La calle de los sueños (13 page)

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Authors: Luca Di Fulvio

BOOK: La calle de los sueños
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—¿No te había dicho que tus manos manchadas de pescado me dan asco? —añadió Bill mientras le daba una nueva cuchillada en el vientre.

Su padre cayó al suelo, sobre su mujer.

Bill levantó el cuchillo y lo volvió a hundir una y otra vez, sin fijarse si le daba a la madre judía o al padre pescadero. Y se asombró cuando, al hundir por última vez la hoja, dijo, en voz alta: «Veintisiete». Veintisiete cuchilladas. Había llevado la cuenta.

Arrojó el arma sobre los dos cuerpos, desfigurados y ensangrentados, buscó en la despensa comida y una botella. Recogió sus catorce dólares y veinte centavos. Miró en la caja de cartón donde sabía que su madre guardaba el dinero y contó tres dólares con cuarenta y cinco. Luego rebuscó en los bolsillos de su padre y encontró un dólar con veinticinco. Se sentó en el sillón verde y contó todo lo que tenía. Dieciocho dólares con noventa.

Miró la sortija que tenía en el meñique. Se la quitó. Cogió el cuchillo ensangrentado y con la punta desmontó todas las piedras, de una en una, hizo un sobrecito con una hoja de periódico, metió allí las piedras y se guardó el sobre. Del bolsillo del cadáver del padre asomaba un pañuelo. Lo cogió y lo usó para limpiar la sangre de la montura de la sortija.

Por último, salió por la misma ventana por la que había entrado y rehízo en sentido contrario todo el camino que hacía de pequeño, cuando tenía miedo a la oscuridad, cuando tenía miedo de que el padre regresara borracho, con el cinturón enrollado en la mano, para pegarle sin motivo. Cuando se escapaba de casa porque sabía que su madre —la judía que había querido casarse con el pescadero alemán— no iba a defenderlo. Porque todas las mujeres eran unas zorras. Y las judías eran las peores.

—¿Cuánto me das por esta montura de plata? —le preguntó Bill al viejo judío.

Sabía que la pequeña tienda permanecía abierta hasta tarde. Los judíos eran unos rastreros asquerosos. Hacían cualquier cosa por dinero. No tenían corazón.

El viejo cogió su lupa y giró en la mano la montura, observándola. Luego miró al muchacho. Tenía cara de idiota, pensó.

—¿Qué quieres que te dé por una montura? —dijo el viejo encogiéndose de hombros y soltando la montura en el mostrador de la tienda, por el hueco de la ventanilla de protección—. Dos dólares.

—¿Solo dos dólares?

—La única piedra que se engarza es la original. Hay que fundirlo todo y hacer otra montura para otra piedra. Es mayor el trabajo que la ganancia —respondió el viejo.

Judíos. Todos iguales. Bill lo sabía bien. Y ese viejo era el peor de todos. Y eso también lo sabía bien. Pero no conocía a otros. Por lo menos, a ninguno que tuviera la tienda abierta a esas horas. Y tenía que reunir la mayor cantidad de dinero posible y desaparecer. Se metió una mano en el bolsillo y palpó el sobrecito con las piedras. No, no lo podía hacer. El viejo judío pensaría que era un ladrón y avisaría a la policía.

—Quiero al menos cinco. Es una montura de plata.

Sí, ese muchacho era un auténtico idiota, pensó el viejo. Odiaban a los judíos porque eran más inteligentes que ellos. Así se lo había explicado a sí mismo siempre. Porque todos estos americanos son unos auténticos idiotas.

—Tres —dijo.

—Cuatro —dijo Bill.

El viejo contó cuatro billetes y los pasó por el hueco de la ventanilla. Luego cogió la montura.

Bill lo miraba inmóvil.

—¿Y ahora qué pasa? —le preguntó el judío.

Bill miraba fijamente a los ojos de aquel viejo al que había espiado tantas veces con su madre, cuando era pequeño, y después solo, ya de mayor. Miraba a aquel viejo judío codicioso y sin corazón, que había echado de casa a su hija cuando se había enamorado de un pescadero alemán. Aquel judío asqueroso que había tapado los espejos de casa, que había recitado el
Kaddish
, la oración de los difuntos, pues para él era como si su hija hubiese muerto y nunca más la había querido volver a ver. Y nunca había querido conocer a su nieto.

Bill miraba a su abuelo.

—Judío de mierda —dijo Bill y se rió con su carcajada ligera. Se dio la vuelta y salió.

El viejo no parpadeó.

—Martha —dijo luego, una vez solo, en dirección a la trastienda—. Escucha lo que ha pasado. Un idiota me ha vendido por cuatro dólares una montura que vale al menos cincuenta. Una montura de platino. Y ese idiota creía que era de plata —añadió y se rió, con su carcajada ligera, alegre, despreocupada, tan peculiar, con la que había conquistado el corazón de su adorada esposa, cincuenta años atrás.

La misma alegre y despreocupada carcajada con la cual, tres años después, recibió la noticia de que su esposa había dado a luz una preciosa niña. La madre de Bill.

14

Manhattan, 1922

El rumor corrió rápidamente. Y con la misma rapidez se hinchó. Ahora se contaba que Christmas se había apeado del coche de un conocido gángster judío, uno de los más importantes. Hubo quien, en voz baja, también hizo insinuaciones. Y hubo quien interpretó las insinuaciones y dijo, en voz aún más baja, que ese coche pertenecía a Louis Lepke Buchalter o incluso a Arnold Rothstein. Y, al cabo de dos días, todo el Lower East Side estaba convencido de que Christmas, en el portal de Monroe Street, no había sacado un billete de cincuenta dólares, sino un enorme fajo de dinero. «Más de mil dólares», juraban muchos. Y esos mismos añadían que el muchacho tenía una Colt con mango de marfil metida en el cinturón de los pantalones.

—Oye, la otra vez estábamos de broma...

Christmas miraba a los chicos con indiferencia. Llevaba pantalones, camisa y chaqueta nuevos. Y un par de zapatos de su medida y de cuero reluciente. Sin haber pagado ni medio centavo. El sastre Moses Strauss, cuando lo vio entrar en su tienda, estaba muerto de miedo. Creía que aquella visita significaba algo muy distinto. Una vez que comprendió que Christmas no pretendía extorsionarlo, se sintió tan aliviado y agradecido que se lo regaló todo. Y de nuevo corrió rápidamente el rumor por el barrio. Moses Strauss era considerado un canalla. No vendía a crédito ni a plazos a los pobres vecinos del Lower East Side. Si hasta ese canalla judío había doblado el espinazo ante Christmas, todo lo que se decía acerca de los Diamond Dogs tenía que ser más que cierto.

—De verdad, era una broma... —repitió el jefe de la banda que pocos días antes había echado a Christmas mofándose de él.

Santo Filesi estaba un poco más atrás. Sostenía en la mano un bote de hojalata grande. Se sentía incómodo con esos gamberros. Él también llevaba pantalones, camisa, chaqueta y zapatos recién estrenados. Moses Strauss quería hacerle solamente un descuento, aunque muy sustancioso. Sin embargo, el sastre no tardó en intuir que Christmas se estaba enfadando. Así que lo envolvió todo y volvió a repetir que para él era un honor tener como clientes unos chicos tan buenos como ellos.

—No os ofende que os llame chicos, ¿verdad, señores? —se apresuró a decir con la espalda doblada hacia delante.

—¿Qué quieres? —le preguntó Christmas al jefe de la banda—. Tengo cosas que hacer.

—Solo quería decir... —farfulló el muchacho, que tenía dieciséis años y era alto y robusto, con cara de mastín y el nacimiento del pelo tan bajo que casi no tenía frente—... verás, nosotros pensábamos... —y miró a los miembros de su banda, que tenían un aspecto tan peligroso como las pobladas cejas negras del jefe de la banda, pero que, como este, procuraban sonreír y parecer simpáticos—... que no hay motivo para que no seamos amigos, eso. Todos somos italianos...

—Yo soy americano —dijo Christmas y los atravesó a todos con la mirada.

Esta vez nadie rió.

—Bueno, en el fondo, nosotros también somos americanos... —El muchacho giró entre sus manos el ancho sombrero que se había quitado ante Christmas—. Lo que quiero decir es que... no sé, a lo mejor los Diamond Dogs os queréis ampliar. Nosotros estamos dispuestos a ser de los vuestros... si te parece bien. Podemos unir las dos bandas...

Christmas lo miró con una sonrisa burlona. Luego se volvió hacia Santo y rió. Santo también intentó reír.

—¿Y yo qué hago con vosotros? —le preguntó Christmas al muchacho—. Tuviste una oportunidad y la desaprovechaste.

—Te he dicho que estábamos de broma...

—Pues a mí no me hizo gracia.

—Bueno, a lo mejor fue una broma estúpida... —El muchacho se volvió hacia los miembros de la banda y les hizo un gesto con los ojos.

—Sí, claro, fue una broma estúpida —dijeron aquellos al unísono.

—¿Qué ventajas sacaría yo si nos uniéramos? —inquirió Christmas, afectando recelo.

—Somos muchos —dijo el muchacho.

—Yo hablo de negocios —replicó Christmas—. ¿Cuánto recaudáis a la semana? —dijo, y antes de que el muchacho respondiese, añadió—: Seríais un peso muerto, perdonad que os lo diga.

El jefe de la banda apretó los puños, pero se tragó la ofensa.

Christmas lo miró en silencio.

—Hagamos lo siguiente —añadió después en tono condescendiente—, yo os dejaré seguir con vuestros negocios y vosotros respetaréis unas cuantas reglas. La primera: no se toca a las mujeres. La segunda: no se toca a la perra de Pep, el carnicero de aquí atrás.

—¿La sarnosa? —preguntó el muchacho—. ¿Por qué?

—Porque Pep es amigo mío —repuso Christmas, y luego miró al muchacho a los ojos, avanzando un paso hacia él y plantándole cara—. ¿Te basta con eso?

El muchacho bajó la mirada.

—Vale —aceptó—. No se toca a las mujeres ni a la sarnosa.

—Lilliput —dijo Christmas—. A partir de este momento también para vosotros se llama Lilliput.

—Lilliput...

Christmas miró a los otros chicos.

—Lilliput —repitieron todos al unísono.

Christmas estiró una mano y la apoyó benévolamente sobre el hombro del jefe.

—Si los Diamond Dogs necesitan alguna vez gente de confianza para trabajillos externos, contaré con vosotros.

Al muchacho se le iluminó la cara.

—Cuando tú lo digas, estaremos preparados —se apresuró a decir, y sacó una navaja. Detrás de él, todos los demás sacaron las suyas.

A Santo le flaquearon las piernas.

—Guardadlas —ordenó Christmas—. Los Diamond Dogs trabajan con esto —añadió mientras se daba unos golpecitos en la sien—, con la cabeza.

Los muchachos guardaron las navajas en sus bolsillos.

—Vámonos, Santo —dijo Christmas a su lugarteniente, que estaba pálido como el papel—. Démonos prisa, que luego tenemos una cita con el que tú sabes.

Santo había aprendido la lección. Solo tenía que decir esa palabra. La había repetido docenas de veces. La había ensayado durante toda la mañana, con una mano en el bolsillo y actitud arrogante, frente al espejo de su madre. Pero debido a su miedo a las navajas, la voz le salió entrecortada. Aun así, dijo:

—¿Arnold?

—¿Quieres ir largando por ahí también el apellido? —le recriminó Christmas, fingiendo estar furioso y dejando que los chicos de la banda creyeran que estaban hablando del terrible Arnold Rothstein. Luego miró al jefe a la cara—. Haced como si no hubierais oído nada, ¿estamos? —dijo señalándolo con un dedo.

—Somos sordos, ¿verdad? —inquirió el muchacho volviéndose hacia la banda.

—Sordos —respondieron todos al unísono.

Entonces Christmas y Santo se alejaron y dieron la vuelta en la esquina. Cuando aún no habían llegado al callejón donde estaba la trastienda del carnicero, Christmas lanzó un silbido. Y, aullando, con sus ojos saltones, la perra de Pep salió de la tienda.

—¡Lilliput! —llamó contento Christmas, poniéndose en cuclillas y acariciando al animal, que le hacía muchas fiestas.

—¡Qué asco! —dijo Santo.

Lilliput le gruñó.

Christmas rió y luego le dijo a Santo que le diera el bote de hojalata que le había encargado a su madre.

—¿Quieres hacerlo al horno? —propuso Pep en el momento en que se asomó por la trastienda y vio a su perra recubierta de ungüento. Llevaba una silla en una mano y un periódico en la otra.

La perra se acercó a su amo meneando el rabo, giró sobre sí misma y luego volvió al lado de Christmas.

El carnicero puso la silla en el fondo fangoso del callejón, dejó encima el periódico y entró en la tienda. Cuando salió llevaba un chaquetón sobre el delantal ensangrentado. Se sentó y desplegó el periódico, con un ojo en la carnicería.

—¿Sabes por qué puedo poner esta silla en el barro? —preguntó orgulloso—. Es de metal. Indestructible. Y el respaldo y el asiento son de baquelita. ¿Sabías que la baquelita la hemos inventado aquí, en Nueva York? Indestructible.

—Es bonita —dijo Christmas y enseguida le señaló a Santo la tienda—. Ve a vigilar que no entre ningún buitre.

—¿Quién? —preguntó Santo.

Christmas resopló.

—Ponte en la entrada y evita que ningún listillo se lleve un trozo de carne gratis.

Santo vaciló, y por fin se encaminó hacia el fondo del callejón.

—¿Adónde vas? —lo llamó Christmas.

—Voy a dar la vuelta...

—Creo que puedes entrar por aquí... —sugirió y señaló la trastienda—. ¿No tienes inconveniente, verdad, Pep?

El carnicero asintió.

—Con tal de que no me robes la carne —le dijo a Santo.

—No... no, señor... yo... —balbuceó Santo.

El carnicero rió y Santo entró en la tienda, con la cara roja.

—Es un tipo duro, ¿eh? —le dijo Pep a Christmas. Y volvió a reír.

Christmas no respondió y siguió untando la crema sobre las llagas sarnosas de Lilliput.

—Me la has untado entera —dijo Pep—. ¿Qué es eso?

—Es para la sarna.

—¿Y tú qué sabes de sarna?

—Yo, nada. Pero el médico que la ha hecho sí que sabe.

—No pretenderás que te la pague, ¿verdad, chico?

Christmas se levantó, se limpió las manos con un pañuelo y cerró el bote.

—Bueno, el médico no me la ha hecho gratis —dijo luego.

—¿Quién te la había pedido? —Pep se puso a leer el periódico.

Christmas se encogió de hombros y dio una patada a una piedra. Lilliput, gruñendo, persiguió la piedra, la cogió entre los dientes, meneó la cabeza como si estuviese luchando, luego regresó al lado de Christmas y la soltó delante de él. El muchacho rió y le dio otra patada. Y Lilliput, gruñendo, volvió a ir tras ella.

—¿Y cuánto te ha costado? —preguntó el carnicero levantando la cabeza del periódico.

—Un par de dólares —respondió Christmas como si el asunto no le interesara mucho, lanzando de nuevo la piedra a Lilliput.

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