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Authors: Luca Di Fulvio

La calle de los sueños (19 page)

BOOK: La calle de los sueños
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Christmas siguió creciendo y haciéndose más vivaracho. Y comenzó a encariñarse con Sal. Y este con él, aunque a su manera. Cetta los miraba enternecida. Y enternecida observaba la transformación de su hombre, que no era ni mejor ni peor, sino cada día sencillamente más suyo.

—¡Bang! ¡Estás muerto, meoncete! —le gritó un día Christmas a Sal, que se estaba quedando traspuesto después de la comida dominical, mientras le apuntaba con una pistola de madera.

Sal pegó un salto de la silla y le arrancó de la mano la pistola a Christmas. Cetta vio el miedo en los ojos de Sal. Y la rabia. Temió por su hijo. Cuando se interpuso entre los dos, Sal dijo:

—Dile que no lo vuelva a hacer.

Luego le devolvió la pistola al pequeño y volvió a cerrar los ojos.

Y entonces Cetta pensó que a lo mejor Sal solo era más suyo porque tenía miedo. Y como lo amaba —y sabía que Sal sufría de ese miedo—, entró en una iglesia, se arrodilló a los pies de una estatua de la Virgen y le rezó para que hiciese que volviera a ser el hombre de antes. Para que le quitase el miedo. «Es un gángster», le explicó a la Virgen al ponerse de pie.

En 1912 estalló una guerra territorial. En esta ocasión, entre italianos e irlandeses. Sin embargo, era una guerra que no se libraba en las calles. Que no se libraba con pistolas. El ejército reclutado por los irlandeses era de la policía de Nueva York. La parte de la policía que podía corromperse con generosas «mordidas» o sobornos.

Casas de juego y burdeles, almacenes llenos de whisky bautizado —es decir, aguado—, máquinas tragaperras, apuestas, garitos. Fue un ataque directo a los negocios. Al corazón de la criminalidad organizada. Fundamentalmente, un ataque económico. Pero también una estrategia bien planificada para eliminar a los peces gordos a través de los pequeños, pactando condenas e inmunidades.

La noche del 13 de mayo de 1912, Silver se presentó en el antro. Vestía un traje elegante, iba acicalado como un actor. La hechura de su chaqueta de seda era perfecta, solo se le arrugaba un poco en el lado donde sobresalía el bulto de la pistola. Estaba muy cambiado desde la última vez que lo había visto Sal. Se contaba que desde que le había disparado en un ojo al chiquillo judío, le había cogido gusto.

—Esta noche va a venir el jefe —le dijo Silver a Sal—. Ha dicho que te laves las manos. Le da asco que le sirvan de beber unas manos negras como las tuyas.

—Hay camareros para servir la bebida —repuso Sal.

Silver se encogió de hombros.

—Acabará pidiéndome que te las corte —bromeó. Tenía un diente de oro. El segundo incisivo.

Sal pensó que había otros que se las partirían con mucho gusto. Quizá la idea de las manos no era siquiera de Vince Salemme. Solo una de las gilipolleces por las que Silver se estaba haciendo famoso. Pero si resultaba ser cierto que esa orden la había dado el jefe, no sería muy inteligente que lo encontrara con las manos negras.

—¿A qué hora viene? —le preguntó a Silver.

—¿Por qué? ¿Cuánto tardas en lavártelas?

Sal lo miró sin hablar.

—Va a pasar antes por el Nate’s, en Livonia, y luego vendrá aquí —dijo al final Silver.

Sal le dio la espalda y se fue a los lavabos. Se frotó las manos hasta que se le pusieron rojas, mientras se debatía en una creciente inquietud. «Da mala suerte», se decía.

Las redadas en los antros de la Bowery y de Livonia —en Brooklyn— se produjeron simultáneamente. Cuando los policías pagados por los irlandeses irrumpieron en los tres locales, dejaron huir a muchos clientes y también a algunas putas. Desde el principio fue evidente que tenían un objetivo bien preciso. Buscaban al pez gordo, Vince Salemme. Al no encontrarlo, el pez pequeño que esa noche debía caer en sus manos era Sal Tropea.

Inmediatamente después, los policías irrumpieron en el burdel. Cetta, Madame y diez putas más fueron cargadas en una furgoneta oscura. Durante la incursión fue abatido un funcionario del despacho del alcalde, que se había llevado una mano al bolsillo interior de la chaqueta, para enseñar a la policía sus documentos. Pero un agente creyó que iba a sacar una pistola y le descerrajó cinco tiros, uno de los cuales hirió en la pierna a la fulana que estaba con él. Cuando vieron que el hombre estrechaba en la mano una cartera, los policías se la quitaron y, como por arte de magia, cuando llegaron los fotógrafos, el cadáver estrechaba en su mano una pistola. Durante una semana los diarios estuvieron acosando al alcalde, al que acusaban de contratar a personal que estaba conchabado con la criminalidad. Después el asunto se olvidó.

No bien la empujaron a la furgoneta, Cetta, al ver esposado a Sal, se lanzó hacia él, lo abrazó y se puso a llorar desesperada por Christmas.

Una vez en la comisaría, Cetta y Sal fueron separados. A Cetta la confinaron en una celda común con Madame y las otras putas. Sal fue golpeado brutalmente y luego aislado en un calabozo, en el centro de una habitación donde los policías entraban y salían, sin parar de insultarlo, de amenazarlo y de escupirle.

—Quiero pagar una fianza —dijo Sal cuando apareció el capitán de la comisaría, que no sabía nada del pacto entre los irlandeses y sus hombres.

—Tú no puedes salir con una fianza —le contestó el capitán.

—No es para mí —dijo Sal, que perdía sangre por la nariz—. Cetta Luminita. Una de las putas.

El capitán lo miró sorprendido.

—Está en su derecho —insistió Sal introduciendo sus dedos gordos y limpios entre los agujeros de las rejas.

—Mañana veremos —respondió el capitán.

—Tiene un hijo pequeño —dijo Sal, agitando rabiosamente las rejas.

El capitán lo miró en silencio. Tenía una mirada dura pero humana.

—¿Cómo has dicho que se llama? —preguntó luego.

—Cetta Luminita.

El capitán movió ligeramente la cabeza, en señal de asentimiento, y salió de la habitación.

A la mañana siguiente, el abogado Di Stefano fue a ver a Sal. Al acercarse a la celda, arrugó la nariz.

—¿Coño, te has meado encima?

—No me han dejado ir al retrete.

El abogado miró a Sal sin dejar de arrugar la nariz.

—¿Cogieron al jefe en Livonia? —inquirió Sal.

—¿Tú qué sabes de los movimientos de Vince? —preguntó el abogado. Hablaba en voz baja, a través de las rejas, para que no lo oyeran los policías.

—¿Lo cogieron?

—No. Al final se echó atrás —respondió el abogado.

Sal lo miró. Y empezó a entender.

—¿Quién?

—Silver.

Sal escupió al suelo.

—No temas, ese mierda no podrá gastarse el dinero de la traición —dijo el abogado en voz aún más baja.

—Amén —añadió Sal.

—Ahora te toca a ti demostrar si eres un hombre o un mierda —dijo el abogado, mirándolo con frialdad.

Sal sabía que aquella frase era una amenaza. Significaba: «¿Quieres seguir vivo?». Le sostuvo la mirada al abogado sin pestañear.

—No soy un mierda —le respondió con voz firme.

—Acabarás en chirona.

—Lo sé.

—Te apretarán las clavijas.

Sal sonrió.

—¿Está ciego, abogado? —dijo—. Mire mi cara. Mire mis pantalones empapados de pis. Ya han empezado.

—Te ofrecerán algo.

—Yo no hago tratos con los policías. Especialmente si están pagados por un irlandés.

El abogado lo siguió mirando en silencio. A él le correspondía averiguar si Sal Tropea era o no fiable. Sin embargo, no podía conformarse con sus palabras. Tenía que verlo en sus ojos.

Y Sal sabía que su futuro dependía de aquella última mirada. Entonces, de súbito, el miedo que lo enervaba desde que lo habían herido en el hombro desapareció y Sal se encontró a sí mismo. Y se sintió libre. Y ligero. Y rió. Con una risa tan profunda como un eructo.

Las facciones afiladas del abogado mostraron primero estupor y luego se relajaron. Sal Tropea no iba a hablar. Ahora estaba seguro. Pero quedaba por jugar una última carta. Una última advertencia.

—Esa puta que te interesa tanto —dijo en voz baja, aunque su tono ya no era apremiante, porque ahora estaba tranquilo y podía consentirse ser solamente cruel—. Está en casa con su hijo. Cómo se llama... Christmas, ¿verdad?

Sal se puso tenso.

—Ese chiquillo no se parece a ti —continuó hablando el abogado—. Lo he visto, es rubio.

—No es mi hijo —contestó Sal en actitud defensiva. Sabía perfectamente lo que estaba pasando.

—El pequeño bastardo tiene nombre de negro y es rubio como un irlandés.

—El chiquillo me importa una mierda —mintió Sal.

El abogado rió. Quedamente. Una risa que significaba: «No te creo». Y, sin dejar de sonreír, prosiguió:

—Debes querer mucho a esa puta para pagarle la fianza.

—Usted debería trabajar de matón, no de abogado. Lo haría bien —dijo Sal.

El abogado volvió a reír. Esta vez, satisfecho.

—Lo pensaré, gracias por el consejo.—Luego volvió a acercarse a las rejas. Pero no porque tuviera que decirle nada secreto. Debía procurar que el mensaje no fuese malinterpretado, aunque al respecto no tenía dudas, pues él se tenía en muy alta estima y juzgaba que Sal Tropea era menos imbécil que los pelagatos a los que solía transmitir amenazas. Y porque además le gustaba amenazar a la gente. Era como disparar con una pistola. La sangre, en vez de brotar de una herida, lo hacía de las miradas—. El jefe ha decidido reembolsarte la fianza que has pagado por la puta —prosiguió—. Ya que te interesa tanto, se hará cargo de ella hasta que estés de vacaciones.

Sal no dijo nada.

—Somos una familia, ¿no? —repuso el abogado.

Sal hizo un gesto afirmativo con la cabeza.

—Me encargaré de que te concedan el retiro aquí cerca, así tu amada podrá visitarte cuando quiera —concluyó el abogado Di Stefano mientras se alejaba.

Ese mismo día, Sal fue golpeado. Por la noche tenía los labios tan tumefactos que permaneció despierto por miedo a morir asfixiado mientras dormía. Por la mañana no advirtió que había salido el sol porque tenía los párpados tan hinchados que no se le abrían los ojos. Y no percibió el sabor de la poca comida ni de la poca bebida que le dieron porque todo le sabía a sangre. Después le ofrecieron una reducción de la condena. Más tarde, incluso la libertad. Pero Sal no dijo siquiera que no. Al cabo de diez días lo condenaron, lo desnudaron y le dieron un uniforme de preso. El abogado Di Stefano cumplió su palabra. Sal no fue mandado a Sing Sing —como establecía la condena—, sino a la cárcel de Blackwell’s Island, en el East River, entre Manhattan y Queens.

A la semana siguiente, en el locutorio, sentado enfrente de Cetta, Sal todavía tenía la cara marcada.

—Cuando salga de aquí seré aún más feo —le dijo.

Sin embargo, Cetta estaba mirando otra cosa. Ahora sabía que Sal ya no tenía miedo. Que había vuelto a ser el Sal de antes. El que aplastaba la pobre mercancía de un ambulante solo porque ella le había sonreído. Y le dio las gracias de corazón a la Virgen, que había oído su plegaria.

Sal hizo una mueca, luego puso las manos en la reja que los separaba.

—Sabía que lavármelas daba mala suerte —dijo.

19

Ellis Island, 1922

El agua estaba tan helada que cortaba la respiración. Bill permanecía agarrado a un machón de madera podrida y recubierto de algas resbaladizas, para no hundirse. Desnudo. Le castañeteaban los dientes, pero no podía evitarlo. Ya no sentía las piernas.

Sin embargo, se estaba acercando el transbordador del Servicio de Inmigración. Se había anunciado con un largo toque de sirena. Ya lo podía ver. Solo tenía que aguantar un poco más.

Desde que esa noche urdiera su plan, supo que conseguirlo iba a ser muy difícil. Pero no le quedaba otra salida. Si quería sobrevivir, tenía que soportar las gélidas punzadas del agua.

Todos los periódicos de la ciudad hablaban del sangriento asesinato del matrimonio Hofflund. Y de la violación de esa pequeña zorra judía. Sus colegas del mercado de pescado describían al padre de Bill como un honrado trabajador. Debían de ser un hatajo de miserables alcoholizados que, como su padre, seguramente se pasaban las noches dando correazos a sus mujeres y a sus hijos, pensó Bill. Si hubiese sabido cebar una bomba, los habría hecho volar a todos por los aires.

—Mamones —balbuceó medio congelado.

Estaba furioso. Y la rabia —más que el miedo de que lo frieran en la silla eléctrica— le nutría de la fuerza necesaria para aguantar. Si hubiese podido, habría colocado bombas también en las oficinas de los periódicos, donde se imprimían mentiras como las que había leído. Su padre se había convertido en una especie de héroe, en un inmigrante alemán que trabajaba duramente por la ciudad de Nueva York. En el símbolo de todos los hombres honrados que cargaban sobre sus hombros, en silencio, el peso de los trabajos más humildes, sin protestar. Sí, Bill habría querido arrojar una bomba en cada uno de esos periódicos de mierda y luego entregar a cada uno de los hijos de esos periodistas gilipollas a los trabajadores honrados y silenciosos del mercado de pescado, para que también sus hijos pagasen por las mentiras de sus padres, para que les contaran las marcas de los correazos en la espalda. La memez del sueño americano. Habría hecho que esas pieles delicadas, acostumbradas a baños calientes y a vestimentas de lana, sintieran el ruido restallante de la pesadilla americana.

—Vosotros sois otros mamones —imprecó de nuevo, soltándose durante un instante del machón que sujetaba el embarcadero bajo el que se encontraba. Escupió el agua que había tragado y los dientes le siguieron castañeteando.

«Pelo rubio, ojos azules, altura mediana, complexión normal», decían los comunicados de la policía que habían difundido los periódicos.

Bill intentó reír. Pero temblaba demasiado. «Encontradme», dijo en voz baja. ¿Cuántas personas respondían a esa descripción tan genérica? Prácticamente todos los habitantes de Nueva York, excepto los negros, los judíos de mierda y los italianos.

A lo lejos, el transbordador hizo sonar tres veces la sirena. El embarcadero vibró bajo los pasos pesados e indolentes de los empleados de las operaciones de atraque. Un barco con nuevas ratas para el gran sueño americano, pensó Bill. Ya era casi la hora. Casi lo había conseguido.

Ni los periódicos ni la policía tenían una fotografía suya. Nunca lo encontrarían. Pero sabían su nombre. Lo habían escrito con letras grandes en todos los periódicos, lo voceaban los vendedores callejeros de diarios en todas las calles de la ciudad. William Hofflund, William Hofflund, William Hofflund... sus documentos serían su perdición. Tenía que cambiar de nombre y de documentación porque si no, antes o después, acabarían pillándolo.

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