La caja de marfil (11 page)

Read La caja de marfil Online

Authors: José Carlos Somoza

Tags: #Intriga

BOOK: La caja de marfil
5.08Mb size Format: txt, pdf, ePub

De repente Nieves Aguilar se entregó al llanto.

Le pareció que lloraba mucho tiempo sin que nadie la consolara, la cabeza inclinada hacia delante, las manos aferradas al bolso.

9

S
ueño había aparecido en lo alto de una colina, cimero, luminoso. Quirós trepaba a toda prisa mientras el perro lo contemplaba con ojos conmiserativos y azules. Era una mirada extraña que, a no dudar, quería decir algo: Nunca me atraparás. O más extraño aún: Es mejor para ti que nunca me atrapes. Despertó apretando un burujo de sábanas. Era sábado. Su reloj se había parado pero, a juzgar por la luz, no debían de ser aún las ocho. La ventana seguía trabada. Encajó el picaporte, forcejeó. Luego lo dejó estar. Se sentía deprimido, quizá tenía la tensión baja.

En la terraza, el chico acababa de instalar tres o cuatro mesas entre bostezos. Quirós desayunó a solas, abrevando los pulmones de aire de mar. Luego sacó el teléfono y pulsó un número. Le habían dicho cuándo podía llamar para recibir respuesta.

—Tras la muerte de su madre tuvo una época de pesadillas —dijo don Julián—. Sus gritos me despertaban, y al entrar en la habitación la encontraba de cara a la pared, como si la pared pudiera protegerla mejor que yo. La abrazaba y su corazón me golpeaba el pecho: bum, bum... Me parecía tener dos corazones. Entonces me contaba que todo le daba miedo: la lámpara en forma de cisne, su ropa doblada sobre la silla, su muñeca... Creía que los muebles crujían por una especie de mecanismo de poleas. Yo la abrazaba hasta que volvía a dormirse, pero, sobre todo, a callarse. Ahora me he puesto a recordar esos momentos. Dice mi hijo el físico que la luz de ciertas estrellas nos llega cuando ya han desaparecido. Hazte idea, Quirós: una luz del pasado. A mí ahora me visita esa luz. Y me pregunto si mi luz llegará a ella algún día. Mi hermano, el obispo, afirma que el amor de Dios es un espejo que se refleja en otro. ¿Sigues ahí, Quirós?

—Sí, señor —dijo Quirós.

—Recuerdo hasta el nombre de la doctora que le hizo pruebas psicológicas: la doctora Reuben, de Valdelosa. Me dijo que era inteligentísima pero demasiado imaginativa. Y Cevallos, su guía, lo mismo. También le encontraron una deficiencia de magnesio, como a su madre. Es un problema hereditario: a su madre le daban calambres y se quedaba inmóvil. Nadie lo sabía salvo yo. Con ella no nos pasó, por fortuna. Pero siempre fue una niña difícil. Todo esto te lo cuento porque a alguien tengo que decírselo, y sé que a ti puedo decirte cualquier cosa, Quirós.

—Sí, don Julián.

Las interferencias eran humo: a veces Quirós no veía bien las palabras de don Julián; otras, las perdía por completo.

—Por otra parte... Estoy a la espera de que Correa me llame. Creo que hemos encontrado al hombre ideal para que se encargue de todo. Es inspector de la brigada de desaparecidos, un tipo de fiar. En el ministerio me han dicho que trabaja con discreción, que es lo que importa. Tienes aún el colgante, ¿verdad?

—Sí, señor.

—Pues se lo entregarás a él, y sólo a él. Ya te avisaré cuando llegue al pueblo. —Quirós sentía frío en la cabeza. Se puso el sombrero durante la pausa—. Ahora dime, Quirós. No te quedes con nada por dentro. Dime.

Quirós no tenía nada por dentro. Contemplaba el escaparate de una pequeña tienda para turistas enfrente del hostal, en la cuesta que llevaba a la playa La cinta del sujetador de un bikini se había desprendido de la percha y le daban ganas de romper el cristal y colocarla en su sitio.

—Si le soy totalmente honesto, don Julián...

—Ni hablar de cauces oficiales, si eso es lo que me vas a decir —tembló la voz del auricular—. No pienso dejar este asunto en manos de los patanes de la Guardia Civil de un pueblo. No quiero ver el rostro de mi hija colgado por todas partes y a los pueblerinos apuntándose como voluntarios para buscarla. No quiero que los periódicos, revistas y
reality shows
hagan su agosto con mi hija. Nadie debe enterarse de esto, y menos que nadie la policía. Por eso he hablado con la policía. —A Quirós no le sorprendía la contradicción: era propia del mundo de los ricos—. Conozco, incluso, a un productor que haría una película sobre el tema... —Zumbidos, palabras evaporadas—... ha sido degradada.

—Le oigo mal, don Julián.

—¿Y ahora?

—Mejor.

—Tengo que hacerte una pregunta, Quirós.

—Y yo otra a usted. Pero pregunte usted primero.

—Quiero saber tu opinión sobre lo sucedido. No me ocultes nada. Eres mi empleado, pero ahora quiero que te sientas como un amigo. Abre tu corazón.

Silencio.

—Pues... Se me ocurren muchos motivos por los que una chica de quince años perdería un colgante, don Julián...

—¿Pero?

—La cadenilla está rota.

—Ya.

Silencio.

—Yo ya estoy preparado para todo, Quirós, incluso para que el teléfono suene y alguien me pida dinero. Para todo, también para lo peor. «Si me buscas, me hallarás muerta», recuerda su nota... Pero no, me corrijo, no para todo: no estoy preparado para decírselo a nadie. Ahora, tu pregunta. —Quirós sólo quería saber si podía dejar aquel trabajo. Estaba deseando regresar a Madrid. Pero escuchó la negativa casi antes que las palabras—. Ni lo sueñes. Eres más imprescindible que nunca. Debes seguir con la profesora. No te contraté sólo para que buscaras a mi hija, ¿recuerdas? También para que impidieras que esa mujer le diga a otros lo que no debe. Si te largas, se pondrá nerviosa y hará cosas por su cuenta.

—Es una persona discreta. El que me preocupa es el marido...

—Pues es de quien menos debes preocuparte. Tengo a unos cuantos hombres muy pendientes de él. Si se le ocurre publicar algo, lo eliminaré. Mi padre afirmaba que hasta el ángel de la misericordia es despiadado con los que provocan escándalos. En cuanto a ella... ¿Qué le has dicho?

—Que fui a denunciar la desaparición a la Guardia Civil.

—Pues asegúrale que la policía está trabajando y pídele que sea discreta.

—Es discreta, don Julián. Ella...

—Procura que continúe siéndolo.

Cuando colgó, la terraza seguía vacía. Entró en el hostal. El chaval del acné le entregó un papel. Acababan de dárselo dos chicos, dijo. No hubiese necesitado leerlo: era más de lo mismo. A Quirós las amenazas no le importaban, porque se había ganado la vida a costa de venderla muy barata. Puestos a ser sinceros, lo que de verdad le importaba era que la mujer no se enterase de aquel segundo anónimo. Así era Quirós. Hizo trizas el papel y salió a la calle. Todavía era pronto para llamar a Pilar. Todavía era pronto para que la mujer bajara. Sin embargo, aunque gris y sucio como un viejo pobre, no era pronto para el mar. El mar sí estaba. Decidió caminar un rato a su lado.

El paseo se hallaba vacío. En la playa, hombres en traje de faena escamondaban la arena con aspiradoras. A lo lejos flotaba un barco. Esta vez no era un velero sino un barco, Quirós podía distinguir sus amuras. Había carteles colgados de las farolas que anunciaban que aquel sería el día de la fiesta. Quirós seguía deprimido. La grisura de la mañana le traía recuerdos de su infancia. Y, sin embargo, habían sido tiempos felices, o no demasiado infelices: ayudaba a su padre con las tuberías y cisternas, jugaba a la pelota con los niños de su barrio, fumaba a escondidas en su cuarto; su prima, que era asturiana y mayor que él, le dijo un día que podía tocarla si deseaba. Y vaya si la tocó.

Sobre el muro del paseo, entre palillos planos de helados, vio un cubo de plástico y una pala. Se detuvo a mirar aquellos objetos porque recordó haber visto otros muy similares en la habitación de dos niños a los que había asesinado. Eran los hijos de un juez, un tal Conrado, o Currado. Había absuelto a quien no debía y condenado a quien menos debía aún. A Quirós le dijeron que no podía hacer excepciones con su esposa y sus hijos. Entró una noche en casa del juez y se aseguró de que el matrimonio dormía. Luego echó un vistazo en el cuarto de los niños. Eran pequeños, no más de ocho años el mayor. El mayor dormía abrazado a un oso y su hermano a una pistola. Ambos tenían las piernas muy abiertas, el mayor a lo largo de la cama y su hermano de través. Cerca de la cama del menor había un cubo y una pala. Quirós lo recordaba porque se le antojó curioso descubrir tales objetos en un lugar que no daba a ninguna costa sino a una urbanización del nordeste de Madrid. Los niños dormían profundamente. Quirós cerró la puerta en silencio, cogió la lata de gasolina y terminó de vaciarla en los escalones del portal. Aguardó a dos calles de distancia para asegurarse de que nadie saldría con vida. Salieron llamas, pero los bomberos lograron matarlas cuatro horas después. El humo sobrevivió algo más.

Quirós cogió el cubo y la pala y miró a su alrededor sin ver al posible propietario. Volvió a dejarlos sobre el muro y siguió caminando. El viento le tiraba de la chaqueta como un perro bondadoso. Sus piernas zanqueaban un poco, y, pese a que no hacía calor, empezó a sudar. También sentía cierto ahogo que le obligaba a respirar con la boca abierta, como si tuviera una humareda en el pecho. Coleccionó todas aquellas sensaciones y decidió que eran morirse. Uno no se muere cuando se muere, sino que se va muriendo desde antes. La muerte completa, para Quirós, aguardaba en lo alto y él tenía que hacer pausas durante la subida porque hasta morir le costaba esfuerzo. Le hubiese gustado tener compañía durante la ascensión, pero ¿quién? Por Pilar sólo experimentaba un tibio afecto y hacía tiempo que había olvidado a otras mujeres. En cuanto a Marta...

No. En Marta no quería pensar. Menos aún junto al mar.

Dio media vuelta. En el cielo, desangelado, el sol no se decidía a salir.

Al regresar comprobó que la mujer aún no había bajado. La esperó mientras miraba la televisión. Era una telenovela, a Pilar le gustaban. El argumento de esta lo ignoraba. Además, ya había empezado. Aparecía un hombre moreno y todavía joven, en traje de baño, conducido a la fuerza por un chico y una chica hasta una piscina. Allí le enseñaban algo que había en el fondo —un cuerpo de mujer— y se reían del dolor que el hombre mostraba. La música consistía en golpes de tambor.

—Dime, Carlos Escorial —le decía la chica—. Qué te parece tu secretaria...

Luego había una fiesta con invitados en la misma casa: copas de champán, camareros, una muchacha de largo pelo trigueño. En un momento dado Carlos Escorial se acercaba a la cámara. Aparecía empapado, como si lo hubiesen arrojado también a la piscina.

—Quiero decirles —afirmaba temblando—, si están viendo esto, que es real, que está sucediendo ahora... y que yo, Carlos Escorial... soy de carne y hueso y no un personaje, y, aunque ustedes piensen que esto que digo son palabras escritas, la verdad es...

En ese punto la camarera morena cambió de canal. Quirós se lo agradeció. El barbudo, sentado en otra mesa, sin las pelirrojas, empezó a protestar. La camarera se disculpó y volvió a poner la tele novela, pero ya había terminado. En su lugar, había un resumen deportivo.

La mujer no apareció en toda la mañana, tampoco por la tarde. Al fin, cuando bajó a cenar, la descubrió en una mesa de la terraza bebiendo un líquido transparente. Vestía un fino traje chaqueta negro de manga corta y una blusa blanca, estaba elegante y bonita. Cuando inclinaba el vaso el limón le golpeaba los labios. A Quirós le encantó verla, pero no se lo dijo. Tampoco manifestó mayor alegría que otras veces, ni siquiera sonrió al sentarse frente a ella. La mujer, en cambio, parecía feliz, aunque también nerviosa. Jugaba con la alianza haciéndola deslizarse por la carne delgada y blanca; a ratos lanzaba miradas furtivas hacia su teléfono móvil, que había colocado sobre la mesa.

—Cuénteme sólo lo bueno —le pidió ella. Su aliento despedía alcohol.

—La Guardia Civil está investigando. Ya sabe, han... Vamos, están en el lugar donde apareció el colgante. Dicen que lo más probable es que se le cayera. Van a venir expertos y técnicos.

—Expertos y técnicos.

—Sí, de Madrid. El asunto está en buenas manos, descuide... Claro, nos piden que seamos... En fin, mucha discreción... Todavía no quieren dar la noticia, porque en este momento lo mismo puede ser una cosa que otra, comprenda usted...

—Lo comprendo.

—¿Y su marido? ¿Ha hablado con él?

Nieves Aguilar abrió los labios en una sonrisa creciente, amplia, algo exagerada.

—Estoy esperando su llamada.

—Sea prudente, y pídale que también lo sea él.

—No se preocupe. —Bajó la voz—. No se chivará.

Cuatro hombres que jugaban al dominó se carcajearon como en respuesta a aquel comentario, pero en realidad celebraban un chiste sobre una chica sentada en una cama que Quirós no había podido escuchar bien.

—¿Y usted? No la he visto en todo el día...

—He hecho muchas cosas. —La mujer jugó un instante con el silencio—. Pero se las contaré con una condición: que me acompañe a dar un paseo. Me gustaría ver la fiesta y los fuegos artificiales. Quizá podríamos comer por ahí...

A Quirós no le gustaba la idea pero aceptó. En la calle todo estaba a oscuras, salvo las flores en las macetas. A lo lejos se oían resplandores de sonidos. Los siguió como quien obedece un llamado. Ella se acopló a sus pasos mientras hablaba.

—La noche de ayer fue toledana, pero hoy vi las cosas de otra manera. Me levanté y tuve una... una revelación. No se ría de mí. —No me río, iba a decir Quirós, pero la mujer continuó—. Es una teoría muy razonable. Soledad llega a este pueblo y lee los libros de Guerín que encuentra en el albergue. Le gustan, decide quedárselos. Piensa devolverlos, pero de momento se los queda. No hay más ejemplares: Guerín sólo publicó cosas autofinanciadas. Desea saber más sobre este autor. Pero, qué pena, ha fallecido. Se entera de que fue amigo del cura. Pero, qué pena, el cura también ha fallecido. Hay otro cura ahora. Conoció a Guerín un poco, y es un hombre muy amable que accede a prestarle los libros que no ha leído a falta de mejor información. Y entonces, en uno de estos últimos, Soledad encuentra algo y... Digamos que se queda de piedra, no sabe qué hacer. Quizá sea una leyenda, pero le interesa mucho más que ninguna. Hay un sitio al que tiene que ir para enterarse mejor de todo, sin duda el libro se lo dice. Un sitio que no está en el pueblo pero que queda bastante cerca, lo suficiente para ir a pie. Lo planea todo y decide contárselo a alguien. ¿A quién? A su profesora y amiga. A una servidora. «Se lo diré», piensa. «O mejor no, porque no me va a creer. Tiene que venir y verlo.» Me llama y me invita sin decirme nada, quizá porque ella misma no lo tiene claro, pero su tono de voz la delata: está nerviosa... Al día siguiente emprende la excursión. Piensa regresar cuando yo llegue. Se marcha muy temprano. —La mujer se detuvo en mitad de una calle solitaria y se volvió hacia Quirós echando la cabeza hacia atrás, como si respirara hondo. Acentuó cada sílaba con alcohol invisible—. Y... no... re... gre... sa... —Tras decir esto reanudó la marcha—. Pero soy optimista: se habrá retrasado más de lo previsto y le resultará imposible llamarme desde ese lugar. Y habrá extraviado el colgante, pero sigue sana y salva. Es una teoría —agregó en tono cantarín—. Mi teoría.

Other books

Naves del oeste by Paul Kearney
A Sliver of Redemption by David Dalglish
White Feathers by Deborah Challinor
Fire and Ice by Lacey Savage
Aztec Rage by Gary Jennings