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Authors: José Carlos Somoza

Tags: #Intriga

La caja de marfil (10 page)

BOOK: La caja de marfil
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—Te has movido, cabrón —siguió diciendo Chester. Estaba un poco apartado del grupo, encorvado por completo, como si se contemplara el ombligo—. Hostia, ¿dónde tiene un cangrejo los cojones?

—Qué soplapollas eres, Chester —dijo Elisa, la Maestra, que llevaba gafas—. Deja en paz al puto cangrejo.

—A mí me mola lo que hace. —Paz alzó una pierna larga, como de flamenco, apoyando el pie en la Maestra. Paz Huertas, la hija del pescadera, pensó Tina, la única oriunda del pueblo. Paz, la Boca Devoradora. Tina no la veía tan divina como el mundo dictaminaba: es verdad que su cuerpo alto y modelado podía resultar magnético incluso para una chica, pero su rostro era demasiado vulgar. ¿Es que nadie se daba cuenta? Solo la divinizaba el hecho de ser de Borja. Los que son casi perfectos se perfeccionan del todo. Tened y se os dará.

Nuño había sacado una bolita roja. Le pasó la bolsa a Borja, que dejó el canuto en la comisura para cogerla Chester lanzó una moneda al aire: grande, plana, roja. Aterrizó en la Maestra, que chilló y se alejó corriendo y azotándose la espalda, como si le hubiesen arrojado un escorpión. Pero era el cangrejo.

Borja había sacado una negra. Tina casi pudo sentir cómo lo envidiaban todos. ¿Qué piensan hacer esta vez?, se preguntaba con cierta ansiedad. Los años anteriores se habían limitado a las pintadas y los regalitos, sabía que nunca llegaban a más. Pero ese verano, sobre todo desde que se habían incorporado los nuevos amigos del
Sieg Heil
las cosas eran distintas. Habían repartido anónimos por todo el pueblo. Algo se cocía.

—¿Os acordáis de la sueca calentona del año pasado? —dijo Chester al recibir la bolsa y el porro.

—¿La que querías follarte, tronco? —Le palmeó Goyo un muslo. Tina sí se acordaba: se llamaba Anja pero la llamaban «Ancha». Estaba buena pero era bajita y algo cuadrada. Iba de atleta y mochilera.

—Decía que podía saber qué bola te iba a tocar con una fórmula de su viejo, que era profesor de matracas.

—Ahora te tocará la roja —afirmó Goyo con los ojos cerrados.

—Por creer capulladas —añadió Paz.

Curiosamente, pensaba Tina, Ancha también se había marchado un día de repente, sin avisar, igual que Soledad.

Nieves Aguilar se sintió mejor nada mas entrar. No es que el edificio le gustara: se trataba de una construcción moderna de paredes sobrias, sin atractivo, pese al nicho color turquesa que cobijaba la figura de la Virgen y la gran cruz de madera del altar. Aun así, el interior se le antojaba protector. Era como penetrar en la misma iglesia de la infancia. Porque las iglesias conservan los recuerdos en cajas cerradas: las mismas velas ardiendo, idénticos colores, estatuas intemporales.

Escogió un banco del fondo y se dibujó la señal de la cruz mientras dejaba caer las rodillas en la madera. Una sombra, en misteriosa simetría, se incorporó dejando un espacio libre en el costado de un confesionario. Nadie lo ocupaba. Lo pensó un instante y se dirigió allí. Antes de entrar en contacto con el oído de la oscuridad estiró las solapas de su camisa y los bordes de sus pantalones color caqui y se subió los calcetines. Luego comprobó que su pelo seguía sujeto con una goma. La caminata le había hecho sudar, necesitaba adecentarse. Se hallaba, además, muy nerviosa. Quirós la había dejado para dirigirse al puesto de la Guardia Civil con el colgante. Incapaz de regresar al hostal, había dado un paseo y encontrado aquella iglesia. Necesitaba desahogar su miedo.

Flexionó las piernas, acercó los labios a la rejilla.

Había aprendido a ordenar sus confesiones, separar la paja del trigo, establecer prioridades. Se obligaba a denunciar aquello que consideraba inconfesable, porque justo lo inconfesable era lo que había que confesar primero. Y tenía que hacerlo sin paliativos, despojándose de todo. No importaba quién estuviera detrás, qué clase de voz la escuchara. Con tal que no la desoyera, cualquiera podría absolverla.

Se removió frente a la oscuridad y abrió los labios.

—Padre...

Se culpó de pensar mal de su marido. Eso fue lo que dijo primero. Pero enseguida le entró la sospecha de que lo estaba haciendo para que, al menos, alguien supiese que su marido la engañaba.

—Creo que también es envidia —declaró—. Lo envidio porque él ha triunfado. Es redactor de un gran periódico. Yo soy maestra. Soy envidiosa, celosa, mediocre. Y ni siquiera soy buena maestra. Este curso pasado una adolescente de mi clase me pidió ayuda. Mis alumnas son todas chicas, y una de ellas creyó encontrar en mí a una amiga... Me invitó a que me reuniera con ella en este pueblo. Yo acepté, pero no quiero vanagloriarme de haber tomado esa decisión...

Tras la rejilla se agitaban sombras. Era como estar encerrada en un armario ropero: pequeños gestos de la ropa colgada, oscurecida.

—En realidad, no vine para ayudarla. Vine para no aburrirme, porque mi marido sigue en Madrid y yo no tenía nada que hacer. Vine por interés egoísta, aunque ella necesitaba mi ayuda. Ahora ha desaparecido. Nadie sabe dónde está, pero hay datos que... Se han hallados cosas que... hacen sospechar que le ha ocurrido algo malo... Y creo que le he fallado. Pido perdón, porque creo que le he fallado...

La rejilla estaba formada por puntos, como un cedazo. No todos eran de igual color: unos eran negros; otros, extrañamente rojizos.

La sacristía era espaciosa. No había muchos muebles y el tamaño resultaba más que suficiente para que alguien se arrodillase, gateara o se tendiese con los brazos en cruz y las piernas muy separadas. Lo más llamativo, aparte del retrato del Papa, el cuadro de la Virgen en un marco de guijas y el crucifijo, era la estantería con libros de botánica. Pertenecían a una misma colección pero cada uno hablaba de un mundo distinto: alsines, claveles, cuclillos, nenúfares, hierbacentella, ranúnculos, amapolas, saxífragas, rosas, velloritas, malvas, prímulas, nomeolvides, milenramas, orquídeas, llantenes, campanillas, dulcamaras, jacintos, geranios, ulmarias... El sol incidía en el cristal de una puerta que daba a un patio. Dentro no hacía mucho calor, pero se agradecía la presencia de un ventilador que repartía aire con un giro obsesivo de cuello de espectador de tenis. Cuando le tocaba al padre Sebastián Toro, se agitaban los pelos de su sien izquierda. Al enfocarla a ella, la brisa le enviaba olor a naftalina.

—Te lo contaré porque no es secreto de confesión y porque creo que así puedo ayudar. —La mano izquierda del padre Sebastián Toro palpaba la curva del brazo de la mecedora. Sus dedos eran cortos, velludos—. Vino un mediodía como este, hace un par de semanas. La recuerdo perfectamente, era una chiquilla muy espabilada. Le pregunté si quería confesarse y me dijo: «No, sólo hablar con usted». —Arqueó las cejas como para pedirle que compartiera su asombro, pero también, entendió Nieves Aguilar, como un signo en clave. Ni se te ocurra pensar, le decía, que yo la abordé primero. Con aquel gesto, el padre Sebastián Toro se protegía. De igual forma, minutos antes, en el confesionario, le había dicho: «No me lo tomes a mal, pero creo que he conocido a esa muchacha»—. Quería hacerme algunas preguntas sobre Manuel Guerín. Sus obras le gustaban mucho. Las había conseguido en el albergue del danés. Había leído que yo era uno de sus grandes amigos, y por eso venía a verme. Qué espabilada era, la recuerdo bien. Y qué cara puso cuando le dije: «Hija, te has equivocado, lo siento. No soy el cura que buscas. Ese era don Francisco, que en gloria esté. Falleció hace dos años». A pesar de todo, yo había conocido un poco a Manolo Guerín, así que le permití que me hiciera las preguntas que quisiera.

—¿Y qué le preguntó ella, padre?

—Nada. Me pidió que le contara cosas sobre Manolo. Fui yo quien le pregunté a ella. Me dijo que era madrileña, que estaba aquí de vacaciones con otras amigas, que lo que más le gustaba era la lectura y que se había puesto muy contenta de descubrir a un autor del que no había oído hablar a nadie en su colegio, ni siquiera a ti. Entonces te mencionó. Por eso, al oírte hace un rato, comprendí que podías ser tú la profesora de la que me había hablado. Dijo que eras su amiga. Tuve que hacerle muchas preguntas para que me dijera todo esto. Parecía bastante tímida. Al mismo tiempo, también muy segura de sí misma. Recuerdo que pensé, no sé por qué, que sus padres debían de ser ricos.

—¿Y usted le habló sobre Manuel Guerín?

—Sí.

—¿Podría decirme qué le contó?

El padre Sebastián Toro parecía, de repente, ensimismado, como si hubiese advertido algo en la habitación, un objeto a la vista pero no demasiado agradable, y lo estuviera mirando con fijeza.

—Poca cosa, hija. Le dije que Guerín y yo nos habíamos conocido el último año de su vida. Por entonces ya estaba muy envejecido. Tenía sólo sesenta y pico de edad, pero aparentaba más. Nunca fue muy creyente, pero fue amigo de don Francisco y se hizo, también, un poco amigo mío. Le gustaban los curas «como a todos los buenos ateos», me decía. Su pasión por la literatura venía de familia: su tío abuelo Alejandro había sido poeta, y, vamos a decirlo, tan aficionado al alcohol como él... Ni su tío ni él llegaron a ser escritores célebres, pero en Roquedal se les estima mucho. Guerín amaba a su pueblo. ¿Tienes calor? ¿Estás cómoda? ¿Estás bien?

—Sí, padre, gracias.

—Vuelvo a decírtelo: si quieres un café, unas galletas, o...

—De verdad que no, ahora iré a almorzar, padre.

El cura desvió la vista hacia la claridad del cristal de la puerta. Era un hombre grueso, moreno, calvo. Su vientre curvaba la sotana.

—Manolo Guerín era un ermitaño. Vivía en una casa que él mismo había construido aprovechando un viejo almacén de pescadores, más allá de la torre árabe. Ahora quieren echarla abajo. Fue siempre un luchador. Se ganó la vida trabajando en muchas cosas, entre ellas en el hostal de doña Paca, ahora de la señora Ripio. Tuvo una hermana retrasada a la que quiso con locura. Se le conocen muchos romances, pero ninguno como el que mantuvo con Carmela Cruz, la hermana de Paca. Dicen que no podían vivir el uno sin el otro, y Guerín lo demostró, porque cuando Carmela murió de cáncer él empezó a hundirse. Antes ya bebía, pero a partir de aquel momento no paraba hasta caer borracho en la playa cada mañana. Últimamente trabajaba de guía turístico para el ayuntamiento y publicaba libros de cuentos y leyendas sobre el pueblo. Le gustaba lo auténtico. Su obsesión era la verdad de las cosas. Opinaba que su pueblo, que todos los pueblos, están adulterados. «Mire lo que han hecho con Roquedal», decía. Se lamentaba de que las tradiciones más profundas, los ritos más ancestrales, hubiesen derivado en esta hipocresía, este artificio... Sin ir más lejos, mañana se celebra el Día de la Solidaridad... Una fiesta absurda. Una excusa de la alcaldía para que chicos como los del albergue del danés se desfoguen, se emborrachen y se vayan a la playa a vomitar. Hoy todo es igual. Campañas de concienciación, apoyo a los inmigrantes, defensa de... Lo único que todo eso tiene de bueno o de noble es el nombre. No hay mas que ver los municipios de alrededor: los cerdos de la droga vendiendo su veneno en las discotecas, los perros de la especulación queriendo apropiarse de la sierra, los jabalíes de la juventud, unos de un bando y otros de otro, enfrentándose entre sí... Así son nuestros pueblos... —Un ruido brusco de cañerías, grifos o duchas, le hizo interrumpirse—. ¿De qué te hablaba?

—De Manuel Guerín. De lo que usted le contó a Soledad.

—Somos muertos hablando de otros muertos.

Tras aquella frase, el padre Sebastián Toro se sumió en un largo silencio. De repente, con un crujido de exhumación, el armario se abrió solo. No fue nada: a los muebles viejos les da, a veces, por tales sustos. Pero Nieves Aguilar, que tenía los nervios de punta, tuvo que reprimirse para no saltar.

—Hay un mal —dijo armónicamente el padre Toro con voz tan dulce que ella creyó no haberle entendido—. Hay muchos, pero sobre todo uno, y es peor de lo que podríamos imaginar. Está aquí, en este pueblo, escondido dentro de la complejidad de las cosas, aparentemente diminuto, casi invisible...

—¿Qué es, padre? —preguntó, casi sin aliento, Nieves Aguilar.

—Dios lo sabrá. O el diablo. Yo no lo sé. Solo sé que cada vez que lo noto, cada vez que lo venteo, me pone la carne de gallina como si tuviese fiebre... —Dentro del armario se veían vestiduras sacerdotales. El ventilador las animaba. Se movían colgadas de sus ganchos, ondulaban. De pronto algo perdió fuerzas y finalizó. Nieves Aguilar contempló el ventilador quieto—. La luz —dijo el padre Toro—. Ha vuelto a irse. Es la fiesta de mañana, que se lo come todo. ¿Eres realmente madrileña, hija? Tienes la piel tan blanca... Pareces nórdica. Aquí vienen muchos escandinavos...

—Soy de Madrid. —La ausencia del consuelo monótono del ventilador había situado a Nieves Aguilar, de alguna forma, en un estado próximo a la desesperación—. Padre, ¿le dijo algo más a Soledad que...?

—Le presté libros.

—¿Qué libros?

—Supongo que los que le faltaban de Manolo. Ella estuvo mirando en la caja de cartón, donde don Francisco guardaba todos los libros que Guerín le había dejado. Me dio pena la chiquilla y le dije que se llevara los que quisiera, pero que tendría que devolverlos... No sé por qué pensé que era una niña muy rica. Por eso quise prestarle algo, porque a mí todos los ricos me parecen pobres.

—¿Podría ver esa caja, padre?

—Ahora está vacía. Se los llevó casi todos, y los que quedaron los puse en las estanterías. No me gusta la literatura, sólo leo cosas sobre la naturaleza: las flores, en particular... A mí la naturaleza me interesa por encima de todo. El hombre es como el plástico, un invento moderno... Pero... —El padre Sebastián Toro se levantó, salió de la habitación, entró con un libro, se lo entregó—. He encontrado uno. Son poemas. Si te lo vas a llevar, déjame apuntarlo. Siempre anoto la fecha de las cosas que presto.

Nieves Aguilar se lo agradeció, y mientras lo guardaba en el bolso se le ocurrió hacer una pregunta que consideraba obvia.

—Por supuesto que la apunté también. —El padre Toro salió de nuevo, regresó hojeando un cuaderno, leyó una fecha en voz alta. Soledad lo visitó cuatro días antes de llamarme, calculó ella.

—Si se acordara usted —murmuró, trémula— del título de los libros que le prestó...

—Eran cuentos, creo... Ediciones del ayuntamiento, o de esas que uno mismo hace imprimir... Guerín no publicó gran cosa. Pero lo miraré más despacio. Si puedo, el lunes hablaré con un concejal para que te consigan ejemplares... ¿Y dices que un detective está investigando su desaparición?

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