Read La caja de marfil Online

Authors: José Carlos Somoza

Tags: #Intriga

La caja de marfil (3 page)

BOOK: La caja de marfil
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La mujer se había quitado la chaqueta descubriendo unos hombros huesudos a los que un sol agonizante arrancaba destellos. Pero de repente se la puso otra vez, aunque la temperatura distaba de ser fría.

—Fue una llamada muy extraña. La recibí de noche, en el móvil. Yo estaba veraneando en el apartamento que tenemos mi marido y yo en Ribera de la Almadraba, y contesté pensando que sería él, mi marido, que se había quedado en Madrid por motivos de trabajo. Pero era Soledad. Quería verme. Se hospedaba en un albergue para jóvenes de este pueblo y quería que pasara unos días con ella. Noté en su voz un tono que no le había oído nunca, como si estuviera... No sé, muy nerviosa... Me contó que se había peleado con su padre y había vuelto a marcharse de casa. Yo ya conocía lo de su escapada a Gerona del año anterior, aunque esta vez todo parecía mas serio. Me preocupé, intenté que recapacitara, pero me di cuenta de que no deseaba mis consejos. De hecho, no me llamaba por eso sino para invitarme. Su voz seguía intrigándome. Parecía tan asustada... Le pregunté si le ocurría algo más. Se echó a reír. Pero reía de otra forma, se lo aseguro... Esta es la parte de la historia que menos sé explicar... Era como si estuviera atemorizada y quisiera fingir, pero no por nada relacionado con su padre... —Bajó la voz y miró a su alrededor—. Se lo contaré tal como lo sentí, a riesgo de que me juzgue mal: me pareció que le había sucedido algo aquí, en este pueblo. Le pedí tiempo para pensármelo y llamé a mi marido. Mi marido es periodista, se llama Pablo Barrera...

Quirós asintió. De la historia que la mujer le estaba contando, lo único que consideraba importante era ese detalle. Se trataba, en verdad, del aspecto que más preocupaba a don Julián.

—Él todavía tenía asuntos que resolver en Madrid, aquel cambio de planes no le importaba. Y a mí me parecía buena idea venir, porque creía que Soledad me necesitaba. Quedamos en vernos cuatro días después: de esa forma me daría tiempo para planear el viaje, ya que no conduzco. Llegué en la fecha prevista y en el albergue me dijeron que Soledad se había marchado dos días antes. ¡Al día siguiente de llamarme! Me quedé boquiabierta. No tenía mensajes. Mi marido tampoco había recibido ninguno. Yo no podía llamarla porque ella no tenía teléfono. Pasé la primera noche como puede suponerse, preguntándome cómo había sido capaz de hacerme algo así. Pero a la mañana siguiente me dije: «No, no se ha marchado. Nunca se marcharía sin avisarme. Le ha pasado algo grave». Llamé a su padre, me atendió un secretario. Insistí, por fin se puso él. Pero no me dejaba hablar: decía, en muy mal tono, que ya sabía que su hija se había ido de casa. Me enfadé, lo reconozco. Le advertí que si él no denunciaba su desaparición lo haría yo. Y hablaría con mi marido y la noticia saldría en todos los periódicos. Entonces cambió de actitud. «Lo mejor es no mezclar en este asunto a la policía», dijo. «Quédese donde está, voy a mandar a un investigador.» Y eso es lo que he hecho: esperarle a usted. —Se detuvo. Hizo un gesto con sus manos pequeñas—. Eso es todo.

—¿Le importaría que pidiéramos la cena, señora? —dijo Quirós de repente—. He comido temprano y...

—No faltaría más.

Quirós encargó sopa de mariscos y emperador. Todo lo pagaba don Julián, de modo que podía permitirse un pequeño lujo. La mujer sólo quiso otra tónica. Cuando el camarero se alejó, Quirós situó las gafas a medio trayecto de la nariz y miró a la mujer por encima de los cristales.

—Muy bien, señora... Eh... Le agradezco que... me haya contado esto. Yo buscaré a la chica. Deje el asunto en mis manos y váyase a casa... o mejor, a ese apartamento de la playa...

La mujer sacudió la cabeza.

—No, prefiero quedarme. En Ribera sólo conseguiría preocuparme más. Estando aquí me da la impresión de que ella... En fin, de que puede regresar en cualquier momento.

—No hace falta que se quede, señora.

—Ya lo sé, pero prefiero quedarme, gracias.

Quirós miró a la mujer.

—¿Le ha comentado a alguien esto?

—Solo a mi marido. Naturalmente, le he pedido que sea discreto. Pero le advierto que si para el fin de semana no he recibido noticias de Soledad, llamaré a la policía, diga lo que diga el señor Olmos. Estoy muy preocupada —añadió con expresión compungida.

—No tiene por qué. Los chavales prometen hoy una cosa y mañana...

—Eso no es cierto —replicó la mujer, endureciendo la voz—. Yo conozco a mis alumnas, y sobre todo a Soledad. Jamás me haría algo así.

—Quizá la llame hoy, o...

—Ya ha pasado casi una semana. ¿Y por qué me dijo que viniera y luego se marchó?

Quirós decidió no responder. Además, habían traído la sopa.

—¿Y usted qué hará? —preguntó la mujer.

—Mañana iré a preguntar en ese albergue.

—¿Puedo acompañarle? He estado allí y quizá le sirva de...

—No, señora. —Quirós partió un trozo de pan—. Gracias.

—Le aseguro que no le estorbaré. Y, la verdad, me gustaría...

—Señora. —Quirós no gritó, sólo elevó la voz, pero bastó para que la mujer se quedara petrificada y las pelirrojas y el barbudo, que habían vuelto a sumergirse en los naipes, giraran la cabeza—. He dicho que no. —Enseguida pensó que no hacía bien mostrándose brusco. Era necesario actuar con paciencia, al menos al principio. Contempló el plato humeante mientras intentaba buscar otras palabras que suavizaran su estallido—. Le repito que deje esto en mis manos.

Cuando alzó la vista del plato quedó inmóvil.

Por la mejilla izquierda de la mujer resbalaba una lágrima lenta.

—Disculpe, es que... llevo... demasiados días en este pueblo esperando que... ella... —Intentó una sonrisa al tiempo que se secaba con una servilleta de papel—. Perdone. Estoy muy nerviosa. Tiene usted razón: aquí no haré más que estorbar. Ha sido muy amable de escucharme. Le dejo comer tranquilo. —Se levantó y entró en el hostal.

Quirós siguió inmóvil.

3

S
e oyó un breve estruendo.

Luego, silencio absoluto.

Cuando la mujer bajó a desayunar encontró a Quirós en la misma mesa y la misma postura. Solo la nueva camisa hacía pensar que había pasado por el dormitorio. Frente a él, una taza vacía y un plato con huellas de haber sido rebañado.

—Iba a llamarla —dijo Quirós sin sonreír—. Desayune tranquila. La espero en recepción.

—¿Me espera...?

—Para ir al albergue.

—Pero usted dijo...

—La espero en recepción —repitió Quirós.

La mañana olía a algo mineral, como chamuscado. La arena de la playa tenía el color del cobre de un cable pelado. Los bañistas más madrugadores ya estaban instalados: un cuerpo, otro, bocabajo, de lado, boca arriba, bajo sombrillas, sobre toallas.

—Parecen muertos —indicó Nieves Aguilar.

Quirós no se mostró de acuerdo. Había visto muchas veces la muerte y no era así. Pero no hubiese sabido establecer las diferencias, entre otras cosas porque no le importaba establecerlas.

La mujer vestía aquella mañana un conjunto azul oscuro con ovejitas bordadas en la solapa de la chaqueta. Se había atado el pelo con una goma. De vez en cuando Quirós la oía hablar.

—¿Usted también escuchó la explosión? No hay luz en ninguna parte. Me ha dicho la señora del hostal que se ha debido, seguramente, a una sobrecarga al probar las bombillas... Me refiero a las que cuelgan de las farolas... Es que este sábado se celebra una fiesta. ¡Quizá se hayan fundido todas a la vez...!

Caminaban por un paseo embaldosado. A un lado se apiñaban las casitas azules; al otro, arena y olas. Un velero se mecía en el horizonte. A Quirós le pareció, durante un instante muy extraño, que se trataba del mismo velero del día anterior, situado en el mismo sitio, improbablemente atrapado por el mar. Los bañistas también semejaban haber sido atrapados por la arena. Nada se movía. Solo un perro correteaba en la orilla. Era blanco, pero no era Sueño, ni lo parecía.

Quirós apartó de una patada una lata de refresco. La lata golpeó el pretil y regresó dócilmente con un ruido de cadenilla. Quirós la pateó hacia otro lado. La mujer miraba arriba mientras caminaba, Quirós abajo.

—Este pueblo es una pena... Tiene cosas muy bonitas, como ese espigón, o esa torre de allá, que es muy antigua, de tiempos árabes. Pero el resto está destinado al turista... Fíjese en esos edificios en obras... Cuánta especulación. Parece un animal al que quitáramos la piel para hacernos abrigos... Y esas barcas en la arena, sólo un decorado... Por lo visto, aquí no se pesca desde tiempos de san Pedro. Eso sí, quieren darle aires de gran ciudad y mantener, simultáneamente, el aspecto de aldea. Es lo que ha pasado con las bombillas: mucha iluminación, pero... Todo falso por dentro...

Habían llegado al grupo de rocas que la mujer llamaba «espigón». Las rocas se introducían en el mar como el casco de un barco varado. Una mano pequeña como una maqueta de mano aleteó frente a Quirós.

—El albergue es esa casa de allí. Hay que subir una cuesta.

Cuando la mujer callaba, el silencio era casi completo. Quirós hubiese jurado que ni siquiera sonaba el mar.

—Perdone la curiosidad. ¿Es usted detective privado?

—Sí —resopló Quirós.

—Por cierto, quería darle las gracias. Por dejarme acompañarle. Espero que no lo haya hecho por el espectáculo que di ayer... Me porté como una tonta, lo siento.

A Quirós se le antojó que tardaba una eternidad en llegar al albergue. No era que la compañía de la mujer le resultara pesada, al contrario. Más bien era su propio peso, su edad, algún tipo de ley física que le enlentecía los pasos.

El albergue no ostentaba letreros. Su fachada era una explosión de dibujos de aerosol. Había chicos de ambos sexos tumbados en el césped o sentados en las escaleras de la entrada. En el interior hacía calor, pese a que la puerta trasera se hallaba abierta, y olía a quemado. Las paredes estaban sucias, aunque encima habían colgado pinturas de personas que parecían dormidas y armoniosas fotografías de chavales que podían ser antiguos huéspedes.

—Míchigan. —La chica, que había salido de una puerta lateral o del mostrador (Quirós no la había visto aparecer), tenía la voz pastosa y masculina. Una densa bola gris se desperezó en un rincón y abrió ojos de piedra radioactiva al tiempo que maullaba—.
Michi
, malo.
Michi
, malo.

—Estoy buscando a esta persona —dijo Quirós y mostró una foto.

La chica no respondió. Ni miró a Quirós siquiera. Salió del mostrador alzando una tabla y recorrió el vestíbulo. Cuando se agachó, su larguísimo pelo castaño le cubrió el cuerpo. Al levantarse arrastró consigo más pelo en forma de borla gris y mórbida, y lo apretó contra la barbilla. El gato abrió una boca triangular, bostezó.


Michi
,
Michi
—canturreó Nieves Aguilar, acercándose—. Qué gordo está.

—Engordó. Lo castramos. Tuvimos. —O al menos eso fue lo que entendió Quirós. La niña hablaba sin ganas. Su camiseta era blanca como espuma de jabón. Iba descalza. Desapareció por una puerta y regresó sin el gato—. No hay luz —dijo—. Se asusta.

—Claro, el pobrecillo —dijo la mujer.

Quirós lo volvió a intentar. Mostró la foto. Esperó.

—Sí, Marisol —dijo la chica apartando una de las cortinas de cabello. Quirós la corrigió—. ¿Soledad? No sé. —Soltó una risita—. Yo la llamaba Marisol.

—¿Cuándo se marchó?

—Eh... Una semana. No sé. No anotamos. Esto va así. Vienen, pagan según tiempo, pero no exacto. Y se van cuando más o menos.

Quirós no lograba rellenar las lagunas de aquel lenguaje esotérico. La mujer, en cambio, parecía comprender perfectamente, porque intercalaba asentimientos, incluso comentarios:

—Todo eso me lo explicó tu compañero cuando vine la otra vez. —La chica hizo ruidos de reunir un buen gargajo y prepararse para escupirlo, pero Quirós dedujo que tenía que ser un nombre, porque la mujer agregó—: Sí, Igg.

—Así que... —Quirós intentó una reflexión—. ...la gente se va... sin anunciar... ¿Y cómo sabéis que se van?

—Lo dicen. Dejan la llave.

—¿Y qué hizo Soledad? O Marisol.

—No sé. No fui yo. No estaba. Fue... —De nuevo intentó escupir.

—Igg la vio marcharse —dijo la mujer.

—¿Qué es eso de ...? —Quirós hizo lo posible por escupir como ellas.

—Mi novio —dijo la chica—. Fundó esto.

—¿El dueño?

—No. Aquí no hay dueños. De todos.

Quirós intuyó que la chica lo despreciaba. O puede que sólo reflejara el desprecio que él le dedicaba.

—Así que tu novio la vio marcharse. Y ella no dijo a dónde iba, claro... ¿Podría hablar con tu novio?

—Ahora no. Dormido. A estas horas siempre. No puede.

—Solo un minuto —insistió Quirós.

—Es que no.

Por un instante, la chica y Quirós se miraron. La chica tenía las manos en la cintura, y quizá las piernas separadas, pero el mostrador no permitía verlo. Bajo sus ojos se extendía un antifaz rojizo, acaso debido a una alergia al sol. Sus facciones eran pronunciadas, de mandíbula angulosa y nariz partida, como si estuviese acostumbrada a recibir golpes.

—Son preciosos. —La voz de Nieves Aguilar, surgida de algún punto a espaldas de Quirós, tuvo la virtud de amansar el silencio—. Los cuadros.

—De mi hermano Luis. Yo soy Belén Blasco.

—Encantada —dijo Nieves Aguilar—. ¿Tu hermano es pintor?

—Era Murió. En moto.

—Lo siento.

—Hace años.

Detrás de la chica, un casillero de llaves colgaba torcido. Las llaves no tenían placas adosadas sino animalitos de peluche.

Era un lugar diminuto. Una buhardilla. La única buhardilla. Casi nadie escogía aquella habitación, había dicho la chica, porque en el albergue se llevaba más lo compartido, pero Soledad había pedido expresamente un cuarto individual. No habían vuelto a ocuparlo desde su partida, y la chica accedió a que Quirós lo inspeccionara. Quirós se limitó a mirar bajo la cama y el colchón y abrir el cajón de la mesilla, adornada con una sucia flor de plástico, y la puerta del pequeño armario. Encontró poco más que polvo. El papel de las paredes estaba arrancado en los zócalos. Había fechas y nombres arañados. Nada se refería a la muchacha.

Contempló la cama. Era pequeña, de colcha abullonada. Parecía ocultar un cuerpo deforme pero sólo ocultaba alambres deformes. Recordó haber asesinado a un hombre en una cama similar. Se llamaba Bronconte. Era un tipo que acostumbraba vestir ropa femenina porque afirmaba que así el espectro de su madre podía poseerlo. Pero no le había bastado aquella idiotez: también se había follado a otra mujer, mucho menos espectral, propiedad absoluta de uno de los grandes señores de Quirós. Bronconte se ocultaba en un motel andrajoso de provincias. Quirós entró en la habitación mientras dormía. No fue un trabajo complicado: Bronconte roncaba y Quirós se limitó a cubrirle los ronquidos con las bragas de la mujer de su cliente, tal como este deseaba. Recordaba perfectamente el catre y hasta la flor de plástico de la mesilla: eran semejantes a los de aquel cuartucho.

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