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Authors: Luca Di Fulvio

La calle de los sueños (16 page)

BOOK: La calle de los sueños
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El chófer lo miraba por el espejo retrovisor. Cogió el micrófono y dijo:

—Tiene que hablar por el micrófono que hay a su izquierda.

Christmas cogió el micrófono.

—Tienes clase, Fred —repitió.

—Gracias, señor.—El chófer sonrió—. Relájese, vamos a tardar un poco.

—¿Adónde vamos?

—A New Jersey.

—¿A New Jersey? ¿Y eso dónde está? ¿Por Brooklyn?

—En el lado opuesto. Buen viaje.

Christmas sintió un nudo en el estómago. Luego sacó de su bolsillo el sobre de Ruth. Y volvió a imaginarse los ojos verdes de la chica a la que había jurado amor eterno. Entonces abrió el sobre y releyó la carta.

Querido Christmas:

Mi abuelo me ha contado lo que pasó en el hospital, cuando viniste a verme. Lo siento, no me acuerdo de mucho. Me salvaste la vida y, ahora que estoy mejor, quisiera darte las gracias personalmente. Al abuelo se le ha ocurrido invitarte a comer.

RUTH ISAACSON

P.D.: La idea de la radio ha sido mía.

Christmas cogió el micrófono.

—Oye, Fred.

—Dígame.

—El viejo es quien dirige todo el cotarro, ¿verdad?

—Quizá sería mejor que lo llamara señor Isaacson.

—Vale. Pero dime, ¿lo dirige él o no?

—Sin duda es un hombre con una fuerte personalidad.

—¿Sí o no, Fred?

—Planteado en esos términos... pues sí.

—Ya... —Christmas volvió a recostarse en el respaldo de piel, y releyó varias veces la carta. Minutos después, cogió de nuevo el micrófono.

—Oye, Fred.

—Dígame.

—¿Sabes qué porras significa «P. D.»?

—Es una fórmula para añadir una apostilla a una carta.

—No he entendido nada.

—Cuando una carta está terminada y firmada, pero todavía se quiere decir algo más, se escribe «P. D.» y a continuación lo que se quiere añadir.

—¿Como: ¡«Oh, me olvidaba!»?

—Exactamente.

Christmas miró de nuevo la carta y se concentró en aquel «P. D.» escrito con la bella caligrafía de Ruth. Le pareció muy elegante. Miró por la ventanilla. El coche entró en una gran arteria elevada cuya existencia Christmas ni siquiera conocía. Las señales de carretera pasaban demasiado rápido para que Christmas pudiese leer los nombres de esas localidades desconocidas. La velocidad y ese mundo que resultaba más extenso de lo que había creído suscitaron en Christmas una sensación de peligro. Se sentía mareado y a medida que el panorama se hacía más amplio, más le costaba respirar. La isla de Manhattan se alejaba. Era como una postal de colores desteñidos en la luna trasera del automóvil. Después, al cabo de diez minutos de trayecto, el coche aminoró la marcha y entró en una bifurcación. El mundo, a la salida de la bifurcación, era aún más distinto. Una carretera recta que iba por prados y bosques. Y, a la izquierda, el mar. Azul y con espuma blanca. Nada que ver con el agua oscura que se veía desde las dársenas o desde el ferry que iba a Coney Island. Y una playa clara.

Entonces Christmas volvió a coger el micrófono.

—P. D., Fred.

—¿Cómo dice?

—P. D.

—¿Qué quiere decir, míster Luminita?

—Que me había olvidado de decirte algo, Fred. ¿P. D., no?

—Ah, claro... Dígame.

—¿No podría ponerme delante?

—¿En qué sentido?

—Preferiría sentarme delante contigo. Aquí detrás tienes la sensación de estar en un ataúd y este micrófono es odioso.

Fred sonrió y paró en el arcén. Christmas bajó corriendo del coche y se sentó al lado de Fred. El chófer lo miró. Christmas le quitó la gorra y se la puso. Luego rió y plantó los pies en el salpicadero. Fred, una vez que venció su instinto protector del vehículo, también rió y emprendió la marcha.

—Ah, esto sí que es viajar —exclamó Christmas. Acto seguido miró al estirado chófer—. ¿Tú fumas, Fred?

—Sí, señor.

—Pues fuma, entonces.

—No me está permitido fumar en el coche.

—¡Pero si el viejo fuma!

—Él es el patrón. Y le he dicho que sería mejor...

—Sí, sí, Fred, el señor Isaacson. Pero el viejo ahora no está. Échate un pitillo, anda. Te digo que te confundes conmigo si estás pensando lo que me imagino. Yo no soy un chota.

—¿Un... chota?

—¡Ajá! —exclamó Christmas contento, dándose una palmada en el muslo—. Conque no lo sabes todo, ¿eh, Fred? —dijo y se rió—. Un chota es un soplón.

—No puedo fumar.

—¿Y yo?

—Usted es un invitado de míster Isaacson y puede hacer lo que le parezca.

—Vale, Fred, pásame un pitillo.

—Están en el cajón que usted está ensuciando con las suelas de sus zapatos.

Christmas bajó los pies, abrió el cajón, cogió un cigarrillo y lo prendió.

—¡Qué asco! —dijo entre dos golpes de tos. Luego cerró el cajón, lo limpió con el codo de su chaqueta y volvió a subir los pies. Por último, puso el cigarrillo en la boca de Fred—. Haz como si me lo estuviera fumando yo —sugirió.

Fred se quedó de piedra durante unos segundos.

—¡Qué demonios! —dijo finalmente Fred, y aceleró, lanzando el coche por una ancha carretera que se perdía en una campiña de un verde intenso.

—¡Esto sí que es viajar! —gritó Christmas por la ventanilla.

Al cabo de veinte minutos, el coche entró en una pista y se detuvo delante de una verja de hierro. Un hombre en uniforme salió de una garita baja en cuanto vio el coche y abrió la verja. Christmas lo miraba todo boquiabierto mientras el coche avanzaba por la alameda.

—¿Cuánta gente vive aquí? —preguntó consternado frente a la enorme mansión blanca.

—Míster Isaacson, su hijo, la esposa del hijo de míster Isaacson y la señorita Ruth. Además del servicio.

Christmas se apeó del coche. Nunca había visto nada tan hermoso. Miró a Fred con una expresión aturdida.

—Me alegra ver que has aceptado la invitación, muchacho —dijo una voz detrás de él.

Christmas se dio la vuelta y se cruzó con los ojos intensos de Saul Isaacson. El viejo llevaba pantalones de terciopelo y una chaqueta de caza. Se acercó a Christmas y le estrechó la mano, sonriendo.

—Mi Ruth regresó a casa hace una semana —dijo el viejo—. Es fuerte como su abuelo.

Christmas no sabía qué decir. Tenía una sonrisa tontorrona impresa en la cara. De nuevo se volvió hacia Fred.

—Supongo que la quieres ver —añadió el viejo.

Entonces Christmas se llevó una mano al bolsillo interior de su chaqueta y extrajo una hoja de periódico doblada y se la enseñó al señor Isaacson.

—Es él —dijo señalando con el índice el nombre que figuraba en el titular—. William Hofflund.

El rostro del viejo se ensombreció.

—Guarda eso —dijo en tono duro.

—Es ese cabrón —dijo Christmas.

—Guarda eso —repitió el viejo—. Y no se lo menciones a Ruth. Sigue turbada. No quiero que se hable de ese asunto —le plantó el bastón en el pecho—. ¿Me has comprendido, muchacho?

Christmas apartó el bastón con un brazo, sosteniendo la mirada del viejo. De repente ya no tenía miedo. Tampoco se sentía aturdido.

—Yo lo cogeré, ya que a ustedes les da igual —dijo.

Durante un instante, el viejo lo miró con las cejas fruncidas y fuego en los ojos. Luego rompió a reír.

—Me gustas, muchacho. Tienes pelotas —dijo. Pero enseguida se puso otra vez serio y apuntó de nuevo el bastón contra el pecho de Christmas—. No se lo menciones a Ruth, ¿de acuerdo?

—De acuerdo. Pero deje de darme con el bastón.

El viejo lo bajó despacio. Su orgullosa cabeza se movía imperceptiblemente de arriba abajo, en un reiterado gesto de asentimiento.

—Lo cogeremos —le dijo con voz tenue mientras se acercaba a su rostro—. Tengo muchos amigos influyentes en la policía y he ofrecido una recompensa de mil dólares por ese hijo de puta.

—William Hofflund —dijo Christmas.

—Sí, William Hofflund. Bill.

Los dos se miraron a los ojos, como si se conocieran de siempre, como si no hubiera entre ellos una distancia de sesenta años y de varios millones de dólares.

—Guarda esa hoja de periódico, por favor —le dijo luego el viejo.

Christmas la dobló y se lo metió de nuevo en el bolsillo.

—¿Dónde está Ruth? —preguntó entonces.

El viejo sonrió y comenzó a caminar por un sendero de grava flanqueado por ordenados setos de boj. Christmas le siguió. Llegaron a un gran roble y el viejo señaló con el bastón hacia el respaldo de una tumbona blanca y hacia una mesilla de bambú.

—Ruth —llamó el viejo—. Mira quién ha venido a verte.

Christmas vio primero una mano vendada que reposaba en el brazo de la tumbona. Y luego una larga cabellera negra y rizada que sobresalía del respaldo.

Y en medio de aquella cabellera centelleaban los ojos verdes de Ruth.

17

New Jersey, 1922

—Hola —saludó Christmas.

—Hola —contestó Ruth.

Luego permanecieron en silencio, mirándose. Christmas de pie, sin saber qué hacer con sus manos hasta que se las metió en los bolsillos. Ruth sentada, con una manta oscura de cachemira sobre sus piernas y dos revistas de moda en su regazo,
Vogue
y
Vanity Fair
.

—Bueno —dijo el viejo Isaacson—, supongo, muchachos, que preferís quedaros a solas. —Observó a Ruth, indagando sus reacciones con una mirada dulce y comprensiva—. Si a ti te parece bien —añadió en voz baja, sonriendo.

Ruth asintió.

Entonces el viejo acarició el pelo de su nieta y regresó por el sendero, entrechocando rítmicamente el bastón en los setos de boj.

—La comida estará dentro de unos minutos —anunció sin volverse.

—Me parece que lleva ese bastón más como arma que como apoyo —dijo Christmas.

Ruth sonrío levemente, pero solo con la boca, y bajó la mirada.

—Esto es muy bonito —dijo Christmas, trastabillando nervioso.

—Siéntate —dijo Ruth.

Christmas miró alrededor y vio un banco de madera y hierro, a unos diez pasos. Fue hasta allí y se sentó. Sobre el banco había un ejemplar del
New York Post
. Ruth volvió la cabeza para mirar a Christmas. Sonrió cohibida. Luego metió la mano vendada debajo de la manta y se sonrojó.

—¿Cómo estás? —inquirió Christmas en voz baja, pero adrede.

—¿Qué dices? —preguntó Ruth.

Christmas enrolló el
Post
y habló desde un extremo del tubo, como si fuera un megáfono.

—¿Cómo estás?

Ruth sonrió.

—No te oigo —dijo Christmas hablando siempre a través del periódico—. Coge también un megáfono.

Ruth rió y enrolló el
Vanity Fair
.

—Bien —respondió.

Christmas se levantó del banco, se aproximó a Ruth, dejó el periódico en la hierba y se sentó encima. Los ojos de Ruth eran más verdes de lo que los recordaba. Todavía tenía marcas en el rostro. Dos llagas moradas a los lados de la nariz. Una cicatriz clara en el labio superior. Era mucho más guapa de lo que había intuido a través de la sangre.

—La radio es el acabose —dijo Christmas.

Ruth sonrió y de nuevo eludió su mirada.

—No la tiene nadie donde yo vivo —continuó Christmas.

Ruth se puso a juguetear con la portada del
Vanity Fair
.

—Y tiene válvulas —añadió Christmas—. ¿Sabías que hay que esperar que se calienten para oír algo?

Ruth asintió sin mirarlo.

—Gracias —dijo Christmas.

Ruth apretó los labios, con la mirada gacha. No recordaba casi nada de aquel chico. Solamente su nombre, ese nombre gracioso. Y sus brazos que la llevaban al hospital. Y su voz. Que gritaba su nombre cuando la subieron a la camilla. Pero no recordaba su cara. No sabía que tuviese ese pelo rubio, con el mechón que le caía sobre los ojos negros como el carbón. No recordaba aquella mirada franca, casi descarada. Ni su sonrisa, tan comunicativa. Ruth se sonrojó. No recordaba casi nada, pero sabía que ese chico sabía. Sabía lo que le había pasado. Y estaba segura de que no la veía como se hallaba ahora sino como la había conocido, en el estado en que la había encontrado. Así que sabía... también sabía...

—Me han recolocado la mandíbula —dijo Ruth de un tirón, desafiando a Christmas con la mirada—. Me han enderezado la nariz, me han puesto dos dientes postizos, las costillas rotas se han soldado, las hemorragias internas se han reabsorbido, pero oigo mal con el oído izquierdo. Con el tiempo tendría que mejorar. —Luego sacó la mano vendada de debajo de la manta—. En cambio, con esto no hay nada que hacer.

Christmas se quedó mirándola en silencio, sin saber qué decir, con la boca entreabierta y una rabia en los ojos por lo que Ruth había tenido que sufrir. Y movía la cabeza de un lado a otro, en un reiterado no mudo.

—Nada ni nadie conseguirá que el dedo me crezca de nuevo —dijo Ruth en tono agresivo.

Christmas cerró la boca, pero no pudo apartar los ojos de ella.

—Solo podré contar hasta nueve —dijo entonces Ruth y rió, de manera forzada, con el cinismo de un adulto. Porque eso es lo que ahora se advertía: que era una chiquilla que había tenido que hacerse mayor en una sola noche.

—Si yo fuese tu profesor... —dijo Christmas en voz baja—, cambiaría las matemáticas por ti.

Ruth no se esperaba ese comentario. Esperaba que la compadecieran, esperaba frases de circunstancias. Lo único que quería era que ese tonto muchacho rubio de ojos negros como el carbón se sintiese incómodo, al menos tan incómoda como se sentía ella sabiendo que él conocía un detalle terrible de su vida, un menoscabo oculto entre sus piernas que no había tenido valor de mencionar.

—Y si fuese el presidente Harding, obligaría a todos los americanos a contar solo hasta nueve —prosiguió Christmas.

Ruth seguía con la mano levantada, como una bandera ensangrentada. Sintió que algo se le rompía por dentro. Y tuvo miedo de ponerse a llorar. «Eres una idiota», dijo con rabia y le dio la espalda, y enseguida abrió mucho los ojos para que se secaran rápido. Sintió un crujido en su interior. Cuando estuvo segura de que no se pondría a llorar, se volvió. Christmas ya no estaba allí, sentado en el suelo. Miró alrededor y lo descubrió al fondo del prado, al fondo del sendero, metiéndose en el coche de su abuelo. Pensó que estaba vestido de una forma atroz. Como los pobres cuando se ponen la ropa del domingo. Como los obreros cuando el abuelo celebra las fiestas del
Janucá
. Con esa ropa a la vez demasiado nueva y demasiado vieja. Durante un instante, sintió miedo de que fuera a marcharse.

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