—Se le va a enfriar la paella, señora —dijo Quirós.
—Sí. —La mujer hundió el tenedor y se llevó un poco de arroz a la boca. Esperó a hacerlo desaparecer por completo antes de hablar—. Con los jóvenes todos estamos a oscuras, pero a mí me apasiona el tema. Creo que se nota.
La voz de la oronda señora de las gafas, sin duda la dueña del hostal, molestaba a Quirós. El barbudo atendía sus explicaciones. También se hallaba presente la esbelta nórdica, embelesada. La señora, apellidada Ripio (ella misma lo decía: «Soy Margarita Ripio. Mar-ga-ri-ta. Este hostal era antes de Paca Cruz...»), señalaba un gran timón de madera con un barómetro en el centro. «Esto era de ella, se lo regalaron unos huéspedes. Y esto —señalaba un remo—, se lo regaló su hijo.» Había más cachivaches decorando la pared. Ni el barbudo ni la esbelta nórdica parecían hablar castellano, pero la señora se hacía entender elevando la voz, como si se dirigiera a sordos en lugar de extranjeros. El chico del acné presenciaba la explicación. La mujer escuchó un rato, luego se volvió hacia Quirós.
—¿Averiguó algo en el albergue?
—Nadie sabía nada... Parece que no hizo muchos amigos.
—Y ahora, ¿qué piensa hacer?
—Esta tarde intentaré hablar con ese... El que la vio marcharse...
—Igg —dijo la mujer—. Es danés, una especie de hippy. A mí me cayó muy bien. Era amigo de ese pintor que murió. El albergue era la casa que compartían. Cuando Blasco murió, Igg decidió remodelarla y fundar el albergue. Parte de las obras las hizo él mismo con sus amigos. Belén me contó toda la historia. Dice que Igg es demasiado tolerante: no le cierra la puerta a nadie, ni siquiera a los cabezas rapadas. Pero me di cuenta de que a ella no le gustan esos chicos... —El tenedor se retiró otra vez de los labios, y mientras el interior oscuro de aquella boca diminuta se dedicaba a moldear la comida y adaptarla a la pequeña garganta, la mujer esperaba, se velaba con la servilleta—. Y después, ¿qué hará?
—La buscaré en los pueblos cercanos.
Ella bajó la vista al plato.
—Sigue pensando que no va a regresar, ¿verdad?
—¿Quiere postre? —preguntó Quirós. La mujer negó. Quirós pidió algo cuyo nombre le intrigaba: «Helado de Mar».
—Así que, según usted —insistió la mujer cuando la camarera se alejó—, no tiene nada de extraño que Soledad no me haya llamado...
—Pues no.
La camarera regresó casi enseguida y depositó una copa en la mesa con aire soñoliento. Helado de Mar, pensó Quirós. No era ningún dulce casero sino un producto hecho en serie, una crema azul con chocolates en forma de peces. Probó una cucharada. Sabía a excremento. A galletita untada en mierda.
La mujer parecía irritada.
—Opina, por tanto, que no es preciso informar a la policía...
—¿Quiere un poco de helado? —ofreció Quirós sin mala intención.
—No, gracias. Y no cambie de tema, por favor. ¿No cree que deberíamos hacer algo?
—Ya lo estoy haciendo, señora. Estoy buscándola.
—Pero ¿no cree que el hecho de que no se haya comunicado conmigo sea motivo para alarmarse...? —Quirós sacudió la cabeza mientras rebañaba el fondo de la copa—. ¿Y por qué no?
—Ya se lo he dicho: no lo creo.
—Y yo le pregunto por qué no lo cree.
¿En qué clase de diálogo enrevesado se estaba metiendo? Es profesora, pensó, hay que saber hablarle. Terminó la copa y la dejó a un lado. Al levantar los ojos vio una playa desnuda, una isla del trópico, un ocaso bellísimo y una muchacha sin ropa abandonada por su novio. El televisor, que colgaba de la pared del fondo, mostraba ese y otros llamativos anuncios. No pudo evitar echarle un vistazo por encima de la rubia cabeza de la mujer mientras se frotaba el bigotito con la servilleta, camuflando un eructo y la ausencia de respuesta.
—Mire, señora, yo respeto su opinión... Todas esas teorías sobre los jóvenes... Pero, qué quiere que le diga. Los chavales hacen sota, caballo y rey. Siempre ha sido así, y hoy más que nunca...
—Ahora soy yo la que no entiende, perdone.
—Vamos, que... —Había comenzado un telefilm. Una adolescente se acostaba en una cama sin sábanas, sólo el colchón. A Quirós le gustaban los telefilmes. Hubiese deseado ver este, pero no podía: tenía que responder algo, la mujer estaba aguardando. Fingió concentrarse en una profunda reflexión—. Creo que... Soledad quedó con usted un día y luego se marchó, y si te he visto, no me acuerdo...
—Sin avisarme.
—Sin avisar a nadie.
En el rostro de la mujer flotaba la cólera. De repente Quirós sintió deseos de abandonar la mesa y recluirse en la habitación. Fue un impulso súbito, un retortijón del ánimo. Pasó enseguida.
—No entraré al trapo, señor Quirós. Sé perfectamente lo que piensa sobre los jóvenes, no me sorprende. En cambio, creo que lo que yo voy a decirle le sorprenderá a usted. —La seriedad de la mujer se trocó en sonrisa—. Yo sí he averiguado algo. Afirma que Soledad no hizo amigos en el albergue. Se equivoca. Le presento a uno.
Cogió el libro que la mujer le tendía. Estaba muy manoseado. El título no le importó. No supo qué hacer con él, de modo que se lo devolvió. La mujer lo esgrimía con aire triunfal.
—Se han organizado bien allí, no crea. Belén me lo contó: comparten tareas con los huéspedes, limpian, cocinan, cortan el césped... Son como una gran familia... Y tienen hasta una pequeña biblioteca con libros donados por el ayuntamiento. Cuando la mencionó, quise verla de inmediato. Sabía que Soledad la habría utilizado. Y no me equivocaba. Busqué los libros que podían haberle interesado y encontré este. Belén me lo ha prestado. Trata sobre la gente que recopila leyendas en los pueblos. Está subrayado por Soledad. —Le mostró una página—. ¿Lo ve? Conozco muy bien su forma de subrayar: siempre a lápiz, con una equis al principio y al fin de cada frase...
—Es sólo un libro, señora —dijo Quirós.
—Lo estuve hojeando en el albergue —continuó la mujer sin oírle— y descubrí este nombre: «Manuel Guerín, poeta, cuentista, recopilador de historias nacido en Roquedal...». Soledad lo subrayó varias veces, mire... Busqué libros de Guerín en la biblioteca pero no vi ninguno... Le pregunté a Belén: dice que es un escritor bastante mayor que vive en el pueblo, pero no sabía más.
—¿Cree que leyendo un libro la va a encontrar? —preguntó Quirós sin burla.
—Creo que la voy a entender, que es el primer paso.
—Perdonen. —Era el chico del acné. Miraba a Quirós—. Alguien pregunta por usted.
La chica olía a mar y estaba envuelta en él. El mar, en su insondable, ignota profundidad. Pabellones de caracolas y nerites plateadas colgaban de su cuello y los lóbulos de sus orejas. Era blanca como una figura de alabastro enterrada durante siglos y sacada a la superficie. Derramaba agua por las sienes, tenía el pelo trabado de agua y una serpiente enroscada al cuello. Solo cuando se movió denotó la carne bajo aquellas formas paralizadas. Sus ojos color zafiro se abrían como si fuese la primera vez que veían el mundo.
H
agamos una pausa en la lectura.
El hombre lleva toda la mañana leyendo. Lo que lee le suscita muchas dudas que desea contestar. Pero, por encima de todo, desea proseguir, zambullirse por completo en ese núcleo o torbellino u ojo ciego que oculta sombras más desconocidas, llegar al fondo único e ignorado de la historia. Pero ¿acaso existe un fondo? ¿Podría tratarse de un abismo sin límites? El hombre quiere dejar caer la mirada hasta lo más profundo y descubrirlo. No obstante, el descanso es una buena táctica para asimilar mejor las cosas.
Un abejorro, una borla sonora, un pequeño y erizado pedazo de sol, tiembla en el dintel de la ventana. El hombre lo ignora. El abejorro duda, zumba, zigzaguea, se va. En la pantalla del televisor desfilan imágenes mudas. El salón es puro silencio.
El silencio está sentado en el sofá, junto al hombre, y tiene rostro de ángel. Se oye ladrar a un perro
(uaur, uaur)
, pero jamás un perro ha podido perturbar el silencio de un ángel.
El ángel sostiene la caja de marfil.
Es bueno comprobarlo.
No es que el hombre tema otra cosa, pero siempre resulta tranquilizador asegurarse.
—¿Y por qué no dijiste nada cuando viste la foto? —preguntó Quirós de mal modo.
La chica de pelo teñido de naranja se encogió de hombros. Hacía lo mismo con cada frase, como si tuviera que darles impulso con el cuerpo.
—No me acordaba bien —dijo sin dar muestras de que Quirós la amedrentara, y siguió secándose con la toalla.
Por un instante Quirós intentó comprender su aspecto como si se tratara de un jeroglífico. Su pelo cortado casi al rape, las sobras pintadas de naranja. Los metales que perforaban sus orejas, de las que pendían cosas retorcidas como moluscos. Los alfileres hundidos en su aleta nasal y en la lengua y el mentón. El collar de caracolas. La serpiente verde tatuada bajo el cuello. La piel lechosa, de una blancura que parecía ausencia de algo en vez de color. El bikini negro. Era un poco cargada de espaldas y algo gordita. Se equilibraba sobre zapatos de plataforma. Estaba chorreando (se había dado un chapuzón antes de venir, seguro, olía a sal) y traía una toalla colgada al cuello y calcetines de arena hasta los tobillos. De la riñonera atada a la cintura sobresalían cables y una cajetilla de tabaco. No tendría más de quince años.
—Bueno, no importa. —Nieves Aguilar miró a Quirós al tiempo que apoyaba una mano en la espalda de la chica—. Lo que importa es que has venido, Tina. Has dicho que te llamas Tina, ¿verdad?
—Tina Serrano.
—¿Has comido ya? ¿Damos un paseo?
Salieron del hostal y bajaron a la playa. La chica y la mujer iban delante. Quirós se retrasaba porque de repente todo se había puesto a girar a su alrededor. Tina Serrano, pensó. La chica lo había mirado como si estuviera contemplando un culo bajo el esfuerzo de los pujos. A eso lo condenaba. ¿Qué era él para aquella niña cubierta de quincallas? Pero ¿y qué era ella para él? ¿Qué clase de cosa extraña y retorcida era ella? Tina Serrano, volvió a pensar.
La playa se agobiaba con un rebullir de cuerpos, pero bajo la escueta sombra de las casitas azules pendía algo así como un sopor del aire. Nieves Aguilar escogió aquel flanco. Aún apoyaba la mano en la espalda de la chica. Las piernas de Quirós zanqueaban y estaba sudando bajo el sombrero y la chaqueta. Además, tenía ganas de orinar. Siempre le entraban después de comer. El líquido acumulado en su vejiga le daba calor, y debía expulsarlo cuanto antes porque la próstata se le estaba empezando a resentir. Le hubiese gustado, igualmente, echar la siesta. Pero no veía el momento oportuno para hacer nada de eso. Se dedicaba, tan sólo, a mirar a la chica mientras caminaba. Estaba absorto en su contemplación, como si se tratara de una figura prodigiosa que hubiese aparecido por sorpresa en el aire o el agua.
—Nos veíamos todas las mañanas allí, al final de las rocas —dijo Tina.
—¿En el espigón? —preguntó Nieves Aguilar.
—Sí, yo también iba. Bueno, sigo yendo.
—¿Y os poníais a mirar el mar?
—Sí. Bueno, yo oigo música. Ella siempre andaba con papel y lápiz. Le pregunté qué estaba estudiando. Me dijo que escribía cuentos. —El tono de la chica era de burla.
—¿Os hicisteis amigas?
—Ni de coña. Era un poco... Muy cortada, vamos. Me dio mal rollo. Tenía unos ojos muy verdes.
—Como los tuyos.
—Sí. Bueno, los míos no tanto.
—¿De qué más hablasteis?
—Me preguntó qué estaba oyendo. Le dije que a D. R., y que también me molaba Tribu Rombo. Me contó que había conocido a D. R. en persona durante una fiesta a la que habían invitado a su padre... Yo flipé, de verdad. Dijo que D. R. tiene los ojos más verdes que los suyos y los míos. Luego dijo... Le dije... Ah, sí, que llevaba un colgante muy bonito, uno en forma de estrella...
La mujer se detuvo.
—¿Uno de color zafiro? Lo conozco. Se lo regalé por su cumpleaños.
—¿Usted es esa profesora amiga suya? —«Tutéame, por favor», le pidió la mujer. La chica se encogió de hombros—. Pues me habló bien de usted... de ti. Me dijo que eras su amiga, que no se iba del colegio porque estabas tú... Del colegio echaba pestes, perdona que te lo diga.
—¿Qué decía? —La chica respondió con los hombros. Nieves Aguilar insistió—: No importa, dímelo.
—Que tenía un guía o algo así, y que estaba harta...
—A mí me contó algo parecido.
—Y que casi todos los profesores y las monjas eran unos soplapollas. —Tina miró a la mujer—. Lo siento, pero me dijo eso. Y yo la comprendí. Bueno, seguro que no todos son iguales. Los profesores y las monjas, me refiero.
Una familia sucia de playa empujaba un cochecito de bebé en dirección contraria. La mujer, la chica y Quirós se apartaron.
—¿Hablasteis sobre algo más?
—Ese día no. Y los siguientes tampoco. Es que a veces no iba a las rocas. Y la verdad es que como siempre andaba con mogollón de libros de un lado a otro...
—¿Te fijaste en ellos? ¿Qué libros eran?
—Yo qué sé. Eran del albergue. De la biblioteca del albergue, eso me dijo.
—¿Te suena el nombre de Manuel Guerín?
La chica volvió a alzar los hombros, pero enseguida hizo un gesto distinto, como si los dejara caer más de lo que ya caían.
—Me parece que vi ese nombre en uno de los libros...
Un joven de pelo pincho atormentaba una guitarra en la acera del paseo, frente al espigón. Había congregado a cierto público, incluso los hacía seguirle hacia las rocas. La chica, que parecía aburrida, cruzó la calle y empezó a bailar.
—¿Y qué más recuerdas, Tina? —preguntó la mujer alcanzándola.
—Te están preguntando —dijo Quirós. Tina murmuró una sílaba incomprensible, se encogió de hombros y siguió bailando. Quirós se plantó entre la música y ella—. Oye, esa no es forma de responder...
—No sé más, ¿vale? —exclamó la chica sin dejar de bailar, mientras sacaba el paquete de cigarrillos. Quirós se lo quitó de un manotazo—. ¡Eh! ¿Qué coño haces?
Quirós se alejó hacia una papelera rebosante de envoltorios de helados y hundió el paquete entre los desperdicios. La chica lo siguió vociferando insultos.
—Tina —dijo la mujer—. Señor Quirós...
Quirós miraba. Tina gritaba con la voz rota:
—¿De qué vas tú, con esa pinta de chulo de mierda con sombrero? ¡No te tengo miedo! ¿Me oyes? ¡Me vas a pagar esos cigarrillos! ¡El paquete era nuevo...!