quirós.
El chaval estaba recostado con los codos apoyados en el muro, pero se las arreglaba para llevar una mano al muslo de la Chica Más Bella del Mundo. Quirós pensó que había comprado un chaleco dos tallas más pequeño para que pudieran rebosarle los bíceps. Supuso que se trataba de una especie de líder y aquella chica era su botín.
—Anda, préstamelo.
—No.
Los demás fumaban.
El chaval se incorporó, alargó el brazo, cogió el sombrero, se lo probó. La visera le resbaló hasta las cejas.
—Hostia, mirad esto. —Dio la vuelta, tambaleándose. Intentó ponérselo al chico que había mencionado a su padre—. Oye, ¿por qué no nos dices lo que comes, tío? ¡Para que Chester lo coma también y le crezca la cabeza! —El aludido se descubrió de un manotazo. Quirós sonrió de buena gana. No le gustaba que nadie tocase su sombrero, pero sí que los chavales rieran. Momentos antes le habían parecido muertos; ahora temblaban de vida. A Quirós le gustaba más la vida que la muerte. Así era Quirós.
El chaval había recuperado el sombrero y pretendía coronar a su chica, que se había levantado para la ocasión. Ella lo rechazaba. Borja, déjame. Ya vale, Borja, gilipollas. Al fin, fue el chaval quien se quedó con el sombrero en la mano. Lo contempló como si fuera algo al mismo tiempo deleznable y gozoso, dañino e inofensivo.
—¿Por qué usas sombrero? Ya no se llevan.
Lo lanzó al aire, como una moneda. Quirós lo vio caer a un par de metros. Cuando se agachaba a recogerlo, otra clase de voz dijo desde la puerta:
—Lo estaba buscando. ¿Ha terminado? ¿Nos vamos?
Mientras Quirós y la mujer se alejaban el chaval habló de nuevo. Esta vez era algo referente a la mujer, una observación relacionada con la posibilidad de que Quirós y ella formaran pareja y él la aplastara al acostarse juntos. Quirós sé detuvo, dio media vuelta, regresó al patio, se acercó al chaval.
—Con las señoras no te metas, Borja —le aconsejó.
Luego regresó junto a la mujer, que lo aguardaba en el interior del albergue.
—¿Por qué lo ha hecho? —preguntó ella en tono de incredulidad.
—¿Qué?
—A ese chico. El del chaleco. ¿Por qué lo ha golpeado?
Quirós no contestó. Bajaron despacio la cuesta hacia el mar destellante. La mujer miraba a Quirós. Cuando se situaron de perfil a la playa, el viento azotó su rostro, pero ella siguió con la cara vuelta hacia Quirós.
—¡Lo ha golpeado en el vientre!
—Le di un pellizco. —Quirós torció el pulgar y el índice en el aire—. Pellizcos así me los llevaba yo cuando niño por no decir buenos días.
La mujer estaba roja. La calma de Quirós parecía exasperarla.
—¡Era sólo un chaval! ¡Estaba bromeando...! ¡Es usted un bestia...!
Con un impulso inesperado, las bombillas colgadas de las farolas se encendieron. Arriba graznaron gaviotas. La mujer las miró un instante, Quirós no.
D
el mar se dicen muchas tonterías. Se dice, por ejemplo, que alberga carabelas con las cuadernas flacas, el nombre borroso en un costado y un mascarón de ninfa con el pelo naranja, en cuyos camarotes se encorvan esqueletos rejuvenecidos por la eternidad; o estatuas de diosas vírgenes y blancas, sin brazos y sin mirada, que a veces son rescatadas del olvido; o monstruos sañudos de un solo ojo. Se dice que, bajo el techo de olas, plancton, algas y petróleo, a una profundidad tal que sólo los cuerpos muy pesados pueden descender y los espectros de los peces respirar, donde la luz llega vieja, como entregada desde una claraboya movediza y celeste, yacen secretos que podrían transformar la sabiduría del hombre. Y quién sabe. Quién se ha asomado nunca a tales abismos o los ha rozado siquiera con la imaginación. El ojo jamás admirará esos pozos, mas remotos que las estrellas, donde quizá sólo aleteen sirenas núbiles de cabellera rojiza.
En las sirenas sí que creía Quirós. Acababa de ver a tres recién salidas del agua. La pelirroja de más edad portaba las gafas de buceo, la mediana el tubo para respirar, la más joven las aletas azules. Detrás venía el barbudo, satisfecho y tostado, como si sólo él hubiese necesitado aquellos objetos, porque ellas bucearían sin nada encima, vestidas de burbujas, el rojo cabello flotando en el azul oscuro. Armaron grande alboroto al llegar a la terraza; el barbudo gritó: «¡Sangría!» con difícil pronunciación, mientras la mayor de las pelirrojas volcaba sobre la mesa un botín de conchas, algas y moluscos. Luego se pusieron a jugar a las cartas usando las conchas como fichas de apuesta mientras se lanzaban consignas en un idioma que a Quirós le pareció alemán. Quirós los miraba mientras comía gambas. Las pelaba en grupos de tres, albergando dos en una mano y desnudando la tercera. Las gambas aguardaban en fila sobre el plato, las curvas de una encajadas en las de otra, cuerpecitos tersos bajo sus nimias armaduras. Quirós no se daba mucha maña, quizá por falta de costumbre, aunque es verdad que en aquel momento apoyaba el móvil entre la oreja y el hombro llamando a Pilar.
Nadie contestaba. Decidió dejar un mensaje.
—Imagínate, Pili. Estoy comiendo las mejores gambas de mi vida en una terraza al sol, mirando el mar... Espero que en Madrid no haga mucho calor... En tu casa nunca lo hace, sé que siempre cierras las persianas... ¿Dónde te has metido?... Seguro que alguno de tus hijos te ha invitado a pasar el fin de semana. Me alegro por ti.
Mordió el terso, carnoso anzuelo, curvo y rojizo. No entendía mucho de pesca, pero creía recordar que, usando las gambas como cebo, se capturaban otras cosas. Cuando asesinó a Casella a la orilla del río descubrió que tenía una cesta llena de gambas.
—No sé cuándo regresaré... Aún tengo cosas que hacer... Te dejo este mensaje para que no te preocupes, que sé que te preocupas por todo... Estoy divinamente, de verdad...
Por fin la veía de nuevo. A la camarera morena. Ya no llevaba la camiseta de Roquedal sino otra de color naranja, pero seguía con aquellos vaqueros tan cortos y las pequeñas llaves le tintineaban en la garganta del pie. Iba de un sitio a otro atendiendo la terraza que el joven del acné desatendía, porque se había unido a un corro de mirones que observaban a los jugadores. Animaban al barbudo, que parecía estar ganando. La pelirroja madura rió a carcajadas cuando mostró una carta. En el mentón lucía un
piercing
.
Un pitido anunció a Quirós que se había acabado la cinta. Colgó y volvió a llamar. Se comió otra gamba.
—Se me olvidaba decirte, Pili... Me gustaría despelotarte como a estas gambas. Magrearte como tú sabes, y yo sé, que te gusta... —La pelirroja más joven se había levantado. Quirós la vio sacar tabaco de una máquina junto a la puerta del hostal. Al inclinarse para recoger la cajetilla la braguita del bikini se tensó y las nalgas mostraron el crucigrama rojizo del asiento de enea—. Tu cuerpo suave... Me gustaría... —De repente se le acabaron las ideas. Decidió colgar. La pelirroja había regresado a su sitio y examinaba sus cartas. Su cabello era una choza de barro rojo sobre la que hubiera llovido a cántaros. Menuda cara pondría Pilar cuando oyera el último mensaje, pensaba Quirós.
Pilar era una viuda cincuentona que vivía en el piso contiguo al suyo. Llevaban casi un año de relaciones. A Quirós le gustaban sus ojos como puertas abiertas y su figura rellena de algo que ya no eran músculos y aun no eran huesos, pero que seguía siendo agradable de tocar, y donde los labios podían obtener, al posarse, una cómoda caricia. Le gustaba, sobre todo, su forma de quedar exánime cuando él se ponía rijoso, sus párpados cerrándose como conchas y sus mejillas enrojeciendo como si algo se hubiese roto y derramado en su interior. Era devota de los santos y las misas, pero también de Quirós. Lo cual era mucho decir, porque Quirós, que se sabía feo y sin dinero, consideraba casi milagroso que una mujer aceptase acompañarle por la vida. Pilar afirmaba que lo que hacían juntos estaba mal, y que en el purgatorio lo pagarían. A Quirós tal posibilidad no le inquietaba: estaba acostumbrado a pagar sin necesidad de morirse. Y Pilar seguía gustándole. Dentro de lo que cabía, que no era mucho a su edad. Es decir, sin pasión. Aunque sospechaba que ella sí se apasionaba. O quizá tampoco. El amor, le había dicho alguna vez un gran señor, vive en una habitación distinta conforme transcurren los años: comienza en el dormitorio, pasa al comedor y casi siempre acaba en el cuarto de baño. El de ellos se alojaba en la cocina. Pilar, sobre todo, guisaba bien. Y cosía como nadie sabía coser ya, exceptuando algunas viejas y ciertos hombres. Junto a ella Quirós sentía un reflejo de la felicidad.
El resto era Marta, pero en Marta no quería pensar.
Menuda cara pondrá, pensó. Le gustaba abochornarla.
Habían abierto las sombrillas, bonetes color naranja que dibujaban círculos azules en el suelo; el barbudo y las pelirrojas seguían cambiando naipes y carcajadas sobre uno de ellos. Quirós peló la última gamba y, mientras la masticaba, decidió almorzar dentro, pues en la terraza empezaba a arder el sol.
La mujer llegó cuando Quirós rebañaba el arroz. Se había cambiado por completo antes de bajar: ahora llevaba una peineta rosa y una blusa blanca de botones sin mangas.
—Qué buen aspecto tiene esa paella.
—No está mal. Si quiere, le pido una ración.
—Gracias. —La expresión de la mujer se enmascaró de seriedad, como para señalar que iba a abordar un tema mucho más grave. Una pequeña cruz plateada le colgaba del cuello—. Antes de nada, quiero pedirle disculpas por haberle insultado esta mañana. No debí hacerlo, fue una grosería. Pero no me malinterprete: no he cambiado de opinión. Creo que lo que usted hizo fue una salvajada, además de un error. Lo único que se logra al emplear la violencia con chicos así es darles más motivos para que sigan comportándose igual. Fue una salvajada, una crueldad y una estupidez.
—Señora —dijo Quirós—, casi prefiero que no se disculpe usted.
La mujer no rió, pero torció los labios en un buen intento. Quirós se permitió un atisbo de sus dientes pequeños y de la mano que enseguida los cubrió, blanca como un guante de primera comunión.
—Es cierto. No le reprenderé más. Solo quería dejar bien clara mi postura. Hace un rato, mientras pensaba en lo que iba a decirle, me propuse no lanzarle ninguna diatriba.
—¿Lanzarme qué?
—Quiero decir que no deseaba criticarle más por lo ocurrido —replicó la mujer en tono didáctico—. ¿Sabe lo que pasa? Pues que yo trato con ellos. Con los jóvenes. Son mi profesión. Mis alumnos son sólo chicas, pero he estudiado algo de psicología y hecho varios cursos de preparación en Valdelosa, y creo conocer la problemática a la que se enfrenta la juventud en general... El mundo en que viven es terrible, los aísla, ellos buscan una identidad. Los grupos fanáticos se la ofrecen bajo cualquier tipo de bandera. Por ejemplo, esos cabezas rapadas del albergue. Adoptan un disfraz para creerse alguien. Necesitan reafirmarse, hacerse notar. Y lo hacen violentamente, porque quieren recibir una recompensa rápida. Pero el mundo, que antes los había abandonado, los castiga por esa violencia. Y ellos responden reafirmándose más y con mayor violencia: todo es un círculo. Mi marido opina que me preocupo demasiado por algo que no puedo arreglar. «Solo eres profesora de secundaria, no ministra de Educación», me dice. Y añade que las chicas a las que doy clase no son una muestra representativa de esa juventud, porque vienen de familias muy católicas, muy conservadoras, de cierto nivel social. Tiene razón, desde luego. Pero, por reducido que sea mi mundo, quiero hacer algo. Ese es el motivo por el que casos como el de Soledad me interesan tanto. Hace años estaba segura de que la solución consistía en inculcarles valores religiosos. Ahora ya no lo sé. Sigo creyendo que la religión es muy importante para ellos, pero... no sé nada. Jugaba con la cruz entre el índice y el pulgar. Repitió—: No sé nada.