La calle de los sueños (74 page)

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Authors: Luca Di Fulvio

BOOK: La calle de los sueños
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Cuando la carrera la dejó sin aliento, se detuvo detrás de un seto para respirar. Había huido porque sí, aunque en realidad lo había hecho a sabiendas. Ahora tenía miedo. Solo miedo. De oír aquel crac que chasqueaba dentro de ella, haciéndola perder el equilibrio. Aquel crac de un dedo que se rompe, cortado como una rama seca. Aquel crac que sonó en su interior el día que se arrojó desde la ventana de la mansión de Holmby Hills. Aquel ruido siniestro que se asemejaba a los puñetazos de Bill, al que hicieron sus bragas cuando Bill se las arrancó, a toda su violencia. Que se asemejaba a una cuerda demasiado tensa que se parte de repente, como una felicidad demasiado intensa, como una pasión incontrolable, como un amor que no podía contener. Que la habría destrozado.

Porque ella no había nacido para la felicidad, se dijo. Porque la felicidad era lo más parecido a la violencia. Porque ni una ni otra tenían límites. Porque ni una ni otra tenían un perímetro, un recinto, porque no podían sobrevivir en cautividad. Porque ambas eran salvajes. Como una bestia feroz.

Se incorporó. Y en ese momento vio pasar como una bala un Oakland Sport Cabriolet. Y, en el coche, el pelo rubio de Christmas. Ruth se agachó tras el seto.

«No debe encontrarte», pensó. Pues si la encontraba, ella no habría sabido oponerse a la felicidad que Christmas podía ofrecerle. Y se hubiera vuelto loca, habría oído aquel crac. Porque ella no había nacido para la felicidad. Desde que, una noche, se escapara de casa con un jardinero, solamente porque reía, solamente porque la hacía reír. Pues todo había empezado aquella noche, cuando buscó una felicidad superior a ella, que no le pertenecía, que no podía pertenecerle. Pues su búsqueda de la felicidad había coincidido con la desgracia, con la violencia. Con un crac.

Miró el final de Sunset Boulevard. Los faros del Oakland ya estaban lejos. Seguramente Christmas estaba corriendo hacia Venice Boulevard, despertaría a Clarence, se quedaría esperándola. Y al final la encontraría. Y entonces, de nuevo, se acordó de Daniel. Si se hubiese ido con Daniel, pensó Ruth, habría estado protegida. Sin felicidad. Sin violencia. Envuelta en aquella tibia emoción, que era cuanto podía permitirse.

Se incorporó y echó a andar hacia las casitas adosadas, todas iguales, habitadas por familias también iguales, que olían a harina y tartas de manzana y a bolsitas de lavanda para perfumar la ropa blanca.

Huyendo de la infección de la felicidad.

—Carne asada y guacamole; no he entendido lo que es, pero huele bien.—Christmas rió mientras entraba en el dormitorio con un plato grande en la mano. Al no ver a Ruth en la cama, habló hacia la puerta del cuarto de baño—. Y la doncella se llama Hermelinda. Es mexicana.—Como no recibió ninguna respuesta, se sentó en la cama y metió un dedo en la salsa que había junto a la carne y la probó—. Como no te des prisa, me la acabaré —dijo en voz alta, luego sonrió feliz y cerró los ojos, buscando en el aire el olor de la piel de Ruth. Aquel olor que había absorbido y que jamás lo saciaría. Pero la carne irradiaba su intenso aroma. Entonces se levantó de un salto y se acercó al sillón en el que Ruth había dejado su traje lila, para olerlo hasta que ella apareciera. Para no notar su ausencia un solo instante. Pero el traje no estaba ahí—. Ruth —llamó hacia la puerta del cuarto de baño, con voz débil y tono alarmado. Miró alrededor y enseguida reparó en que también faltaba el macuto de las cámaras fotográficas. Salió corriendo al pasillo—. ¡Ruth! —llamó con más fuerza.

—¿Señor? —dijo desde la planta baja la doncella.

Christmas no le respondió. Volvió al dormitorio y se asomó a la ventana.

—¡Ruth! —gritó en la oscuridad de la noche—. ¡Ruth! —Y luego vio la verja abierta. Se vistió deprisa, bajó, encendió el motor del Oakland y partió a toda velocidad.

Recorrió un trecho de Sunset Boulevard y después paró. Viró el coche y volvió en sentido contrario, por la calzada de enfrente, oteando en la oscuridad. Pero no había rastros de Ruth.

—¡¿Por qué?! ¡¿Por qué?! ¡¿Por qué?! —gritaba dando puñetazos al volante, de camino hacia Venice Boulevard. Solo podía estar ahí. Tenía que estar ahí, se repetía mientras conducía a velocidad de vértigo.

Pero ahora, tras detener el coche en la acera, tras subir las escaleras, mientras llamaba furiosamente a la puerta de la agencia fotográfica, ya no estaba seguro de encontrarla.

—¡Ruth! ¡Abre! ¡Ruth! —gritó con todo el aliento que tenía en la garganta.

—¡Oiga, como no se calle llamaré a la policía! —chilló una voz detrás de él.

Christmas se volvió furioso. Vio el rostro de un hombre asustado tras la puerta entornada del piso de enfrente.

—¡Que te den por culo, gilipollas! —le gritó a la cara.

El hombre cerró la puerta de golpe.

Christmas se lanzó con más ira contra el cartel «Wonderful Photos», y se puso a llamar con todas las fuerzas que tenía.

—¡Sé que estás ahí, Ruth! —gritó, con la voz quebrada por la esperanza que se desvanecía.

—Jovenzuelo, va a tirarme la puerta —dijo Clarence, que apareció por las escaleras, con expresión alarmada, embutido en una bata a rayas azules y rojas.

Christmas se abalanzó sobre él.

—¿Dónde está Ruth? —le preguntó asiéndolo por el cuello.

La puerta del piso de enfrente se abrió de nuevo.

—¿Llamo a la policía, señor Bailey? —inquirió el hombre.

—No, no, señor Sullivan —contestó Clarence, con la voz entrecortada por la presión de las manos de Christmas—. No ocurre nada.

—¿Está seguro?

Clarence miró a Christmas a los ojos.

—Suélteme, jovenzuelo —le ordenó.

Christmas lo soltó y se abandonó contra la pared del pasillo.

—No está aquí, ¿verdad? —preguntó con voz derrotada.

—Cierre, señor Sullivan —dijo Clarence al hombre que seguía husmeando asustado.

—Presentaré una queja al administrador... —comenzó a decir el hombre.

—¡Cierra! —prorrumpió Christmas.

El hombre cerró la puerta.

—¿Dónde está Ruth? —preguntó entonces Christmas. Sin esperanza. Como un autómata.

—Creía que estaban juntos —respondió Clarence, receloso.

Christmas se cubrió la cara con las manos y se dejó caer al suelo, resbalando contra la pared.

—¿Por qué? —murmuró.

—¿Le ha hecho daño a Ruth? —le preguntó Clarence, con una voz repentinamente seria.

Christmas levantó la cabeza y lo miró pasmado.

—Yo... yo amo a Ruth.

Clarence lo examinó un instante y luego movió la cabeza.

—Jovenzuelo, yo necesito un café bien fuerte —dijo—. Y creo que también a usted le sentaría bien.

Christmas ya lo miraba sin verlo.

—Suba a mi casa —propuso Clarence tendiéndole una mano.

—Si no está aquí, ¿dónde puede estar? —preguntó Christmas.

Clarence suspiró.

—No quiere ese café, ¿verdad? —dijo. A continuación se dobló sobre sus viejas rodillas, con una mueca de cansancio, y se sentó al lado de Christmas—. ¿Qué ha pasado? ¿Ruth está bien?

—No lo sé...

—¿Por qué no me lo cuenta todo?

—Volverá aquí, ¿verdad?

—Estoy empezando a preocuparme, jovenzuelo. Voy a preguntárselo solo una vez más, después llamaré a la policía —dijo Clarence, con voz firme—.¿Ruth está bien?

—No lo sé... yo... nos reíamos, éramos felices y después... después ya no estaba. Ha huido.—Christmas miró a Clarence—. ¿Por qué? —le preguntó—. Ayúdeme...

—Ayúdame, Daniel —susurró Ruth.

Daniel la miraba asustado. Ruth tenía el pelo revuelto, las rodillas heridas. Estaba sucia, sudada.

—¿Qué ha pasado? —le preguntó.

Cuando llegó a la casita, Ruth no llamó a la puerta. No quería que los Slater la vieran de esa guisa. No quería preguntas. No quería que le leyeran la pasión en los ojos. Fue hasta la parte trasera de la casa y lanzó un palito a la ventana de Daniel. La luz seguía encendida y el muchacho abrió enseguida la ventana. Ruth se llevó un dedo a los labios y le pidió con un gesto que bajara.

Y ahora estaban de pie, frente a frente, junto a la verja pintada de blanco, ocultos detrás de un árbol alto.

—¿Qué ha pasado? —preguntó Daniel de nuevo.

—Ahora no, Daniel —dijo Ruth, mirando preocupada hacia la casa—. Ayúdame...

—¿Qué tengo que hacer?

—Escóndeme. —Ruth lo miró—. Y abrázame fuerte.

Daniel se volvió hacia la casa. Luego estrechó a Ruth entre sus brazos.

—¿Por qué tienes que esconderte? —preguntó en voz baja.

—Ahora no, Daniel. Ahora no.

—Ven, entremos —la invitó Daniel, cogiéndola de una mano.

—Dormiré en el garaje —dijo Ruth, oponiéndose.

—No digas tonterías. Dormirás en mi cuarto.

Ruth retrocedió un paso.

—Yo dormiré en el cuarto de Ronnie —la tranquilizó.

—¿Y qué dirán tus padres?

—¿Por qué tienes que esconderte, Ruth?

Ella bajó la mirada.

—A mi padre y a mi madre les diremos que el canalla de tu casero te ha echado —dijo entonces Daniel.

—¿De un día para otro?

—Es un canalla, ¿no? —bromeó Daniel.

Ruth sonrió ligeramente.

—Pero mañana tendrás que contarme lo que te ha pasado —insistió Daniel con seriedad.

Ruth lo miró. Debería abrazarlo. Era su salvador.

—Mañana... —murmuró en voz baja.

Debería besarlo. «Con el tiempo», pensó y se dejó conducir al interior de la casita que olía a harina, levadura, manzanas y lavanda.

Subieron las escaleras sin hacer ruido. Daniel permaneció vigilando delante del cuarto de baño mientras Ruth se lavaba las manos sucias de tierra y se desinfectaba los arañazos. Después Daniel la hizo pasar a su habitación, le enseñó dónde estaba el interruptor de la luz, se ruborizó al sacar de un cajón ordenado y perfumado un pijama de hombre y le señaló el cuarto de Ronnie.

—Estoy ahí —le dijo. Se quedó mirándola quieto. Luego acercó despacio su rostro al de Ruth.

Ruth se volvió ligeramente y le puso la mejilla.

Daniel se la besó.

—Buenas noches —dijo con una sonrisa empachada y enseguida salió de la habitación, cerrando la puerta tras de sí.

Ruth apagó la luz, se aproximó a la puerta, la entornó y pegó el oído al resquicio.

—¿Qué pasa? —oyó que preguntaba somnoliento Ronnie.

—Apártate un poco y cierra el pico —dijo Daniel.

—Maldito cabrón, te lo haré pagar... —gruñó Ronnie.

—Duérmete —dijo Daniel.

Ruth vio después apagarse el rayo de luz que se filtraba por debajo de la puerta y la casa quedó entonces sumida en la oscuridad. Fue a la cama, se desnudó, se puso el pijama y se metió bajo las sábanas. La luz de la luna iluminaba ligeramente la habitación, trazando sombras y redondeando los rincones.

Ruth hundió la cara en la almohada y aspiró el olor a limpio de Daniel. Pero perduraba en su nariz el olor acre del amor, del sexo, de la pasión. El olor de la piel de Christmas. Y si cerraba los ojos veía su rostro, tenso y sudado. Veía su boca, sus labios húmedos. Sentía sus manos, el calor de su cuerpo. Y oía el eco de sus respiraciones jadeantes aumentar al unísono, volverse una, como si un animal mitológico soplara su aliento sobre sus cuerpos acoplados, ligados, fusionados. Prisioneros el uno del otro. Unidos por el deseo. Por una promesa de éxtasis que aún ahora abrigaba entre sus piernas, arrolladora y primitiva. Que aún ahora le latía impetuosa allí donde antes experimentara solo dolor y humillación. Que le cortó la respiración cuando la ardiente sensación de placer alcanzó el clímax y la privó de toda luz en los ojos, de todo sonido en los oídos. Que dejó sin voluntad a sus músculos, totalmente crispados, acometidos por una descarga eléctrica que la hizo temblar y estremecerse, como si su alma se hubiese vuelto de carne palpitante. Aquel candente caos sin tiempo, tan parecido a la muerte. Tan cercano a la vida plena.

Ruth abrió los ojos. Encendió la luz, turbada. Se sentó en la cama. Contuvo las lágrimas.

Se levantó y se acurrucó en un sillón floreado al lado de la ventana. Se sentía incómoda en la cama de Daniel, entre aquellas sábanas que olían a limpio. Le parecía que las ensuciaba con su olor a mujer que ningún lavado podía eliminar. Que ella misma jamás lavaría, se confesó oliéndose y acariciándose despacio, buscando en aquel gesto imitado algo que la recompensara de la dicha a la que había resuelto renunciar para siempre, para no enloquecer. Aunque, recordándolo, de todas formas enloquecería. Siempre. Recordando lo que ni Daniel ni ningún otro hombre jamás podrían darle. Lo que jamás consentiría recibir de Daniel ni de nadie.

Al amanecer se despertó sobresaltada. No sabía cuándo se había quedado dormida. Los primeros rayos de sol habían despejado la niebla que enturbiaba la luz lunar.

Se levantó del sofá. Sentía la cabeza pesada, los huesos doloridos, los arañazos de las rodillas tiraban. Miró de nuevo la cama de Daniel. Pasó una mano por la almohada, con ternura. Sin pasión. Imaginó el momento en que los Slater se despertarían. Se imaginó el desayuno, a todos juntos, con las tortitas y la miel. Y el aroma del café mezclado con el del jabón de afeitar. Se imaginó el calor de aquel despertar, turbado por su presencia, por las mentiras, por la sensación de incomodidad. Se imaginó contándole a Daniel que había estado con un hombre, que se había sentido mujer. Se imaginó hablándole de Christmas, de su promesa, de su sintonía, de su ser únicos, de su banco en Central Park, del corazón pintado de rojo, de Bill, del hospital, de su marcha de Nueva York cuando decidió besar al duende del Lower East Side. E inmediatamente después se imaginó el rostro delicado de Daniel, sus expresiones. Sus hombros hundiéndose, dispuestos a soportar aquel peso.

Y entonces Ruth supo que también le mentiría a Daniel.

Se vistió. Cogió su macuto negro. Entornó la puerta de la habitación y aguzó el oído. La casa de los Slater seguía sumida en el silencio. Todos dormían, arrullados por el limpio olor de su familia, soñando que vendían coches, que surcaban las olas del mar en una barca de vela, calentados por el sol de la playa, con la piel salada. Soñaban los sueños de una familia.

Bajó silenciosamente las escaleras. Abrió la puerta trasera y salió a hurtadillas.

Otra vez se estaba fugando, se dijo. Pero no se detuvo.

—Ruth volverá aquí. Esta es su casa —le dijo Clarence.

Y Christmas pasó la noche en el coche, delante del portal de Venice Boulevard. Despierto. Porque no podía perderla. No quería arriesgarse a no verla. Tenía que saber por qué había huido.

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