La caja de marfil (9 page)

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Authors: José Carlos Somoza

Tags: #Intriga

BOOK: La caja de marfil
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—Aquí no hay nada —repitió.

Nieves Aguilar no le oía. Se encontraba a cierta distancia, acuclillada frente a una tumba con un ángel de piedra acuclillado frente a ella. El sol otorgaba colores propios a la mitad de su cuerpo, la otra mitad era oscura. Apoyaba una mano en la garganta, como tocando algo, quizá la cadenilla de su cruz plateada. A Quirós no le pareció tan flaca en aquel momento: había engordado rodeada de sepulcros.

—Está muerto —dijo ella y se estremeció como si una pluma cosquilleara sus axilas indefensas—. Mire.

Quirós se acercó. El nombre de Manuel Guerín yacía a sus pies.

—Observe la fecha. Murió hace un año. Soledad no lo conoció, pero lo leyó. Tengo que conseguir sus libros.

Una anciana de pie frente a unos nichos dejó caer algo negro, quizá un misal, e inició el lento proceso de encorvar la espalda.

Mientras la mujer reflexionaba, Quirós se puso a contar los nichos. Al final resultó que había tantos como las personas que había matado en toda su vida. De pronto, un RIP en relieve a los pies de un ángel atrajo su atención. Le hizo pensar en Humberto Aldobrando, que era amigo del barbudo Casella. Se trataba de otra casualidad, pero, a juzgar por las que le habían sucedido desde que se encontraba en aquel pueblo, creía comprender que las casualidades, como cualquier lotería, dependen de la cantidad de números que se compren, y, sin duda, a su edad, él ya había comprado muchos.

Aldobrando era un tipo guapo y rubicundo, divorciado, con una hija pequeña y una amante muy joven llamada Luli que vestía falditas escocesas y blusas tan cortas que por detrás podían verse los hoyuelos del lomo. Se comentaba que Aldobrando la obligaba a ser su puta porque había secuestrado a su madre. Fuera cierto o no, lo que no podía dudarse era que aquella jovencita había intervenido en varias de las películas que constituían el negocio más lucrativo de Aldobrando y Casella. Aldobrando era el «esnupi». A Quirós el término le sonaba a perro de dibujos animados, pero sabía que designaba, en la germanía de ese submundo, a los tipos que realizaban películas
snuff
, en las que jóvenes de ambos sexos eran torturados para solaz de la cámara. Casella no pasaba de ser un simple negociante. Aldobrando las filmaba, su socio las vendía, Luli hacía un papel secundario y el protagonista, invariablemente, era distinto cada vez.

A Humberto Aldobrando lo había ejecutado Quirós en su casa con un pisapapeles que tenía la exacta forma de un ángel. En la base de la escultura se hallaban grabadas aquellas letras, R, I, P, y Quirós le partió el cráneo con la zona de la P. Fue un solo golpe, macizo, contundente, por encima de la nuca, que le hizo desplomarse sobre el escritorio y estampar con su muerte un poema que escribía. Se hallaba en plena inspiración, por eso no había sentido los pasos de Quirós en su despacho. A Quirós le habían dicho que, en el fondo, Aldobrando deseaba ser poeta y no verdugo de jovencitas. Su verdadera vocación era esa. Afirmaba que quería hacer algo que nadie había hecho nunca: escribir lo que de verdad tuviera por dentro, extraer su inspiración del interior de su ser y volcarla en el papel. Quirós pensó, al ver los restos dispersos de su encéfalo, que le había ayudado a cumplir su deseo. Luego dejó el pisapapeles sobre la mesa y se marchó. Luli, que estaba encerrada en el sótano, ni se enteró de lo sucedido. La hijita, por fortuna, estaba en el parque con la doncella.

Apartó la vista del ángel. Todas las casualidades le traían recuerdos de Marta. Pero en Marta no quería pensar, menos aún en un cementerio.

El guarda, que antes les había abierto la cancela, estaba regando un arriate formado por tres escalones de diferente color, y mientras tanto miraba a la anciana, a Quirós, a la mujer, en ese mismo orden u otro distinto, sin conceder a ninguna flor más agua que a las restantes. Era bizco. A Quirós no le gustaban los bizcos. Pero si ve doble quizá pueda ser un buen testigo, pensó.

Se acercó y le mostró una de las fotos. El guarda no le entendía, o no quería entenderle. Lo único que hizo fue cambiarse la manguera de mano. Luego abrió la boca y emitió una serie de ruidos gangosos. Parecía ahogarse, su aliento despedía un hedor viejo, le faltaban varios dientes. Señalaba un rosal de rosas rojas. Ahora era Quirós quien no entendía. Pero sabía que sólo había una cosa que entender.

—Eres sordomudo. —Resopló. Ni los sordomudos ni los bizcos agradaban a Quirós—. Al menos, sabrás leer los labios... —El guarda sonrió y asintió; la manguera sólo asintió—. ¿Has visto a esta muchacha?... ¿Aquí?... ¡Pero mira la foto, hombre! —Era difícil saber hacia dónde miraba el sordomudo, porque era bizco. Sin embargo, aunque sonreía y asentía, Quirós estaba casi seguro de que no reconocía a la muchacha.

De pronto, como ocurre con todas las personas que no pueden hablar, al guarda pareció invadirle la perentoria necesidad de expresarse. Cinco minutos después Quirós había logrado percibir toda su vida: trabajaba en el cementerio las mañanas laborables, habitaba una chabola de tejado de zinc en la carretera de Amargo, le llamaban Teo, que no era diminutivo de Teófilo sino de Teologales, lo cual le demostró enseñándole el DNI. Quirós le dio las gracias y se alejó.

—¿Nos vamos? —oyó.

Por fuera había pintadas obscenas. También lenguas de hollín y un olor a animal muerto, como si, en vez de salir, hubiesen entrado en alguna tumba. Teologales gesticuló un adiós.

—Es sordomudo —dijo Quirós—. De todas formas, creo que no ha visto a Soledad.

—¿Qué hacemos ahora? —preguntó la mujer.

—La desviación. ¿Vamos hacia Ollero o seguimos hacia Amargo?

Un coche blanco bajaba por la carretera de la sierra. De una de las ventanillas Quirós vio emerger una mariposa o un papel: revoloteó, lanzó destellos, desapareció. El coche era viejo pero le habían transformado el motor y rugía como una moto. Al llegar al cruce continuó hacia el pueblo. Cuando pasó frente a ellos Quirós vio un muslo brillar de aceite y escuchó el latigazo de un cambio de marchas ejecutado con torpeza. Al parachoques trasero le habían atado algo con una cuerda, un muñeco de peluche, quizá un perro. Volaba, brincaba, golpeaba el asfalto. La pelirroja más joven volvió la cabeza y miró por el cristal, a lo mejor para saludar, o más probablemente para asegurarse de que el peluche seguía atado por algún extremo de su cuerpo roto y sucio. El barbudo conducía, el vehículo hacía eses. Por un instante Quirós pensó que se detendrían, pero, tras otro latigazo, los vio perderse en una cuesta.

—Gente divertida —comentó Nieves Aguilar.

Quirós se disponía a decir que estaban hospedados en el hostal, pero no lo dijo. Se le ocurrió, en cambio, que el camino ya estaba decidido: tomarían por el desvío de la sierra.

El sol caldeaba el aire como la luz de un estudio cinematográfico. Al fin fue el sol quien le ayudó a encontrar lo que buscaba. Era una cartulina pequeña, una foto polaroid. Había caído bocabajo mostrando el lado negro. Tenía que ser ese el objeto que habían arrojado por la ventanilla, porque aún no estaba sucio de tierra. Quirós le dio la vuelta.

—Bah —dijo.

—¿Qué esperaba encontrar?

A la pelirroja maquillada, con la boca abierta, pensó de mal humor. O al barbudo travestido. Pero lo único que dijo fue, de nuevo: «Bah». Arrojó la fotografía a los matorrales y siguió caminando en dirección a la sierra. Los grillos, escondidos, protestaban por el calor. Quirós se abanicaba con el sombrero mientras escuchaba a la mujer.

—¿Sabe? Lo de la foto me ha recordado otra historia de Soledad. Se titula «Jennifer Budoski». Trata de un joven labrador que, al regresar a casa después de trabajar, halla un papel tirado en el camino. Intrigado, le da la vuelta. Es una foto. El padre se extraña de su tardanza, sale a buscarlo y lo encuentra poco después, desmayado. Llaman al médico, que lo examina y cree que ha sido un desmayo por el calor. Pero la hermana pequeña le ha visto mirar a hurtadillas una foto que guarda en el bolsillo. Él se niega a mostrarla, dice tan sólo que se trata de una estrella de Hollywood. Le preguntan quién y responde: «Jennifer Budoski». La gente del pueblo cree probable que pueda existir una actriz con ese nombre, aunque nadie ha oído hablar de ella. El joven declara su amor en un párrafo precioso. Me lo aprendí de memoria. «Así se acabe el mundo —dice—, que nunca jamás dejaré de pertenecer a Jennifer Budoski. En cuerpo y alma le pertenezco. Soy de ella por siempre, para siempre. Dejo mi vida, mi familia a la que quiero, mi novia a la que amo, dejo mi libertad, me entrego a ella.» ¿Y cómo es Jennifer Budoski? Pero eso no lo decía y nunca mostraba la foto.

La carretera, sola y luminosa, parecía privada. Atenazaba la sierra como una cuerda que atara un trasero empinado y moreno, más claro en algunas zonas, como la huella que dejaría una prenda íntima. A Quirós le recordaba el cuerpo de un hombre al que había torturado cierta vez. A su pesar, seguía escuchando a la mujer.

—Una noche se oyeron ladridos. El joven dijo que era Jennifer Budoski, que lo llamaba. Y dijo también cosas más extrañas: que Jennifer Budoski vivía en un campo lleno de estatuas iluminado por una luz cegadora, y que sus ojos eran perlitas blancas, como de cuarzo, y que había perros y... Esta parte del cuento no la recuerdo bien. Soledad escribía a veces de forma muy rara. Creo que los perros tenían joyas en el cuello y dentaduras postizas y caminaban sobre dos patas, aunque no sé por qué... No recuerdo esta parte. Al día siguiente la familia descubrió que el joven había desaparecido. Pensaron que se había ido a Hollywood a ver a Jennifer Budoski. Y sin duda se había llevado la foto, porque tampoco la encontraron. Pero les dejó una nota: «Me voy para salvaros». Así termina.

Caminaron un rato bajo el ojo del sol.

—¿Qué le parece? —preguntó la mujer.

Quirós se disponía a decir algo cuando la mujer dio un grito.

Después, no esa noche sino algunas noches después, Quirós se preguntó si, de alguna forma, aquel grito había marcado un comienzo o un final, un cambio, algún tipo de aviso, porque hasta ese instante las cosas se habían deslizado tan rectas y ociosas como la carretera por la que avanzaba. Se preguntó si el grito había sido una frontera entre lo que había ocurrido hasta entonces y lo que luego ocurriría. Pero todo eso se lo preguntó después, cuando la verdadera historia empezó a convertirse en ella misma.

En aquel momento lo único que hizo fue agitar la mano en el aire.

—¿Se ha ido? ¿Se ha ido ya? —La mujer levantó la cabeza. Estaba temblando.

—Era sólo un abejorro, señora...

—Perdóneme. —Nieves Aguilar sonreía dentro de su pavor—. Toda la vida me han dado miedo, no comprendo por qué... Mi marido se ríe de mí...

—Hace mal —sentenció Quirós—. ¿Se siente mejor?

—Sí, gracias. Se ha ido ya, ¿verdad? ¿Qué ocurre? ¿Qué hay?

Quirós se había agachado junto a los matorrales del arcén. Cuando se incorporó, sostenía un pañuelo abierto.

Sobre el pañuelo, un colgante en forma de estrella color verde zafiro.

8

D
esearía morir, pensó alegremente Tina mientras se dirigía a la Nada. Los chuzos de luz del mediodía cosían sus párpados con alambres de oro y la música le perforaba los tímpanos. Era uno de esos días felices en que nada muy malo había ocurrido. Había despertado con dolor de cabeza tras pasar toda la noche soñando que estaba encerrada en un armario ropero, incluso recordaba haber olido el
goretex
húmedo de un anorak colgado sobre ella. La puerta tenía una rendija blanca por la que podía escapar, pero cuando tendía la mano la rendija desaparecía. Era un sueño sin importancia al que ya estaba habituada. La realidad resultó mejor: aquella mañana le tocaba fregar el primer piso, pero Fernanda, su compañera de cuarto, se ofreció a sustituirla a cambio de que ella lo hiciera a la mañana siguiente, que era el sábado de la fiesta. Trato hecho, dijo. Así aprovecharía para ir a la Nada, donde estarían reunidos los demás.

Dejó atrás el espigón y buscó un camino entre las rocas. Era un día precioso, rutilante. Los días así, Tina quería morirse. Le sucedía desde niña, era un placer tan viejo como morderse los padrastros, comer chocolate o aguantar las ganas de ir al retrete, pero mucho más difícil de explicar. No eran deseos de estar muerta sino de morir: desvanecerse contemplando el cielo o la cabellera nórdica del mar. Quien te entienda..., solía decirle su tía. Pero claro está que sus tíos no la entendían. Ni ella misma se entendía en ocasiones.

Divisó las rocas de la Nada y se abrió de piernas para comenzar la ascensión. Arriba graznaban pájaros que, si no eran gaviotas, Tina no tenía ni puta idea de lo que podían ser. El sol provocaba que su sombra caminara siempre delante de ella. ¿Por qué llamaban la Nada a aquel grupo de peñascos? No lo sabía. Era un nombre al que te acostumbrabas, como decir «mar» o «albergue». Suponía que se debía a que allí no iba a nadie, salvo Borja y el grupo. Ningún bañista, ni huésped, ni autoridad.

Los auriculares enmudecieron al final de una canción y en ese bache de silencio oyó:

—Si te mueves un pelo te capo. ¿Me has oído? Solo con que respires. Con que tiembles... ¡Ah, te has movido! ¡Te estás moviendo, capullo!

Una roca más resbaladiza que las anteriores la obligó a apoyar las manos. Llegó a la cima tras separar las piernas como un compás, todo lo que daban de sí su juventud (mucha) y agilidad (no mucha). Hacía viento y algo de frío. Menos mal que se había puesto la camiseta y los vaqueros encima del traje de baño. Ya podía verles: estaban todos. Paz, la, que más reía, era la única que se encontraba de pie. Al lado se hallaba Chester. Fueron los primeros en percatarse de ella. Se quedó quieta con los ojos muy abiertos, los
piercings
, collares, anillos y el pelo naranja encendidos de sol, como si fuera ella la sorprendida, como si ellos hubiesen irrumpido sin llamar mientras se enjabonaba los pechos en la ducha.

—Es Tina —dijo Goyo.

Su nombre era la llave para acceder a la Nada. Los demás giraron las cabezas como puertas. Borja no se volvió en ese momento.

Luego sí, pero fugazmente, y ni siquiera la miró a los ojos, pese a que ella sabía que sus ojos sí valían la pena, o al menos eran dignos de que él los mirara. Sin embargo, estaban en paz: él no la miraba y ella no le hablaba. Ella estaba allí por él y él por Paz.

—Hola, Tina —dijo Borja.

—Hola.

Tuvo la impresión de que habría podido responder cualquier otra cosa, algo absurdo, por ejemplo: «Párpados cosidos», sin que nadie, y menos Borja, le preguntara qué había querido decir. Su llegada no les estorbaba pero tampoco les importaba. Un segundo después continuaron enfrascados en sus cosas. Están sorteando, se dijo. Vio a Nuño agitar la pequeña bolsa con las bolas del ábaco e introducir la mano hasta la muñequera de cuero. Tina se quedó mirando aquella muñequera.

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