Sin embargo, en las pocas criaturas que encontró durante su paseo —dos niños, unas viejas, un perro que le ladró—, comprobó que su presencia no despertaba, no ya miedo sino siquiera curiosidad. En los últimos años le pasaba igual en todas partes. Sabía que se trataba de la edad, que le rebajaba en gran medida la capacidad de provocar pasmo. Un espantapájaros gastado no asusta a las aves, le había dicho alguna vez un ex socio. Por tal motivo ya sólo le ofrecían trabajos estúpidos. A lo largo de su vida Quirós había hecho de todo y lidiado con gente de todo tipo, pero ahora, ¿por qué se hacía ilusiones? Ahora tenía que vérselas con una profesora de colegio y una adolescente díscola.
No sabía por dónde ir. Durante un rato siguió con docilidad ciertas señales que indicaban: «Casco Histórico», pero tras aturdirse en un laberinto de calles curvas, cuestas que parecían montículos, ventanas morenas y casas como pequeñas cajas blancas, se desanimó y dio media vuelta. Estaba claro que el centro de aquel pueblo seguiría siendo un secreto para él. Almorzó salmonetes en el comedor del hostal servido por una camarera joven, morena, alta como un junco, con una ajorca en el tobillo formada por diminutas llaves doradas unidas entre sí. Más que la ajorca, a Quirós le interesó su camiseta, una prenda simple que no alcanzaba a cubrir el ombligo, pero gracias a la cual pudo leer, por primera vez desde que se topara con el letrero tachado, el nombre del pueblo en letras a todo color.
«Roquedal», yendo y viniendo frente a sus ojos, inclinándose, flotando sobre él, tan próximo, tan inaccesible.
E
l año anterior la familia Fuentes Waksman lo había contratado para que buscara a un perro. A Quirós el encargo le pareció humillante, pero aceptó, porque últimamente nadie lo llamaba para grandes trabajos. La casa de los Fuentes Waksman ocupaba toda una manzana próxima al Retiro y poseía un amplio jardín trasero. Una doncella recibió a Quirós en la puerta. Tenía la cara triste y ojerosa y su uniforme semejaba un luto. Dejó a Quirós a cargo de un mayordomo que, a su vez, lo hizo pasar a un salón donde aguardaba el portavoz de la familia, atildado, con la sonrisa en el centro exacto de una circunferencia de pelo grisáceo. Lo primero que le dijo fue que, en realidad, no tenía que buscar a ningún perro.
Esta declaración no sorprendió a Quirós. Llevaba más de dos décadas trabajando para los ricos y sabía que en el mundo de los ricos sucedían cosas contradictorias, inefables, desconocidas para la mayoría de los mortales. El mundo de los ricos era un mundo de signos invertidos, donde lo blanco a veces era negro o donde alguien era contratado para buscar a un perro con la condición expresa de que nunca lo encontrase. Era difícil trabajar para los ricos, no servía cualquiera. Se necesitaba carecer de imaginación y curiosidad, ser duro y hasta rocoso, tener alma de herramienta. Quirós resultaba apropiado, a los ricos les encantaba utilizarlo.
El asunto consistía en tranquilizar a Aitana Fuentes Waksman, la pequeña de la familia, a cuyo cargo estaba el animal el día en que se había extraviado. Los padres pensaban que la presencia de Quirós y algunas promesas fáciles le devolverían la felicidad. En cuanto al perro, le explicó el portavoz, no importaba lo más mínimo. Se trataba de un chucho sin raza concreta, bastante estúpido, que ni siquiera servía para montar a una perra y legar sus genes a cachorros puros y viables. Le enseñó fotos: grande, lanudo, de cola enhiesta pero despeluzada. A Quirós le atrajo su color blanco. Respondía al nombre de Sueño. Pero Sueño podía perderse para siempre; de hecho, era casi mejor que se hubiese perdido. Quirós no tenía que esforzarse en encontrarlo: sólo con haber acudido allí y hablar con Aitana cobraría una cantidad razonable.
Hicieron pasar a la niña, que venía acompañada de una amiga y de la doncella. Tenía el rostro despierto y el cuerpo aún borroso por la infancia. No parecía estar tan triste como Quirós había esperado. Se encaramó a un sofá y habló desde él, como arengando. «Quiero que encuentres a mi perro.» Afirmó ser la responsable de todo, porque lo había dejado suelto mientras lo sacaba a pasear una tarde de niebla. Las pupilas le brillaban mientras narraba la tragedia, pero aquella luz no se volcó en lágrimas. Su amiguita, rubiasca y abotargada (sin duda, Aitana era la que mandaba en aquel dúo, pensó Quirós), y la doncella triste de densas ojeras formaban un coro de gestos de asentimiento.
Cuando la niña acabó de hablar, y pese a que lo habían contratado para eso, Quirós no supo qué decir. Balbució algunas frases torpes y se marchó. En la calle ya era de noche y habían salido las estrellas. De pronto le ocurrió algo que casi nunca le ocurría: se detuvo a hacerse una pregunta.
Es decir, intentó hacérsela. Porque se trataba de una pregunta inconcreta que tenía que ver por igual con las estrellas, la niña, el perro blanco y hasta con la expresión pesarosa de la doncella.
Durante un rato luchó por darle forma. Pero el momento pasó: Quirós lo atribuyó a la edad. Cuando uno envejece desea, a veces, comprender la vida. A él debía de haberle ocurrido algo parecido, había deseado comprender la vida. Lo que le intrigaba era que nunca deseaba comprenderla sino ganársela, de modo que aquel instante se convirtió, para Quirós, en un soplo, un argumento vacío, algo que flota sin necesidad de superficie.
Pero ya había decidido lo que iba a hacer. Durante las semanas siguientes se entregó a una tarea infatigable. Visitó perreras, hoteles caninos, sociedades protectoras, anfiteatros anatómicos y laboratorios donde unos bichos eran sacrificados para salvar a otros. Habló con posibles testigos, recorrió calles y parques públicos. En las tardes de niebla vigilaba las proximidades de la casa de los Fuentes Waksman pensando que un perro, como un criminal, podía volver al lugar del delito. Elaboró una lista con los propietarios de canes blancos de Madrid. Puso decenas de anuncios, revisó muchos más. Por fin, tras cuatro meses de búsqueda infructuosa, hubo de admitir que, quizá, no iba a verse recompensado con el éxito. Sueño se había perdido para siempre. Sueño jamás volvería. Sueño había subido al cielo de los perros. Con todo, en ocasiones pensaba que aquella investigación no había hecho sino empezar. Cada cierto tiempo telefoneaba al portavoz de los Fuentes Waksman para asegurarle que no había abandonado. Los últimos meses le colgaban. Pero seguía buscando, y seguía llamando.
Luego vinieron los sueños. Soñaba que perseguía a un perro blanco. Lo veía quieto en el extremo de un callejón o lo alto de un monte (que parecía nevado, pero era el perro), incluso el borde del mar. Hacia ese punto se lanzaba Quirós diciéndose: «Esta vez te atraparé». Y el perro, fúlgido como un ángel, cegador, aguardaba hasta el último instante como diciéndole: «Esta vez dejaré que me atrapes». Pero cuando Quirós se abalanzaba sobre él, el animal desaparecía. Era como intentar tocar un arco iris. La burla se repetía a la noche siguiente, tan exacta como la órbita de los planetas. No comprendía por qué despertaba de aquellos sueños con escalofríos. Pero sabía que el mundo de los sueños era, tan sólo, el mundo de los ricos para pobres. No le concedía demasiada importancia a las contradicciones y misterios de ambos mundos: se limitaba a trabajar para unos y a soñar los otros.
Aquella tarde, durante la siesta, Sueño le centelleó en el horizonte. Corrió, tendió la mano y el perro se disolvió en un revuelo de palomas. Despertó en una habitación desconocida. Estaba sudando, hacía calor, aún no había podido arreglar la ventana trabada.
En la terraza no había ninguna mujer esperándole. Se sentó en la única mesa libre que tenía sombrilla.
La terraza hacía esquina con una calle en pendiente que llevaba a la playa. Desde su mesa Quirós podía atisbar un trozo de oleaje, incluso un velero de velas blancas cabeceando con el viento. Por la pendiente subían, casi desnudos o envueltos en toallas, aquellos que ya habían renunciado al mar. Venían con paso cansino y semblante aturdido. Algunos traían heridas, como una niña que cojeaba con una rodilla en carne viva y contraía el rostro como si chupara un limón. En las demás mesas había turistas. Un trío de pelirrojas y un hombre de barba gris jugaban a las cartas, pero prestaban más atención a un guitarrista callejero de pelo pincho. Una esbelta nórdica parecía embelesada. Un gordito con bermudas hacía fotos. La señora de recepción asomaba la cabeza por la puerta del comedor, torcía el gesto y volvía a desaparecer. Las mesas las atendía un chico de cabello pajizo y expresión punteada de acné. Quirós echaba en falta a la camarera morena del mediodía.
De repente el barbudo se levantó y empezó a contonearse, provocando carcajadas estrepitosas en la pelirroja más joven. Quirós se preguntó si serían sus hijas y su mujer, pero se reían demasiado para formar una familia. El rostro del barbudo le recordó a uno de los hombres que había asesinado: Casella, se llamaba.
Casella, mira por dónde, tenía dos hijas, que junto a su esposa hacían tres, pero no eran pelirrojas. Llevaba un negocio de exportaciones entre las que se incluían películas
snuff
, pero su delito había consistido en pedirle dinero a quien no debía y entregárselo a quien menos debía aún. Al final había acabado debiéndolo todo. Se convirtió en un «excomulgado». A Quirós le habían dicho que lo hiciese de tal forma que Casella supiera que se lo hacían. Casella se ocultaba en un refugio de montaña y todos los días salía a pescar. Quirós lo sorprendió a solas en el río y usó una barra de hierro. Le habían sugerido treinta golpes, que era el número (con varios ceros) de pesetas que adeudaba, pero cuando ya llevaba dos y Casella se retorcía con los brazos astillados, se negó a prolongar el trabajo, más por cansancio que por otra cosa, y le encajó el tercer estacazo en la cabeza. Casella se comió su propia barba. Luego Quirós le contó eso a su cliente y lo hizo reír: el golpe había provocado que la barba se le hundiera dentro de la boca.
Pero aquellos eran otros tiempos. Ahora sus encargos, si los había, consistían en ridiculeces, a lo mejor debido a que se había hecho viejo. Seis meses antes le había dado un ahogo y un médico lo había despojado de café, alcohol y tabaco, todo a la vez, instándole asimismo a que moderara el sexo. El sexo, pensaba Quirós. Recordó que Pilar había enrojecido cuando él le refirió aquel último consejo.
Las pelirrojas y el barbudo habían iniciado una danza que el guitarrista alentaba. No se trataba de una escena especialmente interesante, pero Quirós hubiese mirado con más detenimiento las piernas de la más joven, y su culito empinado, de no ser porque, en ese preciso momento, el camarero cerró las sombrillas y el sol se abrió paso entre los callejones, rabioso de verano, deslumbrándolo pese a las gafas.
—¿El señor Quirós? —oyó en la oscuridad. La mujer estaba envuelta en luz. —Lamento la demora. Me dormí.
—No se preocupe.
Era pequeña. No exactamente de corta estatura sino reducida, con una pequeñez que hacía pensar en una reproducción a escala de la mujer original que se encontraría en algún otro sitio. El cabello, de un rubio blanco, estaba muy peinado. Sus rasgos no eran bonitos sino extraños, con pómulos flacos y grandes ojos azules que le abultaban con sombras de insomnio. No vestía un atuendo playero sino un discreto traje chaqueta en tono perla. Quirós se sintió incómodo. Le habían dicho que era profesora, y había esperado una señora madura de expresión callosa, no aquella jovencita elegante con voz de confesionario.
—No sabe cuánto me alegro de que haya venido. Me encuentro algo nerviosa. Y asustada. De todos modos, intentaré contárselo ordenadamente. Si tiene alguna pregunta, no dude en interrumpirme. —Jugaba con el cierre de su bolso—. Me llamo Nieves Aguilar y soy profesora de secundaria en el colegio Valdelosa. Mi asignatura es Lengua y Literatura. Conocí a Soledad Olmos gracias a un cuento que escribió. Ya me habían hablado de ella: sabía que era una alumna con un gran coeficiente intelectual, casi superdotada, muy tímida. Pero dudo que hubiésemos entablado ninguna clase de relación de no haber sido por ese cuento. Suelo pedirles a mis alumnas que hagan redacciones. En Valdelosa creemos en la aplicación práctica de los conocimientos, aunque debo admitir que también pretendo que se diviertan. Soy consciente de que no consideran mi asignatura como algo primordial, así que trato de no hacerme la pesada. Odio ser pesada... Si ahora lo soy, me lo dice. He preparado esta historia para que no se me olvide ningún detalle, pero si usted cree que me enrollo, me corta. Como le decía, pedí a mis alumnas que escribieran algo. Casi todas eligieron lo mismo: hablar de sus vidas, de lo que les ocurría... Muy pocas son capaces de inventar nada. Y entonces tropecé con el cuento de Soledad. Se titulaba «La luz de la noche». Fue el primero que leí de ella. Se lo resumiré, si me permite, porque me parece fascinante... Ah, gracias. Tengo la boca seca... Y no está muy fría, menos mal.
Habían traído la tónica que la mujer había pedido. Cuando alzó el vaso, Quirós observó sus manos, finas y blancas, en las que casi no se distinguían las venas, como si llevara puestos guantes de doncella. En uno de los dedos brillaba una alianza.
—El cuento —prosiguió la mujer después de beber un largo trago— trata de una niña, Adriana, que, al morir su madre, deja de dormir y ya no duerme nunca más. Gracias a eso, descubre que por las noches también hay luz, pero es muy distinta de la diurna. La luz de la noche es más blanca y densa, incluso sólida. Nadie más lo sabe porque todo el mundo se queda dormido, claro. Ella puede tocar esa luz y hasta caminar por encima como por una pendiente nevada. Entonces sale a pasear sobre la luz y llueven gatos. Sí, llueven gatos, es increíble. Hay un párrafo precioso que me aprendí de memoria: «Caían de espaldas, pero se daban la vuelta antes de llegar al suelo y nunca se hacían daño. Algunos cayeron sobre los tejados y quedaron colgados de las antenas de televisión; otros se posaron en los balcones y otros en la acera. La calle se llenó de gatos recién llovidos que no hacían ruido y que sólo Adriana podía contemplar, porque sólo ella veía la luz de la noche». Bonito, ¿verdad?
Quirós no respondió. Estaba quieto, respirando por la boca abierta, con el sombrero calado y las gafas negras. Había mucho silencio. El guitarrista se había ido ya, y con él varios sonidos. Hasta el rumor de la playa parecía amortiguado.
—Yo creo que es precioso —dijo la mujer, quizá desanimada por la falta de respuesta—. Por cierto, en casi todas sus historias aparecen gatos. A Soledad le gustan mucho. Ella tenía uno, pero murió. —La mujer cubrió una tosecilla con la mano—. El cuento acaba un día en que el padre de Adriana, al ir a despertarla, la encuentra en la cama con los ojos muy abiertos y luminosos. Me pareció increíble que una chica tan joven hubiese escrito algo así. Quise conocerla y la retuve al finalizar la clase. Daba la impresión de ser tímida, nunca miraba directamente a los ojos, contestaba con monosílabos... Pero luego comprendí que no era tímida sino desconfiada. No tenía amistades, estaba acostumbrada a buscarse la vida en lo que al afecto se refiere. Sin embargo, hicimos buenas migas. Así ocurre con muchos adolescentes, se lo aseguro: tardan en otorgar a alguien su confianza, pero cuando lo hacen, no encontrará usted amigo más firme ni más sincero. Terminó el curso y nos perdimos un poco la pista. Entonces, hace dos semanas, volvió a llamarme.